jueves, abril 20, 2006

Escenas (I)


Carla me llamó dos veces por teléfono aquel día. La primera no respondió, pero yo sabía que era ella por la música que venía desde el fondo del corredor en su departamento vacío: algo de Tori Amos que ahora me resulta difícil precisar. En la segunda ocasión ya no había música, sólo un silencio, largo y prolongado como una línea hacia la nada. No bien colgué, me deshice de las cobijas y del sueño y salí corriendo a buscarla.
Fumaba un cigarrillo y bebía los restos de un café frío.
-Dejé la puerta abierta para que tú solo llegaras hasta aquí -me dijo al escuchar que trascendía el umbral.
Estaba de espaldas, recargada en la baranda del balcón.

-Lo hiciste para no invitarme a pasar.
No respondió; únicamente me ofreció su perfil y soltó una bocanada de humo que se dispersó en el aire transparente de la mañana.
-¿Por qué llamas y no contestas?
-¿Era necesario?
No entendí aquella respuesta. Se lo hice saber.
-Hoy era el día. Debiste saberlo cuando olvidaste deshacerte de ese olor.
-Carla -me acerqué un poco, no para buscar un contacto físico, sólo para que pudiera escucharme-. No fue mi intención hacerte daño. Eso no resuelve nada, lo sé; pero necesitaba decírtelo. No tengo excusas.
Entonces me miró. Y su mirada me confió un odio que parecía definitivo.
-¿En verdad lo sientes?
-Tú sabes que nunca he mentido; no a ti.
A través de la delgada bata de dormir se adivinaban sus formas, las curvas suaves de sus senos, el denso bosque de su vello púbico. Nada de eso volvería a ser para mí.
-Muy bien -dijo categórica-, es bueno saber que vivirás con eso para siempre.

He de reconocer que ella tenía razón: aquel era el día. Sólo necesitaba que alguien me lo recordara.
Tarde o temprano los adioses siempre te encuentran.