martes, marzo 28, 2006

ORGÍA O CASI


Una noche, Rogelio, Anelle, Estela y yo acompañamos a un grupo de compañeros de la agencia a cierto bar de jazz muy añejo al sur de la ciudad. No fue el género en sí lo que nos atrajo, sino el ánimo del viernes y el saber que uno de ellos tenía alguna amistad con el hijo del dueño del local, lo que incidía favorablemente en nuestra economía. La gorra, pues. Confieso que yo, al menos, muchas veces llegué a sentir ese raro y deleitable abandono de escuchar el sax de Coltrane, o la trompeta de ese ritual que fue Miles Davies, pero eso fue hace años, cuando la noche se ponía a sangrar no bien la música despertaba en la trompeta de aquel dios ya extinto. Hoy, sin embargo, son pocos los discos que conservo de aquella época y las melodías que ayer me gustaban se han ido diluyendo en imágenes, recuerdos fragmentados, nada que ver con el jazz. O muy poco. Lo cierto es que esa noche ocupamos una mesa y alguien pidió un Jack Daniels. Se presentaba una banda de Dixieland, y la estridencia era sofocante. Pero en situaciones semejantes el alcohol no precisa de la charla; así que en cuestión de minutos ya estábamos todos borrachos. Y cuando llegó el primer estertor del clarinete y el trombonista le sopló por última vez a su instrumento, una de las tipas que nos acompañaban, ni siquiera recuerdo el nombre, soltó un chorro de vómito de proporciones descomunales.
Se armó el gran alboroto. Un grupo de meseros se apresuró a reordenar el mundo, mientras que un par de gorilas nos cercaron rápidamente para evitar que huyéramos en medio de la confusión. Como pudimos nos organizamos. A mí me tocó cargar a la mujer por los sobacos, y con ella en brazos salí a la noche de la ciudad de México.
Recuerdo que llovia. Una lluvia fina de principios de octubre. Era temprano y la tipa que intentaba mantener en pie se afanaba a su vez en esbozar alguna frase chusca que nunca consiguió trascender su garganta. El grupo salió unos minutos después. Mientras esperábamos los autos, alguien propuso continuar. Por qué les pareció adecuado seguir la borrachera en casa de aquella mujer, fue algo que supe cuando arribamos al lugar:

