miércoles, mayo 17, 2006

Algo huele a podrido...


Sucedió hace algunos años. Los padres de Edgar poseían una casa en Cuernavaca, un lugar de descanso al sur de la ciudad de México. Durante varias semanas preparó una fiesta de fin de semana entre los compañeros de la oficina. Invitó a hombres y mujeres por igual. No negaré que la idea me entusiasmaba: tenía tiempo que no me emborrachaba de manera escandalosa. Mis amigos se habían ido quedando atrás en el tiempo y sólo tenía espacio para el alcohol en reuniones familiares, que a veces llegan a ser tan divertidas como una visita a casa de la tía sorda. Así que acepté desde el principio, pero existía un inconveniente: mi esposa. Antes de que me juzgues, haré una aclaración: el sol es un veneno letal para su piel, de modo que nuestras vacaciones rara vez se dan en lugares cálidos o en épocas veraniegas. La idea de acompañarme, por supuesto, le pareció inconcebible. Estaba ya en el asunto de buscar un buen pretexto para cancelar el viaje sin parecer un hombre sometido, cuando ella hizo una cosa de mujer: de frente al espejo del tocador, de espaldas a mi azoro, me dijo que ya me hacía falta un fin de semana a solas. Al principio, no supe si aquello era una trampa o un pasaje de sinceridad. Pero ella agregó que el sábado tendría su guardia semestral en el trabajo, y que odiaba la idea de imaginarme solo en casa, sabe Dios con qué atroces pensamientos.
-Voy a llegar muerta de cansancio -dijo, estirando la cara para aplicarse el desmaquillador-. Y no voy a tener fuerza para descolgar tu cadáver.
Celebré la noticia con una buena cogida por el culo. Era miércoles por la noche; me quedaban un par de días para recuperarme. Mientras le embestía ese corazón hecho de nalgas en la semipenumbra de la recámara, pensé en Alicia, la recepcionista de la tarde. Hacía apenas un par de semanas que se había incorporado a la empresa y sus enormes senos ya eran el imán de mis ojos. Edgar, merced a mis ruegos, había decidido invitarla, y lo último que supe fue que no dudó en aceptar. La clásica “nalga pronta” que no debe faltar en ningún lugar de trabajo. En ese momento no sabía (por fortuna, pues la última acometida y el posterior estallido del semen fueron en su honor) que esa misma noche había llamado por teléfono a mi amigo para rechazar la invitación.

-Puedes intentar con Margarita -me consoló Edgar para tratar de evitar mi derrumbe emocional.
-¿Quién es esa?
-La de Cobranzas. Está buena. En serio.
-Insiste con Alicia -le rogué, al borde de la histeria.
-No puede. Dice que se va a un retiro.
-La muy puta...
-Margarita está buena, ya lo verás.
Nalga mata carita. Eso es una certeza. A lo lejos, estaba claro que la tipa cargaba con un asco de rostro, pero tenía un trasero encantador. Quedaba el asunto de las tetas, que puede ser definitivo, y las de ella bien podrían llamarse pectorales. Pero, como diría el buen Henry Miller: “Una picha tiesa no tiene conciencia”.
-El culo es lo de hoy -declaré en voz baja ante un Edgar complacido por el valor de su hallazgo.
-Además, dijo que llevaría a su hermana. Con que esté la mitad de buena que ella...
El viernes por la noche, las cosas tomaron un rumbo interesante.
-Cancelaron todos, los muy cabrones.
Pero la alegría en el rostro de Edgar no se correspondía con la funesta noticia.
-Y... ¿por qué estás sonriendo?
-Porque cancelaron todos, menos Margarita. Y sí llevará a su hermana.
Ya desde ese momento, la sangre se me agolpó en el miembro.
-No le has dicho nada, ¿verdad?
La sonrisa se le pudrió de tanta felicidad.

