A un costado del mundo (II)

-¿Por qué te cubres los ojos?
Berenice ensayó un gesto sin gesto. Es decir, ignoro cuánto de esa pregunta fue capaz de revelarse cabalmente, lo cierto es que su rostro permaneció neutro, inexpresivo.
-¿Por qué? -insistí, buscando el rastro de algún movimiento detrás de los espejuelos oscuros.
Estábamos en un café sobre Avenida de los Insurgentes. Era poco más del mediodía y apenas unos cuántos oficinistas comenzaban a salir al sol; no faltaba mucho tiempo para que la relativa soledad que nos rodeaba fuera sólo un vago recuerdo.
-¿Hay alguna razón en especial?
Pude parecer un terco: yo conocía bien el motivo por el cual Berenice me escondía la mirada. Pero quería jugar. No con ella, sino con la circunstancia. Jugar a que detrás de aquellas gafas había un misterio que no me pertenecía. Jugar a que no era Natasha quien rehuía mi encuentro, sino que era ella quien había venido a buscarme. Desde el cielo. Desde el infierno. Su origen no me concernía.
-¿Por qué?
Hasta hacía apenas una semana, Berenice no sabía nada de mí. Cuando tomó el teléfono y le dije que necesitaba verla y cuál era la razón, ella simplemente guardó silencio, como si ese gesto, esa expresión sin expresión pudiera ser también un vacío. En ese momento comprendí que la muerte no es algo que va y viene por el mundo llevándose la vida, sino que es algo que se queda, que se va hospedando de a poco entre la gente. La muerte, pues, seguía aquí, un tanto en mí y otro tanto en Berenice, y su rostro era esa larga oscuridad entre los dos.
-Fui amigo de Natasha, más que amigo -continué aquella tarde en el teléfono-. Apenas hoy me enteré.
-Mis papás sólo le avisaron a los parientes más cercanos -se disculpó Berenice-. Nada de amigos, nada de conocidos. No sé por qué.
-A lo mejor sentían que si la gente la seguía recordando...
Me detuve. No tenía derecho de inventar una verdad tan frágil cuando yo mismo era y había sido una ficción en la vida de Natasha, una mentira que, esa sí, se negaba a morir.
Berenice, al parecer, no le encontró sentido a esa frase, pues de nuevo volvió a su gesto silencioso y yo aproveché para citarla lejos de casa. Quería, le dije, conocer algunos pormenores; nada que lastimara el luto de la familia, simplemente ciertos detalles, como el lugar en donde habían depositado sus restos, por ejemplo. Nada más.
-No necesitas verme para saber eso -objetó ella-. Ahora mismo puedo decírtelo...
-Tal vez no entiendas -me apresuré a explicar-, pero de algún modo necesito verte. Natasha me dijo alguna vez que eras muy parecida a ella, no sólo en lo físico, sino también en el carácter. Nunca te conocí, pero siempre tuve curiosidad por hacerlo.
-¿Iguales? -En el tono de esa pregunta había sorna, pero lo dejé pasar.
-Sí, iguales -le respondí.
No lo eran, ni siquiera en detalles que suelen ser comunes entre hermanos, como el color del cabello o de la piel, mucho menos en cuanto al carácter: los silencios tan perturbadores de Natasha estaban hechos de enigma; los de Berenice, en cambio, eran sólo producto de la desconfianza.
-¿Ahora lo ves? -fue lo primero que me dijo cuando llegué hasta su mesa en la cafetería-. No nos parecíamos ni tantito. No sé por qué te dijo eso...
-Quizás en la mirada -me atreví a decirle.
Finalmente, luego de mucho insistir, Berenice accedió a quitarse las gafas oscuras. Al sentir aquella mirada, el escalofrío se hospedó en mi piel: eran sus ojos, de nuevo aquellos ojos. Los ojos de un muerto.
-¡Qué cara! -observó ella con una ligera sonrisa.
-Perdón -me disculpé-, es sólo que...
-Que ahora sí nos parecemos.
-No sé si “parecerse” sea la palabra correcta -le dije.
-No, no es la palabra correcta. En realidad, son los mismos ojos.
Fingí que no había comprendido aquella metáfora, cuando, en realidad, saber si la mirada de Natasha seguía viva era lo que me había llevado hasta allí.
-Los mismos...
-Así es. Bueno, no exactamente: en verdad son sólo las córneas. Un transplante. Natasha las donó antes de morir. Ante notario. De hecho, fue por una llamada del hospital como supimos que...
