Si las vaginas hablaran...

Ya Henry Miller demostró que todas las vaginas son iguales. Así que cuando hables con una vagina, no esperes que te descifre el mundo: te dirá lo mismo que dicen todas, es decir, sólo quejas, llanto, las preguntas que nacen de una frágil vanidad. Las vaginas, pues, son como un espejo de la mujer, y como a cada una de ellas, todo se les va en risas.
(Perdón por el albur. Fue irresistible.)
La vagina de Estela no es la excepción. Tiene los labios oscuros, porque ella es morena, pero su interior se enciende de un rosa húmedo. Su pelo, como el de todas, es una maraña de secretos no siempre tersos; Estela lo ha dejado crecer sin control porque yo le pedí que lo hiciera: siempre he sido un hombre de vello púbico. Luego está el clítoris, esa elusiva protuberancia que es como un pequeño pene que se endurece cuando tu lengua juega a probar su consistencia. Y nada más. También, por supuesto, está su profundidad, que no en todas es la misma y por eso algunas mujeres, aunque el pudor les impida confesarlo, sí prefieren una verga grande. Pero no pienso ahondar en lo hondo de aquella cavidad; eso pregúntaselo a tu maestro.
¿Por qué tengo que hablar con el coño de Estela? Porque ella lo ha pedido. Es su cumpleaños, y nos hemos escapado de la comida que los compañeros de la oficina pensaban ofrecerle para que yo pueda cumplirle ese capricho. Así que aquí estoy ahora, con el culo al aire y la cara metida entre sus piernas, diciéndole “Hola amiguita” a una vagina que se empeña en ignorarme, que ni siquiera tiene ojos para mirarme, la muy hija de su puta madre.
-Sé cariñoso -dice Estela allá a lo lejos-, háblale bonito, pregúntale su nombre...
-¿Cómo te llamas?
Pero no hay respuesta.
-Estela -digo al fin, cansado de ese absurdo-, tu vagina no quiere hablar conmigo.
-Es que no habla con desconocidos.
-No: coge con ellos.
-¡Eres un grosero!
Estela recarga la espalda en la cabecera de la cama y junta las plantas de los pies. Allí se queda un rato, con las piernas bien abiertas, observándome. Ella y su vagina.
-¿Has intentado que hable alguna vez? -le pregunto, sentándome frente a ella mientras enciendo un cigarrillo-. ¿Qué tal si tiene alguna especie de retraso...?
-¡Ni lo mande Dios!
-Tienes razón. Ojalá que sólo sea introvertida.
-Efectivamente. No le gustan los extraños, pero cuando está a solas conmigo, ni quien la calle. ¿Sabes?, ayer me dijo que le gustas, que le encanta cuando la besas con la lengua bien adentro. Pero también me dijo que hay algo que odia...
-¿Qué?
-Tu pito.
-Ah, vaya. ¿Y se puede saber por qué?
-Por lo grande. Ella tan estrecha y tú con esa grosería de carne que te cargas.
No creas nada; estábamos jugando: ni yo tengo ninguna gran verga, ni ella es tan estrecha, y mucho menos su vagina tiene una opinión sobre mí. ¿O sí la tiene?
-Estela -le digo, pasándole el cigarrillo-, nunca te lo había preguntado, pero, ¿te gusta mi pito?
-A mí sí; a mi vagina, no.
-¡Te estoy hablando en serio!
-Yo también. Mira: para mí tu pito es como una parte de ti, como tu cabello, como tus ojos. Si es grande o chico, para mí no es importante, siempre y cuando me lo metas y le des al asunto. ¿Pero es que los hombres no hacen más que pensar en eso? ¿Tanto les duele no tener un pene de kilo y medio?
-O de treinta centímetros de grosor, como relataba el Marqués de Sade.
-¡Eso no existe!
-¡Claro que sí! Bueno, sé que son casos aislados, pero de que hay pitos gigantes, vaya que los hay.
-A ver, enséñame uno.
Sólo entonces reparé en el asunto: las TV´s de los hoteles que acostumbrábamos frecuentar se mantenían siempre apagadas. La razón era sencilla: nuestros encuentros sexuales se daban casi siempre en horas de oficina, sin tiempo más que para un breve juego -como el que nos tenía allí- y una o dos venidas. Pero nada más. Nunca se había presentado la oportunidad de ver juntos alguna película porno. La ocasión era propicia.
