El ojo ajeno (I)

Si alguna vez has metido la lengua en el ano de una mujer, sabrás que allí la carne es blanda, más incluso que una boca, con la diferencia de que su sabor es fuerte, repugnantemente ácido si es que no amas a la persona cuyo culo estás profanando. Si tus ansias lo permiten, trata de introducir la lengua aún más: notarás que el rígido aro del esfínter te apresa, como si quisiera silenciarte para impedir que reveles sus secretos. Adentro todo es suave, de una consistencia indescriptible. Estás probando el ardiente sabor de los intestinos. Es eso y nada más. Ahora ensaya introducir un dedo: el tacto no miente: en ese agujero no hay más misterio que el que ha urdido tu mente enferma. Y la de ella, si es que ha participado con gusto en ese breve juego.
Nada de eso tiene relación con la historia que voy a contarte. Nada, excepto con el culo de Estela, que al principio se cierra como quien aprieta los párpados preparándose para recibir una mala noticia, pero después se abre como una pupila dilatada ante el asombro. Es algo estrecha, y mi verga sufre para vencer la resistencia de ese pequeño agujero, pero una vez que logro introducirlo, esa sensación como de pertenencia, de posesión violenta, me enerva. Arremeto una y otra vez con furia, mientras disfruto el rictus de dolor en la expresión de Estela, que es entonces una hembra, una esclava, simple carne dispuesta.
Me gusta venirme con estrépito y luego hacer que puje un poco para que el semen escurra entre sus nalgas.
La savia de la vida.
Estela finalmente se tiende boca abajo en la cama, derrotada, exánime, adolorida. En ese momento no sabe que he contactado a una mujer a través del Messenger, y que esa mujer me ha pedido que la vea dentro de aproximadamente media hora.
-Es tarde -le informo mientras me limpio el miembro con un pañuelo facial-. Tengo que irme.
En la oficina decidieron reestructurar los esquemas de descanso y me obligaron a tomar una semana de vacaciones, justo los días que había reservado para un viaje a la playa. Este era el tercero, y como mi esposa no había conseguido intercambiar sus días libres con algún compañero de trabajo, estaba solo. Ya había visto todas la películas que me interesaban. De no ser por Estela, a esa hora tendría que estar mirando la TV, contando los minutos que me separan de la cita.
-¿Qué vas a hacer? -pregunta Estela mientras se abrocha el sostén.
-Lo ignoro, tal vez dar un paseo. No sé si me dé tiempo de visitar los museos del centro.
La dejo a unas calles del edificio de oficinas y echo a andar hacia el sur. Al rato tomo un taxi y arribo con mucha anticipación al lugar de la cita. Se trata de un café, uno cualquiera de una cadena de establecimientos muy famosa en México. Ventanales, mobiliario colorido, nada que invite a la intimidad. Ocupo una mesa en el rincón y pido un americano. Enciendo un Camel. No estoy nervioso, sólo impaciente. Pero no espero mucho tiempo: apenas unos minutos después, una mujer se me acerca. Es joven, no muy atractiva a simple vista. Lleva unos jeans ceñidos y una playera escotada. En la playera lleva impreso su nombre: Lena. Se nota que ha estado estudiándome desde lejos: una vez que se detiene frente a mí, sólo me mira a los ojos.
Me pregunta mi nombre. Se lo digo, al tiempo que me incorporo para saludarla. No extiendo la mano, la tomo por los hombros y mis labios intiman levemente con la piel de su mejilla, que está caliente.
-Así que eres Lena, y no Stardust -le comento una vez que hemos tomado asiento.
Ella inclina la cabeza para echar un vistazo a su playera y al alzarla de nuevo está sonriendo.
-¿Lo dices por esto? Entonces tú debes llamarte Chaps -y señala la etiqueta en el bolsillo de mi camisa.
Me veo obligado a sonreír.
-No hombre, en realidad me llamo Elena. Lo imprimieron así por error.