Algo más que un recuerdo se le atoró en la garganta.
-Perdóname -dijo-, no sé si deba decir esto.
-Entonces, no sigas -le dije para tranquilizarla. Y, acaso, para tranquilizarme a mí mismo.
-No fui ciega de nacimiento -comenzó a decir Berenice con la mirada clavada en la calle-. Perdí la vista a los seis años. Por una enfermedad. No se puede decir que hayamos sido las mejores hermanas; de hecho, ni siquiera crecimos juntas: yo ingresé en una escuela especial para invidentes y ella tuvo una vida “normal”. Aprendí todo lo que un ciego tiene que aprender: el braille, la memorización de los espacios, todo eso. Estuve en ese lugar hasta los doce. Entonces, alguien le aconsejó a mis papás que era mejor si me acostumbraba a desenvolverme en la “vida real”. Hasta ese momento sólo estaba con mi familia los fines de semana. Y no es que fuera feliz; más bien, estaba resignada. Tú no lo sabes, pero no es lo mismo perder la vista que no haberla tenido nunca. Para mí fue muy difícil entender mi situación, y quizás me haya ayudado el que hubiera sido una niña en aquel tiempo. Pero al volver a casa ya era una adolescente, y darme cuenta de que mi hermana iba a fiestas, tenía amigos, novio y todo lo demás, me deprimió.
“Natasha trataba de ser todo lo buena que podía, pero no era suficiente. Imagínate: quería contarme lo que hacía, de los lugares a donde iba, cómo eran los muchachos que la buscaban, y yo me daba cuenta de cómo se le hacía difícil, pues creía, y con razón, que aquello sólo me lastimaría.
“Ya dije que no éramos muy unidas. Y no la culpo: fuera de las charlas y las reuniones familiares, nuestros mundos eran muy distintos. Tú estás acostumbrado a ver pasar las modas, a encariñarte con los personajes de la televisión, a... no sé. Pero cuando eres ciego, todo eso pasa frente a ti sin que lo notes. Un galán del cine es sólo una voz; una minifalda o un escote son sólo una intención. Y puedes acostumbrarte a vivir a un costado del mundo, o puedes crearte tu propio mundo y sumergirte en él, pero ahí sólo cabes tú, ¿me entiendes?
“Las cosas cambiaron muchos años después. Recuerdo que hacía calor y yo había ido a sentarme junto a la ventana. Entonces la sentí llegar. Creo que me miraba; es decir, percibí, por su silencio, que me estaba observando. Me quedé callada, ya dije que no hablábamos mucho. Entonces oí que arrastraba una silla y se sentaba a mi lado. Y comenzó a hablar. Me preguntó si recordaba la casa de campo a donde solíamos ir de niñas; luego me contó que ya todo ahí era diferente. También quiso saber si recordaba el mar. Yo era muy pequeña la última vez que lo vi, pero cuando Natasha comenzó a describirlo, sus palabras y mis recuerdos se mezclaron y me puse a llorar. Creo que jamás había llorado tanto. Me dolía el hecho de que nunca más volvería a ver todo aquello, pero el mayor dolor era que el mundo siguiera existiendo a pesar de mí. Entonces, ella se me acercó. Pensé que me abrazaría, que intentaría disculparse por provocar mi llanto, y yo ya estaba lista para rechazarla como en otras ocasiones lo había hecho. Pero no me abrazó: simplemente, me atrajo hacia sí y me dijo muy quedito al oído que, si me había hablado de todo eso, no era para atormentarme, sino para que saliera del hoyo en que me había metido, para que recuperara las ganas de vivir. ‘Para ti es muy fácil decirlo’, repuse. ‘Tú no estás ciega, ni tienes que vivir con la macabra esperanza de que alguien muera y cierre los ojos para siempre para que tú los abras’. Pero no me respondió. No al menos durante algún tiempo. Una noche oí que se abría la puerta de mi recámara. Supe que era ella por el olor de su perfume. Se sentó en la orilla de la cama y me acarició el cabello. ‘¿Recuerdas lo que hablamos el otro día?’, me preguntó. ‘Pues no me preguntes cómo, pero muy pronto volverás a ver y nadie tendrá que perderse las cosas del mundo para que tú vuelvas a reconocerlas. Te lo garantizo’.”
Berenice ya no lloraba. Durante su relato, había paseado la vista por la cafetería. Pero sólo fue por breves lapsos: casi todo el tiempo había estado cabizbaja, sumida tal vez en las imágenes que pasaban por su mente. Pero ahora que había terminado, se había decidido al fin a mirarme directamente a los ojos.
