sábado, marzo 25, 2006

Un detalle de color

Sonya usaba ropa interior blanca. El sostén, las panties, incluso los calcetines cuando calzaba sus viejas botas de nubuck. Todo blanco.
Antes de que empieces a imaginar encajes ciñendo carne tibia y joven, palpitante, debo advertirte que no los hubo. Nunca. En el vestir de Sonya no había elegancia, mucho menos sofisticación: a ella le venía bien comprar prendas baratas en almacenes de tercera o hasta en supermercados.
Lo que hubiera debajo de sus jeans o de sus largas faldas no era algo que intimara con el erotismo; era, simplemente, una necesidad.
Así que mis manos retiraban, a veces con ansia, a veces como un simple hábito, un brassiere sin misterio, unos burdos calzones de algodón.
Siempre blancos.
Ahora, no dejes que de nuevo tu imaginería febril altere el verdadero sentido de este relato: olvídate de Sonya y concéntrate en ese color, o más bien en la ausencia de color de unas prendas que para muchos deben emparentarse con el fuego o con la oscuridad, con la semitransparencia o con el cuero pinchado por filosos estoperoles que nunca terminan por herir la piel, aunque esa vana esperanza casi siempre sustente el deseo.
Puro fetichismo. Pero deleitable.
Más allá no me alcanza la memoria. Por eso creo que los calzones de Sonya, colgados al sol en el tendedero de mi subconsciente, son el puro alimento del placer que siempre encuentro cuando una mujer comienza a desvestirse y de pronto el guiño blanco de la ropa interior me ciega al final del zipper, o de la pausa que Estela, como todas, practica ahora mismo, en este otro recuerdo, apenas un segundo antes de comenzar a bajarse el pantalón.
Debe tratarse del pudor, creo yo, o tal vez de la indecisión. Lo cierto es que todas las mujeres que se han desvestido frente a mí han hecho siempre la misma pausa, el mismo ademán como de quien espera que le informes que no es necesario tomarse la molestia, que posees un arte capaz de permitirle fornicar sin que sus muslos se priven del abrazo de la tela. No sé.
La primera vez que tuve a Estela en calzones frente a mí, habíamos ido a un hotel cercano a la oficina. Sé que el mundo cambió un poco de forma para ella cuando, no bien cerré la puerta, me deshice rápidamente de la ropa y le puse mi manojo genital justo frente a la boca.
-Lámelo -le ordené.
Estela retrocedió, un poco por instinto, un poco por alimentar la distancia adecuada para enfocar el trozo de carne que le buscaba los labios. Luego recompuso su expresión: en su mirada noté que aquellas dimensiones le gustaban.
-Qué ansias las tuyas -replicó-. ¿No esperas mejor a que me desvista?
Me alejé un poco, y ella se detuvo un momento para recorrerme de un breve vistazo. Entonces, sentada aún sobre la cama, empezó a desabrocharse la blusa. No se la quitó del todo: con una calma de algún modo nerviosa, luchó un instante con los botones de las mangas y entonces se la sacó merced a un ágil movimiento.
El sostén de media copa, completamente blanco, le soportaba unos senos medianos, carnosos.
La sangre se me agolpó en el miembro, y ella lo notó, porque al instante alzó la vista para buscarme los ojos y me ofreció una expresión traviesa, enigmática. O al menos a mí me lo pareció.
Cuando se llevó las manos a la espalda para destrabar los broches de la prenda, la detuve. Estela frunció el seño, pero obedeció.
-Déjatelo -le pedí-. Quítate los pantalones.
Entonces vino la pausa y todo eso que ya quedó claro algunas líneas más arriba.
El cuerpo de Estela, vestido apenas con ese brassiere y con una seductora tanga que le abrazaba las caderas, sentado y expuesto a la orilla de ese mundo frágil que es la habitación de un hotel barato, me cortó el aliento. Sólo en ese momento me di cuenta de qué tan amarrado estaba al recuerdo de Sonya. Del color de su ropa interior, para ser más preciso. Es posible que a ti te parezca algo de lo más ordinario. Pero piensa: ¿no es un poco injusto que el arquetipo que de muchas maneras conduce tus acciones en la vida sea nada más y nada menos que esa imagen? El mundo se me pudrirá y se vendrá abajo con el acostumbrado estrépito del choque emocional, pero lo único que el psicoanalista hallará intacto, bien encarnado al fondo de mi psique, será eso. Sólo eso.
Unos pinches calzones blancos.

