martes, abril 11, 2006

Abandono

Por meses fui vecino de las angustias de Magda. De sus depresiones, las falsas y las reales. De su vana inquietud. De la melancólica expresión de quien por momentos deja de pertenecerle al mundo. De la profunda oscuridad de su mirada cada vez que me decía -una, dos, no recuerdo ya cuántas veces- que todo entre nosotros había finalizado.

El vago gesto del que pronto se abandonará al llanto. Y esa sonrisa misteriosa, obscenamente casual.

Todo en ella era como cuando escuchas un disco de Sigur Ros: sabes que algo está a punto de romperse; notas incluso cómo la piel de la noche se te va desgajando entre las manos, pero nada hay que puedas hacer sino quedarte quieto, expectante, dispuesto a morir si la música, en ese instante, te lo exige.

Pero nada ocurre. Al final estás solo en medio de una habitación solitaria, desnudo de sentimientos, vulnerable, mientras observas cómo esas notas de una suerte de tristeza esperanzadora te envuelven despacio, quedito, en su propio silencio.

Una quietud dolorosa. Eso era Magda. Y así lo fue hasta que calló por última vez.

Mi esposa me la presentó en la terraza de un salón de fiestas durante cierta reunión de ex alumnos de la carrera de Sociología. Es divertido escuchar cómo la gente es capaz de recordar una serie de circunstancias que derivan en un encuentro o en un hecho importante en sus vidas. Yo, por más que trato, no logro sino recordar una mano blanca y delgada que surge de la noche y vuelve a ella como lo haría una mentira que apenas somos capaces de pronunciar. Es más, ni siquiera escuché su nombre, y sólo hasta que mi esposa quiso conocer mi opinión de aquel grupo, supe que era Magda.

Usaba un traje sastre. Le venía bien. Me di cuenta porque estuvo frente a mí durante todo el brindis. Luego desapareció por un rato y más tarde volví a encontrarme con ella en el pasillo que daba hacia los baños. Ella, tiempo después, me dijo que buscaba una salida; yo, en ese momento, sentí que buscaba anclarse a una mirada. No a la mía. No esa noche.

Semanas después volvimos a encontrarnos en el lobby de un complejo cinematográfico. Mi esposa y ella se reconocieron de inmediato; yo tardé un poco más. De nuevo su mano surgió de la nada pero esta vez no se esfumó, sino que me atrajo hacia sí para ofrecerme su mejilla. Mi reacción fue tardía y eso pareció divertirla. Fue, merced a esa circunstancia, que captó mi atención. El tono oscuro de su lápiz labial dibujó una curva irregular en su rostro: la asimétrica sonrisa que después aprendí a amar. Su lacia y corta cabellera negra se meció un poco cuando ella ensayó un gesto para reprobar mi actitud avergonzada. En sus ojos apareció por primera vez -al menos para mí- el lujo apagado de quien esconde en ellos un secreto que jamás verá el día. Y al besar su mejilla hallé algo tibio, algo que nace, algo que abre sus ojos al mundo para no olvidarlo jamás. Creo que esa tarde estuve más callado que de costumbre. De hecho, mi esposa, aprovechando que Magda se había ausentado un momento de la sala para responder una llamada telefónica, me inquirió sobre ese repentino silencio.
-No es nada -le dije, buscando un refugio para el titubeo de mis ojos-, simplemente que no la conozco y no sabría qué decirle.
Ella pareció satisfecha con aquella respuesta y un instante después agitó una mano para llamar a Magda, que nos buscaba entre la gente.

Encontré su número telefónico en el celular de mi esposa. Lo marqué una tarde en la oficina, mientras la mayoría había salido a comer.
-Estuve a punto de no contestar -me dijo esa voz que de pronto no se parecía a su recuerdo, aunque, a decir verdad, se correspondía plenamente con su belleza enigmática.
-Muy mala costumbre -le dije-: ¿qué tal si es una emergencia?
-Nunca hablo con desconocidos -me respondió.
-Yo no tengo problemas para eso -le dije-: nunca terminas por conocer a nadie.
Nos dijimos un par de cosas más. No parecía sorprendida por mi llamada; la confianza en el tono de cada una de sus respuestas incluso me hacía sospechar que ya la esperaba. Quizá por eso aceptó a la primera encontrarse conmigo al otro día para tomar un café.
Pero no bebimos un café sino una copa. Y hablamos de nuestras vidas, de nuestras expectativas, de todos esos temas inútiles y plagados de mentiras que sirven de preámbulo para el roce de las manos y la fijeza en la mirada, que juega a ver quién es el primero en fingir un pudor que está lejos de sentir. Y nunca durante aquellas horas, nunca, pronunciamos el nombre de mi esposa.

