viernes, mayo 12, 2006

Del sentimiento de lo fúnebre


Décadas atrás, un hombre trató de robar mi vida. Es posible que me equivoque, pero el rostro del desconocido apareció detrás del periódico y una mano huesuda se estiró discretamente para llamarme. Recién había salido de clases, mi hermana conversaba con algunas amigas y la alameda, a la orilla de la cual se alzaba el colegio, poco a poco se iba deshaciendo del alboroto infantil. El índice en la mano de aquel hombre me llamaba. Mi hermana era una niña, apenas un par de años mayor que yo, pero en ese momento ella fue mi único refugio. Apreté con fuerza la tela de su vestido y ella, distraída como estaba, apenas acertó a mirarme de reojo.
El miedo es impredecible: una vez que se apodera de ti, tu propia conciencia, extrañada, abandona tu cuerpo y te vuelves capaz de cualquier cosa. O de ninguna. Recuerdo que no pude más que abrazarme a esa cintura delicada y esperar que todas esas historias de robachicos que pueblan las pesadillas infantiles fueran tan sólo una mentira. Entonces lo sentí: ajenos a mi terror, acaso injustificado, los brazos de mi hermana me ceñían.
Esa es la única sensación que me habita cuando miro por primera vez su cadáver adulto. No sé rezar; puedo repetir de memoria los torpes versos de alguna oración, pero ninguna imagen sagrada, ninguna representación del ruego se concreta dentro de mí. Es por eso que en silencio le agradezco aquel abrazo que en vida jamás fue capaz de recordar, pese a mi insistencia. Es por eso que acaricio la carne muerta de sus brazos que, quizá sin saberlo, me dictaron una nueva versión del mundo.

Mi esposa llega al fin a la funeraria. Nos saludamos con un beso y luego busca confortarme con un abrazo que, no lo sé, acaso me rescate de algún futuro incierto. La conduzco de la mano con el resto de la familia. Nos quedamos ahí, a un costado del féretro, algo así como una hora. Entonces le cuento que debo volver al trabajo para cancelar unos asuntos y me despido sin esperar a que ella crea o no esa nueva mentira.
Ya en la oficina, Estela se acerca. Me aprieta un hombro, me mira con cariño. Luego me pregunta si no debería llorar. Le explico que no desprecio el llanto como una vía hacia la resignación, pero que, por extraño que parezca, así, casi en silencio, me siento mejor.
-Búscame si necesitas hablar -me dice antes de alejarse.
Unos minutos más tarde, la cito en la cafetería. Ante un par de americanos, le acaricio la mejilla.
-Te deseo -le digo.
Ella entorna los ojos. Debe creer que estoy a punto de sufrir un ataque de nervios, pues de inmediato me suelta un discurso que parece tomado de un manual de superación personal.
La detengo con un gesto.
-Te deseo -repito-. Soy yo quien te lo dice. Hoy he visto el rostro de la muerte y he pensado en ti, en las cosas que hemos hecho, en la vida alterna que estamos construyendo. Y ahora menos que nunca seré capaz de arrepentirme. ¿Sabes por qué? Por algo muy sencillo: si el infierno llega a reclamarme en este momento, tendrá que matarme dos veces.
Estela no parece muy convencida. No quisiera separarse de mí, pero me aconseja ir a mi casa y descansar. Tal vez el sueño me dé otra perspectiva. ¿Acerca de qué? No me lo aclara.
-Nos vemos a la hora de la comida en “ya sabes dónde” -le digo, antes de separarnos.
Pocas veces me ha ocurrido: los minutos transcurren dentro de ella y la eyaculación se demora. Mi deseo, lejos de ir muriendo, se agiganta. Ensayo en Estela todas las posturas que es capaz de soportar y al final, exhausto, le pido que me lo haga con la boca. Solícita, gira sobre la cama y me atenaza el miembro, y lame, succiona, se escupe las manos para frotarlo de una manera delicadamente violenta. Yo la tomo por el cabello y tiro hacia atrás y hacia adelante para masturbarme con su boca. Entonces siento que me empuja para obligarme a permanecer de espaldas; me toma la parte anterior de los muslos y me alza las piernas como yo hago con ella cuando me bebo sus jugos vaginales. Su lengua se reconoce en mis nalgas y un instante después su viscosidad caliente me penetra. Es un placer que ignoraba. Sorprendido, me yergo un poco para mirarla. Pero no se detiene. Mi cuerpo, incapaz de soportarlo, expulsa con violencia un denso chorro de semen.
-¿Qué me hiciste? -le pregunto con voz apenas audible.
-Te metí la lengua.
-Ya lo sé -repongo-. Quiero decir: ¿cómo es que sabes hacer eso?
-No empieces -regaña.
-Es un decir -le aclaro.
-Sólo se me ocurrió. Tú no te diste cuenta, pero estabas como ido. Más de una vez me llamaste con otro nombre. Pero no me sentí herida: sé por lo que estás pasando. Lo único que quise hacer fue traerte de regreso, y sólo se me ocurrió de esa manera.
Me apoyo en los codos para mirarla a los ojos. Es cuando descubro que su voz entrecortada no es víctima del esfuerzo, sino del llanto.
-Perdóname -musito.
-No tienes por qué... -me responde, secándose el rostro con el antebrazo-. Yo también sé lo que es perder a alguien, y no quiero que me vuelva a ocurrir.
Su boca sabe a sexo, a mi propio sexo. Por primera vez en los dos años que han transcurrido desde que compartimos esta oscuridad, siento ganas de decirle que la amo. Pero no lo hago; sólo acierto a tomarle la cara con ambas manos para mirarla, larga, profundamente.
No sé si hice bien en no decírselo. Lo cierto es que ninguno de los dos sabíamos que a partir de ese momento comenzaríamos a distanciarnos. ¿Fue acaso su ingenua confesión lo que la llevó a reflexionar que nunca iba a perderme porque no me tenía? Lo ignoro. Lo real es que jamás escuchó de mi boca esas palabras y algún día, tal vez en la soledad de una tumba, sé que tendrá que preguntarse si acaso eran necesarias.

Nos quedamos algunos minutos más tendidos y en silencio sobre la cama revuelta. Luego nos vestimos y abandonamos ese hotel, dispuestos sin saberlo a contarnos una nueva historia del mundo que mi hermana, muerta hacía apenas unas horas, ignoraría para siempre.