El milagro de la carne

Me mudé con Carla por un simple capricho de la genética: estaba buenísima. Fue un año antes de conocer a mi esposa; cuatro, antes de casarme. Así que la experiencia de un infierno común ya había sido un hábito de mis días cuando el juez lo hizo oficial. Pero esta no es la historia del rito matrimonial, sino de Carla, y más exactamente de sus nalgas, redondas como jugosos frutos, deleitables como el primer cigarrillo del día, enormes como el culo del demonio. Pero aquel par de manoseables protuberancias no era algo que la hiciera feliz, ¡lo juro!: odiaba andar por la vida con los ojos del mundo a sus espaldas, y si algo las hacía tolerables es que yo las amaba, y ella, por supuesto, estaba enamorada de mí.
Un culo con pies, eso era Carla.
En nuestra primera noche juntos, le hice todo lo que se le podía hacer a ese par endiablado: le metí la verga, la lengua, los dedos, la punta de la nariz, y hubiera podido hundirme en ella por completo de no ser porque el alba me derrotó. Creo que dormimos un par de horas y finalmente la resaca del desvelo nos obligó a levantarnos, a buscar el refugio del baño, a mirarnos, ya un poco más repuestos, desde uno y otro lado de la mesa vacía.
-Buenos días -fueron mis primeras palabras, o al menos las primeras que mi conciencia pudo articular.
-Buenos días -me respondió ella como un gigantesco culo sonriente.
Estábamos desnudos, húmedos aún por la ducha reciente, y Carla depositó sus senos medianos sobre la superficie de formica.
-¿Algo para desayunar?
Le metí la punta de mi verga enhiesta y, con ayuda de mi mano, se la restregué en el umbral de sus paredes vaginales. De espaldas sobre la mesa, me pidió que continuara. Y la oí gemir. Le saqué el trozo de carne enrojecida y le froté los labios y la protuberancia rosada de su clítoris. Hasta que se vino. De aquel coño masturbado surgió un chorro violento y sorpresivo que me bañó los muslos. Fue un orgasmo tumultuoso, largo y placentero, que la dejó tendida durante varios minutos, durante los cuales no tuve más remedio que jalarme el pito como pude para lograr apenas un tímido chisguete que se me escurrió por la carne ya reblandecida.
Así, con paso tembloroso, me fui a trabajar.
Volví a casa al caer la tarde. Carla lloraba.
-Te quiero -me susurró al oído con la voz cortada por los mocos-. Te voy a querer siempre.
Durante mi ausencia durmió un poco, se levantó ya tarde y ordenó una pizza. Luego, se puso a llenar los anaqueles del clóset con mis pocas pertenencias. El olor de mi ropa la sedujo al grado de tener que frotarse la entrepierna con uno de mis bóxers. Creyó que alcanzaría un nuevo orgasmo. Fue entonces cuando sonó el timbre. Eran sus padres, que habían ido a buscarla para entregarle personalmente el mullido sofá en el que me obligó a acomodarme.
-Pero ellos no te quieren. No quieren que vivas conmigo.
-¿No es más importante lo que tú opines? -alegué, un tanto perturbado: ningunos padres furibundos iban a alejarme de aquella deliciosa nalguita lloriqueante.
-Yo lo sé -me respondió Carla, sorbiendo el exceso de lágrimas-, pero a ellos también los amo. Los amo a todos.
No estaba listo para un discurso, así que me lo guardé y le pedí que saliéramos a cenar algo. Ya habría tiempo para reordenar la situación.
Pero los padres de Carla nos sorprendieron a la mañana siguiente. Estábamos en el baño; ella, sentada en la orilla de la tina, con un par de dedos metidos en el coño; yo, frente a ella, derramando un denso y caliente chorro de orines sobre su pecho desnudo. Era un momento de lo más cachondo, casi irrepetible, y la repentina visita lo arruinó.
Carla se envolvió con la toalla y salió a recibirlos, mientras que yo me quedé en el interior del baño, tiritando de frío, encuerado y vulnerable como el Tigre de Santa Julia.
Al rato, la puerta se abrió y Carla asomó su acostumbrado rostro bañado en lágrimas.
-Quieren hablar contigo. Vístete -me dijo, arrojándome el pantalón del pijama.
