Las manos de la Gestalt

Hay de todo. Por ejemplo, algunas mujeres a las que no les gusta chupar el pito. Diana es una de ellas. A Diana la conocí por intermedio de Iván: llevaba una terapia Gestalt que, según refería, lo estaba ayudando a deshacer el entramado de una ruptura amorosa reciente en aquel tiempo. Yo, que para esos asuntos no creo más que en el análisis de la densidad del sueño (tú bien sabes cómo ayuda dormir en esos casos), decidí acompañarlo porque tenía curiosidad por saber cómo era un tugurio de aquellos.
-Mientras, puedes pedir que te den un masaje. Los hay que te relajan -me tranquilizó Iván cuando vio que me apoderaba de un libro cualquiera de su biblioteca, dispuesto a usarlo de trinchera contra las horas del tedio.
-Te lo voy a devolver -le expliqué, intuyendo en su mirada la desesperación de quien es víctima de un asalto.
-No es eso -se disculpó-. En realidad no lo necesitarás.
Se trataba de una clínica al sur de la ciudad. Me decepcionó profundamente: no había en la sala de espera ninguna chica confundida a quien pudiera ofrecerle la salvación del sexo como respuesta al sentido de la existencia. Lo que hallé en todo caso fue un remedo de clínica para el control del peso, fría y espaciosa, aséptica. Aburrida, pues. La recepcionista le tomó los datos a Iván y nos invitó a ocupar el rincón más alejado con ánimos de que la dejáramos continuar su charla telefónica en la intimidad.
-Él quiere tomar un masaje no-sé-qué -la atajó Iván-. ¿Es posible?
La mujer me miró a los ojos en busca de las señales del retraso mental que me impidiera externar una petición semejante con mis propias palabras. Yo simplemente sonreí: no estaba dispuesto a pasar las horas con el ocio hundido entre folletos médicos.
La recepcionista hizo un par de llamadas y luego me extendió una solicitud y un bolígrafo.
-Llénelo -me pidió, volviendo a señalar el rincón más lejano-. En un momento lo llamo.
Fue así como conocí a Diana. Me hallaba detrás de un biombo diminuto, tratando de decidir si las cintas de la bata de loco que debía ponerme se ataban por delante o por la espalda, cuando ella ingresó en la pequeña sala y me habló por mi nombre.
-Puedes venir aquí cuando estés listo -dijo.
Salí casi al instante, sujetando las orillas de la bata con una mano mientras ocupaba la otra en recomponerme el peinado. Es posible que de inmediato me haya enamorado de ella, no sé decirlo: a veces la imaginación enfebrecida por el deseo le añade detalles inexistentes a un recuerdo no menos gris que un día nublado. Aquel lo era: no bien puse un pie fuera del espacio señalado por el biombo, las ráfagas de una lluvia de verano se dejaron sentir en el cristal de la ventana.
-Ven -me invitó Diana señalando el camastro con esa amabilidad tan clínica que, de haberla conocido en otras circunstancias, no habría sabido definir-. Quítate la bata y recuéstate bocabajo. -Pero al instante me detuvo: había en sus ojos un síntoma de divertida alarma-: ¿No estás desnudo, verdad?
-En ropa interior -le respondí, en verdad apenado.
-Muy bien -respondió ella, recobrando la calma-. Entonces acuéstate. -Y me dio la espalda.
Me tendí de bruces como me lo había pedido. La cabecera de la cama tenía un hueco.
-Puedes meter allí la cara, para que no te lastimes el cuello -dijo su voz muy cerca de mí.
Obedecí.
-¿Es la primera vez que recibes este tipo de masajes?
-Ajá -le respondí, alzando un poco la cabeza, que una de sus manos devolvió a su sitio original.
-Entonces voy a pedirte que te relajes. Quédate en silencio. No pienses en nada más que en este momento...
Sus manos, como un par de babosas, comenzaron a masajear suavemente mi espalda.
-Déjate llevar por la música -siguió diciendo.
