jueves, abril 12, 2007

Profanación


Esta vez la historia gira en torno de una mujer que el autor del diario conoció en los pasillos de un centro comercial. Nadie que no haya visto una silueta dibujada en la transparencia de un cristal reconocerá el sentimiento de saber que el universo puede fragmentarse: la mitad del espacio la ocupa ahora esa imagen desvanecida, como impresa en el vestido que unas manos anónimas calzaron, no sin cierta perversión, en la fría desnudez de un maniquí; la otra mitad, la que no participa en el juego de reflejos, los detalla a los dos en esa pose inequívoca del encuentro casual. Quedémonos por el momento con la primera imagen: el autor de la anotación en el diario (digamos que su nombre es Oscar) ha sido descubierto espiando la reacción de esa mirada que es casi como la confesión de un espejo. La mujer, suave el cabello castaño sobre sus hombros estrechos, puede ver ambas imágenes: la del reflejo y la real, donde la espalda del hombre gira levemente para reacomodar su ángulo de visión. Entonces decide actuar (el verbo es literal): se mira en instantes la muñeca desnuda y luego avanza un par de pasos hacia el hombre que ya es incapaz de fingir. Con la voz quebrada por la leve excitación le pregunta la hora. Él duda un momento en responder; pero al fin lo hace: es el sonido y no la comunicación en sí lo que ella ha buscado: ama los tonos, las inflexiones, la plástica sonoridad de las palabras. Pequeños caprichos que el tiempo ha cultivado. Y no tarda en decidir que aquella voz le gusta. En el breve silencio que inició a partir de la respuesta, aquella mujer siente ganas de confesarlo todo: “Tu voz es hermosa”. Pero no lo hace: la Tradición los vigila. El autor del diario, ajeno a ese sutil tormento, reconstruye su sorpresa en una sonrisa que parece sincera. “¿Me preguntas para recordar la hora en que nos conocimos?” La respuesta penetra con vigor en sus oídos, pero es más de lo que puede soportar una mujer moldeada a las maneras del acecho y no a las del acoso. “No”, dice entonces, “preguntaba para saber la hora en que no nos conocimos”. Ambos reflejos sonríen con un gesto que trasciende el silencio del cristal y se plasma en la tela del vestido de noche. Y ahí, justo en el muslo de la estatua que se adivina a través de la seda, una mano femenina se extiende no como si saludara, sino como si señalara la puerta de entrada a su existencia.
Las dos figuras desertan del cristal. O no, tan sólo es una ilusión de la mirada: hace falta únicamente moverse un par de metros de costado para descubrir que sus imágenes, de pronto diminutas, han decidido cambiar la seda por el lino; que se han acodado en el barandal que mira hacia la plaza; que gesticulan nerviosamente; que en ese encuentro no ha llegado aún el momento de venerar al silencio. Ahora es el brazo del hombre el que se extiende para señalar algo al fondo, una nevería, quizá un café. A ella parece gustarle la idea: se lleva una mano a la boca del estómago en el gesto universal del hambre o del antojo. Pero la idea se desvanece: algo ha ocurrido abajo, en los pasillos inferiores, y las espaldas de ambos saludan al cristal, que congela sus imágenes. Por el ángulo en el que se les mira, resulta imposible saber si eso que han visto es algo grave o divertido. Imposible es también verificar si la gente que pasea a su alrededor se ha sentido atraída por aquello que los dos observan: el vacío que recibe sus miradas en lo real está representado aquí por un muro de granito, y en él la luz se muere. Seguramente lo que ocurre abajo es alguna de esas comedias espontáneas de los centros comerciales: el refresco que se esparce en el piso con un estrépito apagado, el niño que se ha hundido de nariz en la fuente, cualquier otra confusión: es fácil saberlo ahora que sus cuerpos translúcidos se sacuden en espasmos de hilaridad, no por fingidos menos divertidos. Oscar, quien más tarde intentará rescatar esos momentos pero será vencido por el sueño a media página, insiste en señalar aquello que no hemos podido precisar. La mujer ya ni siquiera parece nerviosa: está segura de que aquella voz la seguirá a donde quiera que vaya. Quizá por eso es ella quien arriesga un par de pasos en la dirección contraria al objeto de la atención de ambos. Es un simple juego, como jalar una cuerda a ver quién de los dos invade primero el territorio ajeno. Y es él quien cruza definitivamente el plano imaginario y empieza a perseguir un sueño, una historia que le dolerá muchos años después.