Sus rostros fueron el espejo de mi lamentable apariencia. La madre habló primero; me advirtió que Carla era una mujer decente, educada en los mejores colegios de la ciudad, y que ningún hijo de nadie le iba a enmendar el buen camino. Algo así. Luego fue el turno del padre. Simplemente me dijo que esperaba un poco de cordura de mi parte y que guardaba la esperanza de que pudiera comprender la difícil situación que enfrentaría si volvía a verme rondando la casa de su retoño mientras él conservara la vida. Por supuesto, ambos emplearon palabras menos amables.
-Es una niña -me recriminó la madre antes de darme la espalda.
-No soy una niña -lloriqueó Carla. Pero hasta ahí le alcanzaron los argumentos.
-Vístase -dijo el hombre-. Queremos verlo salir ahorita mismo.
Empacaba mis cosas cuando Carla entró en la recámara.
-No te vayas -me rogó.
Me interrumpí para acercarme y tomarla por los hombros.
-¿Es tuyo el departamento? -inquirí en voz baja.
Negó con un gesto.
-Dijiste que lo era -le reclamé.
-Porque necesitaba tenerte conmigo.
La solté y volví sobre mis cosas.
-No te vayas -insistió.
Cerré la maleta y me crucé de brazos.
-¿Tienes algún plan?
-No.
-¿Qué hago entonces? ¿Les invitó un café y les pido una oportunidad? ¡Ni siquiera me conocen! Ni modo de que vayas y les digas que si me voy, te matas...
-¿Crees que no lo haría?
Así que aquella mañana crucé la sala en medio de ese par de frías miradas y fui recibido por las cálidas burlas de mis compañeros de oficina.
-¿Siempre sí te vienes a vivir acá?
Una semana nada más aguanté la ficción de sentirme ofendido; por fin le tomé la llamada a Carla y la saludé con un pujido.
-Ya hablé con ellos -fue lo primero que me dijo-. Les dejé bien claro que soy mayor de edad y que puedo decidir cómo llevar mi vida. Y lo que quiero es compartirla contigo.
(Ya sé que te dolió leer la última frase, pero juro que le quité lo más cursi y ni aún así funciona. Hice lo que pude.)
-¿Qué pretendes? ¿Que regrese a la escena del crimen? Jamás volveré a poner un pie en ese lugar.
-No es necesario.
Guardé un minuto de silencio por la muerte de mi capacidad de raciocinio.
-No te entiendo -dije entonces.
-Me pidieron el departamento. Más bien, se los devolví.
-Pero Carla, eso te pertenecía...
-Lo sé, pero sólo así van a entender.
Nunca trates de darle una lección a nadie hasta estar seguro de que estás con el equipo ganador. Los padres de Carla le tomaron la palabra y esa misma noche arribó con todo y nalgas a la pocilga que había tenido que rentar para no arrastrar mi humillación hasta mi propia casa.
-Bueno -le dije, recostándome en la cama, que, por cierto, ocupaba las dos terceras partes de mi departamento de soltero-. Esto es lo que hay. Tienes cinco minutos para reírte o llorar, porque ya quiero que pongas ese culo gordo en este colchón.
No sé si fuimos felices, pero al menos, creo que estuvimos a punto de alcanzar un estado semejante. Por supuesto, cogimos día y noche durante la semana que aguantamos convertidos en familia. Luego vino el pleito, la bofetada que todavía me enerva y todos esos juramentos de odio eterno que nadie que haya iniciado su vida sexual se sabe capaz de cumplir. Incluso, un mes o algo así después de la ruptura, nos fuimos a Acapulco. El profundo azul del pacífico sabe lo rico que era verla paseándose por la playa montada en esa tanga que me mantuvo erecto y vivo durante un fin de semana completo. Aquella prenda era pura magia. Tanto así que ni siquiera me tomé la molestia de quitársela cuando me la tiré en la baranda del hotel la noche del sábado anterior a nuestro regreso, pues al otro día le vino la regla y el carácter se le pudrió. Hasta volvimos en vuelos distintos.
La última vez que estuvimos juntos fue la tarde que compartimos una hamburguesa. Discutimos. Ya no sabíamos estar de otra manera. Carla me arrojó su bolsa de papas y gritó que no aguantaba más.
