martes, junio 13, 2006

Fabiola y el asedio


Hay cosas que el viento no arrastra cuando la ciudad precisa del otoño. Una de ellas es Fabiola. Su rostro de niña que no cede. Su figura detenida en el silencio que se niega a renacer.
Asuntos del tiempo: cuando la mente construye una nostalgia, el objeto que se ansía fenece. Densas capas de recuerdos lo cubren. Se queda, pero es el disimulo, si acaso una carta, o esa calle que a veces te llama, la canción que asiste, el texto que la evita y que, sin embargo, no cesa de dibujarla en los espacios vacíos que van dejando las palabras, mis palabras, la sucia representación de mi deseo.

Ayer falsifiqué su sonrisa en los labios de una mujer que no sabía. “Júntalos un poco más, así”, le exigí mientras seguía los dictados de una imaginación que a veces se disfraza de memoria. “Tienes que parecerte a la caída de la tela sobre el muslo”, le insistí. “Necesito que seas piel y seda, atardecer.” Ella -la que no era, la que no podía ser- obedeció. “Deja que el cabello se te escurra por los hombros”. Pero no lo consiguió: en el pelo que recuerdo no había fatalidad, sino candor.
Su nombre es Tamara. Es, aunque haya ido, como otras, a refugiarse en el pasado. Estábamos desnudos. La penetraba por detrás. Mi verga, frenética, se reconocía en sus entrañas; el pulgar de mi mano derecha, no menos azaroso, le calibraba el culo. Sus nalgas eran hermosas, suaves y brillantes. Nos habíamos acomodado en un costado de la cama, y el enorme espejo del hotel nos devolvía la enferma recreación de la infidelidad. Fue en ese momento cuando lo noté: la débil luz de una tarde que moría se filtró como un estertor a través de un sesgo de la pesada cortina; el juego de claroscuros detalló por un instante en su perfil los rasgos de la mujer que en la juventud creí amar; la nostalgia se encargó del resto. No sin sorpresa, me detuve. “Eres hermosa”, le dije, tomándola de la barbilla para imponerle su rostro al espejo. “No entiendo cómo pude ignorarlo”. Tamara quiso sonreír, pero una nueva arremetida le descompuso el gesto. “Eres hermosa”, repetí, acometiendo una y otra vez su carnoso culo, “eres muy hermosa”.
Se vino. Lejos de que el grito dejara traslucir la violencia del orgasmo, Tamara apretó los labios, cerró los ojos, estrujó el dorso de mi mano apoyada junto a su cuerpo. Luego, de nuevo empezó a gemir. Ya no la dejé terminar: el rostro imaginado, su cintura, deformada también por el recuerdo, me absorbieron el alma. Acabé en su interior y me quedé un momento recostado sobre su espalda, tan idéntica. Mi verga languideció entre sus nalgas y me incorporé. “Ven”, le dije, rompiendo nuestra magia para iniciar otra, la que le correspondía a la mujer cuyo rostro me asediaba. La llevé de la mano hasta el espejo. La obligué a sentarse. Ensayé aquel artificio en su expresión. Pero no bastaba. Desesperado, vacié su bolso sobre la mesilla. “Toma”, le dije, alcanzándole el estuche de maquillaje, “píntate, ponte un poco de sombra, haz que tus cejas lleguen hasta aquí”.
Tamara, al principio indecisa, finalmente procedió a darle forma a aquella farsa. No sé si creyó que todo era una broma, lo cierto es que siguió una a una mis indicaciones y sólo se detuvo cuando sintió que el esperma le escurría entre los muslos.
“Sigue”, le pedí, colocándole un pañuelo desechable en la entrepierna, “ponte más rubor, así, sin exagerar”.
Corrí a encender la luz. Tamara dejó de mirar su reflejo y me observó con una tenue sonrisa.
“Soy o me parezco”, dijo, divertida.
“No eres”, le respondí, de pronto oscurecido. “Ni siquiera te pareces”.
Tamara, sin que mediara una palabra más, comprendió lo que ocurría.
“Sería mejor si me mostraras una fotografía de ella”, dijo.
“No la tengo”, le contesté, “sólo me queda el recuerdo”.
Aún con el pañuelo entre las piernas, Tamara se puso de pie. Vi que se restregaba, acaso con furia, y que arrojaba el papel humedecido en un rincón. Entonces me enfrentó.
“¿Haces lo mismo con todas?”, preguntó con voz apagada.
No supe qué decirle. Había sinceridad en el silencio que de pronto se impuso entre los dos: era la primera vez que me ocurría y, sin embargo, de súbito descubrí que aquel impulso me era familiar. ¿Cuántas de aquellas mujeres se habían parecido en un momento u otro a ella?, ¿cuántos de aquellos rostros habían expresado una cierta semejanza?, ¿cuántas de ellas habían sido en mí por el oculto afán de pretenderlas otra?
Me sentí derrotado, enfermo. No se puede ser cómplice de la memoria cuando sabes que los años han urdido en ella el atroz mecanismo de la traición.
Tamara no aceptó el cigarrillo que le ofrecí mientras la veía vestirse con los ademanes fríos y contundentes de quien sabe que el otro no llegará a la cita. Ni siquiera hizo el intento por deshacerse de la colorida ficción que hacía apenas unos segundos habíamos practicado en la piel de su rostro. Con paso firme fue hasta la puerta y quiso cruzarla, pero algo la detuvo.
“Espero que la hayas disfrutado”, dijo, volviéndose un momento hacia mí, “quien quiera que sea”.
Y salió.
Una vez que me quedé a solas, me pregunté si Fabiola habría sido capaz de regalarme un gesto tan hostil. Nunca lo sabría: en la eterna adolescencia que la contiene en mis recuerdos, las formas del reproche no madurarán jamás.

2 Comments:

At 11:05 a.m., Blogger Sibyl Vane said...

muy bello.
pobre Tamara, y pobre de él, que no pudo hacerla parecer.-

 
At 11:27 p.m., Anonymous Anónimo said...

Pobres de nosotros.

 

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