Se trataba de una residencia en el Pedregal de San Angel. Imelda -ya recordé el nombre- vivía sola desde que sus padres habían partido a Europa. O eso se comentaba. Lo cierto es que el lugar estaba solitario y el enorme bar que ocupaba la esquina de la sala se hallaba medianamente surtido. La razón era obvia. Las mujeres acompañaron a la dueña de casa a su recámara y los demás nos pasamos al ron y al tequila. Al rato fueron con nosotros.
-Está dormida -me dijo Estela al oído.
Alguien encontró el aparato de sonido e insistió con el jazz: Duke Ellington.
Anelle, presa de un furor insospechado en una respetable ejecutiva de cuenta, se puso a imitar unos pasos de foxtrot. O eso decía. Al rato se cayó encima de la mesa de centro y derribó las bebidas con enorme estrépito de vidrios y carcajadas. Como aquel lugar se había vuelto inhabitable, con toda naturalidad nos acodamos en la barra.
Nadie se tomó la molestia de detener el escándalo: la síncopa incesante que escupían los altavoces se hallaba en su punto más horrísono cuando los ojos de Rogelio ensayaron lo más parecido a la sorpresa. Al instante, todos nos volvimos hacia el sitio que señalaba su mirada.
Allí estaba Imelda, bailando una danza descompuesta, completamente desnuda en mitad de la sala.
-¿Quién la encueró? -preguntó cualquiera de nosotros.
Las mujeres intercambiaron miradas, entre apenadas y confusas, pero ninguna de ellas se movió de su sitio, como si estuvieran en presencia de sus visiones personales y nadie quisiera compartir su horror con alguien más.
-Estás loca, pinche Imelda -calificó Ernesto.
Pero la mujer lo ignoró y siguió agitando los senos y practicando una serie de movimientos con los brazos como un bebé lagarto deshaciéndose de los restos de su cascarón.
-Está pedísima -susurró Estela.
Sólo entonces me recuperé de la sorpresa: Imelda tenía un cuerpo hermoso, firme y brillante, como labrado en bronce.
Imagino que los demás ya se hallaban sumidos en sus propias observaciones, porque recuerdo que alcancé a escuchar, o al menos creí hacerlo, que alguien tragaba saliva con esfuerzo.
Pero Imelda ni se inmutaba: de un salto nos dio la espalda y agitó mórbidamente sus enormes nalgas con forma de corazón.
De reojo vi que uno de los cuates que nos acompañaban había empezado a quitarse la camisa. Y no me detuve demasiado en esa imagen porque frente a mí, al otro lado de la barra, vi que Lena, o Lorna, o como quiera que se llamara la pelirroja de las mejillas inflamadas, se inclinó un poco detrás del mueble y al reincorporarse tenía ya en sus manos una prenda oscura y diminuta, que agitó en el aire con un desenfado casi patológico.
-¡Chingue a su madre! -exclamó mientras rodeaba la barra para incorporarse al retorcido baile de Imelda-. ¡Esta es una fiesta a calzón quitado!
Los recuerdos del alcohol son como una disección involuntaria que la memoria nos va entregando de a poco. Lo primero que me viene a la mente es el saxofón de John Coltrane en Spiritual: una rola pausada y alegre con mucha batería y una cadencia bien sabrosa. Luego, está Anelle, que debajo de la falda de grueso algodón vestía un horrible boxer. En seguida está el pene de Rogelio, enorme y grueso, sacudiéndose entre chasquidos como una boa ebria. Y Maira, que entre risas y parloteo, no sé muy bien si fingidos, se le va acercando disimuladamente hasta que al fin logra apresar aquella verga para apretarla fuerte, muy fuerte, como si quisiera comprobar si aquel trozo de carne es de verdad. A lo lejos, al pie de la escalera que daba a las recámaras, Edgar se desviste cuidadosamente, sin prisas, como si en cualquier momento fuera a ponerse de rodillas para rezar sus oraciones nocturnas. Luego viene My favourite things, la infaltable de Coltrane, y el vello espeso, casi animal, en la entrepierna de Dana.
Busqué a Estela y la encontré bebiéndose un cruzado con Ernesto: la mano de él en uno de sus senos como un gesto casual.
No recuerdo en qué momento la música cesó por fin, sólo sé que en un instante mis propias manos sopesaban la caliente dureza de las nalgas de Imelda, quien a su vez me ofrecía una sonrisa grotesca y el suave azul de sus ojos, que a pesar de todo conservaban una luz profunda y violenta.
Sin poder evitarlo, fui presa de una gozosa erección, allí, en medio de todos. La punta de mi verga se encajó por un momento entre las piernas de Imelda y ella, al sentirlo, soltó una carcajada y me abrazó por el cuello para saltar sobre mí. Rodamos por la alfombra y su boca se pegó a la mía como un molusco hambriento. Alguien gritó salvajemente y de pronto sentí un peso súbito y enorme encima de nosotros.
Todos nos cayeron encima. Por un momento aquello era una confusión de brazos, piernas, tetas, sudores y miembros ajenos.
No aguanté más: sofocado, comencé a empujar hasta deshacerme de aquella maraña de carne resbalosa. Como pude me arrastré hacia un costado y fue entonces cuando vi en aquel enjambre de miradas la humedad que antecede al deseo.

Poco a poco, igual que si una mano invisible desprendiera la gruesa costra de una herida, los cuerpos se fueron separando. Al final, exhaustos y agitados, nos miramos en silencio unos a otros, y luego volvimos la vista al centro de la habitación, en la que una pareja había comenzado a besarse, a restregarse las manos y el sexo, a jadear.