-Ella tenía razón -continuó-. Sólo hasta después de su muerte supe que, durante mi estancia en el internado, ella había padecido los tratamientos de su enfermedad, la quimioterapia y todo eso.
-¿Estaba enferma? -La confesión me había tomado por sorpresa. Ya no jugaba: aquella revelación era algo inesperado.
-Leucemia. Terminal. No sé cómo nunca me di cuenta. Creo que en casa me lo ocultaban todo para que no tuviera pretextos para deprimirme. Como si los hubiera necesitado...
-Entonces, ella sabía que iba a morir.
-Ella quería morir.
Una vez más guardamos silencio. El más auténtico de cuantos habíamos fabricado en la última hora. Y, acaso por lo mismo, imposible de romper.
Hasta que salimos a la tarde. Habíamos caminado algunas cuadras hacia la estación del Metro. Sumergidos en nuestros pensamientos. Acariciando nuestras propias heridas. Fui yo quien se atrevió a hablar. Le pregunté si todo eso había valido la pena. Luego de pensarlo, me contó lo mucho que había llorado cuando supo quién había donado esos órganos. Luego recordó aquella platica y lo comprendió todo, palabra por palabra: con su muerte, Natasha no había perdido nada, pues, debido a su enfermedad, el mundo realmente nunca le había pertenecido. Berenice era su única esperanza de seguir con vida. Y no la traicionaría jamás.
Nada cambió entre nosotros hasta el tercer encuentro. Habíamos ido al cine y paseábamos por las calles del Centro. En un momento dado nos vimos entre la multitud en una zona de comercios. Juro que no lo planeé así, fue simplemente que no podía apartarme de aquella mirada: cuando la besé, ella cerró los ojos, pero yo le puse los dedos en los párpados para obligarla a mantenerlos abiertos.
-No es a mí a quien deseas, sino a ella -musitó.
-Jamás lo comprenderías. Yo nunca pude amarla. No tuve tiempo. Y si te busqué fue para decírselo. Yo lo sabía todo.
Berenice, ya sin que yo la obligara, me miró profundamente.
-¿Crees que no lo imaginaba?
-No lo intentes.
Hicimos el amor en un hotel ruidoso y barato. A pesar de que nos encontrábamos en un tercer piso y de que apenas una estrecha callejuela nos separaba de los otros edificios, Berenice insistió en mantener las cortinas abiertas. A la débil luz de la tarde, sus ojos me recorrieron el cuerpo con un interés ajeno a la lujuria. Me sujetó los testículos con una mano, con la otra me tomó el miembro y lo vio hincharse. Luego hizo que me pusiera bocabajo y me separó las nalgas. La cercanía de su aliento en mi ano fue un instante indescriptible. No soporté más: la cargué por los sobacos y le hundí la carne, justo como hubiera deseado hacer con Natasha. Y en su voz encontré los rasgos de aquella mujer misteriosa que, lo supe al fin, jamás moriría en mí. “Sigue, sigue”, me decía, mirándome fijamente. Hasta que no pudo más: su gesto contraído fue la señal de que había alcanzado el orgasmo. Pero jamás cerró los ojos.
Se quedó tendida a mi lado. Creí que dormiría, pero bastó con que hiciera el intento por incorporarme para que ella volviera sus ojos hacia mí. Y su mirada, cómo decirlo, no era más la de Natasha.
-Para mí fue también un descubrimiento -dijo simplemente.
-No te entiendo.
-Jamás había visto a un hombre desnudo.
-No eras virgen.
-No.
-Entonces...
-¿La amabas? -me interrumpió.
-¿A Natasha? Ya te dije que no tuve tiempo.
-Pues ya lo has hecho -me dijo, sin un ápice de rencor.
No supe qué responder. Y ella no me quitó los ojos de encima. La suya no era una mirada normal, sino la de alguien para quien las cosas del mundo jamás podrán ser suficientes.
Su cuerpo en ese momento pareció desenvolverse, como una flor que se abre, como una idea que se resuelve en tu mente. Fue entonces cuando la vi por primera vez. Fue justo en ese momento cuando en verdad nació para mis ojos. Es extraño, incluso irónico, pero hasta ese momento había estado ciego a la belleza de su cuerpo.
-Ahora cógeme a mí.
Eso fue lo que ella dijo.
