viernes, mayo 19, 2006

En piernas de la mujer madura (I)


Sé que es inusual que la gente quiera huir de sus palabras, pero yo tengo una coartada: hay una idea que me persigue desde hace un par de noches, y por más que busque la cercanía de mi esposa, el cuerpo de Estela, el tenaz infierno de una ducha helada, siempre acabo por descubrir que ahí sigue, acechante, presta a saltar sobre mi cuello con la voracidad de una sanguijuela.

Quiero cogerme a mi hermana.

Detente: no quieras aplicarme tus contenidos inconscientes ni hacer apresuradas lecturas basadas en la tragedia griega, que es universal. La hermana de la que hablo no ha heredado la sangre de mis padres ni comparte mucho menos la información genética de la familia. Esa mujer lleva mis apellidos por una divertida coincidencia, y si hemos acordado llamarnos de hermanos es sólo porque nos une la camaradería y, según ella, algunas virtudes y defectos zodiacales. Nada más. Ella es rubia y mi piel, en cambio, tiene el tono que tú quieras imaginar (excepto ese); ella nació en el norte del país y yo vi la luz en esta apestosa cuenca; ella fue parida en un mes otoñal, apenas un día después de que yo mordiera por vez primera el pezón materno.
Somos, pues, “hermanos”. Y compañeros de oficina.
Como todos, una vez que apetecí su carne, empecé a preguntarme por su vida, por los métodos que había empleado el mundo para ponerla al pie de mi historia. Creo recordar que la vi por primera vez cuando cruzó el pasillo en dirección a la sala de juntas. Usaba el pelo recortado a la altura de los hombros, vestía una falda sin pliegues y una blusa color beige de manga larga. Cierto día entró en la cocineta mientras me servía café. Se mantuvo en silencio, quieta a mis espaldas, y al volverme casi le derramo la bebida hirviente. En otra ocasión, el director de ventas me pidió que le hiciera llegar un documento a un determinado grupo de personas, entre las que se encontraba ella. Fue por la lista de contactos que supe lo de los apellidos. Esa fue mi excusa para acercarme a su lugar. Luego de ese día, la memoria me traiciona: parece que coincidimos en algún almuerzo, en una o dos juntas, en el tumulto de los elevadores. Nada mágico, nada decisivo. Lo cierto es que nos llevábamos bien y nada más. Hasta el día en que fue a mi encuentro para pedirme que la ayudara a resolver alguna cuestión relacionada con el excell. Ignoro incluso lo básico de ese programa, pero suelo ser un caballero cuando las circunstancias me lo imponen. Así que fui a su lugar y ella me señaló el problema, que ya he olvidado. Algo relacionado con fórmulas. No sé. Hubo un momento en el que echó el cuerpo hacia el frente para hacerse con un lápiz y entonces vi el borde de su tanga. Amarilla. Casi como una variante de su piel. Era viernes de vestimenta casual, y los jeans no le ajustaban a la cintura, de ahí el espacio que aprovechó su prenda íntima para guiñarme un ojo. Aquella imagen fue como un golpe, una bofetada repentina. “¿Perdón?”, me disculpé, pues no había escuchado nada de lo que me decía. Ella sonrió y procedió a explicar de nuevo; luego se hartó del asunto y apoyó la espalda en el respaldo de la silla. Y la blusa se le abrió a la altura del pecho para dejarme ver su brassiere de media copa. Demasiado para mí.
Mi hermana es una mujer atractiva, sin llegar a ser hermosa. Es amable, el tono de su voz es dulce y, cuando pasa a tu lado, una discreta fragancia se queda en el aire. Embriagándote. No es una de esas tipas violentas que hieren al mundo al caminar: cuando ella viene o va, parece que gravita. Sus movimientos, acordes siempre con el momento, se corresponden más con la categoría del felino que con la del ser humano. Es, por decirlo de alguna manera, más una acuarela que una ficción del óleo; más el azul del alba que el agobio de una tarde soleada. Se llama Sonia, y podría ser perfecta hasta para alguien como tú, que no la desea. Pero tiene algunos defectos: uno de ellos es su marido; los otros, sus dos hijos pequeños.
Guárdate tu diatriba en favor de los placeres de la mujer casada: ya lo he intentado, y no funciona. Y menos cuando su vientre ha alojado algo que late por sí mismo. Abomino de esas mujeres por razones bien específicas:
1. Si a través de su aro vaginal ha pasado una cabeza humana, ya puedes inaugurar en él una autopista. Pocas madres se toman la molestia de ejercitar sus paredes vaginales luego del parto, y tratar de satisfacerlas, no importa el tamaño de tu vaina, es como querer cogerse a una ventana abierta.
2. Su amor de madre las rebasa. Te cancelan a ti por ir a ver a su retoño ejecutar una danza imposible disfrazado de árbol o alcancía; quisieran que les metieras el pito mientras organizan la lista de útiles escolares, y una vez que has logrado llevarlas a la cama, te dicen cosas como Mi vida, Mi bebé, Mi pequeñito. Hubo una que incluso, mientras le buscaba el cuello con los dientes para confiarle la fuerza de mi eyaculación, poco faltó para que me palmeara la espalda y me obligara a eructar.
Es una lástima.

