jueves, abril 13, 2006

Encuentros y desencuentros


La sabiduría de oriente a veces se equivoca: no hay honor en la derrota, mucho menos si el último en enterarse de que se ha librado una batalla eres tú.

Cierta noche, Estela y yo salimos del hotel agotados y hambrientos. Habíamos estado en un lugar de la Roma, una de las colonias más antiguas de la ciudad de México y, antaño, el centro cultural de la capital. O sea que los cafés y restaurantes de la zona aún son sitio de reunión de sujetos culturosos a los que nadie les avisó que la comunidad intelectual hace ya tiempo que se mudó al sur. En fin. Ofrezco este detalle para que comprendas cuál era el ambiente que respirábamos en aquella ocasión. Mientras recorríamos las calles, tratando a toda costa de evitar las grandes avenidas poco propicias para el anonimato, nos topamos con un café de profundos claroscuros y una atmósfera que invitaba a la intimidad. Pese al hambre, decidimos que un americano y algún pastelillo no estaría mal para restablecer la calma y animar un poco esa charla que era un hábito de nuestras horas posteriores al sexo. Entramos y ocupamos una mesa en lo que hasta ese momento creíamos el rincón más ignorado del mundo. Pero en estos tiempos de la tan sobada aldea global, confiar en que aún existen lugares para esconderse es una idea no ingenua, sino estúpida. Apenas si habíamos depositado nuestros exhaustos traseros en la fría incomodidad del mobiliario minimalista, cuando sentí el vacío estomacal que es signo inequívoco del que está a punto de sufrir una tragedia personal.

Y lo era.

Desde el fondo del local, apenas a tres o cuatro mesas de la nuestra, varios pares de ojos nos observaban con inusual insistencia. De ninguno de aquellos rostros femeninos había registro en mi memoria, excepto de uno, el más inquieto, el más interesado, y ese, maldita sea mi suerte, le pertenecía a Liliana, la mejor amiga de mi esposa.

