lunes, junio 05, 2006

La otra "Miss Amnesia"


Estela arribó de noche a la ciudad. Llovía. Era sábado. Un taxi la llevó a la oficina, transitando lentamente por calles lodosas mientras ella se distraía observando el ralentizado movimiento de los otros autos que a veces los rebasaban y por momentos se quedaban quietos, como prensados al asfalto por la fuerza indolente del chubasco. Minutos después, el guardia la ayudó a transportar su pesada maleta por la rampa de acceso. El sedán la esperaba. Enfiló con rumbo al sur. El tráfico era intenso. A través del parabrisas tomado por la lluvia, las calles habían cobrado una especie de luminosidad abigarrada. Un semáforo en rojo la detuvo en la esquina de Insurgentes y Filadelfia. Mientras esperaba el verde, se miró el esmalte desgastado de las uñas. Sus manos sostenían el volante como si quisieran mantenerlo a la distancia. Un hombre la observaba desde el auto contiguo. Creyó que le sonreía. Acaso la imaginación la traicionaba. Aprovechó los últimos segundos de aquella espera para mirar su propio rostro en el espejo retrovisor: el reflejo, fiel y nítido, le devolvió un gesto cansado. El hombre en el auto dejó de mirarla: el semáforo estaba en verde. Arrancó un instante antes de que Estela pudiera reaccionar. El vehículo, un impecable Marquis en color negro, se adelantó al sedán e invadió el carril sin aviso de por medio. Estela tuvo que aminorar la marcha. Los autos pasaban velozmente a su lado y el fragor de la lluvia aumentó de súbito. Las gomas del limpiaparabrisas arrastraban inútilmente el agua sobre el cristal. Estela desvió un instante la mirada hacia el tablero para accionar el aire acondicionado y al volver la vista hacia la calle se encontró a centímetros del Marquis, que se había detenido. Al instante pisó el freno, pero no pudo evitar un golpe leve, aunque rotundo. El motor se apagó. A través de la densa cortina de agua, Estela alcanzó a ver que las puertas de ambos lados del vehículo se abrían, pero el vaho en el cristal canceló la progresión de esa imagen. De haber limpiado a tiempo el vidrio, quizás habría podido notar la decisión de aquellos hombres mientras ejecutaban un movimiento preciso, calculado. El potente reflejo de unos faros en el espejo retrovisor la cegó un poco; luego, una figura sin rostro se detuvo a su izquierda. Sólo entonces descubrió el arma, el oscuro cañón confeccionado en acero que le apuntaba.
El miedo es ese animal que se agazapa y busca el instante preciso para saltar sobre tu espalda. Cuando Estela quiso reaccionar, el golpe del acero reventó el cristal y cientos de gotas afiladas le cayeron encima. Por eso no vio la mano que rápidamente se introdujo y retiró el seguro de la puerta, que se abrió en un instante. Estela, en un reflejo absurdo, quitó la llave de la pastilla de encendido y entonces sintió el jalón que finalmente la expulsó a la calle.
No vio la cara del atacante. Cayó de bruces sobre la humedad del asfalto y en seguida aquellos brazos la levantaron en vilo para arrastrarla hacia el Marquis. La puerta trasera se abrió y en un momento se encontró en el interior, al lado de un hombre que apestaba a tabaco rancio.
-¡No me veas, pendeja! -le dijo el hombre, empujándole la cabeza contra el asiento-. Quédate quieta o te meto un plomazo.
El peso de otro cuerpo la empujó y la puerta del auto se cerró con un ruido apagado. El Marquis arrancó.
La fuerza de aquella mano la mantenía con la nariz hundida en el asiento, que también apestaba. Oyó voces en distintos tonos, vociferaciones diversas, alientos excitados. Por los movimientos de su cuerpo, que se mecía, abandonado pero tenso a la vez, supo que el auto había dejado atrás la avenida y buscaba el anonimato de las calles circunvecinas.
