lunes, mayo 08, 2006

La culpa la tuvo Morrissey


Griselda es nombre de gato. Lo sé yo y lo supo Cortázar una madrugada sin luna en París. Lo saben todos. Incluso tú. Pero nunca cometas el error de decírselo, o entonces sabrá por qué su condición nocturna, por qué su amor por las luces de la ciudad.
Griselda tenía 17 años el día que la conocí. Pero a la mañana siguiente ya tenía 18, y luego dejé de verla y la encontré de 20, y así habría seguido de no ser porque ambos decidimos que teníamos suficiente de los dos y ella al fin se quedó quieta, instalada para siempre en los 21 en ese refugio de tránsfugas y freaks que es mi memoria.
La primera imagen que tengo de ella es la de sus ojos verdes que juegan al enigma detrás de una coca cola. Me está diciendo que ama la música clásica, y yo estoy objetando que no se llama así, sino “música culta”, aunque tampoco sé si eso es verdad, cosa que, si he de ser sincero, creo que no le inquieta demasiado. O sea que al principio fueron Beethoven, Bach y el buen Malher con un poco de Mozart. Los de siempre. Entonces se oyó un claxon y allí estaba su hermanito, sacando medio cuerpo por la ventanilla del Tsuru. Tenía que irse y me ofreció llevarme a donde quisiera. Acepté, porque ya en ese momento no sabía estar sin ella. Así que sobre Calzada de Tlalpan y parte de Viaducto fueron Guns ‘n Roses. Un verdadero escándalo.
-Aquí déjame -le dije, señalando la esquina de Insurgentes.
Afuera no había música, pero eso estaba bien. Estaba aún lejos de casa, pero quería dar un paseo para saber qué se sentía andar con Griselda en silencio por las calles. Fue una experiencia horrorosa, la verdad. Por un momento sentí el impulso de tomar un taxi y tratar de alcanzarlos, y sorprenderla un instante antes de que entrara en su casa. No sé cuántas barbaridades imaginé en ese momento, pero al final me quedé quieto, mudo y abandonado. Yo sabía lo que era enamorarse, pero hasta entonces, ese viejo sentimiento no había representado peligro alguno para mí. Es difícil, casi imposible mantener la meta imbatible; lo supe cuando monté guardia junto a la cabina telefónica, contando los minutos que, según mis cálculos, ella tardaría en llegar a casa. Y cuando al fin deposité una moneda y marqué el número, supe con certeza que ya jamás estaría a salvo.

