Algo acerca del odio

Una vez que te preguntas si la vida que tienes en las manos ha valido la pena, ha llegado el momento de largarse. Aquella tarde llené una pequeña maleta y me fui a la playa. Tenía 23 años, un walkman y un par de shorts que le venían bien a mi cuerpo cada vez que holgazaneaba. Hacía apenas unas horas que Natalia había colgado el teléfono sin esperar a escuchar el final de mis disculpas. Luego, el timbre volvió a sonar. Descolgué casi al instante y, sin más trámite, proseguí con la historia del brindis escolar en el colegio ajeno, el vaso rebosante de brandy y el efusivo abrazo general del que salí bañado en alcohol. Un embuste más, eso es lo que era. Y Alicia lo escuchó todo.
-No necesitas inventar esa historia -me dijo esa voz que no esperaba-: yo estuve allí contigo.
-Alicia -dije, más aterrado que confuso-. ¿Por qué no me dijiste quién eras?
-Es interesante -dijo, ignorándome-, muy interesante lo que ocurre en esas fiestas, ¿no lo crees?
Guardé silencio. Algo en el aire apestaba. Seguramente era mi aliento, las hediondas palabras que se me estaban pudriendo en la punta de la lengua.
-Lo sabía -continuó Alicia-, ya me lo habían dicho. Pero no quise creerlo. Así que no me haces pendeja; me hago pendeja yo sola.
Fue la segunda vez en menos de cinco minutos que el insistente bip irrumpió en el devenir cotidiano de mi puta existencia.
Por eso me largué. No tenía reservación de autobús, así que tuve que esperar más de una hora hasta que al fin la ciudad y sus mujeres se fueron quedando atrás.
Creo que dormí la mayor parte del tiempo. Arribé a Puerto Escondido pasada la medianoche.
Me hospedé en un hotel barato, sin TV ni aire acondicionado, con apenas un ventilador ruidoso y unas cortinas raídas para bloquear la luz del sol que penetró en la habitación apenas había cerrado los ojos. Me di un rápido baño, me calcé una gorra, el short y el walkman y salí al encuentro de mi soledad.
Debí parecer algo de lo más aburrido, pues ni los vendedores ambulantes se me acercaban. No me importó: quería estar solo, quería planear mi vida para los próximos años, quería, simplemente, estar. Sin problemas, sin disgustos, sin alegatos, sin la humedad de una vagina que no para de reclamar.
Pero un hombre solo no es algo digno cuando el alcohol y la brisa del mar te escupen el deseo en plena cara. Antes de comer, antes de cualquier otra cosa indigna, llamé a Alicia. Le dije dónde estaba; le hablé del mar, que no sabe nada de infidelidades; le pedí que me ayudara a darle sentido a todo aquello; le rogué que viniera a alcanzarme.
Llegó al otro día. Me sorprendió en la playa mientras me esforzaba por leer una novela barata. En inglés. Comimos un guisado imprecisable, viendo cómo el sol se llenaba de horizonte. Y por la noche nos revolcamos en nuestra propia lujuria, que estaba hecha de arena, de mariscos, de sudor. Fue una de las cogidas más ricas que puedo recordar. No supe de dónde le salieron tantos agujeros, lo cierto es que Alicia se consumía de las ganas de sentirse penetrada, y giraba y se retorcía en la cama revuelta como el barco ebrio del poema de Rimbaud, sólo que sin comas, ni puntos, ni nada que fuera capaz de detener el fluir de su deseo, tan primitivo, tan henchido de sí mismo.
Tengo muy presente una imagen: es Alicia, que se ha puesto en cuatro delante de mí para pedirme que le entierre la carne endurecida por el culo y por la concha, alternadamente. Y la tengo muy presente por dos circunstancias. La primera, que una mujer pasó frente a nuestro cuarto justo cuando el viento ondeó las cortinas, y nuestros ojos se encontraron, y no sé si la escena de sexo despertó en aquella desconocida un mórbido placer, lo cierto es que se detuvo un instante, muy breve, pero lo suficiente para provocar en mí un extraño frenesí, casi animal, tan intenso, que poco pude hacer para evitar que el semen se escapara de mi cuerpo al mismo tiempo que ese grito que por poco me rompe la garganta. La segunda circunstancia que me obliga al recuerdo es que esa misma imagen me vino a la mente justo cuando, un mes más tarde, Alicia me anunció que estaba embarazada.
