sábado, mayo 27, 2006

El ojo ajeno (II)


Sólo una mujer sabe que el deseo no le nace del cuerpo, sino de la línea invisible que desaparece cuando ese cuerpo despierta el deseo en la mirada de otro.

O de otra.

Para Estela no había otra realidad que la desnudez de Lena, recortada suavemente contra el ventanal del cuarto de hotel. Se volvió de pronto hacia mí. En su mirada había confusión, pero sobre todo preguntas, muchas preguntas. Y en la mía, una sola respuesta: la mujer desnuda que aguardaba en el rincón.
Una de aquellas interrogantes pretendió formularse en sus labios, pero al final se acobardó. El hueco que dejó atrás esa duda se quedó en la boca de Estela unos segundos, que yo aproveché para arrebatarle delicadamente el bolso de mano y la gabardina, que colgué en el perchero junto a la puerta.
-Estela, ella es Lena -las presenté-. Y viceversa.
-Hola, Estela -saludó la otra, cruzando las piernas sobre la silla que tenía frente a sí. El cuerpo que yo había conocido días atrás enfundado en ropa barata se desplegó como un muestrario de joyería reluciente y llamativa.
Era un cuerpo hermoso.
Estela sacudió un poco la cabeza, en parte para corresponder al saludo y en parte también en un intento por recobrar el dominio de sí misma.
-¿Qué pasa? -se animó por fin a preguntar. Y yo sabía que eran pocas las palabras que se atreverían a salir para echar un vistazo a todo aquello.
-Nada -le dije, tomándola del brazo y conduciéndola hacia donde Lena estaba. Era la única oportunidad que tenía para aprovechar los últimos restos de confusión que nos quedaban-. No tengas miedo, es sólo un juego. Un capricho.
Lena sonrió. Coqueta y divertida al mismo tiempo. Se pasó una mano entre los senos, fingiendo distracción, mientras que la otra la ocupaba en acariciarse un muslo. Un largo, bronceado muslo.
-¿Cómo que un juego? -insistió Estela-. No te entiendo.
-Cálmate -le dije, abrazándola un poco-. ¿Recuerdas nuestra plática de la otra tarde? ¿Sobre el asunto de verte hacerlo con otro? Tú aceptaste porque sabías que no tenías otra opción. Pero luego entendí lo que decías, que de nada serviría tu juramento de exclusividad si dejabas que un hombre te tocara, por más que yo te lo estuviera pidiendo. Bueno, pues esta noche ningún hombre que no sea yo te tocará, y habrás cumplido tu promesa.
Creo haber sido lo suficientemente claro.
Estela, en instantes, analizó la situación.
-¿Tú quieres que yo lo haga... con ella?
Asentí. La otra volvió a sonreír.
Sentí cómo Estela se soltaba ligeramente de mi abrazo, como si al dar un paso hacia el costado pudiera huir de aquella situación. La tomé por la cintura y la atraje de nuevo hacia mí.
-Ya dije que no debes tener miedo -la tranquilicé-. Ni ella ni tú harán nada que no desees.
-¿Puedo hablar un momento contigo? -me susurró, jugándose su última carta.
-No -le dije-. No puedes.
Y la llevé hacia la cama.

Una mujer es su cuerpo, y Estela sabía que el suyo era inquietante a la mirada de otros. Ese placer antiguo era casi un instinto, un hábito de sus sentidos, y habría sabido dominarlo como en otras ocasiones si no fuera porque eran mis manos las que lo acariciaban mientras la desvestía, al tiempo que los ojos de Lena le estudiaban las formas, el color, el agitado batir de su pecho.

Una mujer es su cuerpo, decía, y ese cuerpo sólo existe cuando el tacto de unas manos ajenas le dan sentido. Lo que el hombre ignora es que ingresa derrotado en territorio femenino, porque al iniciar ese juego está aceptando su renuncia en favor del placer del que ese cuerpo se alimenta. Pero cuando una mujer vacía su tacto en el cuerpo de su semejante, las cosas cambian: ya no hay renuncia, sino equidad; no hay abandono, sino entrega. Las manos, al contrario de lo que suele ocurrir en el hombre, no vacilan, pues conocen el camino que sus propios rincones les han mostrado. Las pieles comulgan. No hay aprendizaje ni enseñanza. Una mujer que toca a otra, que reconoce en sus reacciones las raíces del placer que también le corresponde, únicamente ha echado a andar la suave maquinaria que sólo se detendrá cuando ambos cuerpos hayan nutrido de nuevo la experiencia que tienen de su propia belleza.