Hasta entonces la noté. Era algo de New Age. O zen. O ambas. Ese tipo de música que está hecha para que nadie la escuche.
Las manos de Diana hicieron un largo desplazamiento desde mi espalda baja hasta el cuello. En verdad que era reconfortante. Eso y el olor de los aceites me provocó lo que hasta entonces recordé que era el origen de mi temor a ese tipo de contactos: una erección, una difícil, oprimida erección.
Aquello me causó una súbita ansiedad. ¿Y si me pedía que me diera media vuelta? Necesitaba actuar.
-¿Cómo me dijiste que te llamabas? -le pregunté con el simple ánimo de distraerme.
-Shhh -dijo ella-. Mejor guarda silencio.
Lo hice. Pero la erección no se disipaba.
-Además -comentó de pronto-, nunca te dije mi nombre.
Y siguió masajeando.
-Diana -confesó al cabo de un rato.
Saqué la cara de aquel agujero para tratar de mirarla. De reojo, Diana era apenas una silueta de lentos movimientos y un suave perfume de Givenchy.
-Amarige -dije sin más trámite.
Sus manos se detuvieron apenas un instante.
-¿Perdón?
-Tu perfume -aclaré.
Diana se rió muy quedo y asintió con una especie de gemido.
-¿Sabes? -insistí, ahora que el hielo se había roto-. Yo me relajo mejor si converso un poco. ¿Te molesta que lo hagamos?
Diana guardó silencio unos instantes y después puso sus manos sobre mis hombros y las hizo descender con un movimiento tan sensual, que tuve que cerrar los ojos para asimilarlo.
-No es lo que se recomienda -dijo al fin-. Pero si eso deseas, tampoco está tan mal.
Así que conversamos. Nada en ese lugar era tan suave como sus manos, pero también sus palabras sabían acariciarte: en el tono de su voz, a veces grave, a veces tierno, mi pasión encontró un cálido sitio y a partir de ese momento juré que sería mi esclava.
Sí, leíste bien: mi esclava. Una esclava solícita, un objeto a mis servicios, un hogar siempre abierto a mi lujuria.
Primero le abrí el culo, y gocé como nunca al ver su rostro descompuesto en el espejo del cuarto de hotel. Luego, le mordisqueé los labios hasta verlos sangrar, y tiré de su cabello mientras la montaba por detrás como a un jamelgo exhausto, sediento de un cariño que la violencia de mis acometidas le negaban.
Otra virgen. Otro himen roto en el anonimato de una sucia habitación. Otro hotel barato. Otros ojos que a veces me observan desde el recuerdo como si preguntaran a dónde huyó esa pasión, la sangre de esos días que nunca, por más que se aferre a la memoria, sabrá si fueron ciertos.
Eso es por lo que hace a la carne. En cuanto a lo demás, creo que bien podría prescindir del llanto que bañó aquellas tardes, cuando disfrutaba del enfermo juego de hablarle de mi esposa, de decirle que era la mujer a quien amaba, de confesarle que ella, Diana, era sólo una cosa, una cosa para masturbarse.
Ella dijo que fueron años. Yo, si he de ser sincero, nunca llevé el registro de esos días. Lo cierto es que un día cualquiera me cansé de ella, de sus lágrimas, de la eterna súplica ya encarnada en sus ojos. Dejé de verla, me negué a responder sus llamadas, devolví los regalos, y cambié de rumbo. No sé cuánto tiempo pasó, pero una tarde, no me preguntes cómo, supe que había encontrado a alguien. Nunca podré explicar la rabia que sentí al enterarme. Diana era mía, ella lo había jurado, y lo que estaba haciendo tenía nombre: se llamaba traición.
Fueron días extraños. Tuve que aprender a buscarla de nuevo; ella tuvo que volver a acostumbrarse a mi boca. O al menos eso fue lo que dijo. Y una vez que la tuve nuevamente, le pedí que abandonara al otro. Ah, pero no sería a la manera tradicional: ambos tenían que pagar. Y el precio era muy caro.
