miércoles, abril 19, 2006

Confesión



Estela sabe ahora que los diarios personales son sólo un desperdicio de palabras cuando un viejo amigo te quiere coger. Mi sonrisa mordaz la altera un poco, así que le quito las cobijas y juego a que mis dedos le recorran el vientre; luego subo con ellos hasta el secreto valle entre sus senos, donde, le digo, yace dormido el duende de la felicidad al que muchos llaman corazón porque late, así, como sapito. Ahora ríe un poco, no sé si por evitar que esa absurda historia se prolongue, y al final confiesa que no está enojada.
-Sólo me molesta un poco que no me creas.
Hace apenas algunos minutos que habíamos dejado de jadear, y yo me he ido resbalando poco a poco de su cuerpo para probar la consistencia de su almohada. Es suave, demasiado; así que mi cabeza y mi cansancio comienzan a sumirse en una breve ensoñación, que Estela ha interrumpido para preguntarme si alguna vez me he puesto a buscar algo más allá del sexo.
-No te entiendo -le digo con el afán de que mantenga el silencio, a veces necesario. Pero no capta.
-Es decir, algo que ajeno al deseo...
Alzo un poco la cabeza para buscarle los ojos en la penumbra de la tarde, que ya se ha instalado en su recámara. Sé que están allí, aunque no pueda verlos; pero sé también que su mirada no se ha quedado a esperarme.
-¿Algo más allá del sexo? -repito, fingiendo meditar-. ¿Te parece bien el cigarrito que se fuma uno después?
-¡Qué tonto eres! -se molesta, de alguna manera divertida-. Me refiero a la camaradería, al cariño, yo qué sé...
-Al amor -le digo, con una inflexión de burla en la voz.
-Te estoy hablando en serio.
Tanteo la oscuridad en busca del buró y de mis cigarrillos. Enciendo uno: su rostro se ilumina brevemente mientras el fuego encarna en el tabaco. Por eso sé que no sonríe, y que el tema, por más que me joda, es para ella importante.
-¿Te puedo hacer una pregunta?
-Ya la hiciste.
-¿Ves cómo tú también estás de broma? -replico.
-¿Es esa la pregunta?
Fumo un poco; suspiro, al tiempo que arrojo una invisible bocanada de humo.
-¿Alguna vez has querido cogerte a alguien que no conozcas? O sea, un cuate que hayas visto por la calle, en la oficina, en la escuela. Un chavo bien buenote, no mamadas, así, con un bultote en la entrepierna y unas nalgas duras duras como cocos.
La risa le impide responder.
-¿Nunca?
-He visto chavos que están... no sé... ¡guau! Pero tanto como que diga: “Quiero todo con él”, pues no, no que recuerde.
-Júralo.
-Bueno... -la mano de Estela hurga en la noche para arrebatarme delicadamente el cigarrillo. Da una o dos caladas y se queda unos segundos en silencio-. En la escuela había un chavo que estaba como quería. Yo, la verdad, lo veía y pues sí, me ponía cachonda. El problema es que era mi amigo. Por supuesto que yo no era la única a la que le gustaba: casi todas las chavas de la escuela querían con él, y claro, este cuate se acostaba con todo lo que le pusieran enfrente, hombre, mujer o mueble...
-¿En serio?
-¡Claro que no! Sí era un cogelón, pero nunca supe que se hubiera echado a un hombre. Al menos no me consta. El asunto es que estaba buenísimo y yo quería con él. A lo mejor eso es una respuesta positiva a tu pregunta.
-Pero yo estoy hablando de alguien por quien dejarías todo por un acostón...
-Pues él. Pero te digo que había un problema: éramos amigos y así pues no, ¿verdad?
-¿Y si él te lo hubiera propuesto?
-¡Lo hizo!
Ahora sí me asombro. Me incorporo ligeramente para recargarme sobre un codo y le quito el cigarrillo.
-¿Y no aceptaste?
-No. Imagínate: se había acostado con todas mis amigas. Yo creo que era como un catálogo de enfermedades venéreas.
-Pero lo deseabas. Qué tal si te hubiera agarrado borracha.
-¡Pues así fue! Pero no quise.
-Por la amistad.
-Nada más por la amistad.
Palpo de nuevo el buró hasta hallar el cenicero. Apago la colilla derrotada.
-¿Y no me estás mintiendo? -insisto-. Igual este cuate se había cogido a todas, menos a ti.
-¿Por qué nunca me crees? -Estela me tira un manotazo en el hombro, o lo que cree que es el hombro, pero más bien le pega a la almohada. Luego se cruza de brazos, o al menos eso imagino.
Cansado de que no le atinemos a nada, le pido que encienda la luz. Refunfuñando, se mueve hacia un costado y un instante después el fulgor de la lámpara sobre la mesa de noche nos ciega.
-¿Quieres que te lo demuestre?
-No importa -le digo para no alimentar su molestia-. Si tú dices que es cierto, para mí lo es.
