jueves, mayo 18, 2006

A un costado del mundo (I)


Perdona que te pida que te alejes de estas líneas: no son para ti. Es difícil que reconozcas a la mujer de la que pienso hablar, pues Natasha no es su nombre y es imposible que logres reconstruir su rostro pues las calles por las que paseamos juntos una sola vez estaban solitarias a esa hora de la noche. Todavía más improbable es que hayas fornicado alguna vez con ella: nadie jamás lo hizo; yo fui el primer y último hombre en su vida y no me separé ni un segundo de su cuerpo. Además, a la mañana siguiente estaba muerta.
Te lo suplico: vete ya. Pero, si decides permanecer aquí, no te guardaré rencor si no crees una sola de mis palabras. Después de todo, tú sabes bien que soy un farsante.

...

Espera, cambié de opinión: tal vez sea mejor que te quedes; necesito que alguien sepa por qué no fui capaz de amarla. Pero antes debo hacerte una advertencia: mañana descubrirás que esta historia ya también te pertenece, y entonces te corresponderá a ti cargar con sus atroces imágenes por el resto de tu vida. Y no habrá marcha atrás. Yo, he de confesarlo, ya he sido derrotado.
Escucha, pues. Y que la piedad sea contigo.

De no ser por la novela negra, pocos sabrían lo que significa despertar con un cadáver a su lado. Yo soy uno de ellos. Más allá de la sorpresa y el miedo, créeme, está el silencio, llano y oscuro, envolviéndolo todo. También, por supuesto, está ese cuerpo cuya imagen desnuda te fue negada la noche anterior. Pero su piel ha dejado ya de evocar para siempre los placeres de la carne, tan tuyos, para abandonarse sin remedio a las cosas inmóviles, a las cosas del mundo. Hechas de un silencio aún más profundo.
He descrito en segunda persona ese primer instante. Con ello no he buscado el efectismo o regalarle a la estética las formas de mi horror: es, simplemente, que intento explicar cómo el alma se acobardó y huyó de mi ser cuando ese trozo descarnado de la realidad se concretó al fin frente a mis ojos: Natasha estaba muerta, y yo a su lado.
-Me iré de madrugada, sin que te des cuenta -había sentenciado.
Y cumplió su promesa.
Aquella noche le había dado la espalda y contemplaba, a través del cristal polarizado, el paso de los autos sobre la avenida.
-Ya puedes volverte -dijo ella.
Se había puesto un kimono de falsa seda. Sobre la superficie brillante de la tela que se empeñaba en recrear las formas de sus senos, aquel dragón me miraba.
-¿Quieres que me dé la vuelta para que puedas desvestirte? -me preguntó con una voz que se reconoció suavemente en la tibia opresión del cuarto de hotel.
-No es necesario -le contesté, inmerso en sus delgadas pantorrillas que las sombras danzantes de la habitación se empeñaban en disimular.
-Entonces -dijo- apagaré la luz.
El ámbar del exterior, tenue como un rumor, bañó nuestras siluetas. Natasha, al fondo, del otro lado de la cama, encendió un cigarrillo. El diminuto fulgor le iluminó por un instante el rostro. Luego, la oscuridad pareció ceder un poco, aunque no demasiado para que yo supiera la verdad de su expresión, que adivinaba tensa, expectante.
Me desvestí en silencio. Con un cuidado inhabitual en mí, busqué a tientas un lugar en donde depositar mi ropa.
-Siéntate -oí que me decía.
A gatas sobre la cama, alcancé el origen de su voz. Esa misma voz que repitió varias veces mi nombre como si de un mantra improvisado se tratara.
-¿Quieres uno?
Utilicé el fuego de su propio cigarrillo para encender el mío. Vi lo cerca que estaba de su rostro, pero sus detalles seguían siendo un enigma.
-Hagas lo que hagas esta noche -dijo ella luego de arrojar una invisible bocanada de humo-, trata de no tocarme.
-No sé si pueda -confesé-: negarme el contacto con tu cuerpo sería la peor traición a este lugar.
Es difícil ser original cuando te encuentras compartiendo la cama con una desconocida.
-Acuéstate -me pidió, ignorándome-. Quiero que cierres los ojos e imagines lo que harías si pudiera ser tuya.
Obedecí, no muy convencido de lograr lo que ella esperaba: en mi vida, el tacto había suplido siempre a la imaginación.
Cerré los ojos e intenté visualizar la geometría de su cuerpo. Sus senos serían medianos, redondos, tiernos; la carne en torno a su cintura tendría que ser esbelta, aunque no demasiado; sus nalgas serían como un par de duraznos, tersas y rosadas, y la vellosidad de su entrepierna, mullida, de rizos castaños, dibujada apenas sobre su piel como un triángulo invertido.
Pero el silencio no era lo que ella había buscado.
-Dime lo que estás pensando -me ordenó.
En un principio, mi voz fue apenas un murmullo, una titubeante línea de ideas inconexas. Luego, conforme descubrí que pese a todo aquella oscuridad se iba llenando de imágenes, mis labios se ajustaron a su propia circunstancia y las palabras fueron escapando de mi boca con la fuerza de un río que se desborda.
Esa noche, mi voz, que fue vértigo y acoso, dibujó en la sombras el cuerpo que no era; habló de movimientos, posturas y artificios del tacto; se dejó seducir y esclavizar, arañar y persuadir. Esa noche, esa única noche, mi voz urdió un instante imposible, una elegía.
Concluí por fin, extasiado, ebrio de imágenes. Luego abrí los ojos y vi aquella silueta cernida sobre mi rostro. Natasha, al parecer, no había dejado de observarme.
-¿Era lo que esperabas? -pregunté, deseando la carne de esos labios cuya cercana belleza rebasaba mi ficción.
-Todo es mentira -dijo simplemente.

