viernes, junio 02, 2006

Madrugada


Madrugada era el nombre.

Muchos llevan una palabra retratada en el rostro, aunque el registro civil se obstine en demostrar lo contrario: la cara redonda es Fabiola, el gesto desolado es Juan. Pues bien, la primera vez que vi ese rostro, el rostro que ahora rememoro, la palabra Madrugada se me fue mostrando letra por letra, tan clara y nítida como los caracteres de un anuncio de neón. Siempre he sido un hombre imantado por los senos y las piernas, en ese orden. Así que aclaro a tiempo: el énfasis en su rostro me lo dictó la sorpresa, pronto verás la razón.

Y bien, ya la confesión ha sido hecha: el nombre se lo puse yo. Deja pues de lado las falsas suposiciones: esta no es la historia de una palabra, sino de la fotografía que la revela. Antes de eso no había nada más: ella vino hacia mí, pasó a mi lado, luego estaba a centímetros de mis ojos mucho antes de que pudiera hacerme de las llaves para abrir la puerta principal. Así que todo parte del instante en que vuelvo a nombrarla y terminará, si tu paciencia lo permite, un poco antes de que salga el sol.

Madrugada está en mi casa, en el estudio. Se ha sentado en un rincón y ha cruzado la pierna derecha sobre su muslo izquierdo. Por un momento pensé que lo hacía para disimular el rasguño que ha ido creciendo en la zona de la media que ahora quedó oculta, pero ya me he fijado bien y he notado que esa posición que se finge casual le permite alcanzar con mayor facilidad mis revistas deportivas. Parece que odia las complicaciones; seguramente por eso eligió la única edición disponible en español, aunque para mi gusto (y creo que también para el suyo) exhiba tan pocas ilustraciones. La sensibilidad se lo exige: ella es fotógrafa y está aquí para hacerme un estudio que no veré, aunque no extraño. Digo esto sin nostalgia: abomino de ese sentimiento porque conozco mis alcances y sé que es la única manera en que lograré olvidarla sin esfuerzo.
¿Por qué debo olvidarla?, te preguntarás. Por pura retórica: ni siquiera la conozco y no la veré ni hablaré con ella más allá de las horas que ya he señalado. Insisto: yo sé cómo inician las cosas cuando la gente se me encarna en la piel y en los sentidos, y ella sólo está pasando por la orilla de mi vida, como hace unos minutos. De eso estoy seguro.

Olvidarla, esa es la palabra adecuada.