Seguro quieres saber lo que ocurrió aquella noche. Te diría que interrogaras a tu imaginación, pero no compartir contigo parte de mi placer sería algo injusto. Para todos. Para Lena, que se comportó a la altura de su cuerpo; para Estela, que comprendió que una promesa es hierro y soledad; para mí, que por momentos me sentí rebasado por las formas que adopta el placer femenino cuando se arranca la máscara del prejuicio. Incluso para ti, que has arriesgado el anonimato para robarle al mundo un par de imágenes que ya no podrá negarte jamás.
Estela, creo que lo sabes, tiene un cuerpo delgado. Por eso, la tensión en ella es inocultable. Pero llegó un momento en que dejó de luchar. No hubo forcejeo ni cosa parecida; en el fondo, he llegado a sospechar que su resistencia era fingida. Sea como sea, una vez que estuvo desnuda, me abrazó. Muy fuerte. Como si quisiera darme una última oportunidad de recapacitar. Inútil intento: la obligué a tenderse de espaldas y estiré una mano para llamar a Lena, que nos había estado observando, sentada en la orilla de la cama. Tomé esa mano que nunca había tocado y la puse sobre el muslo de Estela, quien, al sentir esa rara profanación, cerró los ojos. Justo como hacen los niños cuando simulan desaparecer. Yo mismo conduje esa palma por el vientre ajeno, la obligué a palpar el nacimiento de los senos, la hice descender y rozar apenas el vello del pubis, quieto como el silencio. Entonces la solté. Los dedos, ya sin guía, siguieron su recorrido, nuevamente por los muslos, por las rodillas, por el empeine de unos pies cuya belleza, me parece, los merecía.
Comencé a desvestirme. Lena apoyó ambas manos a los lados de ese cuerpo tendido y extrañamente inmóvil, casi estatuado, y dejó que sus labios se reconocieran en él. Antes de que pudiera quitarme los bóxers, ya mi erección era insoportable. Las nalgas redondas y carnosas de esa mujer me miraban directamente a la entrepierna, como si el ojo de su culo hubiera descubierto apenas mi presencia y me retara a mantenerme a la distancia.
Las manos se entrelazaron. El sabor del cuello de Estela dejó de ser un secreto que aquella lengua aguardaba. El lóbulo de su oreja derecha, tan delicado, cedió a la suave presión de los incisivos y un gemido canceló para siempre el incómodo silencio que ya había empezado a madurar entre nosotros. No sin sorpresa atestigüé el momento justo en el que la mano de Estela tocó la piel de un hombro que sus ojos se negaban a aceptar. En instantes, sus dedos ya habían hecho suyo ese territorio y lo asumían. Lena aprovechó ese instante para buscarle la boca. Detenido a la orilla de la cama, no supe si sus labios ofrecieron resistencia, pues el cabello de Lena me lo impedía. Fui hasta el otro lado y me puse de rodillas sobre la cama. El cuerpo de Lena era un imán. Le acaricié la espalda y, frenético, introduje un dedo en la ranura entre sus nalgas. Pero ella, excepto por un primer momento de sorpresa, ni se inmutó: su lengua trabajaba el húmedo interior de la boca de Estela y aquello absorbía sus sentidos. Me arrastré un poco hasta tener esas nalgas a modo y las separé con ambas manos para meterle la lengua en el culo, que tenía un ligero aroma ácido. Una mano, la de Estela, que por un momento creí ajena a mí, me apresó el miembro y jugó a masturbarlo un poco. Nunca había sentido algo así. Por si no lo has intentado, es exactamente igual a los sueños de adolescencia, cuando la mente urde una ficción en la que le haces el amor a una compañera del colegio mientras tu cuerpo experimenta sensaciones que sabes que no provienen de ella, sino de la experiencia que se ha ido acumulando en tu cerebro a lo largo de cientos de generaciones. La mano de una te agita la verga como si quisiera arrancártela, mientras, a la vez, tu lengua le responde a otra restregándole el ano hasta casi hacerlo sangrar. Y esa otra, que no te ignora, le devuelve la intensidad de tu deseo a la primera como si pretendiera confesarle el placer que tú mismo le has confiado. Es confuso. Pero es lo que menos importa en ese momento.
En segundos, Lena empezó a gemir. Le había metido dos dedos hasta el fondo del coño y sus labios rompieron el contacto con la boca de Estela para decirme, en el lenguaje gutural del sexo, que aquello le estaba gustando.
-Sigue con ella -le pedí, al ver que su cuerpo se estaba abandonando a lo que yo le hacía.
Estela aprovechó ese instante para incorporarse un poco y observarme. Creí que el verme hurgar en la vagina de otra le causaría enojo, pero entonces encontré que la curiosidad por tener esa imagen de mí se estaba saciando, que aquello la excitaba, que el descubrir mis ansias por morder la carne de esas nalgas le encendía el deseo. Entonces se procuró uno de los senos que se mecían frente a su boca y chupó el pezón con frenesí, sin quitarme ni un momento la vista de encima. Para Lena, aquello era demasiado, pero no suficiente. Con ágiles movimientos se tendió de espaldas y llamó a Estela con un gesto. Ella, al principio indecisa, esperó a que yo asintiera y se sentó sobre su boca. Lena se puso a chuparle el clítoris, mientras sus manos le estrujaban las nalgas. Yo hice lo mismo con su cuerpo: le pasé la lengua por los labios vaginales mientras le alzaba las caderas, oprimiendo esas nalgas que, por un momento, sentí que me amaban. Se oye ridículo, pero fue lo que sentí. Imagina las sensaciones que experimenté cuando esa mujer, luego de un rato, hizo que Estela recargara la espalda en la cabecera para seguir chupándole la concha mientras paraba el culo como una ofrenda.
Sí, la penetré. Y Estela me miraba. Alterné mis arremetidas entre el ano y la vagina, bufando como un toro enfebrecido. Y Estela me miraba. Le saqué la verga y me la oprimí con sus nalgas; luego volví a penetrarla mientras la abrazaba por la espalda para apretarle los senos. Y Estela dejó de mirarme, no por pudor, no por orgullo, sino porque el orgasmo, ardiente, ominoso, la obligó a cerrar los ojos.