-Hoy es mi cumpleaños -fueron sus primeras palabras aquella mañana en la escuela.
-Oye, pues felicidades -dije yo al tiempo que la tomaba entre mis brazos y acariciaba la brevedad de su espalda, que ya nunca abandonaría-. ¿Cómo piensas festejarlo?
-No lo sé, pero eso sí es seguro: no quiero entrar a clases.
-Vayamos a algún sitio -dije, con la mente completamente en blanco.
-¿Como cuál?
Ensayé el gesto del idiota con máscara de listo. Y sólo conseguí pensar en parques y cafés.
-Podemos... podemos ir a...
-Ya sé -dijo ella, rescatándome de la ignominia-. ¿Por qué no vamos a mi casa, nos tomamos una copa y te muestro mi colección de discos?
Yo podría haber sido un cogelón, un maestro de la mentira y del malabarismo verbal, pero nunca había bebido antes de las seis de la tarde, y menos en una mañana de miércoles. Pero había en los ojos de Griselda algo más que simple cortesía y, sin ofrecerle el mínimo de resistencia a la sinrazón, decidí que ese día sería mi debut en el alcoholismo juvenil.
La casa era enorme. Tenía un hermoso jardín al frente y un viejo roble que proyectaba su magnífica sombra contra el tejado de la biblioteca: una diminuta cabaña erigida al fondo, al otro lado del pequeño lago artificial. Por supuesto que no estaban sus padres, pero sí la clásica prima menor que está aprendiendo a pensar con las hormonas y que no hace más que mirarte la entrepierna y las nalgas a manera de saludo.
Griselda la invitó a beber con nosotros, pero ella se negó y dijo que sólo estaría ahí un rato en lo que llegaba la hora de irse al inglés. Se ofreció a ayudarnos a llevar las bebidas a la recámara y se puso a bailar discretamente un pop insufrible. Vestía una minifalda, y con cada movimiento de sus tiernas caderas se asomaba la deliciosa orilla de sus calzones. Yo, que creía espiarla con absoluta discreción, sentí la fragilidad del mundo al descubrir que Griselda lo estaba viendo todo. Y lo peor: que estaba sonriendo.
-¿Perdón? -pregunté nerviosamente. Pero ella no había dicho nada y sólo me miró unos instantes más y me puso un vaso en la mano.
-Es ron. Con coca cola. No sé si te guste con agua mineral...
-No, no, está bien.
-Salud.
-Salud -dije.
Estábamos a la mitad del Bacardí cuando la prima al fin se despidió. No estaba borracho, pero debí estarlo para soportar el deseo de violarla cuando me dio un beso en la comisura de los labios y me ofreció esa sonrisa de ninfa depravada antes de llevarse la orillita de sus calzones a la escuela.
Fue un alivio que Griselda pusiera el disco de Satie, porque entonces la habitación se nos llenó de piano y mi corazón languideció de inocente y puro amor.
Griselda, ya ebria, se puso a decir un montón de pendejadas. Creía que la música de los grandes maestros la habían grabado ellos mismos. ¡En serio! La atroz imagen de Corelli llegando en pants al estudio de grabación me produjo un cortocircuito. Pero no me reí. Porque Griselda podía ser todo lo pendeja que quieras, pero era hermosa: usaba el cabello corto a la manera de Louise Brooks; sus ojos de un verde profundo hacían un contraste ensoñador con el blanco casi transparente de su piel, y en sus labios, apenas unas tímidas líneas, habitaba un rosa tenue, como floreciente. Tenía, he de confesarlo, un cuerpo de niña: sus senos, casi inexistentes, habían quedado sepultados bajo toneladas de ropa, y si la mirabas de perfil, tenías que decidir si las curvas de sus pequeñas nalgas eran ciertas o eran solamente los trabajos de tu imaginación, que se apiadaba de ti.
Griselda.
No sé a quién de los dos empujó el buen Dios, lo cierto es que un rato después ya nos habíamos besado, y luego nos miramos, sonriendo, ligeramente cómplices, como si supiéramos que años después yo ocuparía tantas líneas hasta atreverme a escribir que al fin nos besamos y que luego de mirarnos y sonreír fingimos que nada de eso había ocurrido.

