viernes, junio 02, 2006

Confusiones de grafito


Sucedió un noviembre. No sé de qué año. Lo recuerdo porque recién había pasado mi cumpleaños. Vivía con Samira, la rubia, una chica que pintaba y vestía siempre un overol manchado de aceites. Era una casa de amplios ventanales, situada arriba de un edificio de oficinas. No había estufa, ni refrigerador, así que a veces solíamos bajar por algo de comer y al regresar, metidos en el elevador en medio de ejecutivos e impecables secretarias, parecíamos un par de albañiles que volvieran del almuerzo. Terminamos por acostumbrarnos a las miradas despectivas, a la oblicuidad. Tal vez haya sido lo mejor: aún hoy, aquellos días me parecen como arrancados de un recuerdo ajeno. Tengo mis razones. Ahora las conocerás.

Samira pintaba por las mañanas, mientras yo estaba en el colegio. En ocasiones iba por mí a la hora de salida y comíamos en algún pequeño restaurante. A veces, ya lo he dicho, era yo quien pasaba por ella. La casa, ya también lo he referido, era un estudio improvisado que su padre, un hombre que había prosperado en el negocio del arrendamiento de inmuebles, se animó a proporcionarle cuando al fin se convenció de que la medicina no era un arte, sino una ciencia. Algo menos imperfecto, pero igual de ficticio. Samira y yo dormíamos en un colchón que la mayor parte de las veces estaba desnudo. Nos tumbábamos de espaldas mirando las cosas de la noche según transcurrían a través de los cristales que se fingían paredes sólo para no dejarnos soñar a la intemperie. Hacíamos el amor todos los días bajo el ruido del vuelo 36 de Mexicana, que sesgaba el humo citadino con rumbo a Guadalajara. Ignoro si nos queríamos, tampoco importaba: el sexo era todavía un buen asunto entre nosotros y el futuro era como uno de esos juguetes que prometen las cajas de cereales: nada más que un pasatiempo en la sobremesa del desayuno. Hasta que apareció Edgar.
Éramos amigos desde la infancia. Cursamos juntos la etapa secundaria, pero nos separamos durante el bachillerato. Había afecto entre nosotros, así que la distancia entre su colegio de paga y mi humilde escuela pública era una simple incomodidad a la que el teléfono le borraba el sentido. Pero nuestra amistad nunca maduró lo suficiente como para sobrevivir a las fraternidades que uno mismo se improvisa cuando pasa demasiado tiempo lejos de casa. Ambos, cada cual por su lado, nos integramos a nuevos círculos de amigos y el tiempo se encargó de lo demás. Muchos años después, mientras cursaba la universidad, recibí una carta suya desde los Estados Unidos: estudiaba arte en Nueva York. Demasiado glamour como para no sentir que mi vida era poco menos que miserable. Se hallaba a punto de iniciar el periodo vacacional y hacía tiempo que no venía a México. Tenía ganas de verme. De conversar. Tal vez de emborracharse con las imágenes de antaño como tema principal. Estaría un mes en casa de sus padres. Me pedía mis datos para hacer más sencillo el contacto. Llegó en una de esas tardes sin sol y sin misterio. La familia lo recibió con un gran festejo. Bebió hasta la madrugada y se puso tan mal que pasó dos días en cama. Entonces me buscó.
Apareció en la puerta del estudio como una silueta fantasmal. El lugar, que a mis ojos había sido siempre algo sorpresivo, tan lleno de asombro, a él le pareció un simple sitio acogedor. Nos dimos un gran abrazo, nos miramos fijamente a una distancia prudente e hicimos las observaciones de rigor: él era más alto de lo que me dictaban los recuerdos, tenía menos cabello, los hombros se le habían ensanchado; yo, según confesó, estaba idéntico... excepto por la barba rala, el sobrepeso, los anteojos de carey que habían sustituido al fin a esos arcaicos Ray Ban de policía gringo. Le mostré el lugar, que recorrió de un vistazo, y luego lo invité a sentarse. Sobre la duela. Samira había salido para comprar algo de beber y llegó algunos minutos más tarde. Se agradaron desde el primer momento. Se aprende a reconocer la intensidad de la mirada de quien a diario despierta junto a ti; al ver a Edgar, los ojos de Samira ensayaron una expresión que yo, hasta ese momento, desconocía. Pero lo dejé pasar, pues los aullidos teatrales de mi amigo, quien había encontrado el vino mientras hurgaba en las bolsas que contenían las viandas, terminó por abstraerme de mi fugaz incomodidad. Aquella tarde comimos y bebimos y fuimos todo lo camaradas y casi hermanos que nos permitió el alcohol, y al caer la noche Edgar se fue, no sin antes prometer que volvería para que Samira le mostrara sus trabajos. Cosas de artistas. Una vez que estuvimos nuevamente a solas, Samira y yo nos rendimos a la noche. No hubo sexo entre nosotros. Nunca más lo habría.