La llevé a un local de tatuajes y seguí con atención los paseos de la aguja mientras la tinta confeccionaba mi propio nombre sobre la suave piel de su ingle. Entonces le pedí que lo llamara, que se citara con él en el lugar acostumbrado, y esperé afuera. Minutos después mi enemigo salió huyendo de la carne de la que alguna vez se pensó dueño. Pero no era suficiente: apenas un día después, la obligué a citarlo en un lugar preciso. Entraron, como habíamos acordado, en un café. Yo ocupé una mesa vecina, pedí un americano, encendí un cigarrillo y me preparé para disfrutar del atroz espectáculo de los corazones rotos. Aquello fue una carnicería: el sujeto era un llorón, vaya que lo era. Le rogó que le diera una nueva oportunidad; tuvo incluso el atrevimiento de hincarse frente a ella. Y en medio del llanto general, esbocé la sonrisa más siniestra de toda esta historia. Diana siguió mis órdenes al pie de la letra: evitó hasta donde pudo el contacto con las sucias manos del hombre derrotado, le escupió en la cara las palabras humillantes que una noche de insomnio me dictaron las musas y, finalmente, le pidió que se largara, que no quería verlo nunca más.
A partir de aquella noche, nuestros encuentros se hicieron espaciados. Ambos sabíamos que estábamos alimentando una farsa, o al menos yo lo sabía. Mentiría si dijera que no disfrutaba hacerle el amor de una manera furiosa y descarnada, pero algo como un velo se estaba descorriendo poco a poco y no pasó mucho tiempo antes de que nos atreviéramos a confesar que ya la magia se había ido, que los dos sabíamos con certeza qué clase de personas éramos, que nuestros cuerpos desnudos no eran sino una cosa más del mundo.
Ah, lo olvidaba: a Diana nunca le gustó chuparme el pito. No era ninguna fobia en particular; de hecho, lavarse los dientes era para ella un suplicio.
Y pensar en todo el semen que tuvo que tragarse...
-Mientras, puedes pedir que te den un masaje. Los hay que te relajan -me tranquilizó Iván cuando vio que me apoderaba de un libro cualquiera de su biblioteca, dispuesto a usarlo de trinchera contra las horas del tedio.
-Te lo voy a devolver -le expliqué, intuyendo en su mirada la desesperación de quien es víctima de un asalto.
-No es eso -se disculpó-. En realidad no lo necesitarás.
Se trataba de una clínica al sur de la ciudad. Me decepcionó profundamente: no había en la sala de espera ninguna chica confundida a quien pudiera ofrecerle la salvación del sexo como respuesta al sentido de la existencia. Lo que hallé en todo caso fue un remedo de clínica para el control del peso, fría y espaciosa, aséptica. Aburrida, pues. La recepcionista le tomó los datos a Iván y nos invitó a ocupar el rincón más alejado con ánimos de que la dejáramos continuar su charla telefónica en la intimidad.
-Él quiere tomar un masaje no-sé-qué -la atajó Iván-. ¿Es posible?
La mujer me miró a los ojos en busca de las señales del retraso mental que me impidiera externar una petición semejante con mis propias palabras. Yo simplemente sonreí: no estaba dispuesto a pasar las horas con el ocio hundido entre folletos médicos.
La recepcionista hizo un par de llamadas y luego me extendió una solicitud y un bolígrafo.
-Llénelo -me pidió, volviendo a señalar el rincón más lejano-. En un momento lo llamo.
Fue así como conocí a Diana. Me hallaba detrás de un biombo diminuto, tratando de decidir si las cintas de la bata de loco que debía ponerme se ataban por delante o por la espalda, cuando ella ingresó en la pequeña sala y me habló por mi nombre.
-Puedes venir aquí cuando estés listo -dijo.
