miércoles, junio 07, 2006

Fragmentos


“Dijiste que a tu primo le gustaba espiarte mientras te bañabas. Él era un adolescente y tú apenas rebasabas los diecisiete. Lo viste nacer, jugabas incluso con él cuando su familia los visitaba. Se distanciaron por alguna circunstancia que ignoras y volvieron a encontrarse la tarde en que sus padres pactaron el divorcio al final de una escena dramática que tuvo su ocaso con el regreso de tu hermana a la casa familiar. Se instalaron en tu recámara. Dijeron que solamente sería por una semana o dos, así que aceptaste dormir en la sala. Pero los días se fueron prolongando como la frase que te habría gustado gritar cada vez que la dureza del sofá te sorprendía en las noches. Aquel sillón no te quería, así lo aseguraste, y una mañana le pediste a tus padres que compraran uno nuevo o te pagaran de plano el hospedaje en un hotel. Y tu madre lloró todo el llanto que a su hija recién divorciada se le negaba, como si en ese acto de valor radicase la reconstrucción de su reino personal. Pero nada ocurrió, ni ellos cambiaron la sala, ni tú te atreviste a cruzar la puerta al término de la última discusión, pese a que tus pocas pertenencias ya estaban en esa maleta entre tus manos. Hay edades que no dan para grandes hazañas. Finalmente abdicaste y tu cuerpo terminó por amoldarse a los rigores del sofá.
“Tenías una reunión aquella tarde. Como cada sábado, cuidaste las evoluciones de tu ropa entre las tripas de una lavadora arcaica mientras Madonna y el tetris, mientras el nácar en las uñas y alguna historieta ocasional. Tu primo -perdona que yo también haya olvidado el nombre- llegó del futbol y ni siquiera se detuvo a preguntar a dónde habían ido todos; simplemente ensayó un gesto que se pretendió saludo y fue directo a la recámara. La espera terminó. Tendiste tu ropa al sol, que ya se ocultaba, y fuiste a venerar el clóset portátil que habías acomodado junto al televisor. Elegiste cuidadosamente el look para la fiesta. La regadera del baño de tus padres parecía una improvisada casa de campaña de tanta ropa interior que colgaba de ella. Te ceñiste la bata de baño y formaste una bolita con tus calzones para que al cruzar tu recámara, o lo que había sido tu recámara, el primo no pudiese verlos. Pudores juveniles. Abriste la puerta de golpe, no por la costumbre, sino por el tenue rencor que aún a veces te aconsejaba. El primo estaba sentado con la espalda apoyada en un costado de la cama. La luz del ventanal te cegó un poco, pero igual alcanzaste a ver, o imaginaste, que sus hombros se sacudían. Fue apenas un atisbo. Nada concreto. Por supuesto, se sorprendió al verte. Más que nada, pareció asustado. Se quedó quieto, más incluso que las cosas cuya naturaleza es la inmovilidad. Eso lo delató. Pero tú no tenías tiempo para sospechas. Arrugaste la nariz y practicaste una danza ridícula al pasar para que tu intromisión fuera menos detestable. En la puerta del baño quedaban rastros de tu niñez: cierta noche te encerraste sin querer y conociste el horror. Para rescatarte, tu padre se valió de una herramienta inapropiada, aunque eficaz: la sierra eléctrica. Practicó en la madera un boquete tan grande, que incluso el gato podía pasar a través de él sin rozar los bordes. La desidia o el hábito convirtieron ese vacío en una circunstancia más del mobiliario. Hasta tenía nombre: Eleuterio. Sí, ya sé, suena estúpido, pero tú se lo pusiste. La ventana era Anastasia; la cómoda, Comodina. Son los registros de tu ocio. Cerraste la puerta, aunque sabías que era inútil, y habrías comenzado a bañarte de no ser porque al otro lado del agujero descubriste la cara de tu primo, que a lo lejos, recortada contra la moribunda luz de la tarde, parecía esperar a que maduraran tus asuntos para volver a los suyos. Valiéndote del clavo que a guisa de percha sobresalía de la puerta, colgaste tu bata y la extendiste sobre la descascarada superficie para cubrir siquiera parcialmente la ausencia de madera. Encendiste el radio. Había una canción que te gustaba. Creo que te pusiste a cantar, no lo recuerdo. Te quedaste quieta unos segundos bajo la tibia caricia del agua y fue entonces cuando descubriste que la orilla de la bata se movía. No quisiste darle importancia: el agua en los ojos no es fiel a la realidad. Te enjabonaste el cabello, que aún conservabas casi hasta la espalda, y procediste a ejecutar tu cristalina danza de sirena. Esa densa y pesada cabellera fue la cortina a través de la cual notaste claramente cómo el hueco que iba dejando la orilla de tu bata se llenaba de asombro. Eso era un ojo. Y estaba calibrando tu desnudez.