Una de aquellas voces hizo una pregunta. Fue la inflexión lo que la delató, pues Estela, incómoda por los cristales que se le enterraban en la piel, seguía sin entender lo que decían. Por lo poco que alcanzó a rescatar de aquella conversación entrecortada, creyó que hablaban de su auto. Puso atención un momento, y entonces se dio cuenta de que el hombre que preguntaba lo hacía a través de un teléfono celular. Al parecer, no habían podido mover el sedán, y habían decidido abandonarlo. En su mano derecha aún estaba la llave de encendido.
El auto dio un trompicón y dobló a la izquierda con un horrísono chirrido de neumáticos. El súbito acelerón hizo que la mejilla de Estela se tallara contra el respaldo y no pudo evitar emitir un grito, que no nació del dolor, sino de la desesperación.
-¡Calla a esa vieja! -oyó que decía el hombre del teléfono, y al instante la mano le oprimió la cabeza con furia.
Estela creyó que iba a desmayarse, en parte por la asfixia, en parte también por la esperanza de que la inconsciencia la librara del yugo de esa mano, que no desistía. Cuando al fin empezó a creer que la oscuridad de un repentino sueño artificial podía ser cierta, oyó de nuevo el rechinido de las llantas, esta vez acompañado de un golpe seco, atroz, definitivo. Su cuerpo se desdibujó como un reflejo en el agua y giró en una postura imposible, mientras que a su alrededor la atmósfera parecía contraerse con un sonido de estallido, de implosión. Fue un momento fugaz y, sin embargo, como eterno. El entorno, que al fin pudo dejar de imaginar, sufrió una serie de cambios instantáneos, irrepetibles. Los rostros de los hombres retomaron el horror de aquella transfiguración y al final se unieron al confuso escenario de luces y formas cambiantes. Entonces, sólo entonces, llegó la oscuridad.
La mujer vio el asfalto encharcado a centímetros de su rostro. Tardó un momento en enfocar la rugosidad del piso cuya humedad imitaba las luces del entorno. No era fácil explicarse por qué aquel marco irregular, como una luz al final del túnel, la llamaba a trascenderlo, a escapar, pues tampoco lograba entender la razón de su ansia de fuga. Se arrastró con dificultad hacia el exterior y la mitad de su cuerpo se asomó a la noche lluviosa. Había en el aire un intenso aroma a hule y gasolina, y la palma de su mano sangró cuando la apoyó en el filo del marco para librarse del peso que le apresaba una de las piernas. De reojo alcanzó a ver el rostro de un hombre que la miraba fijamente; luego supo que no era ella el objeto de su atención, sino un punto impreciso en el vacío. El hombre estaba muerto, pero eso no le decía nada a la desesperación que sintió en ese momento cuando comprendió que era el peso de ese cuerpo regido por la sangre y la inmovilidad lo que la sujetaba. Como si quisiera sacudirse los últimos rastros de una pesadilla, agitó la pierna y finalmente consiguió liberarla. La cabeza inerte cayó hacia un costado y sólo entonces el hombre dejó de mirar, o más bien dirigió sus ya inútiles ojos hacia otro lado.
Exhausta, empapada, aunque intacta, apoyó un momento la espalda en la llanta de un auto estacionado a un costado de la calle. En una reacción de ridícula vanidad, la mujer que era Estela -aunque ya en ese momento lo ignoraba- se arregló un mechón de cabello y se revisó el escote de la blusa, a la que le faltaba un botón. Apenada, palpó el derredor para buscarlo. Al no hallar nada a que anclar su confusión, se apoyó en el cofre del auto para ponerse de pie. Entonces pudo ver la totalidad de la escena: el Marquis volcado con la mitad del frente hundida bajo la caja de un camión de carga, las ruedas que giraban alborotando el humo, la mano que se asomaba a través del cristal, retorciéndose en espasmos como si quisiera remedar las formas desarticuladas del hierro. Y más allá, la calle desierta, incomprensible, sesgada por la lluvia.