No te vayas todavía. Trae acá esa curiosidad insana y déjame que le muestre lo que ocurrió aquella tarde, que para eso estás aquí.
Estela era virgen. Y yo, con las arremetidas de una verga hambrienta y gozosa, le estropeé el himen para siempre.
Así que esa mirada, que al principio me pareció enigmática, sólo estaba disfrazando el miedo que la consumía.
-Nadie, excepto mis padres, me habían visto nunca desnuda.
Eso dijo mientras nos lavábamos a intervalos de cobardía bajo el irregular chorro de agua helada.
-Tienes un cuerpo hermoso -le dije con voz trémula por el frío.
Mentí: era un poco delgada para mi gusto. Pero esa es una frase que esclaviza a algunas.
Me dejó que la secara, hincados sobre el duro colchón. Me coloqué a sus espaldas y le froté la nuca con delicadeza. Un instante después, mi pene erecto comenzó a reclamar la hendidura de esas nalgas cercanas. Obligué a Estela a ponerse bocabajo y le lamí el ano con fruición.
-¿Qué me haces? -murmuraba-. ¿Qué me estás haciendo?
Quería sodomizarla, pero me contuve: la cálida estrechez de su vagina era aún el territorio por conquistar.
Hice que se volviera y me subí en ella para que el peso de mi cuerpo se reconociera en el suyo, que latía y temblaba.
Y la besé. Con violencia. Con ánimos de posesión. Luego me retiré un poco de su rostro para mirarla a los ojos, primero entrecerrados, de pronto abiertos al sentir la carne lacerante penetrando en su entrepierna.
(Más tarde platicaríamos de cómo algo en ella rehuyó al dolor y la obligó a deslizarse hacia la cabecera como una rara sierpe, y de cómo la detuve por los hombros y le hundí el miembro hasta el fondo, muy quedo, mientras que la expresión de su rostro, ese sí hermoso, ensayaba todos los gestos posibles.)
No quise venirme dentro, pero aguanté hasta donde pude al ver que el dolor había cedido y algo placentero estaba ocurriendo en su interior. Al final me salí y me monté sobre su vientre para ofrecerle la dureza insoportable de mi verga, que estaba a punto de estallar.
Le bañé el rostro de semen. Y grité. Y sólo al cabo de unos segundos, una vez que volví del propio infierno, supe que parte de ese baño tumultuoso le había entrado en el ojo izquierdo.
Se lo lavó como pudo, pero el ardor no cedía. Y se hacía tarde.
Camino a la oficina pasamos por una farmacia y compramos colirio Eye-mo. Le apliqué algunas gotas, entre risas y manoteos, pero el enrojecimiento se quedó allí por varias horas, asomado a su mirada como una violenta confesión.
-Siento extraño -decía, señalándose la entrepierna-: algo así -y los dedos de su mano se abrieron y cerraron como algo que palpita-. Además -añadió-, me está ardiendo...
-Si abres las piernas, te pongo gotas...
-Idiota -me dijo, pegándome un puñetazo en el hombro.

La franja de tela, oculta entre sus nalgas. La sensación de aquella tanga que mis manos despegaron poco a poco de su piel. El juego de mis dedos enredándose en el resorte delicado.
Su color. Eso es lo que más recuerdo.
Completamente blanco.

2 Comments:

At 10:16 a.m., Blogger Shophie Kowalski said...

El blanco es una combinación de todos los colores.

La ausencia de color es el negro.

Hay que recordar las clases de física de la secundaria, querido...

 
At 10:39 a.m., Anonymous Anónimo said...

Fluido:

Es que habíamos corrido las cortinas.

Ja.

Entonces no era "ausencia de color", sino de conocimientos de física.

Saludos.

 

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