El siglo veinte era ya casi un cadáver, pero nada de lo que se nos había prometido estaba ocurriendo: los autos no volaban, todo hacía parecer que el Mesías había cancelado de último momento, Marte continuaba siendo el mismo pedazo de tierra que era desde antes de que el hombre soñara con su conquista. Y los embarazos, por supuesto, seguían sin ser un asunto menor. Alicia lloró en mi pecho y, una vez que la noté más tranquila, le hablé de los abortos. Contrario a lo que esperaba, ella se lo tomó con mucha calma. Ya había padecido un par de extracciones de muelas; que alguien le arrancara otra parte de su cuerpo no le parecía tan mortal. Ernesto me ayudó con los trámites; incluso aceptó estar con nosotros el día de la operación. No me detendré en los detalles: tú seguramente sabes que aquellas cosas, la mayor parte de las veces, ocurren en carnicerías clandestinas, lugares sórdidos atestados de mujeres que juran por la virgen que jamás volverán a coger. Esperamos un par de horas a que Alicia recuperara el conocimiento y más tarde Ernesto nos llevó al departamento que sus padres habían abandonado luego del divorcio. La noche transcurrió sin hemorragias y al otro día Alicia ya husmeaba los rincones del lugar en busca de los motivos de la ruptura. La de los padres de Ernesto, que sólo la miraba, condescendiente. Siempre admiré su temple.
Yo también me separé de Alicia, pero eso ocurrió algo así como un año después de aquel trance. Supe, por una amiga común, que pocos meses después se había casado. Se fue a vivir a Tampico, lugar en donde su marido prosperó en el negocio aduanal. No podían tener hijos. Y ella me odiaba.
No importa cuánto sol se te haya quedado en la piel, ni cuántas veces hayas cogido y gritado leperadas mientras un par de senos se agitan frente a tus ojos, ni siquiera importa cuántas veces hayas dicho Te amo, a veces sin sentirlo, a veces sin sentido.
No, nada de eso importa.
En esta clase de historias, siempre hay alguien que termina por odiarte.
-No necesitas inventar esa historia -me dijo esa voz que no esperaba-: yo estuve allí contigo.
-Alicia -dije, más aterrado que confuso-. ¿Por qué no me dijiste quién eras?
-Es interesante -dijo, ignorándome-, muy interesante lo que ocurre en esas fiestas, ¿no lo crees?
Guardé silencio. Algo en el aire apestaba. Seguramente era mi aliento, las hediondas palabras que se me estaban pudriendo en la punta de la lengua.
-Lo sabía -continuó Alicia-, ya me lo habían dicho. Pero no quise creerlo. Así que no me haces pendeja; me hago pendeja yo sola.
Fue la segunda vez en menos de cinco minutos que el insistente bip irrumpió en el devenir cotidiano de mi puta existencia.
Por eso me largué. No tenía reservación de autobús, así que tuve que esperar más de una hora hasta que al fin la ciudad y sus mujeres se fueron quedando atrás.
Creo que dormí la mayor parte del tiempo. Arribé a Puerto Escondido pasada la medianoche.
Me hospedé en un hotel barato, sin TV ni aire acondicionado, con apenas un ventilador ruidoso y unas cortinas raídas para bloquear la luz del sol que penetró en la habitación apenas había cerrado los ojos. Me di un rápido baño, me calcé una gorra, el short y el walkman y salí al encuentro de mi soledad.
Debí parecer algo de lo más aburrido, pues ni los vendedores ambulantes se me acercaban. No me importó: quería estar solo, quería planear mi vida para los próximos años, quería, simplemente, estar. Sin problemas, sin disgustos, sin alegatos, sin la humedad de una vagina que no para de reclamar.