Llegamos a Cuernavaca al mediodía del sábado. Las hermanas, cómplices de su propia fealdad pero dueñas de unas piernas largas y bronceables, se miraron entre sí al entrar en la casa vacía.
Detrás de ellas, Edgar y yo cargábamos los víveres.
-¿Y los demás? -preguntó Margarita, más curiosa que preocupada.
-Unos cancelaron -se apresuró a explicar mi amigo mientras se dirigía a la cocina-; otros aseguraron que llegarían por la tarde. ¿Hay algún inconveniente?
-Ninguno -respondió ella como si la idea tampoco la incomodara demasiado.
La hermana (Margot era el nombre) se le acercó por la espalda y le susurró algo al oído. Debió ser algo gracioso, pues ambas rieron en voz baja, aunque lo dudo: cuando una mujer se ríe, nadie puede garantizarte que acaban de contarle un buen chiste.
Algo era seguro: eran un par de putas.
-Arriba están las recámaras, por si quieren cambiarse -avisó Edgar al salir de la cocina con un par de botellas de tequila. Al ver que ni siquiera me inmutaba, me señaló la escalera-: La invitación también es para ti.
-Puedo cambiarme aquí mismo -le dije, con una sonrisa siniestra-: ya traigo puesto el traje de baño.
Las dos usaban bikini. Y ambas parecían haberse dejado las tetas en el vestidor. Margot portaba también un culo de considerables proporciones, pero ya Edgar la había elegido. El privilegio del anfitrión. Se quitaron las toallas y ajustaron las camas a una posición cómoda. Edgar les extendió un par de vasos y las invitó a darse un chapuzón. O eso me imaginé. Podía verlos a los tres desde el otro extremo de la alberca, que había cruzado de unas cuantas brazadas.
Margarita se paró en la orilla y me llamó. No escuché lo que decía. Me sumergí con elegancia y salí al otro lado, justo a sus pies.
-¿No vas a brindar con nosotros?
-Podría beberme todo esto -le respondí, agitando el agua con una mano-, pero el cloro no emborracha. Te agradecería que me pasaras mi vaso.
-Sal por él -me dijo, insinuante.
-No puedo hacerlo -le aclaré, entrecerrando los ojos a causa del sol, que me hería-. ¿Por qué no lo traes y te metes a nadar conmigo?
-Porque no sé nadar.
-Enséñale -gritó Edgar, que ya se había sentado en la cama de Margot.
-¿Así, nada más, sin habernos presentado? -bromeé.
Margarita rió con ganas. No sólo era una puta: también era idiota.
-Enséñame -dijo después.
-Tú lo pediste -le dije.
Apoyé los brazos en la orilla y emergí con toda mi humedecida desnudez.
No alcancé a ver el tamaño de su sorpresa, pues al salir resbalé un poco y, una vez que recuperé el equilibrio, sólo encontré que las hermanas se miraban entre sí.
-¡Eres un guarro! -exclamó Edgar, fingiendo que aquella situación lo apenaba.
Sé que tengo un buen cuerpo. Me lo han dicho. Tampoco soy un modelo de ropa interior masculina, pero las proporciones de mi verga tienen justo la medida de mi orgullo. Por fortuna, el agua de la alberca estaba calientita.
Con total desvergüenza, me detuve frente a Margarita, que ya había tomado asiento, y le pregunté por mi vaso.
-Es ese -me dijo, señalándolo con su mano libre. Por un instante me miró, pero no a los ojos.
Edgar sonreía, buscando la complicidad de Margot, quien apenas podía disimular un leve nerviosismo.
Me senté a un lado de Margarita.
-Salud -dije, alzando mi bebida.
Al rato, Edgar propuso un juego en la piscina. Se metió en la casa y un instante después salió con una enorme pelota de playa. Sin mediar aviso, se lanzó al agua.
-Vengan -nos llamó.
Hice equipo con Margarita. No sé en qué consistía el juego y sólo me dediqué a rechazar con fuerza la pelota cada vez que la tenía a modo. Tampoco importaba: aquello era sólo un pretexto para el contacto subrepticio y la cachondez. Cuando me cansé de fingir, le propuse a la tipa enseñarla a nadar. Aceptó. La hice que se tendiera de espaldas para que aprendiera a flotar, y aproveché para probar la consistencia de sus nalgas, que mis manos apenas abarcaban. Mientras tanto, Edgar, al otro extremo, se encargaba de Margot. Por las risas y los manotazos, supe que también estaba calibrando su cuerpo.
No supe cuánto tiempo estuvimos ahí, lo cierto es que habíamos estado alternando las clases con los tragos y un rato después ya estábamos completamente borrachos.
Edgar nos hizo algunas fotografías. Comprometedoras. Pero ninguna de aquellas imágenes, mucho menos aquella que me mostraba con el top de Margarita entre los labios, sobrevivió: por la noche, me tiré un clavado con cámara en mano. No fue un accidente. En fin. Una vez que el sol acabó por largarse, salimos de la alberca y entramos en la casa con la excusa del hambre, que para mí no lo era. Comimos pollo rostizado y organizamos una guerra de ensalada. El comedor quedó inservible; las botellas de tequila, a salvo.
Si alguna vez has bebido más allá del límite que aconsejan los anuncios comerciales, sabrás muy bien que los recuerdos del alcohol están hechos de imágenes que por alguna razón adoran fragmentarse. Y no necesariamente en un orden específico. Cada vez que intento convocar la memoria de aquella noche, lo primero que me viene a la mente es el rostro de Margarita mientras intenta besarme bajo la ducha. Estábamos metidos bajo los gruesos chorros cuando sentí sus manos en mi verga y sus labios en el voraz intento de reconocerse en los míos. Pero no la rechacé: ignoro merced a qué alquimia aventurada aquellas facciones se habían despojado de su fealdad para mostrarse plenas de una belleza casi exótica, inasequible. No sé si lo hice, o qué le dije (ya sabes cómo soy yo: el hocico por delante), lo cierto es que de pronto se quedó quieta, sus ojos muy fijos en la ebriedad de mi rostro empapado de deseo.