Berenice ensayó un gesto sin gesto. Es decir, ignoro cuánto de esa pregunta fue capaz de revelarse cabalmente, lo cierto es que su rostro permaneció neutro, inexpresivo.
-¿Por qué? -insistí, buscando el rastro de algún movimiento detrás de los espejuelos oscuros.
Estábamos en un café sobre Avenida de los Insurgentes. Era poco más del mediodía y apenas unos cuántos oficinistas comenzaban a salir al sol; no faltaba mucho tiempo para que la relativa soledad que nos rodeaba fuera sólo un vago recuerdo.
-¿Hay alguna razón en especial?
Pude parecer un terco: yo conocía bien el motivo por el cual Berenice me escondía la mirada. Pero quería jugar. No con ella, sino con la circunstancia. Jugar a que detrás de aquellas gafas había un misterio que no me pertenecía. Jugar a que no era Natasha quien rehuía mi encuentro, sino que era ella quien había venido a buscarme. Desde el cielo. Desde el infierno. Su origen no me concernía.
-¿Por qué?
Hasta hacía apenas una semana, Berenice no sabía nada de mí. Cuando tomó el teléfono y le dije que necesitaba verla y cuál era la razón, ella simplemente guardó silencio, como si ese gesto, esa expresión sin expresión pudiera ser también un vacío. En ese momento comprendí que la muerte no es algo que va y viene por el mundo llevándose la vida, sino que es algo que se queda, que se va hospedando de a poco entre la gente. La muerte, pues, seguía aquí, un tanto en mí y otro tanto en Berenice, y su rostro era esa larga oscuridad entre los dos.
-Fui amigo de Natasha, más que amigo -continué aquella tarde en el teléfono-. Apenas hoy me enteré.
-Mis papás sólo le avisaron a los parientes más cercanos -se disculpó Berenice-. Nada de amigos, nada de conocidos. No sé por qué.
-A lo mejor sentían que si la gente la seguía recordando...
Me detuve. No tenía derecho de inventar una verdad tan frágil cuando yo mismo era y había sido una ficción en la vida de Natasha, una mentira que, esa sí, se negaba a morir.
Berenice, al parecer, no le encontró sentido a esa frase, pues de nuevo volvió a su gesto silencioso y yo aproveché para citarla lejos de casa. Quería, le dije, conocer algunos pormenores; nada que lastimara el luto de la familia, simplemente ciertos detalles, como el lugar en donde habían depositado sus restos, por ejemplo. Nada más.
-No necesitas verme para saber eso -objetó ella-. Ahora mismo puedo decírtelo...
-Tal vez no entiendas -me apresuré a explicar-, pero de algún modo necesito verte. Natasha me dijo alguna vez que eras muy parecida a ella, no sólo en lo físico, sino también en el carácter. Nunca te conocí, pero siempre tuve curiosidad por hacerlo.
-¿Iguales? -En el tono de esa pregunta había sorna, pero lo dejé pasar.
-Sí, iguales -le respondí.
No lo eran, ni siquiera en detalles que suelen ser comunes entre hermanos, como el color del cabello o de la piel, mucho menos en cuanto al carácter: los silencios tan perturbadores de Natasha estaban hechos de enigma; los de Berenice, en cambio, eran sólo producto de la desconfianza.
-¿Ahora lo ves? -fue lo primero que me dijo cuando llegué hasta su mesa en la cafetería-. No nos parecíamos ni tantito. No sé por qué te dijo eso...
-Quizás en la mirada -me atreví a decirle.
Finalmente, luego de mucho insistir, Berenice accedió a quitarse las gafas oscuras. Al sentir aquella mirada, el escalofrío se hospedó en mi piel: eran sus ojos, de nuevo aquellos ojos. Los ojos de un muerto.
-¡Qué cara! -observó ella con una ligera sonrisa.
-Perdón -me disculpé-, es sólo que...
-Que ahora sí nos parecemos.
-No sé si “parecerse” sea la palabra correcta -le dije.
-No, no es la palabra correcta. En realidad, son los mismos ojos.
Fingí que no había comprendido aquella metáfora, cuando, en realidad, saber si la mirada de Natasha seguía viva era lo que me había llevado hasta allí.
-Los mismos...
-Así es. Bueno, no exactamente: en verdad son sólo las córneas. Un transplante. Natasha las donó antes de morir. Ante notario. De hecho, fue por una llamada del hospital como supimos que...
Algo más que un recuerdo se le atoró en la garganta.
-Perdóname -dijo-, no sé si deba decir esto.