Un repentino mareo la obligó a sostenerse la cabeza con ambas manos. Algo le lastimó la frente: era el juego de llaves, que no reconoció. Lo sostuvo un momento frente a sus ojos y finalmente decidió guardarlo en un bolsillo del pantalón. Dio un paso al frente y sintió que cojeaba. Sólo así se dio cuenta de que apenas llevaba puesto un zapato. Alzó un poco la pierna para deshacerse de él y se fue de espaldas contra la acera. Semioculta por las sombras de los árboles, sintió que un rumor de voces empezaba a crecer. Se arrastró hasta el muro y se incorporó con esfuerzo. De la puerta de un edificio vecino vio salir un grupo de gente. Se veían alarmados, pero la confusión de sus sentidos la llevó a pensar que aquellos gestos ensayaban una expresión amenazante. Se quedó quieta un momento; luego, al descubrir que no la habían notado, se alejó calle adentro.

El hombre la miró de arriba a abajo. Parecía curioso, de alguna manera asombrado. Estela hurgó entre sus recuerdos en busca del menor rastro que le sugiriera la familiaridad de esa cara, de esas manos gruesas y velludas que abandonaron el calor de la chaqueta de piel para tomarla por los hombros. No creyó reconocerlo, pero algo en su interior le decía que podía confiar en él.
-¿Qué te ocurre? -le preguntó el hombre, tomándola de la barbilla para estudiar su rostro.
La mujer, Estela, quien quiera que fuese en ese momento, no respondió. Se le quedó mirando, como esperando que de algún modo aquel desconocido de rostro amable y cálido pudiera hallar por sí mismo una respuesta.
-¿Te pasó algo? ¿Estás enferma? ¿Tuviste un accidente?
Demasiadas preguntas, nada sino confusión.
-¿Cómo te llamas?
Eso era: si es que acaso había una salida de aquel sucio marasmo que la mantenía presa, recordar su propio nombre tal vez podía significar el primer paso hacia la salvación.
-No lo sé -le respondió con voz apenas audible, una voz que no sólo le pareció distante, sino también extraña, ajena.
-¿No sabes cómo te llamas?
-No lo sé -repitió ella, queriendo acostumbrarse a su voz.
El hombre se le acercó un poco más y le tomó la cara con ambas manos.
-¿Tampoco recuerdas qué te ocurrió?
Estela cerró los ojos y registró sus recuerdos, pero sólo halló un instante de imágenes confusas enmarcadas por el ruido y el dolor.
-Pasó algo -dijo al fin, abriendo apenas los ojos para encontrar que ese rostro que la enfrentaba, transmitiéndole una confianza profunda, acogedora, era real.
-¿Un accidente?
-No lo sé -insistió ella.
Y entonces se derrumbó. El llanto le bañó las mejillas y su cuerpo se sacudió, convulsionado por el miedo y una callada, desesperada súplica.
-Vamos, vamos, no pasa nada -la tranquilizó el desconocido, abrazándola un poco.
En el pecho de aquel hombre, la mujer halló consuelo. Se había sentido frágil, pero de pronto el aroma de la esencia masculina, el calor de su abrazo, le devolvió un poco de calma. La requería.
-Ven -le dijo el otro, pasándole un brazo por encima de los hombros-. Necesitas descansar, curarte esas heridas. Será mejor que te lleve a un lugar seguro y luego buscaremos la forma de que regreses a casa.
La mujer, arrastrando los pies de medias rotas, se dejó conducir.

Abrió los ojos. El auto dio un respingo al trascender el filo de la acera y se introdujo lentamente a través del portal. El hombre apagó el motor y salió. Rodeó el auto y le abrió la puerta, extendiéndole una mano para invitarla a salir. La mujer estrechó aquella mano y sintió el dolor en su propia palma. No sabía el porqué de aquella herida, que de nuevo sangró. No sabía nada.
El desconocido la acomodó en un sofá y salió un momento de la sala para regresar con un vaso. El alcohol le hendió la garganta, pero el calor del líquido la reconfortó.
-Relájate -le dijo el hombre, sentándose a su lado-. Cierra los ojos; tal vez necesites dormir.
-No -respondió ella, y de nuevo esa voz irreconocible la llenó de miedo, de un horror que supo personal, aunque incierto.
-Es verdad -aceptó el hombre, dejando su propia bebida sobre la mesa de centro-. Lo que necesitas es limpiarte esas heridas. Ven, acompáñame.
