sábado, marzo 18, 2006

DE NOCHE EN COYOACÁN

Por años he buscado mi rostro en los ojos de otras mujeres.

De otras.

Cierta noche aquella búsqueda se trasladó al barrio de Coyoacán. Puede parecer un cliché: juro que no lo es. Había ido allí para comprar cierta figura de barro que alguna vez mi esposa -de la que nunca sabrás el nombre- había visto. No la hallé; en cambio, Laura me halló a mí.

Laura era una antigua compañera de trabajo con la que mantenía esa conversación vacía y presurosa que sólo se puede dar en el Messenger. Siempre me atrajo, pero nunca había ocurrido nada más allá de esos juegos cargados de un erotismo apocado que se da entre la gente que pasa junta más tiempo del que se necesita. Nos escribíamos hacía meses, conversábamos sobre cosas ordinarias, a veces deslizábamos una que otra frase de doble sentido, pero nada más: aquello parecía ser tan sólo una amistad de esas que se buscan para soportar las horas de oficina.

Hasta esa noche.

La sorpresa que me causó el descubrirla detenida entre el gentío no la describiré: tú ya la conoces. Y si no, algún día lo harás. Ella se acercó lentamente, justo como ocurre en las películas baratas, y poco a poco las sombras, que antes me negaban la totalidad de su rostro, me fueron develando el enigma de unos labios que se empeñaban en sostener una sonrisa cómplice.
-Creí que jamás te encontraría -dijo su sonrisa, porque ella, hasta ese momento, no había esbozado siquiera una palabra.
-Laura... -dije yo sin intentar hacer literatura con ese rostro de pronto iluminado por las débiles luces de las cafeterías, un rostro casi groseramente hermoso.
-¡Estás sobresaltadísimo! -exclamó, porque, claro, ella estaba inmersa en la otra versión de la historia.
-No, no lo estoy -negué con un susurro-, es sólo que... tú sabes: eres a la última persona que esperaba encontrarme aquí.
-¿Exactamente la última?
-Bueno, tal vez la penúltima. La otra es mi abuela, que está hospitalizada.
(Lo siento: a veces las noches de los viernes no dan más que para un humor infame.)
-¿Vienes... acompañado?
Se refería a mi esposa. Ya te acostumbrarás a que esté presente siempre, aunque nadie la nombre.
-No -me apresuré a aclarar-. Vengo solo. ¿Y tú?
-Sólo hay lo que ves.
Una tez cobriza, de centro vacacional o quizás de cama solar; una figura delicada ceñida por una blusa sencilla; unas caderas apenas perceptibles detrás de los jeans desgastados. Nada que no hayas visto antes por esos rumbos. Eso es lo que había.
Por qué elegimos el Sanborns y no, digamos, El hijo del Cuervo, es algo que no recuerdo. Quizá por negarnos a nosotros mismos la existencia del impulso snob que nos había hecho coincidir en ese sitio. Lo cierto es que bebimos un par de tragos y vimos un partido de futbol cuyos rivales no consigo rescatar en este momento. Y conversamos. De asuntos triviales. Casi como un par de desconocidos que se encuentran en una estación. O como dos antiguos camaradas a los que el tiempo les ha contado una versión diferente del mundo. Deben haber pasado algunas horas y varios tragos más, porque de pronto nos encontramos casi a solas en la orilla en penumbras de aquel bar.
-En todo este tiempo no has hablado de ella -observó Laura mientras me dedicaba una mirada incisiva, o que pretendía serlo detrás de todo ese alcohol que se le había colgado de los párpados.
Contuve un instante el aliento. Luego, sencillamente lo dejé escapar con un débil silbido de mis labios que ya buscaban el refugio del licor.
-Está en casa -confesé-. Tiene una reunión. Amistades suyas, que no mías. Anécdotas que no me incluyen. Cosas así.
-“Que no mías”-, repitió ella-. Querrás decir: “que no meas”.
-Que no mearías -la seguí.
-¿Qué no me harías? -insistió.
-¡Qué no te haría!
Entonces sus ojos se entornaron. No supe qué hacer ni qué decir; de hecho, el gesto me tomó por sorpresa mientras buscaba entre la niebla de mi mente una nueva aliteración. Ella sonrió, victoriosa, y se limitó a beber un poco más.
Pero ya el juego había empezado.