En Google hay un sitio de mapas satelitales. Al rato que tengas tiempo, me gustaría que buscaras una vista aérea del Distrito Federal. Verás que es un punto diminuto, casi una cagada de mosca en el centro de la República Mexicana. Haz un leve acercamiento que te permita verificar los límites de la ciudad; no los encontrarás: este antiguo valle, ayer orgullo de la civilización, es ahora un creciente nido de larvas, veinte millones de hediondas alimañas que se retuercen y se aplastan unas a otras como gusanos en orines calientes. ¡Veinte millones! Es posible que te haya ocurrido algo como esto: una mañana de invierno te despiertas y descubres que de la tierra coloidal del sueño te has traído un rostro: se trata de una persona que hace muchos años, quizá en la adolescencia, fue importante en tu vida. Como todo aquel que recuerda en forma vívida sus sueños, le atribuyes a ese rostro algo de magia, algo de advertencia, de señal. No pasa mucho tiempo antes de que te preguntes qué habrá sido de esa persona: ¿se casó?, ¿tuvo hijos?, ¿disfruta acaso de una alegre soltería?, ¿es posible que la desgracia le haya caído como un gol de último minuto?, ¿impartirá alguna desolada clase en la única primaria de un barrio populoso?, ¿será ejecutiva de banco, limpia pisos, cazadora de elefantes?, ¿habrá muerto? No, no lo crees: por extraño que parezca, son muchos los que consideran el fallecimiento como la última posibilidad, aunque sepan, ya lo he dicho antes, que en la vida del ser humano la muerte es la única certeza. Bueno, pues te bañas, te vistes, tomas un desayuno ligero, es posible que sea sábado, es posible que no tengas planes inmediatos. Con algo parecido a la nostalgia recuerdas que en algún lugar has guardado una tarjeta de cumpleaños, una carta roída por el tiempo, una fotografía. No entiendes bien a bien la razón, pero sabes que es necesario comprobar si ese rostro se parece al que te asedió en el sueño, o si la imaginación y los años le han metido mano a tu memoria. Así que corres al desván, al clóset o a ese rincón a donde van a parar las cosas que creemos inservibles pero que ninguno nos atrevemos a tirar a la basura, y al fin encuentras la carpeta, los apuntes, el viejo almanaque escolar. Y sí, ahí está ese rostro, de pronto demasiado infantil, demasiado ignorante de que ya pasó la era Reagan, de que la NASA se ha puesto a lanzar fuegos artificiales de millones de dólares, de que los CD’s, de que el Internet, de que las plasmas y las LCD, de que los blogs, de que el rock siempre no se murió; pero, sobre todo, ignorante de que hace apenas unas horas el sueño la trajo de regreso como aseguraba Einstein que le ocurriría a un viajero en el tiempo: rebosante de juventud, mientras que el mundo, y tú con él, ha seguido envejeciendo. Y suspiras, el tacto de una mano desobediente acaricia el brillo apagado del papel fotográfico y llega el momento en el que los recuerdos se sientan a tu lado. ¿Hace cuánto tiempo que no has visto a esa persona? ¿Quince, veinte años? Es difícil calcularlo. En esa magia estás cuando esa combinación numérica se concreta de pronto en tu memoria: es su teléfono, claro que lo es. Así que te arrastras hacia el aparato, descuelgas y de nuevo el índice desobediente se pone a trabajar. Un par de pulsos después, una voz femenina que no es la que esperabas te alcanza desde una distancia incierta. Titubeas un instante, pero al fin tus labios reproducen el nombre que hasta ese momento te habías negado a pronunciar. No, te dice aquella voz cansada de repetir un parlamento que se parece mucho a la eternidad: esa persona hace años que no vive ahí. O quizás no te responde una mujer, sino un hombre, joven o viejo, nada en el timbre de su voz te permite definirlo, y te dice que estás llamando a una ferretería, a una estación de gasolina o a un taller mecánico, y sí, efectivamente es ese el número, pero hace años que adquirió la línea y ya ni siquiera recuerda quién se la vendió. Cuelgas, derrotado, y te refugias a la sombra del árbol navideño. Y vuelves a recordar, y vienen a tu mente esos momentos de encuentros y desencuentros, siempre gente indeseable, rostros que alguna vez estuvieron frente a ti quién sabe dónde diablos, odiosos ex compañeros de oficina, un antiguo y ruidoso vecino, la amiga del amigo del amigo, o alguien que dice conocerte aunque tú sepas que jamás trabarías amistad con un sujeto de rostro tan abyecto, en fin, toda una fauna de personajes que quisieras olvidar pero que ahí siguen, acechándote, como si la ciudad se los tragara a veces y luego, asqueada, los escupiera en los lugares más inesperados.

Siempre terminas por encontrar a alguien, pero nunca a esa persona, nunca a ella. Fabiola podría ser el nombre.

Finalmente, a solas con tus recuerdos, inútiles recuerdos, resuelves que alguien ha estado jugando contigo y con todos los demás. Y que no ha jugado limpio.