-Tú sí lo eres -murmuró, dejando que el agua le escurriera por las comisuras de los labios.
Luego estamos en el intento de secarnos mutuamente, literalmente desequilibrados, buscando a tientas las elusivas paredes de brillante azulejo. Y entonces está mi boca en donde debieran estar sus senos, y el incisivo esmalte lastimando quedamente la carne erecta del pezón. Después, su lengua, que lame la tiesa carne de mi verga con un candor insoportable. En instantes, ambos estamos tendidos sobre la cama. Nunca supe a qué hora alcanzamos la recámara. Margarita, debajo de mí, ha empezado a gemir justo en el momento en que mis manos abandonan su pecho y le buscan ciegamente las nalgas, que se ocultan; tantéandole los muslos, la entrepierna. Sé que por alguna razón que desconozco hay un corte, una burda edición que ha borrado para siempre un fragmento de aquellos instantes, pues de pronto me veo hincado frente a ella, lamiendo los dedos de sus pies con un placer mórbido, casi insano. Es entonces, creo, cuando descubro que no se ha quitado la parte baja del bikini, una pieza diminuta con alguna impresión de dudosa estética. Sin dejar que los dibujos de mal gusto me distraigan, me froto el miembro con sus pies. Sí, soy un jodido fetichista, y esa sensación me enerva. Pero el coño disfrazado de barcazas antiguas me derrota. En un gesto de absoluta lujuria, le abro las piernas y comienzo a lamer la parte interior de sus muslos, que son hermosos. Pronto tengo frente a mis ojos el pliegue moreno de sus nalgas, el anuncio furtivo del vello, los bordes de los labios vaginales dibujados en la tela húmeda, en parte por el agua, en parte también por el deseo, que se le escurre para buscarme la lengua, que ya esgrimo.
Henry James acuñó una metáfora que ya es lugar común en la literatura. Pero las vueltas de tuerca no siempre le abren un sesgo al devenir cotidiano para que lo incomprensible asome la jeta: a veces también pueden romper la maquinaria que le da cuerda al mundo. Lo supe cuando al fin desaté el nudo de aquel horrible bikini y acerqué mi boca al coño sediento de Margarita. De la puta Margarita.
Aquel coño apestaba.
Soy mujeriego, no ginecólogo. El arte que postulo, por lo tanto, se rinde ante la ciencia. Ignoro, pues, el origen de aquel olor nauseabundo. Tampoco es algo que me importe. Lo cierto es que el húmedo agujero de la mujer que me atraía hacia sí con una fuerza inusitada olía a todos los rencores del mundo. Con un rápido movimiento me deshice de sus manos y le busqué el rostro, contraído por la excitación. Al entrar de nuevo en contacto con su piel, descubrí que mi verga, otrora tiesa como un tótem, se había muerto. Ella también lo sintió. Su expresión fue entonces una lastimosa interrogante.
-No sé si debamos hacerlo -le dije con la voz aún tomada por el alcohol, aunque no del todo.
-¿Por qué? -preguntó ella, moviendo su cuerpo debajo del mío.
Fue así como externé una excusa que había jurado no utilizar jamás:
-Soy casado.
Su cuerpo, ya quieto, se transformó de golpe en algo ajeno. Suave, pero sin vida. Como si de pronto me hubiera despertado de un sueño de adolescencia para descubrir que la mujer que estaba a punto de abandonarse a las formas de mi pasión juvenil es una almohada. Así de cruel. Así de cierto.
-Entonces, ¿por qué has estado haciendo todo esto?
-Fue el alcohol -le respondí, resbalándome hacia un costado para evitar la delación de mis ojos.
Margarita alzó los brazos para recogerse el cabello y luego se cubrió con él el rostro. Y suspiró. Y el aire dejó al descubierto sus labios, ya desnudos de su belleza etílica.
-¡Maldición! -exclamó entonces-: de todos los hombres de la Tierra, me tenía que tocar el honesto.
-Perdóname -le dije, sabiendo que sí, efectivamente, la había tocado. Pero nada más.
-No te preocupes -dijo ella-, me pusiste muy mal, pero creo que es lo mejor. Si mi marido me hiciera una chingadera así, lo mato.
-¿Eres casada? -pregunté, en verdad sorprendido.
-No, tonto -repuso-. Es un supuesto.
-Si de algo te sirve, créeme que daría lo que fuera por ser soltero en este momento -le dije, fingiendo una sinceridad que apestaba, no tanto como su coño.
Ella simplemente me miró y agradeció el cumplido con un gesto.
-Me siento ridícula -dijo luego, atrapada en mi falsa sinceridad.
Me levanté de un salto.
-¿Cómo ves si les caemos de sorpresa a esos dos?
-¡Es mi hermana!
-A esta hora, de seguro ya acabaron de hacerse cosas.
Así era. Cuando abrimos de un golpe la puerta, Edgar y Margot fumaban un cigarrillo. Sé que es una imagen trillada, pero era real.
Edgar se cubrió instintivamente el miembro flácido; Margot ni se inmutó. La visión de otra mujer desnuda, distinta y sin embargo casi idéntica a la que estaba envuelta en una bata de baño junto a mí, me provocó una súbita erección.
-¡Ah cabrón, no seas puto! ¡Deja me visto! -bromeó Edgar. Seguía borrachísimo.
-¿Es para mí? -rió Margot, señalando mi entrepierna.
-Mmm, nadie sabe para quién trabaja -respondió su hermana.
Edgar, aún en pelotas, ya estaba junto a nosotros. Tomó a Margarita de una mano e intentó sacarla de la recámara.
-Vente -le dijo.
-¡Qué mas quisiera! -exclamó ella.
Pero ya no hicimos nada. Jugamos un rato a las cartas, pero no había prendas que quitarse y el asunto duró poco. Bajo el pretexto de que tenía hambre, bajé a la cocina y luego fui a la sala y me tendí en el sofá. Y dormí como un diablito.