Imagino que ya estás esperando que la describa. Desde ahora te digo que no lo haré. Así será más fácil deshacerme de su presencia una vez que se vaya y, a la vez, con ello evitaré recordarla algún día a través de estas palabras, que de cualquier manera, con el tiempo, deformarán lo que ella haga hoy aquí y me traicionarán a mí al tratar de recordarlo. Hay algo más que me ayudará en este propósito: desde el principio, antes de entrar en el departamento, ella me advirtió que deberé posar con los ojos vendados. Las razones no me las confió; simplemente lo dijo así, sin ánimos de que su petición se oyera como una advertencia. No he pasado por alto que es algo raro, pero en sus labios sonó tan íntegro, tan natural, que no me quedó más remedio que asentir y abrir la puerta. Luego colgué las llaves y la invité a pasar al fondo. Ella avanzó unos metros y se volvió de pronto, aunque todavía alcanzó a dar un par de pasos hacia atrás, con cierta gracia, como hacen las mujeres cuando no han podido intuir lo que ocurre a sus espaldas y deciden verificarlo con sus propios ojos. Fue en ese momento que noté el rasguño de la media: eso bastó para ahuyentar de mi mente el asunto de la venda y desviar mi atención hacia la ausencia de la seda.
-El vacío de la seda -digo en voz baja mientras salgo de la habitación para ir a la cocina.
Madrugada continúa hojeando la revista y se detiene en las imágenes de un anuncio de calzado deportivo. Creo que finge no ver que he entrado en el cuarto. Dejo su vaso de refresco sobre la mesa que está a su derecha y me siento con el mío apoyado sobre las piernas, que también cruzo. No tengo prisa; pienso esperar a que ella decida el momento de comenzar. Mientras eso ocurre, doy un sorbo a mi bebida y repaso los muebles de la habitación, que está hecha un desastre. No me incomoda: me gusta lo informal, y a Madrugada y a su circunstancia les va bien el ambiente. Ella en la orilla de un cuarto desordenado es lo justo para un momento que parece haberse ido construyendo con los deshechos del mundo. Por eso no me extrañaría que la mujer con la revista entre las manos tuviera una enfermedad terminal, y que todo este cuento de las fotos fuera apenas el pretexto para confesar su tragedia. Entonces tendría que estar lloviendo, o tendría que ocurrir que yo mismo me encontrara retrasado para una cita muy lejos de aquí. Pero no: la noche es tibia y mis amistades se quedaron atrapadas en el 93. Soy relativamente nuevo en el barrio.
Lejos de mis especulaciones, las manos de Madrugada siguen ocupadas con la revista. En ningún momento alza la mirada, así que me puedo tomar la libertad de observar sus manos desnudas de joyas, que aparentan ser dos animales agazapados a uno y otro lado del rostro de un futbolista famoso, a quien no parece importarle. El de la foto tiene en su expresión esa sonrisa firme del artillero implacable. Del triunfador. Nada que no sea una mala tarde puede afectarle, mucho menos que las manos de Madrugada enmarquen su rostro mientras el concentrado análisis de sus ojos le agota los rasgos. Doy un nuevo trago a mi refresco y lo abandono sobre el anaquel de los discos, cosa que me obliga a incorporarme brevemente y ocasionar el rechinido de la silla. Sólo entonces, Madrugada parece advertir mi presencia.
-¿Estás listo? -pregunta, dejando a un lado la revista.
Es más un aviso que una interrogante. Me cruzo de brazos en la actitud de quien no tiene que hacer más que aguardar. Era lo que ella esperaba: toma su maletín y extrae una cámara profesional. No sé mucho del tema, pero el tamaño del artefacto me hace pensar así. Vuelvo a mi bebida y ella me mira nuevamente.
-¿Tienes una bufanda o algo así? Es para los ojos… -explica.
Voy a la recámara y busco la prenda. Cuando regreso, Madrugada le ha instalado unos raros aditamentos a la cámara, que apoya sobre sus piernas ya libres, ligeramente separadas. No me fijo en ellas por ninguna razón en especial, es simplemente que ahora puedo ver que el vacío de la seda no ha crecido. No entiendo por qué, pero el hecho me tranquiliza. A lo mejor es porque, a mi parecer, eso le dará confianza. Quizás así se anime a decirme su nombre, o a preguntar el mío, cosa que me produce una cierta contrariedad. Por el asunto del olvido.
Me ve venir y deja el aparato a un lado para ponerse de pie. Le extiendo la bufanda. Ella la dobla y con un ademán me pide que me vuelva, así, sin más.
Aprieta el nudo.
Por algunos segundos sólo puedo saber que está ahí por los ruidos del aparato. Giro un poco en esa dirección. Se oye un flash. No puedo evitar sonreír. Como un goleador.
Oye -le digo-, ¿no tengo que posar o algo así?
-Sólo haz lo de siempre. Si quieres muévete, camina un poco, o siéntate si no te apetece otra cosa.
Su voz, al final de la frase, se ha ido alejando.
Sigo sus indicaciones. Tanteo la oscuridad en busca del refresco: mi mano choca contra el filo del mueble y algo cae, algo escandaloso, tal vez el vaso o algún adorno, no sé precisarlo. En ese instante se oye otro flash.
-Creí que te habías ido -le digo-. ¿Sabes si tiré el refresco? Tengo por aquí unos documentos que no son míos…
-No te preocupes, no es nada.
Sólo eso.
Madrugada arrastra ligeramente los pies mientras se desplaza por la habitación. Por un momento creo escuchar el frote de su ropa. Calculo que se ha puesto en cuclillas. La imagen se me adhiere en forma irremediable: ella está allá abajo, enfocando mi rostro que no sabe conducirse sin el amparo de la vista. Puedo estar equivocado, pero el flash se escucha más o menos a esa altura, cargado ligeramente a mi derecha. Así que entonces ella está bajo el marco de la puerta y estudia la perspectiva de la toma a partir de mi espalda, eso creo. No tardo en comprobarlo.
-Estás tenso -dice, justo desde el lugar en el que la imaginaba-. No es necesario que permanezcas quieto. Ya te dije: puedes moverte, hacer lo que quieras…