Su sonrisa no es bonita, sino más bien simple. No lleva adornos, apenas una liga para sujetarse el cabello a guisa de pulsera. Cuando la mesera se acerca, ella ordena una coca cola de dieta y la observa con exagerada atención mientras anota el pedido. Incluso, su mirada se queda en ella mientras se aleja, y sólo vuelve a mí cuando la ve cruzar la entrada de la cocina.
-Tú eres casi como escribes -dice de pronto.
-¿Como escribo?
-Si acaso un poco más alto.
Me agrada.
-Cuando te invité a salir la semana pasada, nunca pensé que aceptarías. Todavía ayer que confirmaste creí que me estabas tomando el pelo.
-Me inspiraste confianza. No me equivoqué. ¿Me regalas un cigarro?
-Perdón -le digo al tiempo que le ofrezco de la cajetilla abierta. Le acerco el fuego del encendedor y observo su gesto, nada fuera de lo común.
-Es curioso -dice ella mientras arroja el humo hacia un costado y lima la punta de ceniza contra el cenicero-, me recuerdas mucho a un novio que tuve hace tiempo. Hasta te llamas igual que él.
-Así que tuviste novio.
-Hace tiempo.
La mesera nos interrumpe. Deposita un vaso con hielo y la lata de refresco frente a Lena, o Elena, o como demonios se llame, y pregunta si vamos a ordenar algo más. Ambos negamos con un gesto, pero el de ella es más que amable, como cachondo, como invitante, justo como la expresión de una actriz que está deseando al protagonista de la película, cuando te hace partícipe de su sentimiento, te incita, pero finalmente no es a ti a quien busca.
-Tienes el feeling -le comento. Yo también sé perturbar a la gente.
-Eso dicen -confiesa, alzando los hombros, sin un ápice de presunción.
-Tuviste novio, pero lo dejaste -aventuro, llevándome la taza a los labios, sin dejar de observarla.
Ella baja un poco la vista para buscar el cigarrillo, que sacude un poco antes de dar una nueva fumada.
-El fue quien me dejó.
-¡Cómo! -finjo sorprenderme.
-Era cuestión de tiempo. Duramos dos años juntos, pero al iniciar el tercero, todo cambió: simplemente se empezó a interesar por otras mujeres; hablaba de ellas todo el tiempo, recibía incluso llamadas misteriosas. Al principio hizo todo lo posible por evitar que me diera cuenta.
-¿Cómo te enteraste?
-Era muy evidente: el perfume, las notitas en los cuadernos, el teléfono ocupado todo el tiempo cuando se supone que no debía estar en casa.
“Primero me sentí herida. Cosa de mujeres: no importa que la situación ande mal, de alguna manera es doloroso notar que ya no son tan atentos contigo, ondas así. Yo sabía todo lo que estaba pasando, pero nunca le dije nada. A lo mejor necesitaba que él me lo dijera; incluso me asustaba pensar que me estuviera volviendo paranoica.
“Un buen día descubrí que aquello ya no me importaba. Si me llamaba por las noches, yo tomaba el teléfono sencillamente porque no sabía que era él; si mis amigas me preguntaban qué estaba pasando, simplemente les decía que nada. Y pasó una semana, nos vimos para ir al cine y luego tardó otros tres días en llamarme.”
-Hasta que finalmente te lo dijo.
-No, nunca se atrevió. Un día fui a buscar a unos amigos a la Facultad de Derecho y me lo encontré con otra tipa. Pero no sentí nada, ni celos, ni coraje. Sólo una especie de alivio, como cuando el médico te dice que no estás embarazada...
-O embarazado.
-Eso -dice, sonriendo-. Fue justo ese día cuando todo cambió.
-Pero llegaste a quererlo.
Lena (llamémosle así de una buena vez) apaga el cigarrillo y sólo entonces se decide a dar un trago a su refresco.
-Tal vez.