Pero un hombre solo no es algo digno cuando el alcohol y la brisa del mar te escupen el deseo en plena cara. Antes de comer, antes de cualquier otra cosa indigna, llamé a Alicia. Le dije dónde estaba; le hablé del mar, que no sabe nada de infidelidades; le pedí que me ayudara a darle sentido a todo aquello; le rogué que viniera a alcanzarme.
Llegó al otro día. Me sorprendió en la playa mientras me esforzaba por leer una novela barata. En inglés. Comimos un guisado imprecisable, viendo cómo el sol se llenaba de horizonte. Y por la noche nos revolcamos en nuestra propia lujuria, que estaba hecha de arena, de mariscos, de sudor. Fue una de las cogidas más ricas que puedo recordar. No supe de dónde le salieron tantos agujeros, lo cierto es que Alicia se consumía de las ganas de sentirse penetrada, y giraba y se retorcía en la cama revuelta como el barco ebrio del poema de Rimbaud, sólo que sin comas, ni puntos, ni nada que fuera capaz de detener el fluir de su deseo, tan primitivo, tan henchido de sí mismo.
Tengo muy presente una imagen: es Alicia, que se ha puesto en cuatro delante de mí para pedirme que le entierre la carne endurecida por el culo y por la concha, alternadamente. Y la tengo muy presente por dos circunstancias. La primera, que una mujer pasó frente a nuestro cuarto justo cuando el viento ondeó las cortinas, y nuestros ojos se encontraron, y no sé si la escena de sexo despertó en aquella desconocida un mórbido placer, lo cierto es que se detuvo un instante, muy breve, pero lo suficiente para provocar en mí un extraño frenesí, casi animal, tan intenso, que poco pude hacer para evitar que el semen se escapara de mi cuerpo al mismo tiempo que ese grito que por poco me rompe la garganta. La segunda circunstancia que me obliga al recuerdo es que esa misma imagen me vino a la mente justo cuando, un mes más tarde, Alicia me anunció que estaba embarazada.
El siglo veinte era ya casi un cadáver, pero nada de lo que se nos había prometido estaba ocurriendo: los autos no volaban, todo hacía parecer que el Mesías había cancelado de último momento, Marte continuaba siendo el mismo pedazo de tierra que era desde antes de que el hombre soñara con su conquista. Y los embarazos, por supuesto, seguían sin ser un asunto menor. Alicia lloró en mi pecho y, una vez que la noté más tranquila, le hablé de los abortos. Contrario a lo que esperaba, ella se lo tomó con mucha calma. Ya había padecido un par de extracciones de muelas; que alguien le arrancara otra parte de su cuerpo no le parecía tan mortal. Ernesto me ayudó con los trámites; incluso aceptó estar con nosotros el día de la operación. No me detendré en los detalles: tú seguramente sabes que aquellas cosas, la mayor parte de las veces, ocurren en carnicerías clandestinas, lugares sórdidos atestados de mujeres que juran por la virgen que jamás volverán a coger. Esperamos un par de horas a que Alicia recuperara el conocimiento y más tarde Ernesto nos llevó al departamento que sus padres habían abandonado luego del divorcio. La noche transcurrió sin hemorragias y al otro día Alicia ya husmeaba los rincones del lugar en busca de los motivos de la ruptura. La de los padres de Ernesto, que sólo la miraba, condescendiente. Siempre admiré su temple.
Yo también me separé de Alicia, pero eso ocurrió algo así como un año después de aquel trance. Supe, por una amiga común, que pocos meses después se había casado. Se fue a vivir a Tampico, lugar en donde su marido prosperó en el negocio aduanal. No podían tener hijos. Y ella me odiaba.
No importa cuánto sol se te haya quedado en la piel, ni cuántas veces hayas cogido y gritado leperadas mientras un par de senos se agitan frente a tus ojos, ni siquiera importa cuántas veces hayas dicho Te amo, a veces sin sentirlo, a veces sin sentido.
No, nada de eso importa.
En esta clase de historias, siempre hay alguien que termina por odiarte.
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