El cuerpo desnudo de una mujer es como una isla desierta: nadie desea jamás habitarlo para siempre, pero todos sabemos que es el único, inapelable refugio. Yo fui en Magda el náufrago sin nombre del poema de José Emilio Pacheco, y a ella me aferré cada vez que el mar pretendía arrojar mi cadáver a solas. Nuestros primeros encuentros guardaban ese halo de misterio que exudan los cuerpos desnudos cuando buscan reconocerse en el otro. Al principio, sobra decirlo, sólo había sexo. Violento, espasmódico, a veces sobre actuado. Luego, semanas, meses después, nuestras bocas se cansaron de gritar y aprendimos a hablarnos. ¿Qué podíamos decirnos? Nada que no hayas dicho tú cuando sabes que la eyaculación ha dejado de bastar. Y en esas charlas subrepticias llenas de sudor y de agitación que se apaga, descubrimos (¡malditas sean las palabras!) que nada había en el verbo que pudiera encadenarnos. Fue, a partir de ese momento, que Magda decidió callar.

Es ridículo: cuando hacemos el amor, nada es más apropiado que una mujer que ha aprendido a expresarse con el lenguaje elocuente, vívido, del cuerpo. Sin embargo, una vez que la carne te ha saciado, ninguna realidad es tan atroz como la de una mujer sumida en el silencio. Porque sabes que no ha callado, sino que obra en ella el indescifrable diálogo que sostiene consigo misma. Porque sabes que en el desarrollo de esa charla no puedes sino ser un estorbo. Porque sabes, con absoluta certeza, que está hablando de ti. Y cuando esas palabras que jamás han de pronunciarse en voz alta se conjugan con el gesto sombrío de un rostro que ni siquiera se toma la molestia de evitarte, sabes que algo se ha roto. Definitivamente.

O que ha comenzado a romperse, si es que alguna vez fue parte de un todo.
-Creo que es tiempo de terminar con esta farsa.
Era su voz en el teléfono.
-No nos es suficiente con engañar a otra persona: nos estamos engañando a nosotros mismos.
-Explícate -le pedí, menos por curiosidad que por evitar que esa charla, por más enferma que fuera, llegara a su fin.
-No hay nada que explicar, es simplemente que no podemos sostener más esta mentira.
-Tus gemidos de ayer eran auténticos -le espeté.
-Era sólo una manifestación del deseo, no tiene nada que ver con los sentimientos.
Y ahí estaba yo de nuevo, aferrado a un auricular que sólo sabía confesarme la estática de las cosas muertas.
Una semana después, mientras miraba con mi esposa la televisión, sonó el teléfono.
-Es Magda -me dijo, con el ceño fruncido por la extrañeza-: quiere hablar contigo.
Mi sorpresa no fue fingida: en verdad creía que todo había terminado.
-Te deseo -fueron sus primeras palabras-. Quiero tenerte dentro de mí. No aguanto más.
-Sí, lo creo... -balbuceé, incapaz de reaccionar a lo que estaba oyendo.
-Cálmate -me dijo con una tranquilidad escalofriante-, di cualquier cosa, un saludo, una broma, luego tapas la bocina y me comunicas con ella.
Puedo ser un infiel y mentiroso hijo de puta, pero jamás he tenido la sangre fría del histrión, mucho menos del comediante. Ya podrás imaginar que no acerté a proferir nada más que un suspiro.
-Te veo mañana por la mañana, a las ocho está bien, donde tú ya sabes. No me importa qué tengas que hacer, no puedes faltar a esta cita.
-Ajá -le respondí, mirando de reojo a mi esposa, quien se había erguido en su asiento sin comprender lo que ocurría.
-Ahora di: “Claro que sí, voy a ver si lo convenzo, háblame mañana a la oficina, te doy el número, ¿tienes dónde apuntar?”
Repetí aquella frase lo mejor que pude. Al final le di el número, tapé la bocina y le dije a mi esposa que ahora quería hablar con ella.
Cuando colgó, ya no había incertidumbre en su expresión. De hecho, estaba sonriente.
-Dijo que era la única manera de que no te negaras.
La interrogué con la mirada.
-Sí -me explicó-, pidió hablar contigo así, sin más, porque creyó que como no la conoces, a lo mejor te ibas a negar a conseguirle la entrevista.
-Ah -suspiré-. Bueno, la verdad es que tú la conoces más que yo...
-No hace falta que la recomiendes -me interrumpió-, nada más consíguele la cita y deja que ella se las arregle por sí sola.
-¿Tú confías en ella? -arriesgué.
-Es buena gente -aceptó.
Me sentí desolado.

