jueves, junio 01, 2006

Estela, con el mar de fondo


Presentir el mar cuando la noche te descubre a la orilla del mundo. Ahí donde la conciencia te dicta que siempre hay algo, sólo existe ese vacío. Si acaso, la espuma se resiste a fenecer; pero el mar no es más que ruido, rumor que llega o va sin decidirse; promesa sin testigos.
El mar.
Hace años que lo supe. Como muchos, sentí en ese momento la gratuidad de mi residencia en el mundo. Pensé, no sin una leve nostalgia, que las cosas del mar ya eran antes de mi llegada, y que mañana, siglos después de asistir al llamado de la tierra, de ser polvo del polvo, esas mismas cosas lo serían sin mí. Acaso sea esa la razón por la que el mar, cuando es de noche, apenas se sugiere: un breve vislumbre debería bastarnos; la mirada, nuestra mirada, jamás tendrá el privilegio de quedarse con algo más que incertidumbre.
Estela es el mar, y como tal, es a veces inasible. Al llegar al puerto, esa nada, esa oscuridad de ojos cerrados asomó de pronto al otro lado de la cortina en el cuarto del hotel. Emocionada, fue hasta la ventana, descorrió el cristal que imponía su silencio y dejó que el viento salino se reconociera en su rostro. Pude haber pensado en mil crepúsculos, en lo hermoso que sería morir en la aquiescencia de su perfil sonriente, en el ámbar, en la clepsidra, que mediría cada gota de mi deseo, que me diría cada gota que me restaría de tiempo. No lo hice: opté por la piel, por el grito, por el placer inmediato; ya las horas se encargarían de someterme a otras imágenes, al capricho de algún ideario menos carnal. Y Estela, allí, de pie ante la ventana, sin acusar siquiera la curiosidad de otras miradas, le fue fiel a mis caricias hasta el último jadeo. Finalmente lánguido, la abandoné en ese sitio. Trémula, grosera en su desnudez inacabada, su silueta, hermosa aún a la distancia, se mantuvo intacta. Ignoro si sus ojos me buscaban o si esa quietud pasajera era un simple juego de mi imaginación. Lo cierto es que mi imagen, si es que acaso su mirada quiso registrarla, era la de un hombre momentáneamente derrotado.
-Todo el mundo me está viendo -musitó, y no supe si había hallado al fin una metáfora para explicar lo que alguna vez me dijo: que yo lo era todo en su vida.
-Insensatos -le respondí-, ni siquiera te sueñan. Yo acabo de tenerte, y siento como si jamás te hubiera tocado.
Estela, de espaldas a la noche, comenzó a vestirse. Se ajustó las breves pantaletas, la falda amplia, y aprisionó de nueva cuenta sus senos, que ya se creían libres. Luego fue hasta mí, que desde la orilla de la cama no había dejado de observarla.
-Iba a preguntarte si me quieres -confesó, acomodándose a mi lado-, pero tus manos me lo han dicho, tu mirada.
Se estiró para encender la luz, que al momento de nuestra llegada no hacía falta. Era la primera vez que veíamos la habitación. Se trataba de un cuarto pequeño, de una sola cama; en la esquina había una mesa en círculo y un par de sillas; más allá, una luna enorme cuyo reflejo nos evadía en favor del ventanal. Nada más. Pero bastaba. Acaso ni siquiera fuera necesaria.
Cenamos en el restaurante del hotel, iluminados por una vela diminuta e ineficaz. Luego dimos un paseo alrededor de la alberca desierta. Finalmente, salimos a la playa.
La arena en nuestros pies descalzos, el mar como una inquieta sugerencia de sí mismo, las luces de embarcaciones lejanas, henchidas de horizonte.
-Mañana vendremos aquí a primera hora -sentenció Estela, atisbando el entorno-. Quiero ser parte del amanecer.
Compartimos un cigarrillo. En silencio. Fue cuando supe lo del mar. Pero no se lo dije a ella: tenía miedo de cancelar la magia. De nuevo su perfil aceptaba la penumbra y aquello era un instante que tendría que sobrevivir por sí mismo.
Un rato después, desandamos el camino. Era tarde, y el staff del hotel se dispersaba como sombras. En lo alto del edificio, las imágenes de los televisores impregnaban de azul los ventanales. El frío aliento de artificio nos recibió en el lobby, allí donde la luz era un fragor blanquecino, ajeno a la oscura majestad del exterior. Cruzamos la rara soledad de aquella galería con rumbo a los elevadores. Una sonrisa de estúpida alegría nos acompañó hasta la habitación.

Fornicamos. Porque, además de acudir al llamado del mar, esa era la razón de nuestro viaje. Como nunca lo había hecho antes, Estela me pidió que le llenara el culo de esperma. Obedecí. Luego quiso que le chupara el coño hasta hacerla venirse. Nada de caricias, nada de ornato, nada que no fuera fricción, absoluta, descarnada genitalidad.
Unos dedos, finos, menudos, de uñas nacaradas. Unas manos que estrujan la colcha hasta el límite de la asfixia para luego abandonarla, exhausta, como un asesino que cede a la razón.
Es el orgasmo.
Sin misterio.

CODA
Creo en el silencio posterior al sexo. Creo, porque así lo he aprendido, que nada ajeno a la savia del instante debe morar en ese silencio.
Creo, entonces, en la muerte de la palabra.
Y la muerte ensayó su ritual nocturno en la quietud de Estela, que pronto ya dormía.
Su cuerpo, envuelto por las sábanas, era un simple capricho de las sombras.
El ruido apagado de su respiración. El movimiento apenas perceptible de su pecho, que acaso tan sólo imaginé.
Como si no estuviera allí. Como si nunca hubiera estado allí.
Como ese mar, el vacío del mar, que allá afuera nos aguardaba.

1 Comments:

At 11:57 a.m., Anonymous Anónimo said...

Gracias. Estela está más buena. De noche.

 

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