El hombre era Rogelio; la mujer, Estela.

No la amaba, ni la amé nunca, pero la ausencia de ese sentimiento no me eximió del dolor de los celos. Pero había algo insano en aquel calor que me abrasaba el pecho, pues de alguna manera la curiosidad se me fue imponiendo y, unos segundos después, me descubrí sediento de esa imagen imposible, en la que Estela había echado la cabeza hacia atrás, completamente abandonada a esa boca que le recorría los senos, mientras que ella misma había hallado la enorme verga de Rogelio y procedía a agitar con absoluto frenesí la carne ya endurecida, que sus manos apenas conseguían abarcar.
No la amaba, decía, ni la amé, y acaso en esa circunstancia resida el hecho de que la sangre se haya acumulado en mi sexo hasta provocarme una erección insoportable.
Imelda, aún a mi lado, aflojó el brazo cuando sintió la presión de mi mano, que obligó a la suya a tomarme el miembro. Sus dedos me envolvieron y empezaron a moverse arriba y abajo, primero muy quedo, luego con un ritmo que sólo la disciplina puede explicar.
Por un momento, los rostros de los demás se difuminaron y mi vista enfocó únicamente los dos cuerpos que se hallaban en medio del círculo que la curiosidad o la lujuria habían formado. Y allí, al centro, Estela se hizo liviana cuando los brazos de Rogelio le alzaron las nalgas para atraerla hacia sí. Sus piernas, delgadas, algo frágiles, estuvieron muy pronto alrededor del cuello de él, y por un momento nuestras miradas se encontraron. Fue cosa de instantes: sus ojos se entornaron como una súplica, y en un gesto consciente, enfermo, inaudito, dije “sí”.
La gruesa piel de la serpiente se introdujo de golpe y Estela, que apenas unas semanas atrás había dejado de ser virgen, no pudo reprimir un grito doloroso y placentero. Sus ojos se cerraron, al igual que sus manos sobre los hombros de Rogelio, y al rato sus gemidos se impusieron al silencio.

Sobra decir que más tarde vino el grito, el espasmo que agitó el cuerpo de Estela y lo fue dejando inerme, los jadeos de Rogelio que poco a poco lo entregaron a la calma, mi propia exclamación apagada cuando el semen emergió para bañar la mano de Imelda, mi propia mano que le oprimía los senos, mis dientes que se hundían en la humedad salada de su cuello.
Y las voces, los murmullos, los hombros de los demás que se agitaban, los labios entreabiertos de Anelle y sus dedos hundidos en su entrepierna, el rubor como un invitado indeseable, justo como el color que adopta la arena cuando el lamido del mar se aleja.
Y unos brazos de mujer que al fin se cruzan sobre el pecho.

Y horas más tarde, mientras te desvistes a tientas en una habitación a oscuras, mientras notas cómo el frío se derrota al contacto con el calor de otro cuerpo, mientras el tacto se acobarda pero al final se atreve a recobrar la suavidad de ese cuerpo, mientras adivinas unos ojos que se entreabren no del todo ajenos al sueño y una voz que es como un hábito te dice “Buenas noches”, mientras tus labios acostumbrados a otra piel se posan en esa mejilla extrañamente ajena, mientras imaginas que una ligera sonrisa se dibuja en ese rostro que es el de tu esposa y, a la vez, es el signo inequívoco de saberte cerca, mientras tu expresión se hermana con las sombras, sólo entonces decides que nada de lo vivido ocurrió jamás, que mañana será un sueño, mejor: una pesadilla que los primeros colores del alba cancelarán para siempre.
Eso decides. Aunque ahora, años después, sepas que nada de eso se irá jamás.

2 Comments:

At 4:52 p.m., Blogger Scarlett Freyre said...

que fuerte!! primera vez por aqui . me gusto

 
At 5:04 p.m., Anonymous Anónimo said...

Scarlett:

Las puertas están abiertas; no necesitas invitación.

-El autor.

 

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