¿Qué es el dolor sino un sucio hábito de la memoria? La pregunta no es mía, sino de Oscar, el autor de este diario que mis ojos profanan con insana perversión. Años atrás, el hombre acomete una página en blanco. Hay llanto en su rostro, y a su lado, desde un nivel muy profundo y, sin embargo, abierto a la noche, esos ojos lo observan. Son ojos de mujer, lejanos, inasequibles. Son los ojos de Berenice. Y están al otro lado de la calle. Las líneas que los describen no detallan los modos del asombro propio cuando la mujer, recargada en un auto, le sonríe, tan tersa, como si no mediaran años entre los dos, como si los días fueran transparentes o fueran sólo un juego más del recuerdo y, por lo tanto, no merecieran la pena del rencor, también en todo caso imaginario. Oscar no sabe si avanzar (nunca lo sabe) o pretender que no la ha visto. Pero es ella quien cruza la calle, evade un auto dando saltitos ridículos y finalmente alcanza la otra acera, o esta desde la cual Oscar, inmóvil, se ha dado cuenta de que el universo funciona muy a costa suya. ¿Y qué se dicen? Nada que el diario confiese. Al parecer aquella tarde se han quedado a conversar, si es que la comunicación puede alimentarse de gruñidos y asentimientos y negaciones que nada le dicen a esta historia porque el autor no lo considera necesario. El resto de la página está en blanco y es como una figura femenina que se aleja de la historia sin decir adiós.
La tarde siguiente los tiene a los dos con la ciudad al fondo. Están en un café, en el piso 45 de un edificio en el centro. Ambos, uno frente al otro, se han quedado en silencio: la sortija en el anular de ella, de Berenice, rescata los fulgores de la tarde, que no son muchos, pues el invierno se ha posado en el concreto y le roba el color a las cosas. “Es hermosa”, quisiera decir él, “hermosa a pesar de tus gemidos, que ya no son míos; hermosa aunque ignore la expresión del rostro que se hunde a tu lado cada noche luego de penetrar tu carne que alguna vez amé; hermosa como los recuerdos que retiras de la piel de tu rostro ante el espejo como si fueran eso: una simple máscara de maquillaje. Hermosa. Hermosa sin mí”. No lo dice; su expresión se reduce a esquivar los recuerdos y a prolongar el silencio en el que a final de cuentas ha hallado refugio desde hace al menos una hora. Y la mano de ella, que parece comprender, se retira, se retrae en sí misma y desaparece bajo la mesa en donde los cafés se enfrían intactos, casi inexistentes. “¿Lo has notado?”, tampoco dice ella. “No, no lo has hecho; no sabes por qué estás aquí ni por qué he vuelto a buscarte, porque si lo supieras el silencio no sería capaz de contenerte”. Y él, que ha visto en sus ojos el comentario indescifrable, de pronto intuye que es verdad, que los dos no caben en ese mismo silencio, tan inútil. Entonces se anima al fin a deslizar una pregunta que una vez que ha escapado de sus labios ni él mismo es capaz de reconocer: “¿Por qué has vuelto a buscarme? ¿No te basta con haberte ido así, sin más, y ahora regresas por la misma razón?” Los ojos de ella se adelantan a la respuesta: tienen ahora un brillo, una esperanza, una elocuencia cristalina que los párpados cancelan en un par de ocasiones antes de que su voz hiera una vez más el silencio: “Me gustaría que comprendieras, que recordaras, que algo nos faltó. Sé que tienes motivos para odiarme, pero al menos quiero que entiendas que irme era algo necesario para lo que estábamos intentando construir. Yo también te quería, o más bien ‘yo te quería’, y no deseaba que todo empezara a terminar...” Oscar comprendió cabalmente esas palabras, pero una cosa es descifrar su sentido y otra muy diferente es soportarlo. Por eso la rabia fue una cosa de su rostro; por eso cruzó los brazos sobre su pecho y ensayó la difícil alquimia de retener el llanto. “Porque eso era lo que habría ocurrido aquella tarde en el hotel.” Eso lo dijo Berenice, ya instalada en mitad de la confesión que desde hacía algunos meses la estaba llamando. Oscar apretó la quijada. Por eso nadie, ni la pareja de ancianos que cenaban a su lado, ni la muchacha que miraba ansiosa su reloj al fondo del café, ninguno de ellos escuchó cuando una nueva pregunta se impuso entre los dos: “¿Así que te fuiste para que lo nuestro nunca terminara?” Ahora fue ella quien leyó en esos ojos la fría herrumbre del sarcasmo. “Aunque no quieras creerlo”, asentó. “¿Y volviste sólo para decírmelo, para que tu remordimiento pudiera descansar en la paz del consuelo?” “No”, afirmó ella, tan de súbito que aquella palabra fue casi como un manotazo sobre la mesa. “No es esa la razón: en realidad, he vuelto porque ya no pertenecemos más a esa historia, porque ahora ya podemos recordarla y hacer que viva para siempre, porque jamás sabremos si el tedio o la costumbre la habrían arruinado, porque ahora esa historia es capaz de tener mil rostros y ninguno, y en ella nos seguimos amando, lo seguiremos haciendo para siempre. Porque ahora que estamos fuera de ella y somos incapaces de hacerle daño, sólo ahora podemos hacer eso que nunca fue.” Eso dijo. Eso fue lo que Oscar escribió días después en este diario, acaso no con las mismas palabras exactas, pero sí con el ánimo de recrear aquel momento en que otras palabras, hechas ya no de signos sino de una extraña, tensa felicidad, se abandonaron a la sinrazón de esa enferma circunstancia.