El lunes siguiente me encontré a Margarita en el lobby del edificio, frente a los elevadores. Nos saludamos con un beso en la mejilla y callamos durante todo el trayecto hacia los pisos superiores. Al salir, ella me guiñó un ojo y me deseó los buenos días. Tan fresca.
Más tarde, Edgar quiso saber qué había pasado entre nosotros. Cuando le hablé del “desagradable detalle” que había arruinado el paseo, se rió con ganas.
-¡Jura que no me estás mintiendo!
-En serio: olía al cagadero del diablo.
-Pues no me lo vas a creer -los ojos de Edgar me anunciaron desde ya la divertida confesión que hoy me tiene detentando estas líneas-: ¡el coño de su hermana también apestaba a madres!
Reí como nunca.
-No te creo -le dije entre carcajadas.
-¡Te juro que es cierto! Nomás le bajé los calzones, le salió un tufo de la chingada.
-Pues ni modo -le dije, ensayando un tono de desconsuelo-, el dolor de huevos ya nadie nos lo quita.
-¡Ah caray! -se extrañó Edgar-. ¿Y eso?
-Pues sí -expuse-, puro manoseo y nada de nada.
-¿A poco no te la cogiste?
-No me digas que tú...
-Yo qué.
-¿Tu sí...?
-¡Claro! Con todo y su pinche olor, le puse una cogidota que no va a poder caminar erguida en toda la semana.

Moraleja: la felicidad es efímera... y la infidelidad apesta.

No es metáfora.

4 Comments:

At 3:30 a.m., Blogger or said...

Excelentes lexiones de Henry Miller con un toque de Henry James.

 
At 10:26 a.m., Anonymous Anónimo said...

Estoy agradecido por haber descubierto tu espacio. Me encanta que uses y disfrutes de la palabra, sin restricciones de espacio.
De acuerdo con Will ;-)

 
At 12:12 p.m., Anonymous Anónimo said...

Will:

Imagino la cara que pondrían esos dos grandes maestros al descubrir en qué lugar vinieron a encontrarse.

Un saludo.

 
At 12:14 p.m., Anonymous Anónimo said...

K:

Gracias por asistir. Estás en tu casa.

 

Publicar un comentario

<< Home