En ese momento, algo en mi pierna empieza a vibrar. De inmediato, el sonido de un timbre de teléfono antiguo resuena en todo el lugar.
-Disculpa -le digo, estirándome por debajo de la mesa para buscar el celular.
Es Estela. Me pregunta dónde estoy. Le comento que se me antojó un café, que compré una revista y que estoy pasando un rato muy relajado. Quiere saber en dónde estoy exactamente. Le respondo un par de embustes, mientras noto que Lena no deja de observarme, algo seria, nunca inquisitiva. No sé si Estela cree lo que le he dicho, lo cierto es que comienza a hablar en voz muy baja y me informa que le duele “allá abajo”, que siente como si tuviera el ano del tamaño de una O muy grande, pero que en el fondo es una sensación muy placentera, pues siente como si yo siguiera dentro de ella.
-Voy a revisar si no te quedaste con él -le sigo la broma. Lena, no entiendo por qué, mira hacia otro lado con una discreta sonrisa de burla, como si hubiera entendido el comentario.
-Bueno -le digo al teléfono-, si no lo encuentro, te devuelvo la llamada.
Cuelgo finalmente. Ensayo una expresión de disculpa.
-¿Era ella?
El tono que emplea Lena al preguntar tiene algo de cachondo misterio del que me resulta imposible sustraerme. Sé muy bien que, más que una pregunta, es una clara señal de que no acudió a la cita para estudiar el terreno, sino que ha venido consciente de que mi invitación no era un juego, o sí lo es, pero real. Ya entenderás.
-Sí, es ella -afirmo.
-Y no tiene idea de todo esto.
Asiento con un leve gesto.
Lena se queda callada un rato, a veces mirándome, a veces atendiendo a algo que no está aquí afuera, entre nosotros. En un momento dado toma la cajetilla y enciende ella misma un cigarrillo, como si de alguna manera comenzara a ensayar la confianza que a partir de ese momento tuviera que existir entre los dos.
No sólo entre los dos.
Entonces decide romper el silencio.
-¿Por qué lo haces?
Es extraño: la idea, la invitación, el proyecto, todo es mío. Y sin embargo, no encuentro qué responder. Lena parece comprenderlo, pues no espera mi respuesta y se pone a comentar que tiene libre el sábado del próximo fin de semana, es decir, dentro de un par de días. Duda un instante y al fin se decide a pedirme que anote su número telefónico.
-Es más fácil que me encuentres por las noches, después de las nueve. Ni trates de llamarme por la mañana, porque duermo hasta muy tarde y no te voy a contestar.
Le explico que le hablaré al otro día para confirmar la hora y el lugar.
Y dejamos que el silencio vuelva a tomar la palabra. Aprovecho el momento para encender un nuevo cigarrillo; ella, para llamar a la mesera con ese gesto universal de quien pide la cuenta. Los dos nos miramos como un par de hermanos siniestros. Luego, simplemente, rompemos el contacto.
-Es bonita -le digo al cabo de un rato.
Ella se confunde un poco: ha estado observando a la mesera y, al oír mi comentario, me responde con una expresión que parece significar “más o menos” o “da igual”.
-Estela -insisto.
-Ah -dice ella, comprendiendo de pronto.
-¿No te interesa saberlo?
Lena me regala una nueva mirada, más inquietante aún que las otras.
-Ya la conoceré -me responde.
La mesera nos entrega la cuenta. Salimos del café cuando ya ha oscurecido. Por pura costumbre he caminado en dirección a la avenida; entonces oigo que ella me llama. No había notado que se ha detenido a la entrada del estacionamiento.
-Traigo auto. ¿No quieres que te lleve a algún lugar?
Le pregunto su rumbo, hago un rápido cálculo y finalmente la sigo, asintiendo en silencio.
En el auto hay algo de The Cure. Pornography. Muy apropiado para el momento. No puedo resistirme al comentario.
-No, es deprimente -repone.
