jueves, julio 13, 2006

Kodak de locura ordinaria


También hubo buenos momentos: la lluvia sobre el mármol del Palacio de las Bellas Artes, el gentío, la figura que cruza a ciegas Avenida Juárez, el cielo en gris como el ala de la historia, cernida y amenazante sobre la ciudad de México. Había ido allí porque Verónica tenía el antojo de beberse un café al aire libre mientras tomaba algunas impresiones de la gente, de su residencia pasajera en torno a nuestra circunstancia, creo que dijo. No es que le gustaran las palabras, era sólo que aquella frase la había alcanzado en un sueño y sintió deseos de construirse una ficción en torno a su significado, que, por otra parte, aún no tenía del todo claro. Cuando al fin di con ella, con su silueta difuminada, casi disuelta en la penumbra del local, la lluvia apenas escampaba. Se hallaba a solas, sentada ante la mesa diminuta, y no me vio llegar, absorta en las tareas de su cámara fotográfica.
-Creí que no vendrías -me dijo a manera de saludo-. Aquí ha caído un aguacero insufrible. Pensé que no terminaría nunca.
-El Metro se atascó -me disculpé, al tiempo que ocupaba una silla a su lado-. Aquello apestaba. Luego un niño empezó a llorar. Un pedo anónimo, como diría el poeta, terminó por hundirnos en la desgracia.
Verónica sonrió.
-Mira -me dijo, mostrándome la cámara-. Aún la conservo.
Verónica y yo fuimos compañeros en la Universidad. Ella tomó el camino de las artes; yo, el de la puerta de salida. Un primo lejano me envió la cámara desde los Estados Unidos. Era poco lo que podía hacer con ella, a no ser que la cediera a un precio irrisorio en algún momento de desesperación. Verónica la descubrió una tarde en casa de mis padres; me mostró cómo se usaba; me hizo incluso algunas fotos, que nunca revelé. Finalmente, una tarde la esperé a la salida de la escuela y le pedí que la guardara. No era precisamente un regalo, sino un vínculo, algo que nos mantendría unidos aun en la distancia. Deseos de juventud. Por eso, aquella tarde, al ver el aparato que apenas me supe capaz de reconocer, algo de aquel pasado no demasiado remoto vino a mi encuentro. Si es que la memoria no ha perdido algo en el camino, recordé que Verónica y yo mantuvimos una buena amistad. Nada muy intenso, nada inquebrantable. Me gustaba que usara medias con liguero incluso debajo de los jeans. Poco tenía que ver con los trabajos de la seducción: si no mal recuerdo, algún día me confesó que amaba los secretos, y encontrarse a ella misma en medio de la gente que ignoraba el capricho de su ropa interior era algo que la hacía sentirse diferente, algo mágica, creo que fue eso lo que dijo. “¿Por qué entonces lo confiesas?”, le pregunté cuando lo supe. “Porque nunca lo verás”, me respondió, “y la prenda tendrá mil formas y ninguna en tu imaginación, por siempre.”
-¿Vas a tomar algo? -Su voz me arrancó de la abstracción.
-Una coca -dije-. No, mejor un café.
Verónica llamó al mesero con un gesto y le pidió un vienés.
-Aún te acuerdas -observé. Ella reprodujo la misma expresión con la que en el pasado me había revelado su placer secreto.
-Espero que no te hayas pasado a la moda del capuchino -bromeó.
-Hay cosas que siguen intactas -le dije, mirándola con una suerte de soterrado deseo.
Había algo que la memoria se empeñaba en ignorar: alguna vez mis manos se reconocieron en esas caderas que de ninguna manera eran una celebración de la feminidad, aunque no por ello desmerecían. El tacto, entonces, supo que Verónica decía la verdad: los insinuados bordes de su ropa interior se correspondían fielmente con aquella confesión. Fue una tarde en la escuela, mientras ella se afanaba en asomarse al otro lado de la cerca que marcaba el final del patio del colegio. Había intentado colgarse de muchas formas, y sólo después de meditarlo un poco accedió a que mis manos le sirvieran de impulso. No hallé mejor punto de apoyo que sus caderas. Verónica me advirtió que dejara aquel manoseo por la paz, pero igual la curiosidad pudo más que la vergüenza y pronto pasó por alto la profanación de sus nalgas. El sueño no fue conmigo esa noche. Después de todo, ella tenía razón: el liguero adoptó todas las formas y todos los colores que mi imaginación halló a la mano y el mórbido desfile sólo encontró fin cuando el tumultuoso estallido de mi eyaculación me bañó el dorso de la mano derecha.
Me sonrojé un poco, reviviendo aquel momento, y ella dejó ver su extrañeza.
-No es nada. Sólo un recuerdo -le dije.
La taza ya estaba frente a mí. Bebí un poco y señalé la Kodak, que descansaba en silencio en medio de los dos.
-He pensado en la fotografía que debo tomar -dijo-. Me imagino a los dos en el centro de una multitud que camina a toda prisa, en distintas direcciones, ajenos a nosotros, a nuestra circunstancia. ¿Me sigues?
Asentí, observando su rostro, tierno detrás de todos esos años que se habían ido acumulando en medio de nuestra historia.
-Tal vez lo consiga si logro encontrar un buen lugar donde instalar la cámara -continuó ella-. Un sitio alto, de ser posible. Tal vez un balcón, o un tejado. Pero hay un problema: el obturador tendría que permanecer abierto un minuto o dos, y eso sólo puede hacerse manualmente. -Verónica meditó unos instantes-. No creo que funcione...
-Podríamos pedirle a alguien que lo haga, alguien que tenga pinta de estudiante, que tenga cierta noción del manejo de...
-¿En esta ciudad? -me interrumpió-. No: nada garantiza que saldrá corriendo en cuanto lo dejemos solo, y nosotros a media calle, como turistas extraviados.
-Tienes razón -acepté-. Piensa en otra cosa.
-Se me ocurre... -comenzó a decir, pero se detuvo de improviso-. No, olvídalo.
-No puedo: tengo buena memoria -dije, señalándome la frente-. Anda, dilo -la animé-, tal vez sea una buena idea.
-Son puros alucines -suspiró ella-. Una extravagancia.
-¿Qué puede ser tan complicado?
Verónica me miró fijamente. En sus ojos había un brillo extraño, una luz intensa, casi corpórea, profusa en la oscuridad de aquella terraza que el fulgor cristalino de la tarde mantenía intocada.
-Promete que no te reirás ni que lo tomarás como un juego -me advirtió, de pronto seria, no: intrigante.
-Puedo jurar, mas no prometer, porque una promesa es de dioses, que son inmortales.
La vi llevarse la taza hasta los labios, pero ignoro si bebió o sólo fue una forma de disfrazar su indecisión. Cuando al fin la dejó sobre la mesa, se volvió de nuevo hacia mí y torció la boca en una mueca que se fingió sonrisa.
-Me imagino -dijo- que la soledad puede ser un refugio para el tránsito apresurado de la gente. Cuando una persona está harta de los otros, se esconde en sí misma. Pero entre dos, la cosa no resulta. La única opción es que esos dos sean una sola y la misma persona. Y sólo hay una manera de lograrlo...
Ahora su mirada fue como un destello, una fuerza que me empujó poco a poco hasta depositarme en la única imagen que podía hospedar aquello que su mente había fraguado. Pero no quise equivocarme, no en ese instante, que me pareció decisivo. Me mantuve en silencio, justo como haría el responsable de que el mundo se fuera al carajo de una manera discreta, si es que alguna vez alguien acepta esa tarea absurda. Verónica, al ver que las palabras que completarían la idea no saldrían de mi boca, se atrevió al fin:
-La única manera es robarle al tiempo esa imagen en que dos cuerpos se juntan, ¿me sigues?, en que dos cuerpos se convierten en uno. ¿Sabes de qué te estoy hablando?
Pensé que había dicho sí, pero ahora sé que mis labios jamás habrían podido reunir las fuerzas necesarias para expresar que lo había comprendido todo.
-Tendríamos que estar tú y yo en un lugar solitario, semioscuro, que subraye la idea de la autosegregación, del exilio interior, pero que a la vez sugiera no esa costumbre de los cuerpos que es el encuentro marital, sino la intimidad, la lúcida y descarnada intimidad de dos amantes que se esconden, que se refugian del juicio público.
-Verónica -conseguí decir-, detente un momento, me estás mareando. Mira: no soy tonto; te entendí desde el primer momento. Y si digo que no soy tonto, estoy abarcando hasta el último resquicio de tu idea. Sólo tengo una duda: ¿en verdad quieres tenerme a mí en esa foto?, ¿no crees que podrías esperar a que alguien más te acompañe, alguien con quien quieras estar en esa circunstancia, alguien que le dé sentido a la idea de intimidad?
Su vista escudriñó el sector de la calle que asomaba a la terraza. Luego, sus dedos rozaron los bordes de la cámara fotográfica, fría y expectante como un niño que presenciara una discusión de sus padres. Entonces sus ojos al fin me buscaron y la delgada línea entre sus labios se separó ligeramente como quien le tiende una trampa al suspiro.
-Tú eres a quien soñé -dijo al fin-. No veo por qué deba suplantarte.