Ahora sé por qué me eligió a mí para acompañar su muerte: yo era un extraño, y nada había que pudiera ofrecerle más que mi sola presencia y, si acaso, mi facilidad para ocultar la verdad inconveniente. Nos habíamos encontrado en la barra de una lujosa cantina. Ella, sentada a un lado del único taburete disponible, me sonrió. Yo correspondí al gesto con una leve reverencia y pedí una cerveza. No había ido allí en busca de una aventura; Iván me citó en aquel sitio para dialogar consigo mismo en torno a sus problemas personales, que no referiré pues esta no es la historia de mis amistades. Hubo una hora en que la barra se vació y sólo Natasha y yo permanecimos, uno al lado del otro, silenciosos como dos extranjeros en un vagón de tren. Quizá pensaba iniciar con ella una charla, no puedo asegurarlo, lo cierto es que Iván me palmeó un hombro a manera de saludo y ocupó un lugar junto a mí. En determinado momento, la relación de los días con mi esposa fue un tema necesario. Nunca lo evité como en otra ocasión lo hubiera hecho, a pesar de que sabía que aquella desconocida a mi lado podía estar escuchándome. Y el tema llevó a otro: Estela, el disimulo, las horas infieles que pasábamos juntos. Iván, incómodo ante la interrupción de su monólogo, se disculpó para ir al baño. Fue entonces la primera vez que escuché esa voz:
-Tienes una amante.
Era Natasha, en un tono ajeno al reproche.
Me volví hacia ella, sin sorpresa, casi sin interés. En el sofocante claroscuro de aquel bar, la belleza de sus ojos se imprimió para siempre en los míos.
-La chica ha escuchado una conversación ajena -expuse, acentuando el hecho de que no me molestaba-. Mal, muy mal. La próxima vez sólo platicaré por correo electrónico.
-No debe avergonzarte -me contestó ella, viendo a hurtadillas el cigarrillo moribundo que yo sostenía entre los dedos-, puesto que se lo has dicho a la mitad de los clientes.
-¿Hablé en voz muy alta? -la interrogué en forma irónica.
Ella asintió.
-¿Te molesta si te robo un cigarro?
Le extendí la cajetilla. Ella tomó mis manos entre las suyas para acercarse la flama del encendedor.
-¿Es bonita? -el humo salió de sus labios como una representación de sus palabras.
La interrogué con un gesto.
-Tu amante -aclaró.
Ahora estaba seguro de que aquello era un flirteo. Y tú sabes que amo los flirteos.
-Antes, creí que lo era. Luego de verte, ya lo dudo.
No mentía.
-Eso es algo muy cruel -externó.
-Acabo de decirlo.
En ese momento, Iván reapareció. Me contó que los baños eran mixtos, y que se había encontrado a una ex novia. Entablaron una breve conversación y en segundos descubrieron que habían agotado todos los temas. Pero siguieron sin moverse, uno frente al otro. La vejiga de Iván lloraba de angustia, pero le avergonzaba el hecho indigno de orinar en su presencia e imaginarla a su vez perder la galanura tras la puerta de un privado. Entonces, ambos lo comprendieron todo. Y estallaron en risas. “¡Vamos!”, le dijo él, “es sólo una meada”. Aquella escena le había cambiado el humor. Lo habían invitado a una fiesta; me pidió que lo acompañara. Ahí podríamos retomar la charla. ¿En qué diablos nos habíamos quedado? En el espejo semioculto por las botellas que había frente a nosotros, vi que Natasha sonreía. “Muchas gracias”, me disculpé con Iván. “Conozco las sustancias que se consumen en tus reuniones y ya sabes que yo a eso nomás no”. Al parecer, no le importó demasiado. Se despidió con un abrazo y se abrió paso a empujones entre la multitud que a esa hora ya había llenado el bar.
-Hubieras aceptado -dijo Natasha sin más trámite una vez que Iván se perdió de vista-. Nunca se sabe a quién puede uno encontrar. A lo mejor a la sustituta de la mujer que era bonita.
-Tienes razón -le respondí, girando de plano el asiento para mirarla de frente-. Uno nunca sabe...