El tráfico nos detiene por momentos. Conozco muy bien la zona, así que la dirijo por algunos atajos. Finalmente, le pido que me deje a la vuelta de Insurgentes, cerca del Parque Hundido.
-Es curiosidad -le digo, sin que medie entre nosotros nada sino la voz de Robert Smith.
Lena frunce el seño. Esta vez logré tomarla por sorpresa.
-Hace rato preguntaste por qué lo hago. Esa es la respuesta: curiosidad. Sí hay deseo... Perverso. Pero sobre todo es simple curiosidad.
Ya no me responde. Parece satisfecha. Se inclina un poco para despedirse con un nuevo beso en la mejilla y no deja de observarme hasta que salgo del auto.
-Espero tu llamada -dice antes de partir.
Tal vez me odies por no haber contado la historia que prometí. No desesperes. Mientras, imagina que llego el sábado a la casa de Estela mucho tiempo antes de lo pactado. Ella no me espera, así que me pide que aguarde un rato en la sala o, si lo deseo, la acompañe mientras se baña. Por supuesto, no hay nadie más en casa. Estela puede ser feliz cuando toma un baño: sonríe, juega, canta. Por momentos descorre la cortina para que la observe mientras se enjabona la entrepierna. Me invita incluso a entrar con ella. Yo simplemente sonrío y la miro con un gesto de auténtica malicia. Cuando me pregunta qué me traigo entre manos, le respondo que no es nada más que su sola presencia, que me enciende. No miento.
Ahora imagina que llegamos a la recepción del hotel; que le digo al encargado que he reservado una suite con jacuzzi; que tomo a Estela de la mano y la conduzco hasta la habitación.
Tú no la amas; tan sólo has visto su rostro hecho de palabras; pero aún así sentirás que compartes con ella algo más que el azoro cuando su mirada se detiene a la orilla del ventanal que enmarca una ciudad gris y sin misterio contra el cual se recorta la silueta vagamente sensual de Lena, quien, desnuda, violentamente desnuda, también la está mirando, y en sus ojos se adivina el deseo.
Imagina que Estela se vuelve, esta vez para buscar mi mirada, sin comprender absolutamente nada de lo que está ocurriendo.
Imagina que yo simplemente cierro la puerta a mis espaldas.
Ahora deja descansar a tu imaginación: ya habrá tiempo de que conozcas los detalles de la historia.
Nada de eso tiene relación con la historia que voy a contarte. Nada, excepto con el culo de Estela, que al principio se cierra como quien aprieta los párpados preparándose para recibir una mala noticia, pero después se abre como una pupila dilatada ante el asombro. Es algo estrecha, y mi verga sufre para vencer la resistencia de ese pequeño agujero, pero una vez que logro introducirlo, esa sensación como de pertenencia, de posesión violenta, me enerva. Arremeto una y otra vez con furia, mientras disfruto el rictus de dolor en la expresión de Estela, que es entonces una hembra, una esclava, simple carne dispuesta.
Me gusta venirme con estrépito y luego hacer que puje un poco para que el semen escurra entre sus nalgas.
La savia de la vida.
Estela finalmente se tiende boca abajo en la cama, derrotada, exánime, adolorida. En ese momento no sabe que he contactado a una mujer a través del Messenger, y que esa mujer me ha pedido que la vea dentro de aproximadamente media hora.
-Es tarde -le informo mientras me limpio el miembro con un pañuelo facial-. Tengo que irme.
En la oficina decidieron reestructurar los esquemas de descanso y me obligaron a tomar una semana de vacaciones, justo los días que había reservado para un viaje a la playa. Este era el tercero, y como mi esposa no había conseguido intercambiar sus días libres con algún compañero de trabajo, estaba solo. Ya había visto todas la películas que me interesaban. De no ser por Estela, a esa hora tendría que estar mirando la TV, contando los minutos que me separan de la cita.
-¿Qué vas a hacer? -pregunta Estela mientras se abrocha el sostén.