Alguna vez vimos una escena parecida en una película que no recuerdo. Al terminar la función, abandonamos la sala en silencio. No sé quién de los dos comentó algo al respecto. Fue, si la memoria no juega conmigo, debido a que afuera, en el centro comercial, dos mujeres pasaron frente a nosotros tomadas de la mano.
-Es difícil prometer -parece que dijo Estela mientras dábamos un paseo mirando aparadores.
-A veces -creo que le respondí sin atreverme a adivinar lo que pasaba por su mente en ese momento-. Más bien me parece que es difícil prometer cuando no estás seguro de si amas a quien le ofreces una promesa.
Ya recuerdo: habíamos ido al cine durante nuestra hora de comida y, como siempre, se hacía tarde para volver a la oficina. Pero no hay reglas que sujeten a una mujer rodeada de marcas comerciales. Estela, que vestía una minifalda veraniega, quiso aprovechar el detalle de su atuendo para probarse unos zapatos. No pude negarme. No al ver a la encargada de la tienda, una rubia de senos voluptuosos y ese gesto melancólico del que mueren los hombres. Cuando la chica le llevó las zapatillas, Estela agradeció con un gesto y luego vio cómo yo le acariciaba con manos imaginarias esas tetas desbordantes.
La empleada nos dejó un momento para ir a atender a otro cliente. Una vez a solas, Estela me dedicó una mirada inquietante, traviesa, de alguna manera cómplice. Luego, simplemente me pidió que la ayudara a probarse el calzado, abriendo groseramente las piernas.