sábado, mayo 20, 2006

Lo febril


Griselda se paseó a solas por el bulevar. Ya la tarde había cedido y los bares y cafés empezaban a llenarse. Enfiló sin prisa por un callejón adoquinado. A su paso, como en un video barato de alguna banda ochentera ya olvidada, las luces de farolas y comercios se fueron encendiendo. Se entusiasmó: hacía semanas que Raúl no la dejaba salir sin su compañía y el detalle de la iluminación le pareció como un guiño cómplice de una ciudad sin glamour, demasiado hostil a veces, sucia y rota, descarnada, imprevisible. Aquella idea le gustó. Verse a sí misma como una imagen fugaz en los reflejos de los aparadores le pareció una especie de señal de que, de alguna manera, las calles se sentían a gusto con su presencia. No la defraudaría. Ahora sólo necesitaba encontrar un motivo para quedarse, una razón más allá de la soledad.
Había andado sin un destino fijo cerca de una hora cuando se encontró con la entrada de un hotel de lujo. Se trataba de una construcción colonial de gruesos muros y herrería de manufactura burda, casi violenta. Sin pensarlo mucho trascendió la puerta giratoria. Adentro, la magnitud de aquel lugar se acentuaba: no había rincón sin tapiz, cielorraso sin araña de cristal, rostro que no exhibiera esa naturaleza genuflexa que entraña el servilismo a sueldo. Uno de esos rostros la recibió con un gesto de exagerada amabilidad y le señaló la recepción con la mirada. Agradeció con una sonrisa, pero se dirigió hacia el lobby de mobiliario en piel. Ocupó un asiento cercano al ventanal. Tomó una revista y fingió mirarla, distraída. Al rato un hombre se acercó. Vestía un traje oscuro, elegante; en su expresión había algo férreo, incisivo. Se detuvo a escasos centímetros y se inclinó para hablarle.
-¿Eres Lorna? -le preguntó, abarcándola de un discreto vistazo.
-¿Perdón? -inquirió ella a su vez; el examen fugaz de aquel hombre inesperado la había abstraído un poco.
-Pregunté si eres Lorna -repitió el desconocido con disimulado fastidio.
La idea de encontrarse en medio de un malentendido le pareció algo adecuado a su propia circunstancia: nadie entra en un hotel de lujo sin un motivo premeditado; nadie ensaya la soledad sin esperar que el mundo lo interrogue. Griselda había salido de casa aquella tarde sin entender qué secreto asunto la aguardaba; ahora la respuesta estaba frente a ella en la forma de aquel hombre que, a todas luces, la estaba confundiendo. Reafirmar su identidad, su ser proclive a la aventura: esa podría ser la búsqueda. Sin más, dejó a un lado la revista y entrelazó los dedos encima del regazo.
-Hoy seré Lorna -se puso a decir sin tener una idea de a dónde quería llegar-. Mañana puedo ser otra. Lo importante es cómo el nombre se ajusta a una misma.
Ya estaba: si el mundo quería jugar, ella sería quien pondría las reglas.
El hombre pareció satisfecho con esa respuesta, pese a que nada en su rostro lo denotara; simplemente se cruzó de brazos y con la palma extendida le mostró un camino imaginario.
-Te están esperando -anunció.
El disimulo de los empleados del hotel era evidente. Griselda, sin atreverse a mirar la puerta de salida para no desentenderse del papel que había fraguado para sí misma, cruzó la recepción siguiendo la espalda del hombre que la conducía hacia los elevadores. El sujeto dio una orden fría al ascensorista y, adoptando una expresión indescifrable, se instaló en el silencio.
Estaban en el piso 7. La mullida alfombra absorbía el ruido de sus pasos mientras doblaban a la izquierda por un pasillo estrecho. Otro hombre, vestido a la usanza del que la acompañaba, aguardaba en la entrada de la habitación. Al verlos aparecer, tocó suavemente la puerta y, sin esperar respuesta, introdujo la llave electrónica y abrió. El primero de los hombres se detuvo en el umbral y le cedió el paso. Griselda supo que había ido demasiado lejos con aquella farsa, pero, acaso por esa misma razón, creyó que era un deber agotar la ficción.
Entró y la puerta se cerró a sus espaldas.
-Pasa, ponte cómoda, en un momento estoy contigo.
La voz provenía de algún rincón que de momento no alcanzó a precisar. Con paso titubeante se adentró en lo que había creído una simple habitación de hotel, que de pronto adoptó las proporciones de un amplio departamento, finamente amueblado, elegante sin ser acogedor, tenuemente bañado por pequeños candiles que pendían del alto techo. Se quedó de pie a mitad de la estancia. E interrogó a su imaginación. Pero no hubo tiempo para juegos mentales: la silueta del hombre que hablaba por teléfono se recortó de pronto contra la ventana que enmarcaba un difuso sector de la ciudad.