-Entonces, no sigas -le dije para tranquilizarla. Y, acaso, para tranquilizarme a mí mismo.
-No fui ciega de nacimiento -comenzó a decir Berenice con la mirada clavada en la calle-. Perdí la vista a los seis años. Por una enfermedad. No se puede decir que hayamos sido las mejores hermanas; de hecho, ni siquiera crecimos juntas: yo ingresé en una escuela especial para invidentes y ella tuvo una vida “normal”. Aprendí todo lo que un ciego tiene que aprender: el braille, la memorización de los espacios, todo eso. Estuve en ese lugar hasta los doce. Entonces, alguien le aconsejó a mis papás que era mejor si me acostumbraba a desenvolverme en la “vida real”. Hasta ese momento sólo estaba con mi familia los fines de semana. Y no es que fuera feliz; más bien, estaba resignada. Tú no lo sabes, pero no es lo mismo perder la vista que no haberla tenido nunca. Para mí fue muy difícil entender mi situación, y quizás me haya ayudado el que hubiera sido una niña en aquel tiempo. Pero al volver a casa ya era una adolescente, y darme cuenta de que mi hermana iba a fiestas, tenía amigos, novio y todo lo demás, me deprimió.
“Natasha trataba de ser todo lo buena que podía, pero no era suficiente. Imagínate: quería contarme lo que hacía, de los lugares a donde iba, cómo eran los muchachos que la buscaban, y yo me daba cuenta de cómo se le hacía difícil, pues creía, y con razón, que aquello sólo me lastimaría.
“Ya dije que no éramos muy unidas. Y no la culpo: fuera de las charlas y las reuniones familiares, nuestros mundos eran muy distintos. Tú estás acostumbrado a ver pasar las modas, a encariñarte con los personajes de la televisión, a... no sé. Pero cuando eres ciego, todo eso pasa frente a ti sin que lo notes. Un galán del cine es sólo una voz; una minifalda o un escote son sólo una intención. Y puedes acostumbrarte a vivir a un costado del mundo, o puedes crearte tu propio mundo y sumergirte en él, pero ahí sólo cabes tú, ¿me entiendes?
“Las cosas cambiaron muchos años después. Recuerdo que hacía calor y yo había ido a sentarme junto a la ventana. Entonces la sentí llegar. Creo que me miraba; es decir, percibí, por su silencio, que me estaba observando. Me quedé callada, ya dije que no hablábamos mucho. Entonces oí que arrastraba una silla y se sentaba a mi lado. Y comenzó a hablar. Me preguntó si recordaba la casa de campo a donde solíamos ir de niñas; luego me contó que ya todo ahí era diferente. También quiso saber si recordaba el mar. Yo era muy pequeña la última vez que lo vi, pero cuando Natasha comenzó a describirlo, sus palabras y mis recuerdos se mezclaron y me puse a llorar. Creo que jamás había llorado tanto. Me dolía el hecho de que nunca más volvería a ver todo aquello, pero el mayor dolor era que el mundo siguiera existiendo a pesar de mí. Entonces, ella se me acercó. Pensé que me abrazaría, que intentaría disculparse por provocar mi llanto, y yo ya estaba lista para rechazarla como en otras ocasiones lo había hecho. Pero no me abrazó: simplemente, me atrajo hacia sí y me dijo muy quedito al oído que, si me había hablado de todo eso, no era para atormentarme, sino para que saliera del hoyo en que me había metido, para que recuperara las ganas de vivir. ‘Para ti es muy fácil decirlo’, repuse. ‘Tú no estás ciega, ni tienes que vivir con la macabra esperanza de que alguien muera y cierre los ojos para siempre para que tú los abras’. Pero no me respondió. No al menos durante algún tiempo. Una noche oí que se abría la puerta de mi recámara. Supe que era ella por el olor de su perfume. Se sentó en la orilla de la cama y me acarició el cabello. ‘¿Recuerdas lo que hablamos el otro día?’, me preguntó. ‘Pues no me preguntes cómo, pero muy pronto volverás a ver y nadie tendrá que perderse las cosas del mundo para que tú vuelvas a reconocerlas. Te lo garantizo’.”
Berenice ya no lloraba. Durante su relato, había paseado la vista por la cafetería. Pero sólo fue por breves lapsos: casi todo el tiempo había estado cabizbaja, sumida tal vez en las imágenes que pasaban por su mente. Pero ahora que había terminado, se había decidido al fin a mirarme directamente a los ojos.