Ayer precisamente, me encontré con Sonia en el lobby. Llevaba un traje blanco, entallado, y las líneas de una tanga diminuta se le dibujaban groseramente en las nalgas. Casi salí huyendo. Estela se encuentra de vacaciones, así que no me quedó más remedio que buscar la cercanía de un cuerpo sin hijos para hacerme aunque fuera una masturbación mental. Pensé en Janet, una tipa horrenda con unas nalgas medianamente atractivas y una especie de imán para los desposeídos. También a ella, en algunas ocasiones, se le asomaba el calzón. Y en horarios de oficina, eso es a veces suficiente. Janet me miró llegar, extrañada, pues nunca o casi nunca me paseo por sus rumbos. La saludé con un beso en la mejilla y le sobé la espalda. La sangre acudió al llamado de mi verga. Me quedé de pie junto a ella mientras le hacía la plática sobre cualquier asunto mundano. Luego, con el pretexto de ver algún muñeco que adornaba el costado de su computadora, le pasé la herramienta por el brazo. No fue ajena al contacto. De hecho, noté que se sonrojaba un poco.
-¡Qué bonito! -le dije, analizando el objeto, una tortuga o algo así-. Es igualito a ti.
-Gracias por el cumplido -contestó, con la vista clavada en la pantalla.
-No es cortesía -le mentí-: es la verdad.
-Lo sé, lo sé. Ya me lo han dicho.
Fue una de esas ocasiones en que la vida se parece a un mal chiste.
-Así que estás acostumbrada a los piropos.
-Claro -dijo ella, preparando su defensa-: mi novio me lo dice a cada rato.
Eso fue todo. Janet es una de esas tipas que inauguran su rincón de la oficina colocando a la vista de todos la fotografía de su novio. Es como colgarse un collar de ajos al llegar a Transilvania. Como esgrimir una estampa del Papa para ahuyentar a los evangelistas del domingo. En esos casos, ni poniéndote las llaves de la ciudad en la entrepierna lograrás violar la cerradura. Así que hice un par de observaciones más, ya sin interés, y le di un nuevo beso, esta vez en la comisura de los labios, para emprender una retirada digna.

Sonia estaba en su lugar cuando pasé de regreso. Nos hicimos algunas bromas y fingí sacudirle algún objeto invasor de su mejilla.
-¿Qué día vamos a comer? -le pregunté, no muy convencido, sólo por intentar algo.
-Cuando quieras -me respondió-. Sólo avísame con tiempo.
-¿Y que día vamos a cenar? -arremetí, sintiendo que el alma, como en un raro Jet Lag, había decidido abandonarme a mi suerte.
-Cuando quieras -dijo ella, regalándome una mirada de discreta coquetería-. Sólo avísame con tiempo.

Sé que es inusual, decía, que la gente quiera huir de sus palabras. Lo que no es extraño es ver cómo la gente, una vez que asume su derrota, se traga vorazmente esas mismas palabras.
Y aún le queda espacio para el postre.