Salimos de aquel lugar cerca de las once de la noche. Pocos comerciantes se hallaban aún en la plaza. Ahora el alboroto se había ido orillando hacia los bares de la periferia.
Su mano en la mía era como un secreto que alguien acaba de susurrarte al oído. Pero un secreto caro, terrible. Y ella parecía saberlo, porque mientras andábamos de aquí para allá, indecisos, como abandonados, su cuerpo de senos pequeños, casi inexistentes, se empeñaba en darse de frente contra el mío, como una ofrenda, como un soborno que el otro no se toma la molestia de disimular.
-Es temprano -dijo de pronto, tratando de enfocar la carátula diminuta de su reloj pulsera-. Todavía no estoy lo suficientemente borracha. Mírame.
Ensayó una pose de ballet.
-No estás lo suficientemente borracha... ¿para qué?
-Para lo que tú quieras hacerme...
La tomé por el cabello y la atraje hacia mí con violencia. Y la besé, le mordí los labios, le lamí el cuello y el tenue olor de su perfume operó en mi entrepierna, que exhibió, allí, a la vista del mundo, la más grosera de las erecciones.
-Vamos a otro lado -dijo ella, jadeante-. Quiero otra copa.
Nada en especial nos llevó al Hijo del Cuervo; es sólo que era el lugar más cercano. Ocupamos una mesa en un rincón oscuro y ordenamos. Disfrazados por el ruido de la música y del horrísono ambiente del lugar atestado de enardecidos ebrios, Laura se desabrochó los jeans y me robó una mano para introducirla más allá del bosque táctil de su vellosidad. Estaba empapada. Le metí la lengua en la boca y dejé que mis dedos se deslizaran dentro de la cálida viscosidad de su vagina. Fueron minutos frenéticos, de un desahogo casi animal. Finalmente, luego de un rato, nos separamos.
-Esto no puede ser -dijo ella.
Pero no la escuché, o no recuerdo si fingí no hacerlo.
Las bebidas nos aguardaban: jamás supimos a qué hora llegaron a nuestra mesa.
-No debe ser así -creo que insistió-. Tu esposa... Esto no debe ser así...
¿Nunca has sentido que los remordimientos son una cosa que sobra en este mundo? No finjas: tú sabes bien que la noche y un cuerpo de mujer que se abre sediento de tu erección son más fuertes que la culpa. Tú sabes bien que el ansia de sexo es el único sentimiento capaz de derrotarte.
-No, tienes razón, no debe ser así -le dije, acercándome a su oído.
-Es que no lo entiendes -replicó ella con la voz desgarrada por el alcohol-. Yo no puedo darte nada más, no ahora. Pero si mañana me recuerdas y sientes culpa, me gustaría que mi recuerdo fuera más poderoso, mucho más poderoso que tu remordimiento.
Buscamos una esquina propicia. O creímos que lo era. Primero me dejó que le desabrochara la blusa. Luego ella misma se llevó las manos a la espalda y se despojó del sostén. Le retiré la prenda de los hombros, que eran estrechos, como los de un adolescente. Entonces le lamí los pezones, endurecidos no sé si por la excitación o por el frío de la madrugada que ya se acercaba. Mi boca siguió su recorrido por su vientre y le bajé el pantalón. Llevaba unas pantaletas de estampado juvenil. Las tomé por la orilla que se ceñía al nacimiento de su vello y tiré con fuerza hacia arriba para dejar que sus labios vaginales brotaran a los lados. Los chupé con fruición. La oí jadear. Finalmente se los bajé bruscamente y le introduje el dedo hasta el fondo, una y otra vez. No pude soportarlo más. Me erguí y comencé a besarla mientras me desabrochaba el pantalón a toda prisa.
Entonces ocurrió.
-No me beses -murmuró ella-. No me beses ya...
Ahora tenía la verga al aire, enhiesta y latente como un tótem sagrado, así que no la escuchaba, o seguía fingiendo que no lo hacía.
-No me beses -gritó ella, alimentando con un leve empujón la distancia entre los dos.
-¿Qué pasa? -pregunté, incrédulo, casi al borde del delirio.
-Nada más no me beses. Sabes a alcohol. Tengo náuseas...
Quise reír. Luego, me vi forzado a hacerlo: primero, Laura abrió los ojos casi al borde de la desmesura, y, acto seguido, se tomó el vientre con una mano y su cuerpo se arqueó para dejar escapar un denso y violento río de vómito.
Los autos que pasaban por la calle alzaban sus luces y algunos conductores se detenían sin disimulo para ver a la mujer semidesnuda que ejercía el inequívoco ritual de la ebriedad truncada. A veces me pongo a imaginar los recuerdos que deben provocar esa postal fugaz en la que un hombre con el pene de fuera se inclina sobre una mujer con las nalgas abiertas a la noche y el pantalón en los tobillos. No es algo digno, pero, ¿cuántas cosas de este basurero inmundo que llamamos existencia no se parecen a nosotros mismos?
Nos vestimos a toda prisa; no obstante, los grupos de borrachos que salían de un antro cercano soltaban la rechifla no bien las luces de los autos nos descubrían a intervalos detrás de aquel árbol que, ya menos abstraídos por el deseo, nos pareció el más ralo de toda la zona.
Nos dirigimos en silencio a la avenida. Esperamos, callados, el arribo de un taxi. Mientras el vehículo agotaba decidido las calles del sur, Laura recargó su cabeza en mi pecho y luego alzó la vista para buscarme.
-Perdóname -musitó-. Ya me sentía mal desde que salimos y el aire acabó por darme en la madre. Pero te lo prometí y no podía echarme para atrás.
-No te preocupes -la tranquilicé-. Fue una cosa muy estúpida, querer hacerlo a media calle. Pero, bueno, al menos no terminó en tragedia.
-Antes quería que lo recordaras. Ahora daría cualquier cosa por que te olvidaras de lo que pasó.
-Ya, ya, no fue nada. -Le acaricié la mejilla-. A la gente le ocurren estas cosas. Luego el tiempo se encarga de borrarlo, y vivimos felices para siempre.
Laura me sonrió y cerró los ojos.