-Ella tenía razón -continuó-. Sólo hasta después de su muerte supe que, durante mi estancia en el internado, ella había padecido los tratamientos de su enfermedad, la quimioterapia y todo eso.
-¿Estaba enferma? -La confesión me había tomado por sorpresa. Ya no jugaba: aquella revelación era algo inesperado.
-Leucemia. Terminal. No sé cómo nunca me di cuenta. Creo que en casa me lo ocultaban todo para que no tuviera pretextos para deprimirme. Como si los hubiera necesitado...
-Entonces, ella sabía que iba a morir.
-Ella quería morir.
Una vez más guardamos silencio. El más auténtico de cuantos habíamos fabricado en la última hora. Y, acaso por lo mismo, imposible de romper.
Hasta que salimos a la tarde. Habíamos caminado algunas cuadras hacia la estación del Metro. Sumergidos en nuestros pensamientos. Acariciando nuestras propias heridas. Fui yo quien se atrevió a hablar. Le pregunté si todo eso había valido la pena. Luego de pensarlo, me contó lo mucho que había llorado cuando supo quién había donado esos órganos. Luego recordó aquella platica y lo comprendió todo, palabra por palabra: con su muerte, Natasha no había perdido nada, pues, debido a su enfermedad, el mundo realmente nunca le había pertenecido. Berenice era su única esperanza de seguir con vida. Y no la traicionaría jamás.
Nada cambió entre nosotros hasta el tercer encuentro. Habíamos ido al cine y paseábamos por las calles del Centro. En un momento dado nos vimos entre la multitud en una zona de comercios. Juro que no lo planeé así, fue simplemente que no podía apartarme de aquella mirada: cuando la besé, ella cerró los ojos, pero yo le puse los dedos en los párpados para obligarla a mantenerlos abiertos.
-No es a mí a quien deseas, sino a ella -musitó.
-Jamás lo comprenderías. Yo nunca pude amarla. No tuve tiempo. Y si te busqué fue para decírselo. Yo lo sabía todo.
Berenice, ya sin que yo la obligara, me miró profundamente.
-¿Crees que no lo imaginaba?
-No lo intentes.
Hicimos el amor en un hotel ruidoso y barato. A pesar de que nos encontrábamos en un tercer piso y de que apenas una estrecha callejuela nos separaba de los otros edificios, Berenice insistió en mantener las cortinas abiertas. A la débil luz de la tarde, sus ojos me recorrieron el cuerpo con un interés ajeno a la lujuria. Me sujetó los testículos con una mano, con la otra me tomó el miembro y lo vio hincharse. Luego hizo que me pusiera bocabajo y me separó las nalgas. La cercanía de su aliento en mi ano fue un instante indescriptible. No soporté más: la cargué por los sobacos y le hundí la carne, justo como hubiera deseado hacer con Natasha. Y en su voz encontré los rasgos de aquella mujer misteriosa que, lo supe al fin, jamás moriría en mí. “Sigue, sigue”, me decía, mirándome fijamente. Hasta que no pudo más: su gesto contraído fue la señal de que había alcanzado el orgasmo. Pero jamás cerró los ojos.
Se quedó tendida a mi lado. Creí que dormiría, pero bastó con que hiciera el intento por incorporarme para que ella volviera sus ojos hacia mí. Y su mirada, cómo decirlo, no era más la de Natasha.
-Para mí fue también un descubrimiento -dijo simplemente.
-No te entiendo.
-Jamás había visto a un hombre desnudo.
-No eras virgen.
-No.
-Entonces...
-¿La amabas? -me interrumpió.
-¿A Natasha? Ya te dije que no tuve tiempo.
-Pues ya lo has hecho -me dijo, sin un ápice de rencor.
No supe qué responder. Y ella no me quitó los ojos de encima. La suya no era una mirada normal, sino la de alguien para quien las cosas del mundo jamás podrán ser suficientes.
Su cuerpo en ese momento pareció desenvolverse, como una flor que se abre, como una idea que se resuelve en tu mente. Fue entonces cuando la vi por primera vez. Fue justo en ese momento cuando en verdad nació para mis ojos. Es extraño, incluso irónico, pero hasta ese momento había estado ciego a la belleza de su cuerpo.
-Ahora cógeme a mí.
Eso fue lo que ella dijo.
2 Comments:
gguuuaaaaaaaauuuuuuuuu me encanto tu cuento. Hasta ganas de cerrar los ojos me dieron.
Muuaacckkk!!!
Gracias. Yo aún los tengo cerrados.
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