viernes, julio 07, 2006

De cómo Fabiola va dejando de serlo


La recuerdo, pero me he rodeado de cosas que no la nombran. Durante la adolescencia, por algún tiempo sólo tuve una carta: una hoja a rayas, arrancada de algún cuaderno escolar, llena con el azul de ciertas palabras que reproducían, no sin torpeza, los detalles de una circunstancia ingenua: ella había pasado a mi lado en el corredor del colegio, creyó que la saludaría, sonrió incluso ante la posibilidad de saberse de pronto en mí, de verse a sí misma en los ojos de ese otro que era yo, de redescubrirse inquieta, casi ansiosa, recobrada al fin en esa tarde que moría sin que ninguno de los dos nos hubiéramos atrevido a buscarnos. No sé qué abyecta magia nos negó, lo cierto es que de aquel momento sólo me quedan los rostros de dos o tres compañeros, el patio vacío, las palmeras, añejas, que presidían la reja de salida, la ignorancia de estar en el centro del escenario de una situación definitiva. Por eso, la tarde siguiente, cuando ahora sí la vi venir, dejarme la hoja doblada en una mano, pasar sin detenerse, debí entender que no era la inmediata emoción de aquel breve secreto lo que se hospedaba en mí, sino la señal, atroz e inequívoca, de que el mundo no nos pertenecía.
La mirada cómplice de algún amigo me abortó del nerviosismo y busqué un refugio propicio; desdoblé la hoja y leí y releí sin entender del todo sus palabras; luego la busqué con la mirada, pero sólo hallé ese contradictorio vacío que adopta la forma de una multitud que es como una multiplicidad de espejos en los que la desesperación ensaya su unánime y aborrecible gesto.
Una carta, el deseo disfrazado de reproche, la extrañeza, la única manera que su mano encontró para llenar ese espacio en el que habrían cabido los años, dos cuerpos, las caricias, toda una historia, incierta, sí, pero real, y que al final del día sólo sirvió de refugio para la nostalgia. Para la inútil nostalgia.
Y la he perdido.
A veces vago por la ciudad con la absurda esperanza de encontrarla, a ella, para explicarle la teoría de ese mundo inmerecido que no me detendré a relatar, pues esta es sólo la historia de su ausencia. He creído verla en otras, pero su rostro, adolescente, ni siquiera juvenil, jamás se concreta. He tenido que ensayar el absurdo sortilegio de intentar su gesto en rostros sorprendidos que jamás terminan por corresponderse con mis recuerdos. Pero no desisto. En ocasiones me paseo frente a los cansados cuerpos de las putas, a través de callejones no menos sucios que la piel que detentan. No escucho sus voces, sólo espero ver el guiño, el hábito de una sonrisa falaz. Entonces me acerco y mi silencio indaga el precio de la representación. Siempre o casi siempre, es el aire infantil lo que me imanta. Puede ser cualquiera, sólo me basta la silueta desnuda de formas, el gesto de ninfa que ha sido mil veces virgen, la promesa del himen que las monedas reconstruyen noche tras noche al calor de una fornicación apresurada. Luego, la puta que el azar me ha confiado me toma de la mano y me conduce hasta el interior de un hotel que alguna vez se soñó majestuoso. La habitación apesta a tabaco y sudores añejos. No la busco: le pido ver su cuerpo al tiempo que yo mismo me desvisto. Solícita, me pone el condón en la punta de la verga y se hunde la carne hasta la garganta con la exhausta pasión de un fakir asalariado. La penetro por detrás: su cabellera áspera, su espalda larga, la morena piel de sus breves nalgas, son cosas que le convienen a mi imaginación. Fabiola es entonces ese cuerpo que violento con el ansia melancólica de quien ha decidido mudarse a la memoria, de quien se resiste, inútilmente, a morir como ha muerto la historia.
Y me vengo, una, dos, tres veces. Y no importa cuántas veces lo haga, mi eyaculación es siempre el mismo nombre, el mismo grito que altera el sórdido silencio de la habitación de hotel, el mismo estallido al que la puta en turno se resigna, callada, mientras acaso se pregunta el porqué del llanto, el porqué del húmedo y anónimo drama que hoy la noche le ha deparado.
Más tarde recojo las imágenes, los ruidos de las calles que me ocultan su rastro. Enciendo un cigarrillo, me detengo en alguna esquina, atento a la impresión fugaz del paso de los autos, del andar apresurado del gentío que busca, como yo, sus propias voces perdidas, los rostros que el tiempo ha sepultado.
Fabiola es esta ciudad de ámbar y concreto, el capricho de las sombras en los callejones solitarios, la lluvia que deserta al pie de los muros y que un sol plural e indolente recuperará más tarde para alimentar el gris del cielo, mudo y senil, como el hastío.

Aún la amo, pero he procurado rodearme de objetos que no la nombran. No basta: algún día, si el buen Dios lo decide, la veré. Entonces ella misma me dirá que la sonrisa de ese rostro que mi imaginación ha cultivado es una más de las cosas que han dejado de pertenecernos.

1 Comments:

At 1:13 a.m., Blogger Scarlett Freyre said...

ta bueno el chisme

 

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