-Lo ignoro, tal vez dar un paseo. No sé si me dé tiempo de visitar los museos del centro.
La dejo a unas calles del edificio de oficinas y echo a andar hacia el sur. Al rato tomo un taxi y arribo con mucha anticipación al lugar de la cita. Se trata de un café, uno cualquiera de una cadena de establecimientos muy famosa en México. Ventanales, mobiliario colorido, nada que invite a la intimidad. Ocupo una mesa en el rincón y pido un americano. Enciendo un Camel. No estoy nervioso, sólo impaciente. Pero no espero mucho tiempo: apenas unos minutos después, una mujer se me acerca. Es joven, no muy atractiva a simple vista. Lleva unos jeans ceñidos y una playera escotada. En la playera lleva impreso su nombre: Lena. Se nota que ha estado estudiándome desde lejos: una vez que se detiene frente a mí, sólo me mira a los ojos.
Me pregunta mi nombre. Se lo digo, al tiempo que me incorporo para saludarla. No extiendo la mano, la tomo por los hombros y mis labios intiman levemente con la piel de su mejilla, que está caliente.
-Así que eres Lena, y no Stardust -le comento una vez que hemos tomado asiento.
Ella inclina la cabeza para echar un vistazo a su playera y al alzarla de nuevo está sonriendo.
-¿Lo dices por esto? Entonces tú debes llamarte Chaps -y señala la etiqueta en el bolsillo de mi camisa.
Me veo obligado a sonreír.
-No hombre, en realidad me llamo Elena. Lo imprimieron así por error.
Su sonrisa no es bonita, sino más bien simple. No lleva adornos, apenas una liga para sujetarse el cabello a guisa de pulsera. Cuando la mesera se acerca, ella ordena una coca cola de dieta y la observa con exagerada atención mientras anota el pedido. Incluso, su mirada se queda en ella mientras se aleja, y sólo vuelve a mí cuando la ve cruzar la entrada de la cocina.
-Tú eres casi como escribes -dice de pronto.
-¿Como escribo?
-Si acaso un poco más alto.
Me agrada.
-Cuando te invité a salir la semana pasada, nunca pensé que aceptarías. Todavía ayer que confirmaste creí que me estabas tomando el pelo.
-Me inspiraste confianza. No me equivoqué. ¿Me regalas un cigarro?
-Perdón -le digo al tiempo que le ofrezco de la cajetilla abierta. Le acerco el fuego del encendedor y observo su gesto, nada fuera de lo común.
-Es curioso -dice ella mientras arroja el humo hacia un costado y lima la punta de ceniza contra el cenicero-, me recuerdas mucho a un novio que tuve hace tiempo. Hasta te llamas igual que él.
-Así que tuviste novio.
-Hace tiempo.
La mesera nos interrumpe. Deposita un vaso con hielo y la lata de refresco frente a Lena, o Elena, o como demonios se llame, y pregunta si vamos a ordenar algo más. Ambos negamos con un gesto, pero el de ella es más que amable, como cachondo, como invitante, justo como la expresión de una actriz que está deseando al protagonista de la película, cuando te hace partícipe de su sentimiento, te incita, pero finalmente no es a ti a quien busca.
-Tienes el feeling -le comento. Yo también sé perturbar a la gente.
-Eso dicen -confiesa, alzando los hombros, sin un ápice de presunción.
-Tuviste novio, pero lo dejaste -aventuro, llevándome la taza a los labios, sin dejar de observarla.
Ella baja un poco la vista para buscar el cigarrillo, que sacude un poco antes de dar una nueva fumada.
-El fue quien me dejó.
-¡Cómo! -finjo sorprenderme.
-Era cuestión de tiempo. Duramos dos años juntos, pero al iniciar el tercero, todo cambió: simplemente se empezó a interesar por otras mujeres; hablaba de ellas todo el tiempo, recibía incluso llamadas misteriosas. Al principio hizo todo lo posible por evitar que me diera cuenta.