Le pedí al taxista que aguardara y la acompañé hasta la entrada de su edificio.
-Debo tener un aspecto horrible...
-No más que el hombre que me llevará a casa. Y aún no sé si acabará por asesinarme.
Quise besarla, pero a último momento me detuve. Ella interpretó mi indecisión y soltó una risa débil.
-Te juro que ya no voy a vomitar: tengo la panza vacía.
Alcé los hombros en un gesto de divertida incredulidad.
Laura introdujo la llave y abrió la puerta. Entonces se detuvo; se dio la media vuelta y volvió hacia mí.
-Sólo una cosa -me dijo-: prométeme que harás todo lo posible por olvidar esta noche; no dejes que el tiempo se encargue del asunto.
-Lo prometo -le respondí.
Y volvimos a despedirnos. Para siempre, porque a partir de esa noche jamás la volví a ver.

Mientras caminaba de regreso al taxi, pensé en sus palabras. Sabía que le había mentido: nadie olvida nada; los recuerdos del hombre son lo suficientemente amplios para alojar en su interior a todas las mujeres del mundo, hasta con sus peores momentos, incluyendo aquellos que ni ellas son capaces ya de reconocer. Pero en fin, sigamos fingiendo que no tenemos memoria. Y más yo, que soy un hijo de puta infiel y cínico, alguien a quien no le basta con recordar, sino que, peor aún, apenas le satisface el hecho de saber que ahora tú también conoces la historia.

1 Comments:

At 2:06 p.m., Anonymous Anónimo said...

Lo unico que no entiendo es porque cuando estas en el momento te salen con que: "esto no esta bien", siendo que desde un principio eso andan(mos) buscando

 

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