martes, mayo 23, 2006

La luz interior


Por alguna razón que ignoro, la gente que conozco siempre acaba por desmoronarse. Magda y su muerte prematura en ese accidente automovilístico; Natasha y el suicidio; Diana y el destierro de todo sentimiento. Supón si quieres que he sido yo el causante de cada una de esas tragedias personales; imagina que fui un sesgo definitivo en sus vidas, que de no haberme conocido, ellas seguirían con vida, ellas seguirían el decurso normal de la existencia. Yo alguna vez me pregunté si eso era cierto, si mi presencia era el imán de la desgracia. Hasta que apareció Carla. Y entendí que el mundo se pudre igual, conmigo o sin mí.

Carla era una sobreviviente de los 80, y como tal, amaba algunas cosas en desuso: los viniles, los cassettes Sony de metal y cierta música bailable de ritmo pasmoso, aunque de alguna manera sensual y sofisticada, que ella conocía como Italo. Debo reconocer que aquella música entraña una especie de belleza melancólica que puede absorberte, fanatizarte, enajenar tu voluntad. Incluso ahora que Carla ya no está conmigo, los discos que ella me regaló, y algunos otros que yo mismo fui adquiriendo entre sus amistades, tienen un sitio de honor en mi colección. Pero esta no es la historia de mis preferencias musicales, sino de Carla y de la forma como se fue hundiendo en sí misma hasta convertirse en una caricatura de lo que solía ser. Ya me explicaré. Mientras tanto, obsérvala (a ella le gustaba): se halla recargada en un rincón de la barra en un antro oscuro y caluroso, mientras que a su alrededor las siluetas se estremecen dibujadas contra la violencia entrecortada de los estrobos. No oye cuando le digo que es tarde, que las calles del derredor se vuelven peligrosas; sólo me ofrece un perfil sonriente y agota la sexta de las siete y ocho cervezas que se beberá esa noche, inclinando la cabeza hacia atrás con la exageración del histrión pero casi inmóvil en medio del alboroto.
-Carla -le insisto, pues he descubierto que no más de un hombre solitario la mira con el ansia del merodeador-, si quieres seguir bebiendo, podemos comprar cerveza en el camino.
Pero ella no me escucha. O finge no hacerlo.
Un láser de líneas verdes cruza el aire enrarecido y la multitud chilla con una emoción casi animal. Es difícil no sentirse animado por el juego de luces y el ritmo nostálgico que escupen los potentes altavoces. Pero Carla ya no parece notar la música: observa el vaso a medias (no vi a qué hora le volvieron a servir) e introduce el índice en la espuma para trazar alguna figura instantánea que un momento después se muere en su garganta.
Decidido, la tomo por un brazo y, sin poder evitar ser algo violento, la atraigo hacia mí.
-Carla -le digo en voz alta al oído-, son las dos de la madrugada. No me importa si quieres seguir bebiendo; compremos algo allá afuera y vayámonos ya.
Ella alza una mano e imita el movimiento de mis labios; luego se señala un oído mientras niega con un gesto. Y empieza a reír. No logro escucharla; sé que lo hace por la manera como se retuerce entre mis brazos. Sin soltarme, empieza a ensayar los ridículos pasos de un baile descompuesto. Poco a poco me va llevando hacia la pista y al rato estamos de nuevo a mitad del alboroto de sudores y codazos anónimos.
Iluminada por el azul rabioso de los reflectores, su cara parece emitir destellos de un éxtasis lujurioso, ensimismado. Por un momento no parezco ser yo quien la enfrenta, sino el espejo, la turbia máscara de su propia imagen reflejada en el aire. No entiendo cómo, pero ya su cuerpo, envuelto apenas por una delgada blusa de tirantes y la amplia falda, comienza a retorcerse, a girar, a deconstruirse en forma vertiginosa ante mis ojos. Sin apenas darme cuenta, la multitud ha formado un círculo a nuestro alrededor y las miradas de hombres y mujeres se ciernen sobre aquella figura de movimientos imposibles que semeja envolverse en la geometría pasajera que nace y muere por segundos a partir del ritmo incesante que surge de todos los rincones de la enorme galería. Finalmente desmadejada, merced al cansancio o al mareo que de alguna manera me parece adecuado, el cuerpo de Carla intima con el suelo pegajoso de alcoholes y sudores y se queda allí por un momento. Pero de nuevo recomienza: no es ya un baile lo que practica, sino las obscenas sacudidas de un acto sexual imaginario. Una marejada de gritos y silbidos se impone a la música: su espalda, como un gusano, ha comenzado a serpentear en el suelo mientras que sus manos retiran poco a poco la falda como el pesado telón que buscara revelar la suave curvatura de sus piernas. Entonces me doy cuenta de que yo tampoco he dejado de moverme, pero que he sido más bien como un absurdo títere mecido por manos inexpertas que finalmente se derrotan. Justo en el momento en que me quedo quieto, Carla ha subido la orilla de su falda más arriba de los muslos, y un guiño sorpresivo de su entrepierna envuelta por la breve pantaleta se hace evidente. Creo que ha llegado demasiado lejos. Fingiendo que soy partícipe del espectáculo, me le acerco y la jalo por un brazo para levantarla. Una nueva tanda de silbidos, esta vez de desaprobación, se deja escuchar. Sin embargo, Carla afloja el cuerpo y se deja conducir hacia una orilla.