Con un ademán, el hombre que ya no era más una voz le señaló la pequeña estancia de sillones imitación Luis XV, en medio de los cuales alguien se había tomado la molestia de abandonar una absurda mesa, inútil de tan estrecha.
-Siéntate -le dijo el hombre tapando la bocina del teléfono con una mano. Vestía ropa de cama debajo de una enorme bata de seda. Su mirada se detuvo un instante en Griselda, y en su gesto apareció algo parecido a la extrañeza-. En un momento estoy contigo -dijo después, sin dejar de observarla. Entonces volvió al habla y le dio la espalda.
La fantasía se le desdibujó de golpe, como un luchador al que desenmascaran de un tirón: Lorna era una puta sin misterio y el hombre sólo la esperaba para masturbarse con su cuerpo. Nada más. De un rápido vistazo calculó la distancia que la separaba de la puerta. Cancelar ese estúpido jueguito sólo tomaría un par de segundos; incluso podría salir sin que su anfitrión lo notara. Luego cruzaría el portón del hotel y se uniría a la masa anónima sin nada que no fuera una divertida incomodidad. Pero nadie iba a jugarle sucio al mundo sin pagar el atrevimiento. No esa noche. Antes de que Griselda pudiera volver sobre sus pasos, el sujeto aquel ya estaba frente a ella.
Nerviosa como pocas veces lo había estado, apenas aventuró una breve mirada al rostro del hombre que, él sí, la estudiaba sin premura.
-Así que tú eres Lorna -le dijo. En su frente aparecieron los finos pliegues de una madurez sin cansancio; alrededor de sus ojos, grises, casi transparentes, las arrugas se hicieron de pronto evidentes-. No te pareces mucho a tu voz.
-Lo sé -respondió Griselda.
Pero no lo sabía. No sabía nada en ese momento.
-Eres más joven de lo que imaginaba -insistió el otro, recorriendo con descaro el cuerpo cuyas formas le negaban la ropa.
-Lo soy.
Pero tampoco lo era.
El hombre ensayó el gesto de quien considera que las presentaciones han sido hechas. Se reajustó la cinta que le envolvía la cintura y se dirigió hacia el bar.
-Te serviré una copa -le dijo sin mirarla-. Pero sólo una: tengo curiosidad por ver que hay debajo de todo eso.
Se refería al suéter de lana azul turquesa, al pantalón a rayas, a las botas negras imitación piel. Griselda, por puro instinto, dio un paso atrás. Pero al instante se detuvo: las putas no huyen antes de acabado el acto. Tenía claro qué cosa ocurriría si se quedaba, pero su imaginación se negaba a sugerirle las consecuencias que traería el querer cancelar la representación. Se quedó inmóvil, de muchas maneras desesperanzada. Y, de una forma por demás absurda, se puso a pensar si su ropa interior era la adecuada.
El hombre le extendió la copa y, al tiempo que daba un primer trago, le guiñó el ojo por encima de la suya.
-Salud. Por esta noche -le dijo.
El licor le recorrió la garganta como un montón de arena húmeda. El hombre la miró beber y pareció estudiar el efecto que el alcohol tenía en sus ojos. Luego, sin más, abandonó la copa sobre una mesilla lateral y la tomó por un hombro para conducirla hacia la cama.
-Desvístete -le dijo, mientras él se deshacía de la bata y del piyama.
No había ni un rastro de cortesía en esa voz, de manera que Griselda no pudo sino sentir que en esa sola palabra había una orden tácita e inapelable. Abandonó la copa sobre la mesa de noche y procedió a quitarse el suéter, que se le atascó en los aretes y la hizo entrar en pánico. Al fin se deshizo de él y lo dobló con sumo cuidado sobre la cama. Luego, con mano temblorosa, sin atreverse siquiera a mirar al hombre que ansiaba su desnudez, se desabotonó la blusa y, sin quitársela aún, se desabrochó el pantalón.
-Eres casi una niña -le dijo el otro al descubrir el juego de ropa interior que no combinaba: la tanga era una pieza diminuta de colores pastel; el sostén era de un color crema sin misterio.
-Déjatelo puesto -oyó que volvían a ordenarle cuando vio que ella se llevaba las manos a la espalda en busca del broche.
Sólo entonces Griselda se atrevió a mirarlo. Al hacerlo, descubrió el pene más grande que había visto: aquel trozo de carne, duro por la excitación, parecía, por su rara curvatura ascendente, como un sable torpemente tallado en madera. Y sus venas, hinchadas y brillantes como en un cuadro de Giger: eso es lo que más recuerda.