-¿Cómo te enteraste?
-Era muy evidente: el perfume, las notitas en los cuadernos, el teléfono ocupado todo el tiempo cuando se supone que no debía estar en casa.
“Primero me sentí herida. Cosa de mujeres: no importa que la situación ande mal, de alguna manera es doloroso notar que ya no son tan atentos contigo, ondas así. Yo sabía todo lo que estaba pasando, pero nunca le dije nada. A lo mejor necesitaba que él me lo dijera; incluso me asustaba pensar que me estuviera volviendo paranoica.
“Un buen día descubrí que aquello ya no me importaba. Si me llamaba por las noches, yo tomaba el teléfono sencillamente porque no sabía que era él; si mis amigas me preguntaban qué estaba pasando, simplemente les decía que nada. Y pasó una semana, nos vimos para ir al cine y luego tardó otros tres días en llamarme.”
-Hasta que finalmente te lo dijo.
-No, nunca se atrevió. Un día fui a buscar a unos amigos a la Facultad de Derecho y me lo encontré con otra tipa. Pero no sentí nada, ni celos, ni coraje. Sólo una especie de alivio, como cuando el médico te dice que no estás embarazada...
-O embarazado.
-Eso -dice, sonriendo-. Fue justo ese día cuando todo cambió.
-Pero llegaste a quererlo.
Lena (llamémosle así de una buena vez) apaga el cigarrillo y sólo entonces se decide a dar un trago a su refresco.
-Tal vez.
En ese momento, algo en mi pierna empieza a vibrar. De inmediato, el sonido de un timbre de teléfono antiguo resuena en todo el lugar.
-Disculpa -le digo, estirándome por debajo de la mesa para buscar el celular.
Es Estela. Me pregunta dónde estoy. Le comento que se me antojó un café, que compré una revista y que estoy pasando un rato muy relajado. Quiere saber en dónde estoy exactamente. Le respondo un par de embustes, mientras noto que Lena no deja de observarme, algo seria, nunca inquisitiva. No sé si Estela cree lo que le he dicho, lo cierto es que comienza a hablar en voz muy baja y me informa que le duele “allá abajo”, que siente como si tuviera el ano del tamaño de una O muy grande, pero que en el fondo es una sensación muy placentera, pues siente como si yo siguiera dentro de ella.
-Voy a revisar si no te quedaste con él -le sigo la broma. Lena, no entiendo por qué, mira hacia otro lado con una discreta sonrisa de burla, como si hubiera entendido el comentario.
-Bueno -le digo al teléfono-, si no lo encuentro, te devuelvo la llamada.
Cuelgo finalmente. Ensayo una expresión de disculpa.
-¿Era ella?
El tono que emplea Lena al preguntar tiene algo de cachondo misterio del que me resulta imposible sustraerme. Sé muy bien que, más que una pregunta, es una clara señal de que no acudió a la cita para estudiar el terreno, sino que ha venido consciente de que mi invitación no era un juego, o sí lo es, pero real. Ya entenderás.
-Sí, es ella -afirmo.
-Y no tiene idea de todo esto.
Asiento con un leve gesto.
Lena se queda callada un rato, a veces mirándome, a veces atendiendo a algo que no está aquí afuera, entre nosotros. En un momento dado toma la cajetilla y enciende ella misma un cigarrillo, como si de alguna manera comenzara a ensayar la confianza que a partir de ese momento tuviera que existir entre los dos.
No sólo entre los dos.
Entonces decide romper el silencio.
-¿Por qué lo haces?
Es extraño: la idea, la invitación, el proyecto, todo es mío. Y sin embargo, no encuentro qué responder. Lena parece comprenderlo, pues no espera mi respuesta y se pone a comentar que tiene libre el sábado del próximo fin de semana, es decir, dentro de un par de días. Duda un instante y al fin se decide a pedirme que anote su número telefónico.