Sí, lo que sigue es el sexo, tan puro y henchido de sí mismo, tan sin máscaras, que Oscar ha debido rescatarlo del recuerdo para otorgarle un lugar en la existencia. ¿Para saber que fue cierto? Antes, ambos han vagado del brazo por algunas calles sinuosas y desiertas que en el pasado sus ojos aprendieron a reconocer. Todo sigue allí: la cantina, la fachada ya sin majestad de un edificio colonial, la tienda de arreglos florales que nadie parece visitar. Pasan junto a las cosas, las ignoran, no parecen importarles: siempre han estado en el mismo sitio y lo seguirán estando cuando ya sus recuerdos de aquel paseo vespertino le pertenezcan a la noche. Luego, sólo un poco más tarde, mientras los negocios oficializan con ruido de rejas la soledad del entorno, ellos alcanzan la entrada del hotel. Es ella quien paga; una mano anónima desliza la llave y la voz detrás del cristal de espejo les señala el número de la habitación. El elevador los conduce al silencio, igual fingido, de un largo corredor. La puerta está abierta. La cierran a sus espaldas y aspiran el olor de otros cuerpos mezclado con sustancias baratas. La silueta de Berenice se recorta contra la luz de la tarde en la ventana; luego cierra las pesadas cortinas y la oscuridad recupera los rincones del cuarto. Oscar se desviste, de nuevo en silencio; sus ojos, no habituados aún a la penumbra, no saben lo que ocurre al otro lado de la cama, donde ella intenta descifrar esa figura para ver si se parece a la estampa que durante tantos años ha jugado en su memoria. Poco a poco, el cuerpo de Oscar se concreta: sus largos brazos cuelgan desde la sutil asimetría de sus hombros. Los ojos de Berenice lo recorren, le buscan el sexo, exangüe aún como sus brazos, un trozo de carne que, de pronto recuerda, jamás jugó a imaginar. “Acércate”, le ordena, a gatas ahora sobre la cama para negar de una vez por todas la distancia que ella misma puso entre los dos. “Déjame verte bien”. Oscar obedece, avanza apenas y apoya las rodillas sobre el colchón. Berenice pasa una mano por su cadera y la lleva hasta el muslo, rozando apenas la vellosidad de la carne que tiembla ligeramente. Sus dedos se posan sobre la tibia piel de sus genitales, se reconocen en ellos, los oprimen suavemente con el ansia apagada de quien siente que el alba le arrebata las cosas del sueño. Luego, estirándose un poco, deja que sus labios los apresen; su lengua acepta el leve sabor agridulce de esa carne que ahora palpita, y que crece, violentando su paladar. Sólo entonces lo saca de su boca y gira sobre la cama para alcanzar su orilla, donde también comienza a desvestirse sin atreverse a mirarlo, sintiendo el raro pudor de saberse observada. Cuando la última prenda resbala por sus pies hasta la alfombra, una mano le acaricia la espalda. Ella cierra los ojos y se da la media vuelta para dejar que esa mano se pose en el nacimiento de sus senos, para dejar que sus labios intimen de nuevo con su boca, que a pesar del deseo los desconocen por un momento. No, no es fiel el recuerdo, tampoco lo es. Pero en ello radica parte de su placer. No para Oscar, cuyas manos fatigan cada rincón de aquel cuerpo en busca de su nombre, aunque sea tan sólo el rastro de su nombre. Y apenas unos minutos más tarde, cuando ya sus cuerpos empiezan a confundirse, él se aparta ligeramente de su rostro y la mira a los ojos desde un estado parecido a la melancolía. “La sortija”, le dice, “¿no vas a quitártela?” Y ella, cuya imaginación ya había fraguado aquel momento de alguna manera definitivo, extiende la mano en el espacio entre ambos y señala: “Soy la misma con anillo de matrimonio o sin él, y nada, ni siquiera tu dolor, hará que eso cambie.” Y su sexo se abre a la dureza de una carne que jamás, luego de aquella tarde, volverá a ser en ella.
Es preciso volver al primer instante, al centro comercial, al juego de reflejos sobre el cristal y a los ojos de ella, que recorren curiosos la elegante confección de un vestido de noche y que de pronto, con sorpresa, encuentran esos otros ojos que trascienden las formas de la tela para depositar en la silueta a sus espaldas su propia curiosidad. Berenice, muda ante la sospecha de saberse confundida, se frota la muñeca de la mano derecha en un gesto que la acompaña desde la infancia. “Perdón, ¿dijiste algo?”, le pregunta al hombre que gira la cabeza para mirar el origen de aquella voz. “No”, responde él, “pensé que eras tú la que habías hablado”. Entonces, ya lejos de la historia que tiene lugar al otro lado del cristal, ambos se miran a los ojos sin encontrar en ellos nada que se parezca a la nostalgia.

2 Comments:

At 2:36 p.m., Anonymous Anónimo said...

Me gusto el de la vagna que hablaba pero no recuerdo ni el archivo ni el nombre..........

en fin

adios

 
At 10:00 a.m., Anonymous Anónimo said...

Se titula: "Si las vaginas hablaran..."

Atte.:

La vagina de Estela.

 

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