La condujo del brazo por un oscuro corredor alfombrado. Llegaron al baño, una habitación límpida, blanca, impregnada de humedad y fragancias masculinas. El dueño de aquel lugar fue hasta el espejo, que era en realidad la puerta del botiquín, y al abrirlo, la mujer pudo contemplar su propio rostro, que jamás había visto.
-No sé quién soy -dijo el reflejo de la mujer palpándose la piel de las mejillas enrojecidas por los golpes.
El hombre, a su lado, también una imagen, la miró un instante con una expresión neutral y luego fue hasta el cancel de la regadera para abrirlo y accionar los grifos. El chasquido del agua al romper contra el piso de la tina le recordó la lluvia a través del cristal. Afuera estaba la calle, las luces de los autos, informes, diminutas. Fue una imagen fugaz, externa, sin vínculo alguno con su desajuste interior.
-Un baño caliente te caerá bien -le dijo la voz a sus espaldas.
Ella se quedó quieta, siguiendo mentalmente el rastro de la escena lluviosa. Y sólo reaccionó al escuchar que la puerta se cerraba.
Se desvistió con dificultad. El cuerpo le dolía. Echó las medias rotas y lodosas en el cesto de la basura e hizo una pausa para estudiar la ropa que traía puesta. Fue un análisis improductivo: la blusa beige y el pantalón de tenues rayas eran cosas que aún en sus manos parecían conservar las formas de su cuerpo, aunque no había en ellas nada que despertara en sus recuerdos la sensación de pertenencia. Finalmente se metió en la tina. El calor del agua la sedujo. Recargó su cabeza contra el filo y de nuevo buscó las sombras, el profundo pozo de la calma, no importaba que fuera ficticia.
Fue apenas un instante, pero el tiempo suficiente para que una súbita languidez se anclara a su cuerpo. Entonces descubrió que no era el sueño lo que se había hospedado en su interior, sino una rara inmovilidad, un abandono involuntario. Vio, sin que le importara, que el filo del agua bordeaba sus labios; que las formas de sus senos, antes irregulares por la ondulación, iban recobrando poco a poco una redondez concreta. Vio la gota que se inflaba, colgada de la regadera, sin animarse a caer, y una silueta que se empezaba a formar al otro lado del cancel. Entonces escuchó cómo la puerta se descorría y descubrió poco a poco que aquella figura era real.
El hombre se agachó a su lado para mirarla de cerca. Le puso las manos en la cara y le abrió los párpados. Luego sonrió. Fue un gesto complacido, calladamente obsceno. Sin que la mujer ofreciera resistencia, el desconocido la cargó en brazos y la llevó a la recámara. Sin violencia, aunque de forma brusca, la arrojó sobre la cama. Y empezó a desvestirse. La mujer veía todo como quien es tomado repentinamente por un recuerdo vívido, de sensaciones intensas que te niegan la posibilidad de intervenir, de modificar. Siguió el viaje del hombre, que se hincó frente a ella, y vio que la tomaba de los tobillos para contemplar hambriento la hendidura en su entrepierna. Sintió el aliento de su respiración agitada, y el frote lúbrico de una lengua ansiosa. Había algo que de alguna manera estaba de su lado: fuera lo que fuese lo que la obligara a abandonarse, algo en esa química funesta le había aliviado el dolor. El hombre le puso en la boca unos labios gruesos y olorosos a su propio sexo y le lamió los labios. Algo le dijo, no quiso saber qué era, antes de volverla bocabajo para hundirle la viscosidad de su lengua en el ano. No era exactamente una sensación placentera, pero deseó que aquellas caricias hubiesen intimado con la eternidad cuando sintió la dureza de una verga que le rompía el culo. Sus gemidos, de por sí apagados, fueron interrumpidos por la mano del hombre que jadeaba con todo el peso de su cuerpo apoyado en su espalda. Fueron minutos que se disfrazaron de horas lo que duraron las arremetidas cada vez más furiosas; fueron minutos de un callado martirio los que la mujer sin pasado tuvo que soportar mientras escuchaba aquella voz que era como un catálogo de odios y obscenidades; fue un rencor sin fuego, desvanecido, lo que su mente nublada asumió cuando las bofetadas repetidas, sistemáticas, le reventaron las heridas que ya eran un hábito de su piel. El hombre dejó de golpearla y se acomodó con presteza sobre su pecho. Con una mano le tiró del cabello para obligarla a mirar, y con la otra se jaloneó la verga en una masturbación ansiosa y repugnante. Finalmente, le abrió la boca y la obligó a tragar el largo escupitajo de su grosera carne.