-Eres una niña -repitió el hombre con voz entrecortada por el ansia mientras le acariciaba los senos diminutos por encima del sostén-, eres como un cachorrito...
Las manos de palmas calientes y sudorosas se reconocieron en sus mejillas; luego, con un movimiento de mal disimulada violencia, la obligó a buscarle el miembro con los labios.
Si de lejos esa verga lucía enorme, al tenerla delante de sus ojos supo que intentar metérsela en la boca sería algo imposible. Pero su dueño ya luchaba por introducirla, y Griselda abrió la boca al límite de su resistencia y probó el sabor ácido de la carne latente.
-Chúpala despacio, pequeña zorrita. Eso es, así. Cómete tu caramelo...
Para Griselda, no había más realidad que ese deseo imprevisto que le humedeció de pronto las entrañas. La mano del hombre le alcanzó la entrepierna y jugó a hundir los dedos en la suave ranura de su coño.
-Ya estás mojada. Eres una perra sucia...
Nadie jamás le había hablado de esa manera, y entonces comprendió los motivos de su excitación. Raúl la amaba, pero ese sentimiento, a la hora del sexo, transmutaba en una suerte de adoración que entrañaba el cariño, la ternura, pero jamás el sometimiento, la indefensión, la violencia que trastoca el deseo para convertirlo en ardor, en arrebato, en erotismo puro, intacto.
Las huellas que Raúl había ido dejando en su piel desparecieron poco a poco conforme aquel extraño le restregaba el sudor de sus manos por la espalda, por los senos, por los muslos que alguna vez le parecieron impropios y que esa noche, por primera vez, fueron hartazgo, carne apetecida y abismal. El grosero frenesí con que el hombre le sacó la tanga fue un instante que Griselda disfrutó con un delirio que ya jamás la abandonaría. El hombre se tomó la verga y comenzó a azotarla contra los enrojecidos labios vaginales. El placer que Griselda experimentó al sentir aquella gruesa verga que no era ya aproximación sino realidad, la sumió de lleno en el éxtasis. Y al sentirse penetrada, un grito se le escapó. Creyó que sangraría, que el gigantesco miembro le rompería el coño, pero el hombre empezó a arremeter, primero despacio, luego con una rapidez inexplicable, y entonces el dolor mutó en gemidos, en manotazos, en ese recorrido eléctrico que emergió como un aullido que el hombre que laceraba su cuerpo recibió complacido.
No se vino él en ese momento sino una hora después. Apenas dejó que Griselda se recuperara y la obligó a chupar de nuevo. Ella casi vomitó cuando la verga intimó con su garganta. Con una fuerza inusitada, aquellas manos la obligaron a volverse bocabajo y la carne caliente le rozó la hendidura entre las nalgas. El escupitajo le mojó el ano y un denso chorro de saliva le bajó por los muslos. Entonces el hombre luchó por sodomizarla. Pero fue imposible: apenas la dura cabeza penetró unos milímetros y Griselda, presa del dolor, arqueó la espalda para que el culo se le abriera hasta el límite de su resistencia. Tampoco funcionó. Finalmente, el hombre le reacomodó el cuerpo y al sentarse sobre su pecho le aplastó los senos para obligarla a lamerle los testículos mientras se masturbaba, gritando toda clase de improperios. Sólo así logró eyacular. El rostro de Griselda quedó bañado en esa sustancia caliente y pegajosa que parecía que no se agotaría jamás.

Meses después, Griselda tuvo que meterse tres cocteles a base de vodka y jugos de frutas para animarse a confesar lo ocurrido aquella noche. Cuánto de aquella historia y qué detalles fueron ciertos o sólo una ficción del alcohol, es algo que ignoro. Cuando ella concluyó su relato, no entiendo por qué, pero lo agradecí. Antes de encender un nuevo cigarrillo, le pregunté quién era el hombre. Griselda alzó las cejas y los hombros como si fuera una circunstancia innecesaria. Luego dijo que lo había olvidado. La miré fijamente a los ojos en un intento por hurgar más allá de sus palabras, pero ella había cancelado toda posibilidad de ahondar en el tema. No insistí. Comprendí entonces que el mundo no se rige por las reglas de la literatura; que las cosas no tienen un principio ni un fin, y que a muchos de nosotros no nos será dado jamás ver más allá de algunos paréntesis, como si la vida se distrajera arrojándonos los despojos de un banquete al que no fuimos invitados, de una celebración que no conoceremos jamás.
La naturaleza de Griselda es lo nocturno, lo enfermo, la imaginería febril.
Lo demás es silencio.