Una noche antes de que todo acabara, me pidió que se lo hiciera por detrás. Era estrecha, y sangró un poco. Pero en ningún momento desistió. Cuando no pude más, dejé que el semen la inundara y unos instantes después me salí y me tiré de espaldas sobre la cama, completamente agotado. Cerré un momento los ojos, y entonces la oí llorar.
-¿Qué tienes? ¿Te hice daño?
-Sí, me lastimaste. Mucho. Pero amo el dolor.
No estaba preparado para una confesión de ese tipo. No al menos para la manera en que estaba ocurriendo: Magda se había hecho un ovillo en un rincón; se abrazaba las piernas y se mesaba ansiosamente el cabello sin poder evitar que el llanto le bañara el rostro. Era una escena casi insoportable.
-Te estás contradiciendo -aventuré, tratando de superar la sorpresa-: si el dolor te causa placer, estás negando la naturaleza del sufrimiento y, por lo tanto, la del dolor en sí...
-¡No entiendes! -me recriminó-. Para mí no hay diferencia entre el placer y el dolor. Pero eso es en mi cuerpo. En mi mente no es igual: yo creo que te amo, pero en realidad lo que amo es la manera como experimentas el sufrimiento que yo te provoco... Que voy a provocarte.
-No me haces sufrir. Nunca lo has hecho, por más que lo parezca. Yo sé que esta situación es incómoda para ambos, pero acepté que así sería desde el primer momento. Si tú no quieres verme, o si sólo quieres verme de vez en cuando, no hay problema, en serio. Jamás te reprocharé si decides terminar.
Mentía, pero eso no importaba, porque ella ni siquiera me estaba escuchando.
Magda hundió la cara entre sus piernas y comenzó a reír. Sacudiendo los hombros. Mecida por espasmos. Había en esa risa algo perverso, algo no sólo fuera de mi comprensión, sino incluso ajeno a este mundo. No pude evitar sentir un denso escalofrío en todo el cuerpo.
-Magda -la acaricié-. ¿Te sientes bien? ¿Hay algo que yo deba saber? Anda, dímelo.
Tan de súbito como había iniciado, la risa cedió al silencio. Durante algunos segundos (hermanos de la eternidad), ambos nos quedamos quietos, callados, sumidos en nuestras propias cavilaciones. Entonces ella alzó la cara y me miró fijamente, así, sin decir nada.
-Tienes razón -me animé a hablar-: no entiendo lo que está pasando.
-No trates de entenderlo -respondió al fin-. Las cosas ocurren. Como nosotros, como esta habitación, como todo lo que está por venir.
Era invierno. Lo recuerdo por las luces multicolores que adornaban las fachadas de casas y comercios mientras agotábamos, de nuevo entregados al silencio, las calles de la ciudad.
Estábamos en el centro, en una zona dominada por bares sórdidos y casas viejas que compartían el espacio con oscuros establecimientos de aparatos electrónicos y siluetas sospechosamente quietas disfrazadas de sombras en los umbrales.
Magda se detuvo de improviso y señaló la amplia calzada, atestada a esa hora de autos y de gente que parecía hervir sobre el asfalto húmedo.
-Allí es donde todo habrá de terminar.
Eso dijo. No sé si textual, pero al menos creo que ese era el sentido de aquella rara sentencia.
-Si piensas que esto terminará algún día, estás equivocada. Jamás, óyelo bien, jamás te irás de mí. No después de todo lo que hemos hecho; no después de lo que hemos vivido esta noche.
Entonces llegó la confesión. Sé que te parecerá absurda, y no te culpo: a mí no sólo me sonó absurda, sino cursi también, como abigarrada, peliculesca incluso, pero no por ello menos vacía de realidad.
-Tienes razón -dijo ella-: si tú te encargaste de destruir mi vida, ya sólo me queda permanecer en ti para siempre. No de la mejor manera, no como yo hubiera querido, pero la justicia es un invento del hombre, no de la existencia. Recuerda que en este mundo las cosas ocurren, simplemente ocurren.
Y se fue. Quise ir tras ella, pero me detuvo con un gesto y echó a correr. La vi alejarse, detenido ahí en mitad de la calle, incrédulo, indeciso, humano, demasiado humano.

Aquella fue la última vez que la vi. Con vida. A la noche siguiente estrelló su auto contra el poste de un semáforo justo en la esquina señalada. Murió en el hospital un par de horas después. Fractura de cráneo. Hemorragia interna. Mi esposa me comunicó la noticia por teléfono. Estaba consternada. Me pidió que la acompañara al funeral. No tuve argumentos para negarme. Acepté y colgué. Incapaz de creer lo que estaba ocurriendo, marqué el número de su celular. Unos instantes después, una voz femenina me respondió. No la de ella, por supuesto. Confieso que pocas veces he llorado. No es por valentía, sino porque en las lágrimas no hallo otra cosa que opresión y un cobarde, inmerecido abandono. Sin embargo, en esa ocasión no pude rehuir al llanto. Y no pude porque sólo entonces comprendí el sentido de sus últimas palabras.
Porque únicamente entonces supe que no sólo los dioses son inmortales.