La fotografía nos exhibe a los dos, desnudos frente a frente sobre la cama revuelta. Puede que para ti no sea más que un cliché, el lugar común de los amantes. Para mí, sin embargo, esa imagen guarda una íntima relación con los quehaceres de la memoria: el liguero, blanco, delgado, dibujado como el frágil rastro de un sueño sobre su piel morena, era terso incluso a la mirada. Descubrirlo así, de pronto cierto, fue un momento devastador. Verónica, de pie frente a la débil luz que contagiaba su perfil, se fue despojando poco a poco de los jeans. Su cuerpo no tendría por qué haber sido hermoso, pero el tiempo, indolente, nos había traicionado, dejándonos a merced del ansia que sólo entonces supimos eterna. Se lo dije, porque era poco ya lo que necesitaba esconder. Y ella lo aceptó, creo que lo aceptó, pues ensayó un lento giro antes de caminar hacia mí, que la esperaba, también semi desnudo, sentado a la orilla de la cama.
-No lo hagas -me detuvo al ver que mis manos se movían en un primer intento por reconocerse en la tela de aquella prenda que ya jamás olvidaré.
-Déjame -le pedí en un ruego-. Lo necesito...
-Yo tampoco soy tonta -repuso-: ¿crees que no sé que ya lo habías tocado?
Sin más trámite, le quitó a su cuerpo aquella distracción y fue hasta la cómoda para verificar el encuadre de la cámara. Luego regresó y se tendió de una manera más tierna que sensual sobre la cama.
-Ven -me llamó-, necesito decirte algo.
Me habló muy quedo.
Aquella nueva confesión se morirá conmigo.