Ya la madrugada había retomado sus rincones de siempre cuando el auto se detuvo a la orilla del parque. El hombre se estiró sobre el cuerpo aún lánguido, aún desconocido, y abrió la portezuela. No sin dificultad lo empujó poco a poco hasta que su dueña se derrumbó pesada sobre el asfalto. No pudo verlo, sólo escuchó el ruido del portazo y el hule de los neumáticos que tallaron el piso para iniciar la fuga.
El charco en la orilla de la acera recibió una primera gota que alteró por un instante el reposo del agua. Luego vino otra, y otra más. En segundos, la lluvia dejó de ser una insinuación y empezó a caer sin pausa sobre las calles, sobre los autos mudos y silenciosos, sobre el cuerpo de la mujer que sólo entonces volvió a despertar a su atroz realidad.
De nuevo el asfalto, húmedo y rugoso, en el que descansaba su mejilla. De nuevo esa extrañeza, la sensación de despertar en medio de una pesadilla ajena. De nuevo el dolor de la herida en la palma apoyada en el piso. Y el cuerpo, asustado, incorporado a la noche como un extranjero. La mujer que era Estela, aunque nada hubiera a su alrededor que le confiara esa verdad, se arrastró para alcanzar la banca de hierro. Se dejó caer en el asiento, buscando un descanso que de nuevo había faltado a la cita. La lluvia, como una densa cortina, le impidió notar la sombra que crecía, que progresaba como un capricho de la noche. La silueta se recortó contra la luz del alumbrado público y repentinamente la lluvia dejó de caer sobre su cuerpo.
Supo que era una voz lo que la llamaba con insistencia, aunque nunca logró precisar si la reconocía o si tan sólo era un juego de su imaginación, que había empezado a mezclar las formas del sueño con las piezas dispersas de una memoria fragmentada. Algo, sin embargo, le dictó una sentencia cruel: las cosas nunca empiezan o retoman su camino; ocurren, simplemente ocurren.
-¿Te pasa algo?
Eso era lo que la voz decía.

Recuerdo que lloré cuando el médico me confesó que era mi número telefónico lo único que Estela alcanzó a recordar un día después de su ingreso. El timbre había irrumpido en la noche como una oración violenta y ni mi esposa, que jadeaba, ni yo, que le mordía la piel de la espalda, quisimos responder. Una hora después, el teléfono volvió a insistir. Fue así como supe lo que había pasado.
Estela duerme, rodeada de objetos que pulsan y gotean como las ocultas entrañas del mundo. Hace apenas unos minutos que conversé con ella. Creí que bromeaba cuando me cnfió que mi cara se le hacía familiar.
-¿Qué eres de mí? -me preguntó, débil.
-Soy “todo”. ¿No lo recuerdas?
Ella cerró los ojos. Quiso apretarlos con fuerza, pero al parecer no tenía energías para hacerlo. Luego volvió a mirarme.
-No -respondió.
Al llegar al hospital, hice un par de llamadas y al rato, sus padres, sus hermanos, incluso el médico de la familia, llegaron alarmados. Algunos de ellos me interrogaron, pero no era yo quien tenía las respuestas. Me contaron lo del auto, el testimonio de otros que vieron el secuestro, lo del accidente y su desaparición. Luego el médico los llamó. Minutos después, hubo llanto. Me quedé hasta el final de la hora de visita. Su madre, la última en salir, me informó que ella quería verme. No exactamente a mí, sino al dueño del número telefónico que el azar o los trabajos de la amnesia le habían permitido recordar. Por eso pude hablar con ella.
-¿Qué eres de mí? -había insistido.
Dudé un momento. Finalmente, le respondí:
-Un amigo.
Estela desvió su vista hacia la ventana, que la lluvia azotaba con callada violencia.