Tengo clara una imagen, el único recuerdo nítido de aquellos años que a veces vuelven y me devastan sin remedio. Se trata de un sueño. Estoy tendido bocabajo sobre un cuerpo; unas piernas largas, algo grises, como tomadas por la oscuridad, parten de mi rostro y se extienden hacia la lejanía, breve. Un ruido tenue, casi un aliento, se escucha a mis espaldas. He querido volverme para saber de dónde proviene ese jadeo, pero una circunstancia me lo impide: frente a mis ojos, como un capullo que quisiera abrirse al sol, ha comenzado a aparecer la carne dura y palpitante de una enorme verga. No es la escena cargada de un simbolismo casi milenario lo que me inquieta, sino el hecho atroz de que mi boca la desea. Sin más, mi lengua prueba el gusto ácido del miembro anónimo. Siento, como si fuera real, la consistencia del pellejo que se juega alrededor de la dureza irreparable; mis labios palpan las venas, la punta hendida, la trémula ansiedad. En un instante, justo en la frontera entre el sueño y el alba, obligo a mis ojos a buscar el rostro del hombre que ahora gime como si el deseo estuviera a punto de escapar de su cuerpo. No lo hallo: me lo niegan las sombras. Mis propios ojos, al abrirse con alivio al fulgor de la mañana, me lo niegan.

