miércoles, abril 12, 2006

Sobre el sentimiento de lo trágico


A veces es preciso resignarse a lo ambiguo. Como tú ahora, que no aciertas a descifrar el sentido de esa frase. Como Donna, que solía creer que era a ella a quien le mentía. Como yo, que a veces dudaba de la sinceridad de sus ojos al pensar que en su enigma no había drama sino pura ficción.

La muerte es la única certeza. Lo demás, amigo mío, lo demás es simple y sencillamente una obra del caos.

A Donna la conocí en un billar de abolengo cuya antigua majestad era casi una mentira. El glamour de una mujer ceñida por el negro de un traje de suave algodón planchado está sólo en tu imaginería amaestrada por el cine de Hollywood: en la ciudad de México, un salón de juegos se parece más a una novela de Hemingway que a la estereotipada postal de un casino en Las Vegas. Pero no importa, tú imagina lo que quieras y déjame que mire a Donna mientras despliega su metro con sesenta a lo largo de la mesa y sus nalgas adquieren una tensión expectante, justo como un par de ojos que se cierran en el inútil intento por borrar lo inevitable. Pero no lo consiguen: la bola ocho se desliza burlonamente sin encontrar obstáculo y desaparece en una esquina de la mesa no sin antes esgrimir el dedo medio en el gesto universal de quien te manda a tomar por culo. Y es precisamente el culo de Donna el primero en reaccionar ante la tragedia: la carne se le ablanda, las líneas del algodón oscuro se reafirman en esa su postura del Sagrado Corazón. Un breve silbido me abstrae de la escena: es Octavio, mi rival en turno, quien también ha fallado y me anuncia que es mi turno con el ansia de quien barre un mal momento por debajo de la alfombra. Así que adopto una posición de análisis que también le aprendí a Hollywood: apoyado con ambas manos sobre el taco, instalado de lleno en la solemnidad, reviso la geografía de colores sobre el verde. Finalmente me decido: la punta bañada por el azul del gis intima con el marfil y de nuevo el caos opera en mi circunstancia: la bola blanca traza una recta perfecta pero de último momento apenas aletea a su enemiga exactamente como lo hizo la locura en un absorto Baudelaire, según confiesa. No sé si mi culo se relaja; sé, por su cercanía con mis ojos, que mi expresión no.
-¿Quién te enseñó a jugar, gañán? ¿Tu tía la manca?
Los comentarios de Octavio pueden ser así de elaborados.
En la mesa contigua, Donna acierta: por el exagerado frenesí de su celebración, adivino que es una advenediza en las lides del taco y el marfil. Sus amigas sonríen, condescendientes. Y yo me uno a ese gesto cuando los ojos de Donna me descubren a su lado.
Aquí es el momento en el que Ernesto encuentra el revólver. Es el primo de Octavio. Estamos en su casa, por la noche, luego de aquella tarde de billar. Hace al menos tres horas que hemos comprado un par de cartones de cerveza, y en el momento en que todo ocurrió estábamos escuchando cierto disco de Clan of Xymox que de alguna manera había terminado por hartarnos. Alguien acababa de proponer una sesión de X-Box, pero todo quedó en el olvido cuando la fría confección del acero apareció en esa mano trágica.
-Juguemos a la ruleta rusa -propuso Ernesto mientras acariciaba nerviosamente el arma.
Nada hay más elocuente que un silencio unánime.
-No sean putos -insistió-: está descargada. -Y a continuación procedió a demostrarlo.
Nunca le creas a un revolver ajeno, mucho menos si es la primera vez que se aparece ante tus ojos. El estallido resonó en la habitación como un sonoro pedo del demonio. El primer sorprendido fue Ernesto, quien al instante soltó el arma como si pretendiera que creyéramos que no era él quien había disparado. Los demás tardamos algunos segundos en recuperar el aliento. Luego, nuestras miradas viajaron de unos a otros en busca del alivio que proporciona un chorro de sangre ajena. La hallamos en Ricardo, el otro primo, y le manaba a borbotones del hombro derecho.
Alguien se arrojó sobre Ernesto para escupirle al rostro lo pendejo que era. Octavio fue a separarlos, mientras los demás rodeábamos al sujeto herido.
-Hay que llamar una ambulancia -dijo una voz anónima.
-Mejor hay que llevarlo al hospital -sugirió alguien más.
-¡No mamen, hagan algo! -exclamó la víctima, que además de la paciencia estaba perdiendo mucha sangre.
Nos apeamos en los autos y comenzamos a recorrer las calles sin un destino preciso. Finalmente optamos por un hospital al sur de la ciudad. Alguien, el amigo de un amigo, tenía allí un pariente médico. Pero la vida no es así de fácil: el tío aquel era gastroenterólogo. Y no era precisamente un alma discreta: de inmediato puso en alerta a todo el hospital y al rato llegó la policía. Octavio acompañó a su primo al ministerio público para las declaraciones del caso y yo me ofrecí a aguardar el diagnóstico en la sala de espera.
Fue allí donde volví a encontrar a Donna. Vestía una pulcra bata color blanco y atendía la recepción. Me le acerqué en silencio y, sin más trámite, alabé su juego.
-Ya recuerdo -me dijo-: tú y tus amigos estaban en el billar.
Le conté la historia. Ya desde entonces creyó que le mentía. Le mostré los rastros de sangre en mi camisa y aún así dudó.
-Okey, okey, tú ganas -bromeé-. La verdad es que vine a donar sangre.
Al rato salió el médico. Para ese momento ya habían llegado los familiares y como pude me desentendí del asunto.