-Entonces quisiera saber por qué tengo que estar con la venda puesta.
Más tardo en formular esa estúpida pregunta, que ella en responder:
-Si te lo digo, pierde sentido.
-Ah -musito, como si eso fuera suficiente.
En los siguientes minutos, el flash de la cámara se dispara repetidamente. No puedo conservar la calma: me tomo la cintura, palpo el derredor, arriesgo unos pasos. Finalmente no puedo más e intento despojarme, más que de la venda, del juego en sí. Entonces siento la firmeza de su mano en las mías.
-No lo hagas: lo que verás no te gustará.
Su voz me congela, pero no siento miedo: esas palabras no encierran una amenaza, sino un llamado a la disciplina. Bajo poco a poco las manos y me entrego al destino misterioso que la noche me ha deparado.
Recorremos el departamento. Por momentos, ella me toma de la mano y luego me deja libre, aunque no sé si “libre” sea la palabra que describa mi torpe deambular por los espacios que Madrugada va eligiendo para desarrollar su trabajo. Cada paso a ciegas se vuelve un descubrimiento ahora que camino por lo que supongo el corredor que deriva en las recámaras. Como puedo, me voy improvisando una técnica que busca evitar los accidentes: decido un rumbo y al instante lo traiciono; giro levemente y emprendo el camino contrario. No siempre funciona: más de una vez doy con el dorso de la mano -que esgrimo como frágil defensa- contra las paredes o los muebles viejos que la abuela abandonó al morir. Inútilmente espero una advertencia o una señal: Madrugada se ha enredado en el silencio que me entregan los fallidos intentos por adivinar su presencia. Decido no resistirme más y abandonarme a la intuición. Así que avanzo de frente y penetro un espacio abierto (me lo dicen mis manos).
-Esto es el baño -afirmo con una falsa audacia.
A mis espaldas se oye el flash.
Me quedo quieto, giro hacia el lugar en el que la adivino, me llevo las manos a los bolsillos del pantalón.
-¿Puedo sentarme un momento? Ya me cansé.
Pero Madrugada no responde.
Me permito un suspiro que no surge del cansancio, sino del desencanto. Necesito relajarme un poco antes de continuar, así que doblo las rodillas y busco el piso; recargo la espalda contra algo sólido, frío.
-Siéntate conmigo, descansa un rato.
-No estoy cansada. Tú quédate donde estás; yo puedo seguir trabajando.
-Como quieras -le digo-, pero te advierto que no tengo prisa.
En ese instante, una vibración me golpea la espalda. Asustado, casi me arrojo hacia la nada. A tiempo me doy cuenta de que el zumbido que antecede a mi sorpresa proviene del motor del refrigerador, que se ha puesto en marcha.
-No es el baño -reconozco, confundido-. Estamos en la cocina…
Pero no escucho más que el flash y el mecanismo que recorre la película.
Por primera vez me siento estúpido. Un estúpido que se resigna al piso de una cocina para eludir la confrontación con una desconocida que juega a la impostura de un pretendido happening, mientras su protagonista piensa cómo hacer para tramitar un final decoroso. No quiero, te decía, trasladar esta narración más allá de los hechos inmediatos, por eso evito a toda costa traducir sus silencios o las poses que ella ha ido imprimiendo en este ridículo y voluntario asedio fotográfico. Prefiero obviar los minutos que absurdamente se disfrazaron de segundos para marcar nuestra estancia en ese lugar que me sorprende no haber reconocido, como si estuviera siendo despojado poco a poco de cada una de las cosas que me pertenecen: primero, del sentido de la vista; después, de mi capacidad de decisión; ahora de la ubicuidad. Hasta qué punto podría seguir tolerando este absurdo, es algo que me pregunto con frecuencia durante la jornada; y sin embargo, sigo ahí, inmóvil, abandonado al ruido de las luces instantáneas que el índice de Madrugada acciona sin cesar.
Así que fueron horas. Ahora reflexiono en ello, pero en el momento en que subimos a la azotea del edificio, lejos estaba de saber que ya la medianoche había sido derrotada. Me quedo parado a pocos pasos de la puerta que nos ve salir al frío y no contengo las ganas de decirle que ya es suficiente. Me sorprende saber que ella está de acuerdo.
-Sólo una última foto -me anuncia-. Pero necesito que camines de frente y trates de adivinar el borde.
Aquella petición va más allá de mi abandono. Pienso un par de veces en lo que voy a decirle, pero al final ninguno de mis argumentos me parece convincente. No después de toda esta circunstancia enferma.
-Lo siento -digo entonces-. Mira, hasta ahora sigo sin entender de qué se trata todo esto; por respeto a tu trabajo no voy a pedirte que me lo expliques. Pero eso sí, conozco lo estrecho de esta azotea y no estoy dispuesto a dar un paso más.
Aguardo unos instantes y luego finjo que voy a quitarme la venda. Madrugada parece saber que no voy a hacerlo.
-Está bien -acepta ella-. Quédate donde estás y trata de pensar qué dirás cuando veas esta foto.
El último flash cancela la pregunta que jamás formularé.

No es necesario decirte que bajamos en silencio. Por el sonido atenuado de sus movimientos, sé que ella guarda sus cosas cuidadosamente, y de pronto ya no escucho más. Presiento que me mira.
-¡La venda! -exclamo al darme cuenta de que ahora ella sabe lo fácil que me resulta acostumbrarme a las cosas.

El sobre con la fotografía llegó unas semanas más tarde. No tenía sello postal ni remitente; de hecho, lo hallé por casualidad en el umbral de la puerta principal cuando me agaché para recoger las llaves que había tirado por descuido. No sé si lo esperaba, lo cierto es que de alguna manera se me hizo familiar. Corté el borde sin la ansiedad que supones; contemplé la imagen sin misterio; la dejé todo el tiempo a un lado de la hoja que vio nacer las palabras que ahora estás leyendo.
¿Observas el vacío de la seda en la pierna izquierda? Cualquiera diría que es un error de impresión. Apenas un detalle.
Si miras bien, el amanecer no es distinto a otros.