-¿Qué es lo que intentas? ¿Iniciar una violación masiva?
Pero no responde. Se cuelga de mi cuello y se estremece, ya sin ritmo.
-Llévame al baño -me grita al oído.
Nos abrimos paso entre la gente, que nos mira pasar, reconociéndonos. La dejo a la entrada del baño de mujeres y me hospedo en un rincón oscuro, el único que parece mantenerse ajeno a la vorágine de luces cambiantes que no se detiene.
No es la primera vez que ocurre: Carla bebe en exceso durante un corto periodo y luego se deja llevar por el ambiente que nos rodea. La he visto llorar sin consuelo durante las reuniones de vino y charla y música menos rítmica; he sido testigo de cómo es capaz de sumergirse por horas en una piscina o en la orilla del mar en algunas excursiones y paseos de fin de semana; he tenido que sacarla a rastras de salones y apartamentos luego de que ha intentado defender a golpes y jaloneos alguna causa ajena. Le gustan los límites, me lo ha confesado. Pero sólo hasta el quinto o sexto alboroto he comprendido que no es una pose sino una actitud ante la vida. Es, pues, una de esas almas sin fronteras que pueden herir e insultar a la noche hasta hacerla sangrar. Cuando la conocí, amé ese desenfreno, el ansia de consciente abandono que era el rasgo primordial de su existencia. Sin embargo, esa noche, durante la espera, sentí que algo se había roto. Es posible que no la amara, que jamás hubiera llegado a hacerlo. Pero algo semejante al cariño me unía a ella, y eran esos lazos que el sentimiento había urdido entre nosotros los que habían empezado a desatarse, pues entonces me di cuenta de que estábamos tirando hacia lados opuestos, y el de ella iba a conducirla, irremediablemente, a la auto aniquilación.
En esa magia estaba -decía Borges- cuando noté que una meada no podía ser tan prolongada, por más cerveza que aloje la vejiga. Me acerqué a la puerta de los baños y dudé un momento, pero finalmente me dirigí a la encargada de cobrar la entrada para preguntarle si la había visto salir. La tipa me miró como si le hubiera hablado en hebreo y abrió sus manos en un gesto que podía significar que aquello no era una pasarela y que ella no era el jurado. Tenía razón. De cualquier manera, le extendí un billete y le pedí que echara un vistazo. Al salir, de nuevo apoyada en un gesto, me dio a entender que ahí adentro no había nadie con las características de Carla. No sé si enfurecido, contrariado o simplemente habituado, me puse a buscarla. Primero deambulé alrededor de las pistas de baile circulares que los mirones iban improvisando; luego intenté el despropósito de llamarla por teléfono. Finalmente, me dirigí a la escalinata que conducía a la cabina del DJ y le di un vistazo general al sitio. La hallé a varios metros de distancia. No bailaba; se movía, sí, pero como una serpiente que intentara seducir a un cazador, animando a un grupito mixto en el que predominaba la mirada masculina. Como pude, me abrí paso hasta ella. Algunos de los que la miraban se hicieron los desentendidos cuando me vieron llegar; otros siguieron en lo suyo, que era el show gratuito.
-No vuelvas a hacerlo -le grité, mientras exhibía una cálida sonrisa paternal.
-¿Hacer qué? -preguntó ella. Lo adiviné por el movimiento de sus labios.
-Largarte como si vinieras sola -repuse.
-Todos estamos solos -me gritó. Está vez sí la escuché.
Necesitaba algo más que palabras necias para encenderme, pero uno de los tipos abyectos le estaba mirando descaradamente los pezones dibujados en la blusa y aquello bastó.