La calidad de la cinta que estaban transmitiendo era lamentable, pero no mortal. Entre líneas que corrían por la pantalla de abajo hacia arriba y viceversa, una rubia se falsos senos estaba siendo penetrada por dos negros musculosos que le pellizcaban los pezones y la tundían a violentas nalgadas. Sobre la piel casi transparente de la mujer sólo había dos zonas que parecían con vida: el culo y la cara, completamente rojos.
El camarógrafo hizo un acercamiento a la zona genital. Justo en ese momento, la verga del que sodomizaba se salió de aquel culo caliente y quedó colgada unos instantes, obstaculizando la toma.
-Eso no es de verdad -murmuró Estela, que no perdía detalle.
-¿No habías oído hablar del Black Power?
El dueño de aquel roble empezó a gemir. En segundos, la rubia se desmontó del otro y, merced a una maniobra propia de un contorsionista, se llevó el trozo de ébano a la boca. No le entró ni la mitad.
-¡Qué asco! -exclamó Estela con la boca bien abierta.
-¿Ahora me crees?
Un repentino torrente de leche bañó el rostro de la tipa, que gemía, como si el semen por sí mismo pudiera causar placer. Luego el otro, que había seguido jalándose la tripa de espaldas sobre el diván, se arrancó el preservativo de un tirón y apenas alcanzó a venirse sobre aquel par de senos artificiales.
-¿Estás seguro de que son reales?
-¿Qué, las vergas? ¡Claro que son reales! ¿Por qué crees que contratan a esos tipos? No es por recomendación, por supuesto...
Entonces me llegó la idea, y con ella, una pronta erección.
-¿Te gustaría que te metieran una de ese tamaño?
Estela me miró en silencio, sonriendo ligeramente, como si esperara que completara aquella broma, si es que lo era. Pero no, no lo era.
-Conozco un lugar en donde puedes contratar tipos así -continué, sin poder evitar sobarme mi propia verga-. ¿Qué te parece si traemos uno a un hotel y le haces el amor mientras yo te veo?
Estela se incorporó un poco. Juro que estuvo a punto de arrancar una de las sábanas para cubrir su desnudez, como si aquella propuesta pudiera concretarse por el sólo hecho de pronunciarla.
-No lo estás diciendo en serio...
-Muy en serio.
Ahora, fue ella quien buscó el refugio del tabaco. Encendió el cigarrillo con mano temblorosa y expulsó una densa bocanada de humo. Se quedó con el mentón hundido en el pecho.
-¿Qué pasa? -le insistí-, ¿estarías dispuesta a hacerlo?
-Tú sabes (y aquí dijo mi nombre), que yo hago lo que tú me pidas. Todo. Pero si alguien más me... toma, ¿dónde queda entonces la exclusividad?
-Aquí -le dije, señalándome el cráneo-. Tú juraste que eras mía, ¿no es verdad? Pues yo hago con mis cosas lo que me da la gana.
Ya no respondió. No tengo que contarte que estaba en un trance difícil, ni que evitó mirarme a la cara durante un par de minutos. Aproveché el momento para tenderme a su lado. No podía dejar escapar esa oportunidad. Le besé los muslos cariñosamente y le abrí las piernas poco a poco.
-¿Tú qué opinas, amiguita?
Si una vagina pudiera fumar, la de Estela lo habría hecho. Su respuesta fue un silencio seco, profundo y desolador.
-Anda, ¿verdad que sí se te antoja?
Estela luchó por no reír. Tampoco estaba feliz, pero el enojo en ella no era algo que gustara de echar raíces en ninguna parte.
-¡Ha dicho que sí!
Le hice cosquillas por todo el cuerpo. Finalmente, le arrebaté el cigarrillo, lo dejé en el cenicero y la puse nuevamente de espaldas sobre la cama. Nos quedaba poco tiempo, así que, sin más preámbulos, la penetré. Fue un poco difícil, pero al pasar de los segundos nos fuimos transformando en la misma maquinaria lúbrica de siempre. Mientras embestía con violencia la carne vulnerable de Estela, no pude dejar de pensar que era otro el que se la estaba cogiendo. Y que ella le buscaba con ansia el rostro a aquella silueta recortada contra la ventana en que yo me había convertido. Y que nuestros ojos, efectivamente, se encontraban, colmados, frenéticos, hambrientos de mirada.