Cada vez que Donna recuerda aquella noche, su mirada se ausenta del entorno. Confiesa que no entiende cómo una relación puede comenzar con una tragedia. Cree con fervor que infancia, en este caso origen, es destino. En ocasiones el cigarrillo se le consume entre los dedos sin que sus labios apenas lo toquen. Luego me pide que la abrace y que le cuente cuál fue mi primera impresión. Yo entonces le hablo de sus nalgas, porque esa es la imagen que se me quedó impresa en las pupilas. Ya después le explico que amé desde el primer momento su figura recostada en la orilla de la mesa de billar. Sólo hasta el final recreo el brillo de sus ojos (que para ese momento siguen ausentes), tan profundo, tan real que incluso me parece que me lo he inventado. Así, sin contradicciones.
Dos veces hicimos el amor en la cama de sus padres. Merced a esas ocasiones descubrimos que incluso la caricia más tierna entraña un deseo perverso cuando te hospedas bajo la sombra de una vida paralela, cuando te refugias en ese incómodo sentimiento de otredad sólo para encontrar que ahí quisieras ser más auténtico que en aquella vida que te espera al caer la tarde.
-No finjas que no estás casado -me decía-. Cuéntame cómo es ella, qué cosas hacen juntos, a dónde van los fines de semana. No actúes; sé como eres siempre.
Ella tenía novio. Una relación de varios años. Decía no saber si lo amaba, pero la respuesta era evidente: siempre después de sentir un orgasmo, rompía en llanto.
-No es justo, no debí hacerlo -exclamaba entre sollozos. Y un rato después, como si con ello pretendiera equilibrar el mundo, me pedía que se lo hiciera como el otro lo haría.
-El suyo es un poco más grande -confesaba mientras tomaba mi verga ya exangüe entre sus manos.
Sólo las primeras veces sentí que había en aquella comparación algo humillante. Pero luego aprendí que en la situación que ambos habíamos construido, no había permiso para la dignidad. Sobre todo, porque ella misma se ofrecía para ese enfermo análisis.
-¿Los senos de tu mujer son más grandes que los míos?
Y también:
-¿Qué te dice cuando lo hacen? ¿Se viene siempre? ¿La crees capaz de fingir el orgasmo?
-¿Tú lo harías? -trataba de defenderme, un poco también para evitar responderle.
-¿Tú puedes fingir un estornudo?
Una noche me pidió que se la describiera. Quería saber si tenía una foto de ella.
-Es una mujer. Como tú. Con dos senos y una vagina. Con cólicos menstruales. Con alegrías y sufrimientos. No trates de fabricar un misterio; basta con que te mires al espejo.
Y resuelto a cancelar aquella charla, me fui a orinar. Al volver, Donna había hurgado en mis pantalones y miraba con curiosidad la fotografía de mi esposa que guardo siempre en la cartera.
Tuve que estallar:
-¿Cuál es tu pinche interés en conocerla? -le grité, arrebatándole la fotografía-. ¿Cuál es tu problema? ¿Acaso quieres que te la presente? ¿Quieres que salgamos a cenar juntos para reírte en su cara? ¿O es que no me crees nada de lo que te he dicho?
Comencé a vestirme.
-No te entiendo, de veras -arremetí de nuevo-. Yo jamás te he preguntado nada sobre el pendejo de tu novio. Nada. Me da igual si va o viene, si te coge por atrás o por delante, si tiene un pito gigantesco o te hace veinte orgasmos seguidos. A mí sólo me importas tú y lo que puedas darme. Lo que hagas con tu vida más allá de este cuarto me tiene sin el menor cuidado.
Donna, sentada a la orilla de la cama, me miraba en silencio. Una de sus manos jugaba con el borde de la colcha; la otra, cruzada sobre el pecho, parecía cubrir su desnudez con un pudor incomprensible para esa circunstancia.
Le di la espalda para abrocharme la camisa. Entonces oí su voz, muy queda, casi como un susurro:
-Tal vez no lo sepas, pero cada vez que ella te toca, sus manos moldean tu cuerpo. Cada vez que ella te habla, tus reacciones aprenden a adaptarse a sus palabras. Entonces vienes aquí a pretender que nada de eso es cierto, a querer ser otro, a tratar de escaparte de ese molde. Pero es imposible, porque te incomoda que no te hable como ella te hablaría, porque si me acaricias, en el fondo buscas que mi cuerpo se adapte al tuyo como el de ella lo ha hecho contigo.
Donna se interrumpió un momento para buscar su ropa, que había caído al otro lado de la cama. Yo quise aprovechar ese instante para huir de aquella trampa, pero entonces caí en la cuenta de que sería difícil andar descalzo por el mundo.
-Y te lo estoy diciendo -continuó ella mientras se abrochaba el sostén-, porque a mí me pasa igual: no importa lo que hagas, siempre acabo viéndolo a él, sintiéndolo a él. ¿Sabes? -se dio la media vuelta para mirarme a los ojos-: creo que estamos atrapados, cada quien en su propia jaula, y si estamos aquí es porque de algún modo conseguimos salirnos un rato para observar el mundo, pero ese mundo ya no nos pertenece.
No quise responderle. Terminé de vestirme, tomé la llave de la habitación y salí sin despedirme.
Afuera me esperaba ese mundo que alguna vez fue mío.