-¿Solos? Querrás decir “sola”, porque yo me largo de aquí.
-Pero ya -contestó ella y se dio la media vuelta.
Caray, no soy un tipo violento, pero el ver ese desdén, haya sido o no auténtico, me hizo reaccionar como el militar al que la paloma de la paz le suelta una cagarruta en su medalla de honor. Con fuerza, le jalé un hombro para obligarla a voltear y le escupí a la cara que se estaba comportando como una puta de arrabal. No tuvo tiempo de responderme: uno de los tipos que la acompañaba se quiso hacer el héroe y dio un paso al frente para interponerse entre la que ya creía su dama y el iracundo forajido que se la quería robar.
-¡Déjala ya! -me gritó.
-¡Tú no te metas, pendejo! -grité también.
Un momento después, todo fue confusión: el tipo estaba sobre mí, y pretendía tirarme puñetazos con ambas manos sin detenerse a pensar en la ley de la gravedad: al caer se dio con la nariz contra el piso y yo aproveché para quitármelo de encima. Luego era yo el que estaba arriba, propinándole salvajes codazos en el cráneo. Un certero puntapié en las costillas me derribó hacia un costado, y de reojo vi un puño que me buscaba la mandíbula, sin éxito, pues el impulso del otro había bastado para dejarme fuera de su alcance. Me incorporé como pude, y el sujeto que me había pateado se abalanzó sobre mí. No obstante, una nueva figura lo interceptó: era uno de los amigos de Carla, que afortunadamente se hallaba cerca y no sabía nada del asunto, pero alcanzó a reconocerme y se unió en instantes a la trifulca. Segundos después ya no sabía a quién pertenecían los pómulos que mis puños impactaban, ni de dónde provenían los nudillos que de golpe transportaron las luces del antro a mi propio interior. Los elementos de seguridad aparecieron de la nada y se pusieron a separarnos, aprovechando el momento para soltar un par de mandobles, que para eso los habían contratado, faltaba más. Al rato ya estaba afuera. Lo supe por el frío de la madrugada, pues por algunos minutos todo siguió siendo luces, ya sin ritmo.
Los amigos de Carla me rodeaban, interrogándome, mientras otros discutían con los de seguridad en la entrada del antro. Les pregunté por ella; fue al hablar que me di cuenta de que los labios me sangraban. Poco a poco recuperé la lucidez y empecé a buscarla, pero un par de brazos me detuvieron, previendo un nuevo enfrentamiento.
-Carla -les dije-, ¿dónde está Carla?
Entonces apareció. Su falda tenía una larga rajada por la que se asomaba una de sus piernas con una sensualidad absurda. Tenía la blusa llena de sangre, el cabello hecho un desastre y el rostro descompuesto por el llanto.
Quiso abrazarme, pero le puse un brazo en el pecho y la miré con una especie de rencor que en mis condiciones más bien parecía un ruego.
-¿Por qué lo hiciste? -le pregunté, escupiendo sangre.
-¿Hice qué? -me interrogó ella, con un gesto enajenado, absorto en algo que estaba fuera de mi alcance. Y acaso del suyo.
-Mira en qué acabó tu desmadre -le grité-. ¿Ya estás contenta?
Pero uno de los amigos nos interrumpió.
-Vámonos -nos dijo-, no vayan a salir esos cabrones...
Fuimos por los autos. Mientras esperábamos al valet parking, tuve un ataque de dignidad y me dispuse a buscar un taxi. Entonces descubrí que había perdido la cartera. No me quedó más remedio que abordar el auto de Carla.

No es el único recuerdo que conservo de ella. También están los buenos momentos, las pláticas, la música, el sexo y esas cosas. Su cuerpo era flexible, capaz de las más retorcidas posturas, no sólo para el baile. Eso era un detalle que a veces lo borraba todo. No obstante, luego ya no fue sólo el alcohol, sino también las bocas abiertas de sus venas en busca del pinchazo y todo lo demás. La última vez que la vi habíamos estado conversando en el rincón de la sala de alguna de sus amistades durante una fiesta. Todo era alboroto, risas baratas, manoseos. Pero un par de horas después, ya era incapaz de reconocerme. Yo incluso tardé en hacerlo: el cuarto estaba a oscuras y mi sombra se proyectó, muy a pesar de mí, siniestra sobre los cuerpos desnudos que se mecían en la cama revuelta. Supe que era ella no por los jadeos, también irreconocibles, sino por la pulsera tejida que le regalé en su cumpleaños, ese entrañable adorno que no se quitaba jamás del tobillo derecho.