miércoles, mayo 03, 2006

La noche en que no rompí con Imelda


Hay cosas por las que un hombre debería pedir la horca. Una de ellas es una mujer que ha dedicado los últimos minutos a destruir el mobiliario de su departamento. La que a mí me tocó se llama Imelda. Y está ebria. De llanto y de alcohol. Y de histeria. Y arroja tantas cosas que he llegado a pensar que existe en ella la sospecha de que si rompe el mundo, algo así como el caos y el flujo armónico del universo serán capaces de recomponerlo. Pero se equivoca: lo que hay entre los dos ya se rompió. Igualito que la mesa de centro: exactamente por la mitad. Y sin que yo haya podido ni meter las manos.
-¿Acabas ya? -le pregunto, y sólo hasta el final de la frase me doy cuenta de que he utilizado el tono que me gustaba adoptar durante nuestros encuentros sexuales.
-No, idiota -me responde-. No he terminado todavía. Necesito que tú rompas algo; necesito que por lo menos de esa manera me des a entender que esto ya valió madres.
Elijo el teléfono. No es casualidad: así no podrá llamar a la policía, si es que su propósito es acusarme de agresión o algo parecido.
Azoto el aparato contra el piso, pero no se rompe. Debido a la alfombra. Sólo se queda allí tirado, con el auricular a un lado aún sujeto por el cable, con esa inmovilidad tan dramática de las cosas que deben estar quietas, justo como el muñeco de un titiritero que acabara de sufrir un infarto.
Imelda lo observa unos instantes y luego me busca la mirada.
-¡Poco hombre! -me grita-. ¡Ni siquiera eres capaz de romper un pinche teléfono!
-Tienes razón -le digo, devolviendo el aparato a su lugar-: no soy capaz de romper contigo. Tú lo sabes. Pero también sabes que esto no puede continuar. No de mi parte, al menos.
La mirada de Imelda me confía un odio parido sobre todo por la desesperación.
-¡Lárgate ya, hijo de la chingada! -me grita de nuevo, señalando la puerta-. ¡Lárgate con tu puta de una vez!
Afuera, la noche es tibia. Algo que agradezco, pues no he traído el auto. Y no lo traje porque no estaba seguro de poder regresar a casa. No después de conocer la reacción de Imelda luego de aquel encuentro en el cine. Mi esposa y yo mirábamos los carteles cuando ella apareció. Quise ignorarla, pero nos observó con tal intensidad, que mi esposa tuvo que detenerse para preguntarle si se le ofrecía algo. Imelda hizo como que aquello no le había dolido, pero yo vi en la fuerza con que apretaba los puños que aquellas palabras le habían atravesado el corazón. Y que sangraba.
Luego habló.
Dijo:
-Perdón, pero creí reconocerlos. Me equivoqué. Nunca los había visto en mi vida. Y espero no volver a verlos.
Así, con el énfasis preciso.
Mi esposa la vio alejarse y luego me miró, con esa mezcla de sorpresa y confusión que provocan las cosas enfermas de este mundo.
-¡Mira tú a esta chiflada!
-Las hay, vaya que las hay -exclamé en voz baja, fingiendo que el enrojecimiento de mis mejillas había nacido del azoro y no de la angustia.
Así que vuelvo a pie. Y llego a la estación del Metro. Y allí el gentío es como un raro calor, como si hubiera estado evitando meditar en el asunto y al sumergirme en mis pensamientos, todo en mi interior se estuviera calcinando.
De ser así, pienso, mi interior apesta.
Y trato de no pensar en nada más. Y darle fin a esos recuerdos. Los recuerdos de la noche en que no pude romper con Imelda.
Ni siquiera el pinche teléfono.