Pero los ojos de Estela no me estaban buscando, porque en ese momento se hallaban persiguiendo, silenciosos, casi fúnebres, las imágenes de sexo que exhibía la pantalla del televisor.
(Perdón por el albur. Fue irresistible.)
La vagina de Estela no es la excepción. Tiene los labios oscuros, porque ella es morena, pero su interior se enciende de un rosa húmedo. Su pelo, como el de todas, es una maraña de secretos no siempre tersos; Estela lo ha dejado crecer sin control porque yo le pedí que lo hiciera: siempre he sido un hombre de vello púbico. Luego está el clítoris, esa elusiva protuberancia que es como un pequeño pene que se endurece cuando tu lengua juega a probar su consistencia. Y nada más. También, por supuesto, está su profundidad, que no en todas es la misma y por eso algunas mujeres, aunque el pudor les impida confesarlo, sí prefieren una verga grande. Pero no pienso ahondar en lo hondo de aquella cavidad; eso pregúntaselo a tu maestro.
¿Por qué tengo que hablar con el coño de Estela? Porque ella lo ha pedido. Es su cumpleaños, y nos hemos escapado de la comida que los compañeros de la oficina pensaban ofrecerle para que yo pueda cumplirle ese capricho. Así que aquí estoy ahora, con el culo al aire y la cara metida entre sus piernas, diciéndole “Hola amiguita” a una vagina que se empeña en ignorarme, que ni siquiera tiene ojos para mirarme, la muy hija de su puta madre.
-Sé cariñoso -dice Estela allá a lo lejos-, háblale bonito, pregúntale su nombre...
-¿Cómo te llamas?
Pero no hay respuesta.
-Estela -digo al fin, cansado de ese absurdo-, tu vagina no quiere hablar conmigo.
-Es que no habla con desconocidos.
-No: coge con ellos.
-¡Eres un grosero!
Estela recarga la espalda en la cabecera de la cama y junta las plantas de los pies. Allí se queda un rato, con las piernas bien abiertas, observándome. Ella y su vagina.
-¿Has intentado que hable alguna vez? -le pregunto, sentándome frente a ella mientras enciendo un cigarrillo-. ¿Qué tal si tiene alguna especie de retraso...?
-¡Ni lo mande Dios!
-Tienes razón. Ojalá que sólo sea introvertida.
-Efectivamente. No le gustan los extraños, pero cuando está a solas conmigo, ni quien la calle. ¿Sabes?, ayer me dijo que le gustas, que le encanta cuando la besas con la lengua bien adentro. Pero también me dijo que hay algo que odia...
-¿Qué?
-Tu pito.
-Ah, vaya. ¿Y se puede saber por qué?
-Por lo grande. Ella tan estrecha y tú con esa grosería de carne que te cargas.
No creas nada; estábamos jugando: ni yo tengo ninguna gran verga, ni ella es tan estrecha, y mucho menos su vagina tiene una opinión sobre mí. ¿O sí la tiene?
-Estela -le digo, pasándole el cigarrillo-, nunca te lo había preguntado, pero, ¿te gusta mi pito?
-A mí sí; a mi vagina, no.
-¡Te estoy hablando en serio!
-Yo también. Mira: para mí tu pito es como una parte de ti, como tu cabello, como tus ojos. Si es grande o chico, para mí no es importante, siempre y cuando me lo metas y le des al asunto. ¿Pero es que los hombres no hacen más que pensar en eso? ¿Tanto les duele no tener un pene de kilo y medio?
-O de treinta centímetros de grosor, como relataba el Marqués de Sade.
-¡Eso no existe!
-¡Claro que sí! Bueno, sé que son casos aislados, pero de que hay pitos gigantes, vaya que los hay.
-A ver, enséñame uno.
Sólo entonces reparé en el asunto: las TV´s de los hoteles que acostumbrábamos frecuentar se mantenían siempre apagadas. La razón era sencilla: nuestros encuentros sexuales se daban casi siempre en horas de oficina, sin tiempo más que para un breve juego -como el que nos tenía allí- y una o dos venidas. Pero nada más. Nunca se había presentado la oportunidad de ver juntos alguna película porno. La ocasión era propicia.