Salí casi al instante, sujetando las orillas de la bata con una mano mientras ocupaba la otra en recomponerme el peinado. Es posible que de inmediato me haya enamorado de ella, no sé decirlo: a veces la imaginación enfebrecida por el deseo le añade detalles inexistentes a un recuerdo no menos gris que un día nublado. Aquel lo era: no bien puse un pie fuera del espacio señalado por el biombo, las ráfagas de una lluvia de verano se dejaron sentir en el cristal de la ventana.
-Ven -me invitó Diana señalando el camastro con esa amabilidad tan clínica que, de haberla conocido en otras circunstancias, no habría sabido definir-. Quítate la bata y recuéstate bocabajo. -Pero al instante me detuvo: había en sus ojos un síntoma de divertida alarma-: ¿No estás desnudo, verdad?
-En ropa interior -le respondí, en verdad apenado.
-Muy bien -respondió ella, recobrando la calma-. Entonces acuéstate. -Y me dio la espalda.
Me tendí de bruces como me lo había pedido. La cabecera de la cama tenía un hueco.
-Puedes meter allí la cara, para que no te lastimes el cuello -dijo su voz muy cerca de mí.
Obedecí.
-¿Es la primera vez que recibes este tipo de masajes?
-Ajá -le respondí, alzando un poco la cabeza, que una de sus manos devolvió a su sitio original.
-Entonces voy a pedirte que te relajes. Quédate en silencio. No pienses en nada más que en este momento...
Sus manos, como un par de babosas, comenzaron a masajear suavemente mi espalda.
-Déjate llevar por la música -siguió diciendo.
Hasta entonces la noté. Era algo de New Age. O zen. O ambas. Ese tipo de música que está hecha para que nadie la escuche.
Las manos de Diana hicieron un largo desplazamiento desde mi espalda baja hasta el cuello. En verdad que era reconfortante. Eso y el olor de los aceites me provocó lo que hasta entonces recordé que era el origen de mi temor a ese tipo de contactos: una erección, una difícil, oprimida erección.
Aquello me causó una súbita ansiedad. ¿Y si me pedía que me diera media vuelta? Necesitaba actuar.
-¿Cómo me dijiste que te llamabas? -le pregunté con el simple ánimo de distraerme.
-Shhh -dijo ella-. Mejor guarda silencio.
Lo hice. Pero la erección no se disipaba.
-Además -comentó de pronto-, nunca te dije mi nombre.
Y siguió masajeando.
-Diana -confesó al cabo de un rato.
Saqué la cara de aquel agujero para tratar de mirarla. De reojo, Diana era apenas una silueta de lentos movimientos y un suave perfume de Givenchy.
-Amarige -dije sin más trámite.
Sus manos se detuvieron apenas un instante.
-¿Perdón?
-Tu perfume -aclaré.
Diana se rió muy quedo y asintió con una especie de gemido.
-¿Sabes? -insistí, ahora que el hielo se había roto-. Yo me relajo mejor si converso un poco. ¿Te molesta que lo hagamos?
Diana guardó silencio unos instantes y después puso sus manos sobre mis hombros y las hizo descender con un movimiento tan sensual, que tuve que cerrar los ojos para asimilarlo.
-No es lo que se recomienda -dijo al fin-. Pero si eso deseas, tampoco está tan mal.
Así que conversamos. Nada en ese lugar era tan suave como sus manos, pero también sus palabras sabían acariciarte: en el tono de su voz, a veces grave, a veces tierno, mi pasión encontró un cálido sitio y a partir de ese momento juré que sería mi esclava.
Sí, leíste bien: mi esclava. Una esclava solícita, un objeto a mis servicios, un hogar siempre abierto a mi lujuria.
Primero le abrí el culo, y gocé como nunca al ver su rostro descompuesto en el espejo del cuarto de hotel. Luego, le mordisqueé los labios hasta verlos sangrar, y tiré de su cabello mientras la montaba por detrás como a un jamelgo exhausto, sediento de un cariño que la violencia de mis acometidas le negaban.
Otra virgen. Otro himen roto en el anonimato de una sucia habitación. Otro hotel barato. Otros ojos que a veces me observan desde el recuerdo como si preguntaran a dónde huyó esa pasión, la sangre de esos días que nunca, por más que se aferre a la memoria, sabrá si fueron ciertos.