Tuve que volver a casa por una razón que es casi un lugar común de tan real e inexorable: un tío lejano murió. De un infarto. El hombre, casi un anciano, se fue sin despedirse y mi madre, devota de esa culpa irreflexiva que es propia del catolicismo, no dudó ni un instante en acudir a los funerales. Cientos de kilómetros de remordimientos la aguardaban, y no quería padecerlos a solas. Mi padre no podía abandonar el trabajo y me pidió que la acompañara. Apenas pude despedirme de Samira y al colgar el teléfono empecé a andar esa distancia que, al final, resultó definitiva.
Regresé una semana después. Apenas dejé a mi madre en la puerta de su casa y salí corriendo en busca de Samira. Era de noche, y el estudio estaba desierto. No bien me había tendido de espaldas sobre el colchón, deseándola como un marinero sin más compañía que el abismo, cuando descubrí el dibujo. No estaba sobre el caballete, que le habría otorgado esa naturaleza común de las cosas que simplemente ocurren, sino abandonado sobre el polvo, como un presagio, al lado del colchón. No estaba en mí juzgar el arte de Samira, sino amarlo. Pero al ver las formas que el lápiz había ensayado sobre el blanco, sentí un poco de ese horror que la literatura despierta cada vez que describe el otro lado de las cosas: en medio de aquella confusión de grafito, dos figuras humanas se habían entrelazado para conformar la imagen exacta de mi sueño. Sólo que había una diferencia: las figuras eran las de un hombre y una mujer.
Samira me encontró en la magia de ese análisis.
-¿Llegaste? -me preguntó, como si mi sola presencia no fuera evidencia suficiente.
-Hace un rato -le dije, incorporándome para abrazarla. Sin soltar el dibujo.
Hay calores que son un hábito; el de Samira lo era. Hay una cierta tensión en el cuerpo que conoces, acaso porque se ha moldeado al tuyo, acaso porque el cariño así te lo aconseja. El de ella, esa noche, tenía la consistencia del rechazo cuando empieza a trascender la incredulidad y busca instalarse en la resignación.
Soy un ser lleno de drama. Es un padecimiento que he aprendido a tolerar. Pero a veces, esa incómoda pulsión halla sustentos más allá de la imaginación. Apenas fui expulsado de aquel intento de caricia, alcé el dibujo y lo esgrimí ante los ojos de Samira, los apagados ojos de Samira.
-Esto -le dije, retándola a sostenerme la mirada-, es algo que soñé.
Samira dio un medio giro para abandonar sus cosas sobre la mesa de trabajo y se quedó allí, de espaldas a mi incredulidad.
-No finjas -respondió entonces con el aire fúnebre que creí haber dejado a kilómetros de distancia-. Ya Edgar habló contigo.
Sentí esa mezcla de sorpresa y conmoción que acompaña a las noticias que odian pasar simplemente a nuestro lado. No entendí. O no quise entender. Di un par de pasos hacia ella, pero de nuevo se alejó. Tomó asiento en el filo del colchón, se abrazó las piernas, hundió la cara entre sus rodillas. No era una buena postura. No para quien la observa mientras guarda la esperanza de hallarse en medio de un feliz malentendido.
-¿Te lo dijo todo? -musitó-. ¿Te contó por qué lo hicimos?
-¿Hicieron qué? ¿Hicieron quiénes?
Samira alzó la cara. Había lágrimas en ella.
-Edgar. ¿Te lo dijo?
-Oye -repuse-, acabo de regresar. Si no hablé contigo en toda esta semana, menos con Edgar. -Y aquí hice una pausa teatral que de alguna manera se imponía-. ¿Qué es lo que tiene que contarme?
-Que hicimos el amor.
Mi humanidad, como un dibujo abandonado, alteró de golpe el reposo del polvo sobre la duela.
-¿Que hicieron qué? -me defendí. De mí mismo.
-Que tuvimos relaciones. ¡Que cogimos! ¿De qué otra forma quieres que te lo diga?
Supe de pronto lo que debe sentir un abogado cuando interroga al testigo equivocado. Se cierra el caso. Tu novia ha fornicado con tu mejor amigo. La confesión es en sí misma una sentencia. No más argumentaciones. No más trucos legales. Las paredes vaginales de la persona que creías amar están llenas del esperma de otro y eso es algo capaz de borrar tu nombre de la historia de un solo tajo. Pero no para un hombre forjado en la tragedia griega; no para un hombre atiborrado de preguntas que nunca, o muy esporádicamente, hallan respuesta.
-¿Qué fue lo que pasó? -Me arrastré (literalmente) hacia donde ella estaba y le alcé el mentón para mirarla a los ojos-. No me interesa la versión de Edgar, quiero que me lo digas tú.
Temo reproducir aquí la descripción prolija de la excitación de Samira cuando esa noche, luego de un par de tragos y de indicarle a Edgar en dónde se encontraba el baño, lo vio reaparecer, desnudo, sonriente, exhibiendo las horas que el trabajo en el gimnasio le habían regalado a su cuerpo. Y no esquivo las palabras, mis palabras, sino la concreción de imágenes que de ellas se desprende cada vez que las digo, cada vez que las repito con el estúpido ánimo de verlas desgastarse, morirse transparentes y livianas, desaparecer. Edgar, tomado por el alcohol y los estupefacientes -lo supo después- le había estado diciendo que el espíritu del arte exige a veces abandonarse a los impulsos para nacer con toda su crudeza, o algo así de falaz. La verdad es que la deseaba, ansiaba fornicar con ella desde el primer momento en que la vio. Y Samira, no ajena a ese deseo, quiso creer que aquello podía ser cierto. No las formas del arte, que ya las conocía, sino las del cuerpo que de pronto le pareció irreal de tan hermoso, como imantado. No era una mujer sensual; de hecho, algo había de tosco en su naturaleza. Pero esa noche, aquel hombre, casi un desconocido, la hizo tomar conciencia de que su piel podía ser algo vivo, algo fuera de su dominio y, sin embargo, atenazante, inmanente. La otredad.
-No fui yo exactamente quién lo hizo. Fue alguien más -y se interrumpió al ver que yo me había incorporado, dejando el dibujo a sus pies.
-No fuiste tú, fue tu vagina. ¿Es eso lo que quieres decir? -expuse, amargo, obscenamente divertido-. Tú no le mamaste la verga, sino tu boca. No fueron tus nalgas las que se le ofrecieron, sino las nalgas del “espíritu del arte que ansiaba renacer”. ¡Por favor!
-Tú no lo entiendes -me espetó Samira, poniéndose de pie para defender su complicada tesis.
Los artistas.
-No, no lo entiendo. Una cogida es una cogida, entre costureras o entre pintores. No hay más.
-Sí lo hay. Desde hace tiempo quería abandonar esos tontos paisajes para hacer algo diferente. Míralo -y señaló el dibujo, que nos miraba como el hijo que acaba de orinarse en la cama-. Ahora sé que soy capaz de hacer algo distinto, algo más cercano a mi voz interior.
Llevo años escarbando en el cajón de mis recuerdos y no he hallado final más estrafalario que el de aquella noche. Sé, ahora, que debí reír ante esa muestra de humor involuntario. Pero habría prolongado mi partida y ya desde ese momento, parado en medio de tubos de pintura, brochas, caballetes, me sentía como un extranjero, como un invitado al festín del mundo que ha llegado muy temprano a la cita sólo para encontrar que no han terminado aún de decorarlo.
Recogí mis pertenencias, que no eran muchas, y, antes de salir, pasé a propósito sobre el dibujo. Fue mi única venganza.
Samira lloró profusamente cuando vio que abría esa puerta, y que lo hacía por última vez. Pero igual no hizo nada por detenerme. Bajé el tramo de escaleras que llevaban al último piso del edificio y pulsé el botón del elevador. A lo mejor para hacer tiempo, confiando en que Samira fuera a buscarme; a lo mejor para saber si mi odio era real.
Lo era.

De boca de Edgar no escuché excusa alguna. Imagino que sus vacaciones finalizaron y tuvo que regresar a Nueva York. No lo imagino; lo sé. El remitente de la carta que recibí ese mismo año así lo indicaba.
No quise abrirla.
Samira y la inmediatez de los días que pasé con ella eran un cúmulo de recuerdos que no cabían en el cesto de la basura, de tan dolorosos.
Pero Edgar cupo. A la perfección.