sábado, agosto 12, 2006

Lo patético


Hay una imagen de Hollywood que es irreconciliable con las cosas de la ciudad de México: es la del músico de jazz que a solas escupe un par de notas mientras la oscuridad lo envuelve.
Noches de concreto y gabardinas húmedas, de luces de autos que revelan por instantes el rumor incesante de una lluvia fina, de las formas del fieltro que ciñe la frente de un paseante anónimo, de licorerías solitarias, luces parpadeantes de neón, espejos de asfalto, gritos que se apagan, siluetas felinas que se pierden en los callejones.
La brillante confección del acero en un pulso tembloroso.

Las entrañas de una puta que se asoman de pronto a la noche tendrían mucho de cosmopolita en L.A. o en New York. En México, la grasa de las calles ensucia irremediablemente la escena. Imagina el falso mink manchado de sangre y de escupitajos frescos; la mano de la mujer que se apoya en el aceite mal lavado de la acera mientras se recompone el vientre y pide ayuda. El albañil, el mecánico, el abogado barato: la inacción de sus miradas no hace sino restarle glamour al drama ajeno. El estrépito de las sirenas va rompiendo poco a poco el silencio. Hay, sin embargo, algo decepcionante en el arribo sin magia de un nissan inofensivo de torretas descompuestas. Ya el cuerpo de la mujer es una cosa más de la calle cuando el oficial de bajo sueldo desciende al fin del vehículo para comprobar que aquello no se parece a la televisión: ese cadáver lo será para siempre y no sólo hasta que llegue la tanda de anuncios comerciales. Pedir una ambulancia no sería fácil si intentara valerse del aparato intercomunicador de hace por lo menos dos generaciones. Por eso vuelve al auto y cruza un par de palabras con su compañero (“pareja”, que les dicen) antes de introducirse para librar la acostumbrada batalla con la estática.
La mujer no es un “fiambre”, sino una puta asesinada. Los forenses parecen salidos de una escuela de carniceros. Las luces en rojo y azul no iluminarán jamás el reflexivo perfil de un apuesto detective, sino el rostro moreno de un hombre cansado de que el crimen no pague lo suficiente.
Nada hay de cinematográfico en esa serie de obvias circunstancias. La mujer se murió. Ni siquiera se trataba de un cadáver exquisito. Que le llore quien tenga que hacerlo. Punto. El turno del hombre acabará con un reporte ilegible que una gorda sindicalizada archivará de mala gana en el desvencijado mueble de una oscura oficina de gobierno.

Ya el alboroto de los alrededores se ha disipado cuando Nancy y yo caemos en la cuenta de que somos también un par de prófugos del romance: ninguna cámara barrió la tersa humedad de nuestra piel durante los minutos de la fornicación; el acto fue continuo y poco duradero, sin ediciones, sin disolvencias, sin profundos gemidos que pudieran mezclarse con las suaves notas de un sax seductor. Sólo tenerme dentro, apenas el placer que es réplica de sí mismo, tan sólo unas cuantas frases de una obscenidad casual. Es posible que fuera hermosa, pero nada allí lo parecía: la cama era dura, el cuarto apestaba, el deseo incluso había operado en ella de un modo irreflexivo, así que la sangre de su menstruación no sólo la había incomodado, sino que ahora se secaba en nuestros sexos mientras desnudos contemplábamos el escenario posterior a la muerte a través de la ventana.
No hay mucho que hacer cuando el mundo se pudre ante los ojos de la mujer que te ama. Salimos a la noche sin apenas decirnos nada. Agotamos la sordidez de las calles en busca de una cafetería. Sólo éramos un par de exiliados en medio de una tierra que nos ignoraba, y, como tales, asumimos la palabra como la única forma de la resistencia.
Lo que nos dijimos será para siempre un secreto. En descargo de tu conciencia, ten la certeza de que no hubo nada en nuestras voces que pudiera nombrarte.

Algo había que mantener a salvo de un recuerdo tan enfermo.