Repentinamente se me echa encima. Por un instante creo que ensayará un drama femenino sobre mi torso desnudo, con las nefastas consecuencias que eso implica para mí. Pero no, lo que hace es estirarse para alcanzar el cajón del buró, del que extrae algunas libretas viejas.
-Mira -me dice, poniéndome aquellos cuadernos sobre el pecho-. Este es mi diario del último año en la escuela. Ahí está toda la historia.
-Estela, nada de esto es necesario -le digo, quitándomelas de encima-. Ya te dije que te creo. No necesito leerlas. Además, son cosas personales; no tengo derecho a conocerlas...
Pero ella me ignora. Hurga entre las libretas y abre una: la pasta cruje un poco y sus ojos se pasean por las páginas, como buscando anclarse a algo, a una frase, a cualquier cosa que pueda demostrarme que no miente.
-Aquí está. Observa: esto lo escribió él un día. Fíjate bien: no es mi letra, ni la misma pluma que yo acostumbraba usar.
Es cierto: el sujeto aquel le escribió un intento de poema que más bien parece una mala traducción de alguna letra de Bob Dylan. Luego, algunas líneas más abajo, le dice que la quiere, que ella es su mejor amiga y que nunca podrá olvidarla. Cosas así. Finalmente le pide que olvide “lo sucedido aquella tarde”.
-¿Con esta frase se refiere a que te quería meter el pito?
-Ajá.
Lo demás es una crónica de aquel día. Las clases, los compañeros, puros lugares comunes.
Estela ha apoyado la espalda en la cabecera de la cama y ha metido más de la mitad del cuerpo en las cobijas. Justo como en las películas, cuando la actriz en turno adopta una pose de absurdo pudor, como si no se la acabaran de coger.
-Pero lo viste -aventuro, sólo por decir algo.
-Lo tenía grande.
Ahora sí le atiné. Y por la expresión ausente, se adivina que aquel recuerdo ya está en su cabeza.
-O sea que lo viste desnudo.
-Apenas si me acuerdo. Ya te dije que estaba borracha. Me llevó a una recámara y se desvistió; me hizo confesar que lo deseaba; me tomó una mano y me la puso en su cosa; me obligó a masturbarlo.
-¿Te obligó?
-Bueno, no exactamente, pero si me puso la mano ahí no fue para que le tomara el pulso.
-Y se le paró.
Estela me mira de reojo. Ya sé que está pensando: “¿Y tú qué crees, pendejo?” Pero igual no dice nada.
-De seguro te pusiste cachondísima...
Ahora se lleva ambas manos a la cara.
-Lo dejé que me lo metiera por atrás.
-¡Válgame! Se supone que eras virgen...
Cuando Estela se descubre el rostro, hay en él un gesto entre apenado y molesto. Seguramente cree que aquella confesión me incomoda. Lo que ella no sabe es que soy un cabrón perverso, y el hecho de imaginarla siendo penetrada por un tipo sin rostro me ha provocado una erección.
Quiero saber más.
-Fue difícil -dice ella-. Y doloroso. Le pedí que se pusiera un condón. Por eso. Pero no sentí placer. Ya me habían platicado que hay mujeres que pueden tener un orgasmo anal, pero yo lo único que sentía era que se me estaba desgarrando la cola y por eso me puse a gemir, así que él pensó que era de placer y me lo hizo cada vez más fuerte, hasta que ya no aguanté y corrí a gatas hasta el otro lado de la cama. Qué ridícula...
-Lo dejaste como perrito.
-Sí, hombre... -Estela esconde la cara entre las rodillas-. El pobre se puso como loco, me dijo que no lo dejara así, que aunque sea lo ayudara a venirse. Así que le quité el condón y me puse a darle al asunto hasta que se me durmió la mano. Y nada. No se vino.
-Por la borrachera.
Estela extiende el brazo para señalarme los cigarrillos. Prendo otro y se lo doy. Luego me hinco a su lado y la obligo a mirarme. Ella le echa un vistazo a mi erección y se ríe con ganas.
-¡Eres un enfermo! -me dice.
-Tú has de ser una santa.
Bromeamos un poco y un rato después me acompaña a la puerta de su casa.
-De seguro tardaste días en poder mirarlo a los ojos...
-¿Días? ¡Fueron semanas! Un tarde fue a preguntarme qué me pasaba; le dije que no estaba bien lo que habíamos hecho, que a lo mejor habíamos echado a perder nuestra amistad, pero él se puso muy serio y me preguntó por qué había aceptado. Le dije que sentía por él un gran cariño, que en medio de la peda había entendido su necesidad, en fin, puros embustes. Y él se lo creyó. Me pidió el diario y escribió todo eso. Y a partir de ese día me trató como a una diosa; me pedía consejos para todo, me regalaba cosas, etcétera. ¿Y sabes qué es lo peor del caso? Que todas las noches me masturbaba pensando en él.
-No existe la amistad -sentencio.
Estela me abraza y recarga suavemente su mejilla en mi hombro.
-Sí existe -dice muy quedo-. Pero todo lo que existe es una mentira.
-Como nosotros.
-Como nosotros.