Pero ahora estaba muerta. Y esa muerte, su única muerte, también había consumido su belleza.

Callados, nerviosos como actores novatos, fuimos dejando atrás el ruido del bar. En la calle, no del todo desierta, la música era apenas un rumor apagado, una especie de vago recuerdo.
Cruzamos la calzada con el rojo del semáforo y enfilamos hacia el parque. Ella me había dicho que la acompañara, que amaba caminar sobre el asfalto humedecido por la lluvia.
-Es como en las películas gringas -había comentado-: nadie sabe por qué siempre están mojadas las calles sea cual sea la temporada del año, pero a todos les parece de lo más normal.
Luego, simplemente se quedó callada.
Los árboles que presidían la oscuridad del parque estaban cubiertos por una niebla incipiente. Eso y la presencia de Natasha le conferían a nuestra circunstancia una suerte de naturaleza gótica, no sé si espeluznante. No quiero exagerar. Al llegar a la esquina, la ciudad nos dio a elegir entre una angosta callejuela poblada de autos en penumbras y una estrecha avenida desierta.
-Yo sé que por aquí se llega a Tlalpan -observó ella señalando con la mirada-. Tú dime hacia dónde va esa otra.
-Al final de ese callejón se acaba el mundo -quise bromear-, y no querrás ver a los duendes de la Navidad construyendo el futuro...
Pero ella no rió. Me ofreció su perfil, de pronto oscurecido, y susurró, casi para sí misma:
-No, no es algo que yo deba ver.

Los empleados del hotel nos recibieron con su tradicional disimulo. Natasha me pidió que esperara y se dirigió a la recepción, en donde el encargado le entregó una llave.
-Aquí vivo -me dijo al regresar-. Y no preguntes más.
Los espejos del elevador repitieron el silencio de nuestros cuerpos y las imágenes de tres brazos que se atrevieron a buscar un primer contacto con las figuras envueltas en negras gabardinas de tres Natashas que al instante alimentaron una distancia, un vacío que hasta ese momento no sabía necesario.
-Perdona -le dije-, no quise asustarte.
-Y no lo has hecho.
Salimos al amplio corredor de paredes ocre adornadas con retratos de un arte insulso. Natasha se adelantó un poco para conducirme a la habitación, la misma habitación que horas más tarde me tendría de hinojos sobre la taza del baño, vomitando con violencia el horror de una culpa que no era mía.
Me limpié los labios con el dorso de la mano. Luego fui al lavabo con la estúpida esperanza de que no fuera mi rostro el que me escupiera el espejo. Pero ahí estaba yo, aún desnudo, de alguna manera espectral. Permíteme pasar por alto los detalles de mi angustia, que no creo necesario pedirte que imagines pues la desesperanza es siempre la misma, sea cual sea su origen. No quería salir a la recámara para no ver de nuevo ese cuerpo sin vida cuya desnudez, apenas una noche antes, se sugería misteriosa debajo del kimono que en ese momento yacía a mis pies. Vi entonces el estuche que sobresalía de uno de sus bolsillos. Me agaché un poco, con intenciones de tomarlo, pero al instante me detuve: sea que diera o no testimonio, el rastro de mis manos no tendría nada que hacer en él. Sobre la repisa del lavabo, casi como una carta de despedida, descansaba la jeringa. Asqueado, retiré las manos del mueble y las froté contra mi piel sudorosa. Como un destello, casi como si una voz en mi cabeza me lo aconsejara, supe que tenía que escapar.
Evité a toda costa la visión del cadáver. Dándole la espalda, me vestí a toda prisa. Luego escudriñé la habitación en busca de algún objeto que pudiera incriminarme, mientras palpaba mis bolsillos contando una y otra vez mis pertenencias. Finalmente, hice lo que el cine aconseja: fui por una toalla y limpié las superficies de los objetos que pudiera haber tocado. El cuerpo de Natasha, sus piernas levemente abiertas, el inútil secreto de su sexo apenas sugerido entre la urdimbre del vello, se quedaría allí a solas, tendido sobre la cama, aguardando la eternidad.