No fuimos novios ni nada parecido. Nos veíamos al salir, platicábamos, nos tomábamos ocasionalmente de la mano. En la escuela, al encontrarnos en clase o al cruzarnos en los pasillos, simplemente volvíamos a sonreír: porque teníamos un secreto. Así de estúpidos podemos ser en la juventud. De ese tamaño puede ser el mundo.
Una mañana, entre una clase y otra, le pedí que me acompañara. Fuimos a una tienda a pocas calles de la escuela y compramos cervezas. Nos sentamos en la orilla de la acera y saqué el discman.
-Quiero que oigas esto. Es uno de los puntos más altos del rebote en cuestión de música.
Nos calzamos los audífonos y le di play a los Smiths. The queen is dead. There is a light that never goes out. Una chingonería.
Griselda siguió el ritmo con los pies y al rato la vi mover los labios en silencio. Creí que cantaba. Sólo hasta que me deshice de los audífonos me di cuenta de que estaba preguntando quién cantaba.
-Morrissey -le respondí.
-¿Quién? -gritó.
Le quité los audífonos y, aprovechando ese movimiento, la tomé por la nuca y la besé.
-Es Morrissey -volví a decirle-. Cantaba con los Smiths, pero ya no lo hace más. Ahora es solista.
-Tiene una voz hermosa -dijo ella con su voz hermosa.
Terminamos de oír aquel disco. Luego puse el Maladjusted. Pero teníamos que volver a clases. Guardamos las cervezas y regresamos. Media hora después la vi asomarse al salón en donde varios dormitábamos. Recogí mis cosas y salí con ella. Estaba borrachísima.
-¿Te queda más cerveza?
-Dos -le respondí.
-Me salí del examen. No aguanto. De veras. Nada más un traguito.
Yo habría ido con ella al fin del mundo, pero me conformé con la azotea de uno de los edificios. Nos acodamos en la barda y bebimos. Y miramos la ciudad como en otra ocasión, años después, la veríamos, sólo que entonces sería de noche y una lluvia veraniega nos sorprendería a la mitad del primer cigarrillo. Quizá algún día hable de ello. Esa mañana volvimos a besarnos. Le dije que era la mujer más hermosa que había visto en mi vida; le dije que jamás la olvidaría; le dije que la amaba. Le dije más, mucho más, incluso los secretos que el mundo nunca se había atrevido a confesar, pero Griselda no supo lo que le decía, nunca lo supo, pues era a Morrissey a quien ella escuchaba. Suedhead. Why do you call me y todas esas cosas.
Fue entonces cuando puso esa cara de espanto que aún hoy, al recordarla, me aterra. Con un súbito escalofrío pensé que algo malo ocurría. Estaba equivocado: era algo peor. Al darme la media vuelta para buscar aquello que la mirada de Griselda perseguía, me encontré con el prefecto, que había subido a fumar, a darse un pasón, a hacerse una puñeta o sepa Dios qué demonios. Lo cierto es que nos había visto, y se acercaba hacia nosotros mascullando algo que tampoco escuchamos. Nada ni nadie habría sido capaz de defendernos: ambos teníamos una lata de cerveza en cada mano; ambos teníamos las manos libres en partes del cuerpo ajenas a nosotros mismos. Y ambos, por supuesto, estábamos respirando el aire de una escuela que ya no nos pertenecía.
Fuimos expulsados ese mismo mediodía. Salimos en medio del escándalo general. Y tú sabes que el escándalo general puede estar hecho de puras miradas, que son más elocuentes que el discurso más reprobatorio.

Ya dije que nos encontramos otra veces. Con años de por medio. La última de esas ocasiones, nos citamos para tomar un café. Estábamos solos, y era invierno. En vísperas de la Navidad, el deseo suele disfrazarse de nostalgia. Fue la primera y la única vez que hicimos el amor. (Nota por favor que no le llamé “coger”. Saca tus propias conclusiones.) Fue extraño ver por primera vez su cuerpo desnudo después de tantos años. Fue extraño descubrir que ese rostro de niña desapareció para siempre cuando sus facciones se relajaron luego del orgasmo. Pero no te confundas: no es que hubiera sido el primer hombre en su vida, sino que algo parecido al destino me estaba mostrando, a través de ese gesto, que aquella época se había ido para siempre.

Por la noche fuimos a tomar un café. Charlamos. Nos prometimos estar en contacto. Pero ya Borges dijo alguna vez que sólo los dioses prometen, porque son inmortales. Estábamos en un Sanborns y buscábamos una salida cuando Griselda se detuvo y me señaló un disco.
-¿Te acuerdas? -me preguntó, como quien sonríe al ver el álbum de fotos familiar.
Tomé el disco y dudé un instante con él en las manos. Finalmente, lo dejé en su lugar.
-Cómo no recordarlo -le dije, tomándola nuevamente por los hombros-. ¿Sabes?, ahora que lo pienso, creo que Morrissey tuvo la culpa de todo.