¡Pero vaya que aguantaba! Recortadas contra el fragor del tráfico de un jueves cualquiera, sus nalgas iniciaron el difícil proceso del adiós: dando tumbos aquí y allá, se fueron detrás de Carla, siempre detrás de Carla.
El milagro de la carne.
Pregúntale a Ronald McDonald, él te dirá que no miento.
Un culo con pies, eso era Carla.
En nuestra primera noche juntos, le hice todo lo que se le podía hacer a ese par endiablado: le metí la verga, la lengua, los dedos, la punta de la nariz, y hubiera podido hundirme en ella por completo de no ser porque el alba me derrotó. Creo que dormimos un par de horas y finalmente la resaca del desvelo nos obligó a levantarnos, a buscar el refugio del baño, a mirarnos, ya un poco más repuestos, desde uno y otro lado de la mesa vacía.
-Buenos días -fueron mis primeras palabras, o al menos las primeras que mi conciencia pudo articular.
-Buenos días -me respondió ella como un gigantesco culo sonriente.
Estábamos desnudos, húmedos aún por la ducha reciente, y Carla depositó sus senos medianos sobre la superficie de formica.
-¿Algo para desayunar?
Le metí la punta de mi verga enhiesta y, con ayuda de mi mano, se la restregué en el umbral de sus paredes vaginales. De espaldas sobre la mesa, me pidió que continuara. Y la oí gemir. Le saqué el trozo de carne enrojecida y le froté los labios y la protuberancia rosada de su clítoris. Hasta que se vino. De aquel coño masturbado surgió un chorro violento y sorpresivo que me bañó los muslos. Fue un orgasmo tumultuoso, largo y placentero, que la dejó tendida durante varios minutos, durante los cuales no tuve más remedio que jalarme el pito como pude para lograr apenas un tímido chisguete que se me escurrió por la carne ya reblandecida.
Así, con paso tembloroso, me fui a trabajar.
Volví a casa al caer la tarde. Carla lloraba.
-Te quiero -me susurró al oído con la voz cortada por los mocos-. Te voy a querer siempre.
Durante mi ausencia durmió un poco, se levantó ya tarde y ordenó una pizza. Luego, se puso a llenar los anaqueles del clóset con mis pocas pertenencias. El olor de mi ropa la sedujo al grado de tener que frotarse la entrepierna con uno de mis bóxers. Creyó que alcanzaría un nuevo orgasmo. Fue entonces cuando sonó el timbre. Eran sus padres, que habían ido a buscarla para entregarle personalmente el mullido sofá en el que me obligó a acomodarme.
-Pero ellos no te quieren. No quieren que vivas conmigo.
-¿No es más importante lo que tú opines? -alegué, un tanto perturbado: ningunos padres furibundos iban a alejarme de aquella deliciosa nalguita lloriqueante.
-Yo lo sé -me respondió Carla, sorbiendo el exceso de lágrimas-, pero a ellos también los amo. Los amo a todos.
No estaba listo para un discurso, así que me lo guardé y le pedí que saliéramos a cenar algo. Ya habría tiempo para reordenar la situación.
Pero los padres de Carla nos sorprendieron a la mañana siguiente. Estábamos en el baño; ella, sentada en la orilla de la tina, con un par de dedos metidos en el coño; yo, frente a ella, derramando un denso y caliente chorro de orines sobre su pecho desnudo. Era un momento de lo más cachondo, casi irrepetible, y la repentina visita lo arruinó.
Carla se envolvió con la toalla y salió a recibirlos, mientras que yo me quedé en el interior del baño, tiritando de frío, encuerado y vulnerable como el Tigre de Santa Julia.
Al rato, la puerta se abrió y Carla asomó su acostumbrado rostro bañado en lágrimas.
-Quieren hablar contigo. Vístete -me dijo, arrojándome el pantalón del pijama.
Sus rostros fueron el espejo de mi lamentable apariencia. La madre habló primero; me advirtió que Carla era una mujer decente, educada en los mejores colegios de la ciudad, y que ningún hijo de nadie le iba a enmendar el buen camino. Algo así. Luego fue el turno del padre. Simplemente me dijo que esperaba un poco de cordura de mi parte y que guardaba la esperanza de que pudiera comprender la difícil situación que enfrentaría si volvía a verme rondando la casa de su retoño mientras él conservara la vida. Por supuesto, ambos emplearon palabras menos amables.