La calidad de la cinta que estaban transmitiendo era lamentable, pero no mortal. Entre líneas que corrían por la pantalla de abajo hacia arriba y viceversa, una rubia se falsos senos estaba siendo penetrada por dos negros musculosos que le pellizcaban los pezones y la tundían a violentas nalgadas. Sobre la piel casi transparente de la mujer sólo había dos zonas que parecían con vida: el culo y la cara, completamente rojos.
El camarógrafo hizo un acercamiento a la zona genital. Justo en ese momento, la verga del que sodomizaba se salió de aquel culo caliente y quedó colgada unos instantes, obstaculizando la toma.
-Eso no es de verdad -murmuró Estela, que no perdía detalle.
-¿No habías oído hablar del Black Power?
El dueño de aquel roble empezó a gemir. En segundos, la rubia se desmontó del otro y, merced a una maniobra propia de un contorsionista, se llevó el trozo de ébano a la boca. No le entró ni la mitad.
-¡Qué asco! -exclamó Estela con la boca bien abierta.
-¿Ahora me crees?
Un repentino torrente de leche bañó el rostro de la tipa, que gemía, como si el semen por sí mismo pudiera causar placer. Luego el otro, que había seguido jalándose la tripa de espaldas sobre el diván, se arrancó el preservativo de un tirón y apenas alcanzó a venirse sobre aquel par de senos artificiales.
-¿Estás seguro de que son reales?
-¿Qué, las vergas? ¡Claro que son reales! ¿Por qué crees que contratan a esos tipos? No es por recomendación, por supuesto...
Entonces me llegó la idea, y con ella, una pronta erección.
-¿Te gustaría que te metieran una de ese tamaño?
Estela me miró en silencio, sonriendo ligeramente, como si esperara que completara aquella broma, si es que lo era. Pero no, no lo era.
-Conozco un lugar en donde puedes contratar tipos así -continué, sin poder evitar sobarme mi propia verga-. ¿Qué te parece si traemos uno a un hotel y le haces el amor mientras yo te veo?
Estela se incorporó un poco. Juro que estuvo a punto de arrancar una de las sábanas para cubrir su desnudez, como si aquella propuesta pudiera concretarse por el sólo hecho de pronunciarla.
-No lo estás diciendo en serio...
-Muy en serio.
Ahora, fue ella quien buscó el refugio del tabaco. Encendió el cigarrillo con mano temblorosa y expulsó una densa bocanada de humo. Se quedó con el mentón hundido en el pecho.
-¿Qué pasa? -le insistí-, ¿estarías dispuesta a hacerlo?
-Tú sabes (y aquí dijo mi nombre), que yo hago lo que tú me pidas. Todo. Pero si alguien más me... toma, ¿dónde queda entonces la exclusividad?
-Aquí -le dije, señalándome el cráneo-. Tú juraste que eras mía, ¿no es verdad? Pues yo hago con mis cosas lo que me da la gana.
Ya no respondió. No tengo que contarte que estaba en un trance difícil, ni que evitó mirarme a la cara durante un par de minutos. Aproveché el momento para tenderme a su lado. No podía dejar escapar esa oportunidad. Le besé los muslos cariñosamente y le abrí las piernas poco a poco.
-¿Tú qué opinas, amiguita?
Si una vagina pudiera fumar, la de Estela lo habría hecho. Su respuesta fue un silencio seco, profundo y desolador.
-Anda, ¿verdad que sí se te antoja?
Estela luchó por no reír. Tampoco estaba feliz, pero el enojo en ella no era algo que gustara de echar raíces en ninguna parte.
-¡Ha dicho que sí!
Le hice cosquillas por todo el cuerpo. Finalmente, le arrebaté el cigarrillo, lo dejé en el cenicero y la puse nuevamente de espaldas sobre la cama. Nos quedaba poco tiempo, así que, sin más preámbulos, la penetré. Fue un poco difícil, pero al pasar de los segundos nos fuimos transformando en la misma maquinaria lúbrica de siempre. Mientras embestía con violencia la carne vulnerable de Estela, no pude dejar de pensar que era otro el que se la estaba cogiendo. Y que ella le buscaba con ansia el rostro a aquella silueta recortada contra la ventana en que yo me había convertido. Y que nuestros ojos, efectivamente, se encontraban, colmados, frenéticos, hambrientos de mirada.
Pero los ojos de Estela no me estaban buscando, porque en ese momento se hallaban persiguiendo, silenciosos, casi fúnebres, las imágenes de sexo que exhibía la pantalla del televisor.
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