Eso es por lo que hace a la carne. En cuanto a lo demás, creo que bien podría prescindir del llanto que bañó aquellas tardes, cuando disfrutaba del enfermo juego de hablarle de mi esposa, de decirle que era la mujer a quien amaba, de confesarle que ella, Diana, era sólo una cosa, una cosa para masturbarse.
Ella dijo que fueron años. Yo, si he de ser sincero, nunca llevé el registro de esos días. Lo cierto es que un día cualquiera me cansé de ella, de sus lágrimas, de la eterna súplica ya encarnada en sus ojos. Dejé de verla, me negué a responder sus llamadas, devolví los regalos, y cambié de rumbo. No sé cuánto tiempo pasó, pero una tarde, no me preguntes cómo, supe que había encontrado a alguien. Nunca podré explicar la rabia que sentí al enterarme. Diana era mía, ella lo había jurado, y lo que estaba haciendo tenía nombre: se llamaba traición.
Fueron días extraños. Tuve que aprender a buscarla de nuevo; ella tuvo que volver a acostumbrarse a mi boca. O al menos eso fue lo que dijo. Y una vez que la tuve nuevamente, le pedí que abandonara al otro. Ah, pero no sería a la manera tradicional: ambos tenían que pagar. Y el precio era muy caro.
La llevé a un local de tatuajes y seguí con atención los paseos de la aguja mientras la tinta confeccionaba mi propio nombre sobre la suave piel de su ingle. Entonces le pedí que lo llamara, que se citara con él en el lugar acostumbrado, y esperé afuera. Minutos después mi enemigo salió huyendo de la carne de la que alguna vez se pensó dueño. Pero no era suficiente: apenas un día después, la obligué a citarlo en un lugar preciso. Entraron, como habíamos acordado, en un café. Yo ocupé una mesa vecina, pedí un americano, encendí un cigarrillo y me preparé para disfrutar del atroz espectáculo de los corazones rotos. Aquello fue una carnicería: el sujeto era un llorón, vaya que lo era. Le rogó que le diera una nueva oportunidad; tuvo incluso el atrevimiento de hincarse frente a ella. Y en medio del llanto general, esbocé la sonrisa más siniestra de toda esta historia. Diana siguió mis órdenes al pie de la letra: evitó hasta donde pudo el contacto con las sucias manos del hombre derrotado, le escupió en la cara las palabras humillantes que una noche de insomnio me dictaron las musas y, finalmente, le pidió que se largara, que no quería verlo nunca más.
A partir de aquella noche, nuestros encuentros se hicieron espaciados. Ambos sabíamos que estábamos alimentando una farsa, o al menos yo lo sabía. Mentiría si dijera que no disfrutaba hacerle el amor de una manera furiosa y descarnada, pero algo como un velo se estaba descorriendo poco a poco y no pasó mucho tiempo antes de que nos atreviéramos a confesar que ya la magia se había ido, que los dos sabíamos con certeza qué clase de personas éramos, que nuestros cuerpos desnudos no eran sino una cosa más del mundo.
Ah, lo olvidaba: a Diana nunca le gustó chuparme el pito. No era ninguna fobia en particular; de hecho, lavarse los dientes era para ella un suplicio.
Y pensar en todo el semen que tuvo que tragarse...
7 Comments:
me gusto.
Es que adoras lo perverso. Yo casi no.
HUAY que caliente! a poco es cierto? eres muy calenturiento 'mijo.
saludos!
www.lagunamental.tk
Es que a veces me falla el termostato.
Gracias por tu visita, rodro vil. Pasa por aquí cuando quieras.
Muy perverso, pero atrapo mi atencion por completo.
Saludos...!!!
Mi deseo fue ser tierno. Veo que no resultó.
Saludos a ti también, Virginia.
Al iniciar la lectura no pensé encontrarme con tanto sádismo.
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