Fabiola R. J.

A veces la ciudad es como una muralla de relámpagos, ángeles que se desprenden de las nubes y se precipitan en ruidosa procesión hacia el vacío. Una escenografía barata: lenguas de humedad sobre las calles, haces de luz desde los autos que describen por momentos la lluvia, el susurro de la goma y el asfalto como una canción inconclusa, y luego el silencio, ese denso espacio que nunca se concreta, que el semáforo en verde rompe de un tajo. Y así todo recomienza.
La primavera ha empezado a largarse, pero el calor se ha quedado como un hombre solitario en la estación. El viento retoma sus rincones de siempre; largos suspiros que acechan los cristales, las cabelleras, los árboles que sólo saben reconocerse en él.
Afuera de una cantina de barrio, un borracho se estremece de alcohol y confusión. Acaso mañana esté muerto; acaso mañana deseará estarlo. Nadie es dueño de su propio destino cuando la lluvia juega a perseguir a los hombres. En un portal inesperado, el desconocido se refugia. La prisa lo ha llevado hasta el lugar que, sin saberlo, siempre había buscado. El portero del edificio lo observa curioso desde el interior en penumbras. Tan vulnerable, tan expuesto. El anciano encuentra en esa figura el recuerdo de un hijo que se ha ido. Por un momento duda si invitarlo a pasar, ofrecerle algo de café, algo de charla. Pero hay un reglamento que lo impide. Tal vez sea lo mejor: ese hombre es un asesino.
Azuzados por la violencia del agua, miles de hongos de colores despiertan. El cielo recupera su naturaleza mitológica: todos saben que está ahí, pero nadie se atreve a mirarlo, o, si lo hacen, es tan sólo una sombra, apenas un guiño en los espejos que la vida rompe a su paso. Caminar sobre el agua no es ya más un milagro. El Diluvio se reconstruye incierto mientras los hombres duermen, pero al amanecer sólo deja su rastro.
A veces la ciudad te escupe tu soledad en plena cara. Eres, de ese modo, el oscuro ser que observa la lluvia a través de la ventana. Eres también ese otro que a su vez te observa. No miras entonces la ciudad, sino que buscas las cosas que la misma ciudad te ha arrebatado.
Fabiola es el nombre de esa búsqueda.
Veinte años de calles se concretan de pronto ante tus ojos. Tienes que ser una sombra para que en veinte años hayas podido escapar de su mirada. Tienes que haber sido ciudad que ya en nadie despierta el asombro para que Fabiola haya pasado sobre tu recuerdo una y otra y otra vez sin siquiera notarte.
Tienes que ser ciudad.
Entonces, ¿ella en qué se ha convertido? ¿Cómo han actuado los trabajos del tiempo sobre la piel adolescente de su rostro?
Fabiola es un enigma.
¿Recuerdas aquella vez que creíste verla en el vagón del Metro? ¿A dónde ibas o de dónde venías que no fuera de esa búsqueda incesante? Los cuerpos se apretujaban, despreciando las leyes de la física, mientras que el calor acumulaba su odio hacia los hombres. Los rostros de aquel infortunio pasajero se habían vuelto un catálogo del tedio, pero al fondo descubriste esas facciones que el fugaz horror del viaje no había podido consumir. ¿Creíste que era ella? En esa sospecha radicó tu desgracia, pues un codo anónimo buscó refugio en tus costillas y, al despertar, aquella imagen había desaparecido. ¿En verdad creíste que era ella? Saliste, arrastrado por esa marea desesperada, a una estación cualquiera. Recorriste el andén. Saliste incluso a las calles, que no te reconocían. La noche se le confió a tus ojos que escudriñaban atentos el entorno. Pero nunca la hallaste.
Fabiola es un rastro, un disimulo.
Hace ya tiempo que le escribiste una carta. No la reproducirás aquí, te conozco. Pero nada se pierde si aludes brevemente a su contenido ahora que estas líneas han comenzado a nombrarla. ¿Recuerdas?: la nostalgia, tu nostalgia, fue llenando ese espacio en blanco hasta concretar una imagen. No era el discurso que has estado repasando hora tras hora hasta acumular todos estos años; era, más bien, una queja: ¿Por qué, no conforme con haberse ido, ha comenzado a llevarse también los detalles de su rostro? Porque aquella vez ante la página en blanco descubriste que la memoria, tu memoria, acaso por la noche, acaso tan sólo en un descuido, le había estado difuminando los rasgos. Era una broma cruel, pero era real. Así que no tuviste más remedio que acudir a tu imaginación, y te pusiste a inventarle expresiones, tics, ingenuidades, frenético como un Van Gogh desdeñoso de los colores del mundo. Le atribuiste virtudes, deslealtades; la incitaste al dolor y al gozo; la escuchaste incluso llegar sigilosa una madrugada de sábado. Y una vez que creíste haberla definido ante el mundo, te sumaste a esa memoria, para sentirla, para darle una oportunidad al tacto, para contarle tu propia versión de las cosas.
No funcionó. Aquella mujer de artificio, al igual que la real, según recuerdas, también se abandonó al misterio.