-Es más fácil que me encuentres por las noches, después de las nueve. Ni trates de llamarme por la mañana, porque duermo hasta muy tarde y no te voy a contestar.
Le explico que le hablaré al otro día para confirmar la hora y el lugar.
Y dejamos que el silencio vuelva a tomar la palabra. Aprovecho el momento para encender un nuevo cigarrillo; ella, para llamar a la mesera con ese gesto universal de quien pide la cuenta. Los dos nos miramos como un par de hermanos siniestros. Luego, simplemente, rompemos el contacto.
-Es bonita -le digo al cabo de un rato.
Ella se confunde un poco: ha estado observando a la mesera y, al oír mi comentario, me responde con una expresión que parece significar “más o menos” o “da igual”.
-Estela -insisto.
-Ah -dice ella, comprendiendo de pronto.
-¿No te interesa saberlo?
Lena me regala una nueva mirada, más inquietante aún que las otras.
-Ya la conoceré -me responde.
La mesera nos entrega la cuenta. Salimos del café cuando ya ha oscurecido. Por pura costumbre he caminado en dirección a la avenida; entonces oigo que ella me llama. No había notado que se ha detenido a la entrada del estacionamiento.
-Traigo auto. ¿No quieres que te lleve a algún lugar?
Le pregunto su rumbo, hago un rápido cálculo y finalmente la sigo, asintiendo en silencio.
En el auto hay algo de The Cure. Pornography. Muy apropiado para el momento. No puedo resistirme al comentario.
-No, es deprimente -repone.
El tráfico nos detiene por momentos. Conozco muy bien la zona, así que la dirijo por algunos atajos. Finalmente, le pido que me deje a la vuelta de Insurgentes, cerca del Parque Hundido.
-Es curiosidad -le digo, sin que medie entre nosotros nada sino la voz de Robert Smith.
Lena frunce el seño. Esta vez logré tomarla por sorpresa.
-Hace rato preguntaste por qué lo hago. Esa es la respuesta: curiosidad. Sí hay deseo... Perverso. Pero sobre todo es simple curiosidad.
Ya no me responde. Parece satisfecha. Se inclina un poco para despedirse con un nuevo beso en la mejilla y no deja de observarme hasta que salgo del auto.
-Espero tu llamada -dice antes de partir.
Tal vez me odies por no haber contado la historia que prometí. No desesperes. Mientras, imagina que llego el sábado a la casa de Estela mucho tiempo antes de lo pactado. Ella no me espera, así que me pide que aguarde un rato en la sala o, si lo deseo, la acompañe mientras se baña. Por supuesto, no hay nadie más en casa. Estela puede ser feliz cuando toma un baño: sonríe, juega, canta. Por momentos descorre la cortina para que la observe mientras se enjabona la entrepierna. Me invita incluso a entrar con ella. Yo simplemente sonrío y la miro con un gesto de auténtica malicia. Cuando me pregunta qué me traigo entre manos, le respondo que no es nada más que su sola presencia, que me enciende. No miento.
Ahora imagina que llegamos a la recepción del hotel; que le digo al encargado que he reservado una suite con jacuzzi; que tomo a Estela de la mano y la conduzco hasta la habitación.
Tú no la amas; tan sólo has visto su rostro hecho de palabras; pero aún así sentirás que compartes con ella algo más que el azoro cuando su mirada se detiene a la orilla del ventanal que enmarca una ciudad gris y sin misterio contra el cual se recorta la silueta vagamente sensual de Lena, quien, desnuda, violentamente desnuda, también la está mirando, y en sus ojos se adivina el deseo.
Imagina que Estela se vuelve, esta vez para buscar mi mirada, sin comprender absolutamente nada de lo que está ocurriendo.
Imagina que yo simplemente cierro la puerta a mis espaldas.
Ahora deja descansar a tu imaginación: ya habrá tiempo de que conozcas los detalles de la historia.

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