-Me matan las ansias de tocarte -recuerdo que le dije para romper el silencio de su mirada insistente.
-No hables así -me interrumpió-: la muerte no es una mentira.
-Tus ojos -dije entonces-. Hay algo en ellos que me intriga. Es como si no me estuvieras viendo hoy, sino mañana. Ya sé que suena idiota, pero no encuentro manera de explicarlo.
-Es porque no me pertenecen.
Fue así como dejó por un momento la retórica y me confesó que había donado ya sus córneas. No era algo extraordinario, señaló. Si acaso, al hacerlo había pensado en una persona que anhelaba ver el mundo. Se trataba de su hermana -y aquí su voz se apagó un poco-, la única persona capaz de regalarle la oportunidad de preservar su vida, aunque fuera de ese modo.
-Yo puedo morir en cualquier momento -acotó-, y si hay algo que amo es ver más allá de las cosas. A ti, por ejemplo. Saber que estás desnudo, que no puedo verte en esta oscuridad pero igual grabarme en los ojos la posibilidad de que seas como a mí se me antoje. Es por eso que no quiero tocarte ni quiero que me toques. Mañana no sabremos si fuimos una mentira y nuestros cuerpos, entonces, tendrán mil formas y ninguna. Yo sé que callaré para siempre este momento; confío, porque sé que eres un hombre lleno de secretos, en que sabrás disfrazar este recuerdo.
Apagó el cigarrillo y se tendió a mi lado. Comenzó a hablarme de una infancia que podría no ser la suya. Me contó de su hermana, de la enfermedad que le produjo la ceguera. Yo, aún inquieto, le pregunté si había amado a alguien. Me respondió que no. Que incluso, jamás había estado a solas con nadie. Que ignoraba la desnudez de un hombre. Que adivinaba las formas de mi sexo pero que ni siquiera le pasaba por la mente la idea de tocarlo, mucho menos de intimar con él. Porque en ello residía la naturaleza de su deseo.
-Quisiera amarte -le dije-. Pero juro que no haré nada que tú no quieras.
-Quédate así -me respondió-. Recuerda para siempre todo lo que te pedí que imaginaras. No quiero que sacies tu deseo; así, nunca me olvidarás.
Fue lo último que le escuché decir. Luego vino el silencio definitivo, el sueño del que, como ella, no debí despertar jamás.

Eso fue lo que ocurrió. Aquella mañana, llegué a casa y fui directo a la regadera. Mientras me bañaba, mi esposa me interrogó sobre mi ausencia. Le mentí que luego de encontrarme con Iván, me invitó a una reunión; que el lugar estaba en los suburbios y que el sujeto se emborrachó al grado de no poder conducir. Quiso saber por qué no la había llamado. Le dije que lo había intentado, pero que la señal del teléfono era débil y se cortaba. No quedó muy convencida. Me vestí con el disfraz acostumbrado y preparé café. Ella no hacía más que mirarme a los ojos. Impenetrables.
Una hora después, con la excusa de salir por cigarrillos, fui a la esquina e hice la llamada anónima. Jamás volveré a criticar los lugares comunes de Hollywood: al día siguiente perseguí la noticia en los diarios. No había evidencias de que aquella muerte fuera un crimen, aunque los empleados del hotel recuerdan que la mujer, que había pagado el hospedaje de una semana, subió a su habitación en compañía de un hombre del que difieren en la descripción de sus características. No hay forma de corroborar ese dato por medio de las cámaras de seguridad, pues hacía más de un año que no existían. Eso fue todo. Bienvenidos al Tercer Mundo.

¿Aún estás ahí? Lo siento, pero estoy cansado. Quizás mañana, quizás algún otro día, si es que aún te quedan ganas, leerás aquí el resto de la historia.

Una historia que ahora también a ti te pertenece.