Así que dos veces la has perdido.
Pero insistes. Y la ciudad no responde.
A veces la ciudad es un refugio para un hombre solitario. A veces, también, es sólo una quimera.
Fabiola es parte de una mitología personal.
La primavera ha empezado a largarse, pero el calor se ha quedado como un hombre solitario en la estación. El viento retoma sus rincones de siempre; largos suspiros que acechan los cristales, las cabelleras, los árboles que sólo saben reconocerse en él.
Afuera de una cantina de barrio, un borracho se estremece de alcohol y confusión. Acaso mañana esté muerto; acaso mañana deseará estarlo. Nadie es dueño de su propio destino cuando la lluvia juega a perseguir a los hombres. En un portal inesperado, el desconocido se refugia. La prisa lo ha llevado hasta el lugar que, sin saberlo, siempre había buscado. El portero del edificio lo observa curioso desde el interior en penumbras. Tan vulnerable, tan expuesto. El anciano encuentra en esa figura el recuerdo de un hijo que se ha ido. Por un momento duda si invitarlo a pasar, ofrecerle algo de café, algo de charla. Pero hay un reglamento que lo impide. Tal vez sea lo mejor: ese hombre es un asesino.
Azuzados por la violencia del agua, miles de hongos de colores despiertan. El cielo recupera su naturaleza mitológica: todos saben que está ahí, pero nadie se atreve a mirarlo, o, si lo hacen, es tan sólo una sombra, apenas un guiño en los espejos que la vida rompe a su paso. Caminar sobre el agua no es ya más un milagro. El Diluvio se reconstruye incierto mientras los hombres duermen, pero al amanecer sólo deja su rastro.
A veces la ciudad te escupe tu soledad en plena cara. Eres, de ese modo, el oscuro ser que observa la lluvia a través de la ventana. Eres también ese otro que a su vez te observa. No miras entonces la ciudad, sino que buscas las cosas que la misma ciudad te ha arrebatado.
Fabiola es el nombre de esa búsqueda.
Veinte años de calles se concretan de pronto ante tus ojos. Tienes que ser una sombra para que en veinte años hayas podido escapar de su mirada. Tienes que haber sido ciudad que ya en nadie despierta el asombro para que Fabiola haya pasado sobre tu recuerdo una y otra y otra vez sin siquiera notarte.
Tienes que ser ciudad.
Entonces, ¿ella en qué se ha convertido? ¿Cómo han actuado los trabajos del tiempo sobre la piel adolescente de su rostro?
Fabiola es un enigma.
¿Recuerdas aquella vez que creíste verla en el vagón del Metro? ¿A dónde ibas o de dónde venías que no fuera de esa búsqueda incesante? Los cuerpos se apretujaban, despreciando las leyes de la física, mientras que el calor acumulaba su odio hacia los hombres. Los rostros de aquel infortunio pasajero se habían vuelto un catálogo del tedio, pero al fondo descubriste esas facciones que el fugaz horror del viaje no había podido consumir. ¿Creíste que era ella? En esa sospecha radicó tu desgracia, pues un codo anónimo buscó refugio en tus costillas y, al despertar, aquella imagen había desaparecido. ¿En verdad creíste que era ella? Saliste, arrastrado por esa marea desesperada, a una estación cualquiera. Recorriste el andén. Saliste incluso a las calles, que no te reconocían. La noche se le confió a tus ojos que escudriñaban atentos el entorno. Pero nunca la hallaste.
Fabiola es un rastro, un disimulo.
Hace ya tiempo que le escribiste una carta. No la reproducirás aquí, te conozco. Pero nada se pierde si aludes brevemente a su contenido ahora que estas líneas han comenzado a nombrarla. ¿Recuerdas?: la nostalgia, tu nostalgia, fue llenando ese espacio en blanco hasta concretar una imagen. No era el discurso que has estado repasando hora tras hora hasta acumular todos estos años; era, más bien, una queja: ¿Por qué, no conforme con haberse ido, ha comenzado a llevarse también los detalles de su rostro? Porque aquella vez ante la página en blanco descubriste que la memoria, tu memoria, acaso por la noche, acaso tan sólo en un descuido, le había estado difuminando los rasgos. Era una broma cruel, pero era real. Así que no tuviste más remedio que acudir a tu imaginación, y te pusiste a inventarle expresiones, tics, ingenuidades, frenético como un Van Gogh desdeñoso de los colores del mundo. Le atribuiste virtudes, deslealtades; la incitaste al dolor y al gozo; la escuchaste incluso llegar sigilosa una madrugada de sábado. Y una vez que creíste haberla definido ante el mundo, te sumaste a esa memoria, para sentirla, para darle una oportunidad al tacto, para contarle tu propia versión de las cosas.
No funcionó. Aquella mujer de artificio, al igual que la real, según recuerdas, también se abandonó al misterio.
Así que dos veces la has perdido.
Pero insistes. Y la ciudad no responde.
A veces la ciudad es un refugio para un hombre solitario. A veces, también, es sólo una quimera.
Fabiola es parte de una mitología personal.
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