-Es una niña -me recriminó la madre antes de darme la espalda.
-No soy una niña -lloriqueó Carla. Pero hasta ahí le alcanzaron los argumentos.
-Vístase -dijo el hombre-. Queremos verlo salir ahorita mismo.
Empacaba mis cosas cuando Carla entró en la recámara.
-No te vayas -me rogó.
Me interrumpí para acercarme y tomarla por los hombros.
-¿Es tuyo el departamento? -inquirí en voz baja.
Negó con un gesto.
-Dijiste que lo era -le reclamé.
-Porque necesitaba tenerte conmigo.
La solté y volví sobre mis cosas.
-No te vayas -insistió.
Cerré la maleta y me crucé de brazos.
-¿Tienes algún plan?
-No.
-¿Qué hago entonces? ¿Les invitó un café y les pido una oportunidad? ¡Ni siquiera me conocen! Ni modo de que vayas y les digas que si me voy, te matas...
-¿Crees que no lo haría?
Así que aquella mañana crucé la sala en medio de ese par de frías miradas y fui recibido por las cálidas burlas de mis compañeros de oficina.
-¿Siempre sí te vienes a vivir acá?
Una semana nada más aguanté la ficción de sentirme ofendido; por fin le tomé la llamada a Carla y la saludé con un pujido.
-Ya hablé con ellos -fue lo primero que me dijo-. Les dejé bien claro que soy mayor de edad y que puedo decidir cómo llevar mi vida. Y lo que quiero es compartirla contigo.
(Ya sé que te dolió leer la última frase, pero juro que le quité lo más cursi y ni aún así funciona. Hice lo que pude.)
-¿Qué pretendes? ¿Que regrese a la escena del crimen? Jamás volveré a poner un pie en ese lugar.
-No es necesario.
Guardé un minuto de silencio por la muerte de mi capacidad de raciocinio.
-No te entiendo -dije entonces.
-Me pidieron el departamento. Más bien, se los devolví.
-Pero Carla, eso te pertenecía...
-Lo sé, pero sólo así van a entender.
Nunca trates de darle una lección a nadie hasta estar seguro de que estás con el equipo ganador. Los padres de Carla le tomaron la palabra y esa misma noche arribó con todo y nalgas a la pocilga que había tenido que rentar para no arrastrar mi humillación hasta mi propia casa.
-Bueno -le dije, recostándome en la cama, que, por cierto, ocupaba las dos terceras partes de mi departamento de soltero-. Esto es lo que hay. Tienes cinco minutos para reírte o llorar, porque ya quiero que pongas ese culo gordo en este colchón.
No sé si fuimos felices, pero al menos, creo que estuvimos a punto de alcanzar un estado semejante. Por supuesto, cogimos día y noche durante la semana que aguantamos convertidos en familia. Luego vino el pleito, la bofetada que todavía me enerva y todos esos juramentos de odio eterno que nadie que haya iniciado su vida sexual se sabe capaz de cumplir. Incluso, un mes o algo así después de la ruptura, nos fuimos a Acapulco. El profundo azul del pacífico sabe lo rico que era verla paseándose por la playa montada en esa tanga que me mantuvo erecto y vivo durante un fin de semana completo. Aquella prenda era pura magia. Tanto así que ni siquiera me tomé la molestia de quitársela cuando me la tiré en la baranda del hotel la noche del sábado anterior a nuestro regreso, pues al otro día le vino la regla y el carácter se le pudrió. Hasta volvimos en vuelos distintos.
La última vez que estuvimos juntos fue la tarde que compartimos una hamburguesa. Discutimos. Ya no sabíamos estar de otra manera. Carla me arrojó su bolsa de papas y gritó que no aguantaba más.
¡Pero vaya que aguantaba! Recortadas contra el fragor del tráfico de un jueves cualquiera, sus nalgas iniciaron el difícil proceso del adiós: dando tumbos aquí y allá, se fueron detrás de Carla, siempre detrás de Carla.
El milagro de la carne.
Pregúntale a Ronald McDonald, él te dirá que no miento.

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