Perdón por el paréntesis, pero de alguna forma tenía que darle tiempo a mi recuerdo para que recompusiera su expresión. Porque Liliana, decía, la misma Liliana que se juró amistad eterna con mi esposa desde los años escolares, estaba ahí, invadiendo el último rincón del mundo, y nos había visto, a mí y a Estela, y de pronto, como en el inicio de una pesadilla, se incorporó, se disculpó con sus acompañantes, se dirigió hacia nosotros. La penúltima de esas veinte millones de larvas a quien no debía encontrarme.
Estela no comprendía el porqué de mi silencio repentino, de mi súbito autismo, así que me tomó del brazo y se asombró al ver que lo retiraba con un violento y nervioso movimiento.
-Oye... -me dijo, pero se interrumpió al descubrir a la mujer que ya se había detenido a la orilla de la mesa.
-Qué groserito, ¿eh? -reclamó la otra-. Desde que entraste te estoy haciendo señas y ni caso.
-Hola -le respondí con un tono de castrati que ni ensayado-. En serio que no te había visto...
-¿Ah, sí? Pues te juro que pensé que estabas a punto de saludarme. Hasta les dije a las muchachas que me esperaran tantito, pero te pasaste de largo.
-No te vi -insistí. Y olvidé el español.
-¿Y no vas a presentarme a tu amiga? -Liliana sonrió como lo haría una bruja parida por la imaginería febril de los Hermanos Grimm.
Miré a Estela, luego a la intrusa, y otra vez a Estela. Pero seguía mudo. Por suerte, mi amante en turno ya había calculado el tamaño de la tragedia y reaccionó con rapidez:
-Me llamo Estela -se presentó ella misma, ofreciéndole la mano, que Liliana estrechó al tiempo que decía su nombre.
-Soy amiga de su esposa -añadió, señalándome con la mirada.
-Mucho gusto -le respondió Estela y cruzó los brazos sobre la mesa-. Precisamente de su esposa estábamos platicando: este hombre no hace más que hablar de ella todo el día en la oficina.
-¿O sea que trabajan juntos?
-Por ahora sí. Ya sabes, caprichos de la empresa. Mañana se les antoja otro proyecto y ni modo: a planificar y a ingerir cafeína hasta en las horas de descanso.
Liliana asintió con un gesto que podía significar: “Ya, ya, suficiente”, o: “¿Me crees pendeja o qué?”. Mejor lo primero que lo segundo, por más descortés que haya sido.
-Y por cierto, ¿dónde se metió esa mujer? Ya tiene rato que no la veo. Con las ganas que tengo de platicar con ella...
-El trabajo -reaccioné al fin-, el gimnasio; nunca se está quieta.
Liliana me enterró la mirada en el corazón. Su rostro, de pronto inexpresivo, me hundió en la miseria. Fue un momento particularmente angustiante. Yo sabía perfectamente que en la corrupta maquinaria de su entendimiento estaba decidiendo si tragarse o no aquella farsa. Y sabía también que de esa decisión dependía el futuro de mi carrera como mezquino e infiel hijo de puta. No había ya nada que pudiera hacer: el balón estaba de su lado y sólo esperaba que el contragolpe no fuera letal.
-Hazme un favorzote -dijo al cabo de unos segundos, recuperando el cinismo de su sonrisa-: Dile que me llame, no importa la hora que sea. No hemos hablado en años y ya es justo que esa mujer y yo nos vayamos de juerga.
-No te apures -suspiré-, mañana a primera hora la tendrás al teléfono. Tenlo por seguro.
-Y bueno -dijo Liliana finalmente-, los dejo en paz con sus proyectos. Fue un placer. -Y nos miró a los dos con el gesto satisfecho de una arpía que limpia la sangre de su espada.
Sólo entonces se alejó, contoneando un culo que, no está de más aclararlo, siempre se me ha antojado.
Una vez que estuvimos solos, Estela y yo nos interrogamos mutuamente: “¿Y ahora que chingados hacemos?”
-Hay que largarse de aquí -consideré-. Y hay que hacerlo ya.
-Espérate tantito -me atajó Estela-. Ni siquiera hemos ordenado. Mejor nos quedamos un rato, nos tomamos un café y hablamos como si nos acabáramos de conocer.
-Ya sé -le dije, ignorándola-. Vamos a ordenar; luego finjo que me llaman por teléfono, nos despedimos y me voy corriendo. Te espero a dos calles de aquí, en el camellón de Alvaro Obregón.

Me sentí como un KGB en tiempos de la guerra fría, oteando el derredor mientras la esbelta figura de Estela progresaba hacia el sitio en que me había guarecido.
-La muy perra no me quitó los ojos de encima hasta que salí.
Ese fue el saludo del reencuentro.
Caminamos en silencio en la noche invernal. Nos despedimos con un beso en la mejilla. La vi descender la escalinata de la estación del Metro y busqué un taxi, confiando en que el rumor del auto supiera de pretextos.