“¿Qué hiciste? Según refieres, fuiste por segundos una estatua y luego el mimo que la simula. Y en esa pausa no hubo un sólo resquicio para la vergüenza. A lo mejor quisiste pensar que imaginabas; acaso, acudir a la imaginación no fue una buena idea. Porque entonces tu mente recreó la escena que estaría teniendo lugar al otro lado de la puerta, con tu primo echando mano de su pene adolescente, que se hinchaba de sangre primeriza. No eras ninguna experta; de hecho, tus conocimientos en el terreno de la masturbación eran nulos. Pero saberte deseada, sentir que los secretos de tu cuerpo eran capaces de tanta abnegación, fue suficiente para que en tu interior floreciera el hambre de mirada, esa oscura vanidad que ya jamás te abandonaría.
“Quiero pensar que quien es objeto del voyeur encierra en sí mismo una naturaleza análoga: saber que se es espiado traiciona el sentido del acto, pero a la vez desata los trabajos de una transferencia voluntaria, que trastoca los cuerpos y convierte al observador en observado. De ahí que aquella tarde hayas practicado esa serie de posiciones inauditas en quien sólo se relaja bajo la regadera: te abriste los labios vaginales para que el agua, como una lengua incesante, reconociera la consistencia de esa zona inédita de tu cuerpo; luego, te pusiste de espaldas a la puerta y te arqueaste para que la hendidura entre tus nalgas se revelara al fin a la callada codicia del profano; tus senos, por supuesto, fueron un juguete de tu propio tacto. No me hagas mucho caso: la imaginación se rige por sus propias leyes, no siempre fieles al recuerdo.”
-Es todo lo que sé -le digo a Estela, que ha estado escuchándome, sonriendo a veces, dejando por momentos que su mirada vague por los intrincados pasajes de su memoria oscurecida, pero siempre en silencio, como si hubiera estado reconstruyendo los escenarios que tomaban forma a través de mis palabras para apropiárselos, para fundar así sus propios recuerdos.
-Qué divertido -comenta, un poco para sí misma-. Divertido pero inútil: jamás había oído algo semejante.
-No te esfuerces -repongo, ofreciéndole el vaso de jugo que no ha querido tocar en toda la mañana-. El olvido es caprichoso: si te empeñas en recuperar una idea que alguna vez fue tuya, no pasa nada; en cambio, si diriges tu atención a otras cosas, la idea vuelve, así, sin más. Lo llaman serendipia.
Estela alza una mano para alejar el jugo que he mantenido por segundos frente a su boca. Al hacerlo, sus dedos me tocan. Apenas un leve roce, pero es la primera vez que entramos en contacto desde el accidente. Ella lo ha notado, pues enrojece y desvía la mirada mientras una ligera sonrisa la traiciona.
-¿Nada? -le pregunto, refiriéndome al jugo.
Ella me mira con sus ojos de pronto apagados y se reacomoda sobre la almohada.
-¿Cómo puedo saber si me estás mintiendo?
-Eso nunca lo sabrás -le respondo-. Pero no tienes otra opción más que confiar en mí.
Ahora se estira un poco. Está incómoda; no conmigo, sino con su circunstancia. Estela es uno de esos seres contradictorios que aman su cuerpo y a la vez lo martirizan en horas de gimnasio. Sé que la inmovilidad de la cama de hospital la está matando, así que aprovecho para deslizar una pregunta que pretendo casual:
-¿No extrañas el ejercicio?
Me mira de una manera extraña, como si hubiese atisbado una señal en su interior. Por un momento creo que aquella súbita interrogante ha funcionado. Pero entonces, sin ningún trámite, su gesto se reinstala en su condición extraviada.
-A veces me pregunto qué pasará si nunca logro recuperar la memoria.
Es una pregunta difícil, pero igual finjo que no es decisiva.
-Entonces me disfrazaré de Sherezada y te contaré tu propia historia en largas noches de tabaco y cafeína.
-Viviré para siempre en la mentira.
-También la verdad se inventa.