miércoles, junio 14, 2006

Los quehaceres de la ironía (Fragmentos II)


Una de las cosas que aprendes con el tiempo es a no reírte del mundo cada vez que cuenta un mal chiste. Menos en su cara. Y menos aún si has sido tú quien lo ha motivado. ¿Por qué la aseveración? Porque Estela se ha quedado muda un tiempo largo, demasiado largo para no pensar que ese vacío que se abrió de pronto entre los dos era el primer síntoma de un mal augurio. Se veía demacrada: había permanecido muchos días sin maquillarse, el neón blanquecino de la habitación le transparentaba la piel y nada sino alguna sonrisa ocasional le despertaba el color del rostro. Además, estaba la comida del hospital. Ya sabes. Un momento antes de que Estela hiciera esa pausa lúgubre, ocurrió algo extraño: ella me había pedido que me acercara un poco y en voz muy baja me preguntó si alguna vez la había deseado. No le respondí: la miré a los ojos y a su vez me pregunté en silencio si estaría empezando a recordar. Hasta ese momento, había tenido que mentirle: éramos amigos, íntimos, pero nada más. Tenía la esperanza de que a partir de mis recuerdos, en su propia memoria reencarnara mi imagen. Pero era inútil: nada, ni un solo pasaje de su vida anterior le parecía familiar.
Hasta ese momento.
Primero separó ligeramente los labios; su mano derecha se anticipó a sus palabras y luego abrió los ojos, exactamente como quien se instala en un recuerdo vergonzoso. Luego me sujetó el brazo, que yo mantenía apoyado sobre el camastro, a un lado de su cadera.
Me apretó un poco. Entonces dijo:
-Tú y yo somos... -Y se detuvo.
La observé con insistencia, animándola a seguir. Fue cuando noté el rubor en sus mejillas, la señal inequívoca de que había algo en su memoria, algo suyo y no la recreación de las anécdotas que tarde a tarde le había estado contando desde el accidente, desde que el burdo tejido de la amnesia se le enredó en los recuerdos. Poco a poco me fue soltando y luego se llevó ambas manos a la cara. Cuando volvió a mirarme, su expresión se había descompuesto en una mezcla de pudor y sombría belleza.
-Tú y yo hemos... -volvió a decir. Pero esta vez se atrevió a continuar-: Tú y yo hemos hecho el amor.
Así de contundente.
-Ya recuerdas -le dije, sintiendo que mi presencia diaria a su lado había empezado a cobrar sentido.
-Fuimos una vez a un hotel -siguió ella-. A un hotel en un callejón cerrado.
-En el Centro -asentí-, a unas cuadras de la oficina.
-No sé -rememoró-. El hotel tenía, o tiene, un estacionamiento subterráneo, y en el lobby había un gran cuadro con un paisaje como una playa nocturna o algo así.
-Efectivamente. Ese cuadro siempre te había fascinado, y fue gracias a tu curiosidad que quisiste acompañarme a la playa.
-¿Fuimos juntos a la playa?
-Deja eso a un lado -me disculpé-. Concéntrate en tus propios recuerdos. ¿Qué más ves en ese hotel?
Estela meditó un momento. En ese instante ninguno de los dos sabíamos que la incidencia de imágenes que yo casi podía ver claramente no era nada sino un error.
-Yo pagué ese día -continuó-, porque tú habías olvidado la cartera. No puedo verte ahora, pero sé que estás detrás de mí porque te ofrecí el billete para que fueras tú quien pagara, pero sólo escondiste las manos y entonces tuve que acercarme al cristal y dije una tontería, algo así como “Queremos reservar un cuarto” o “¿Tiene habitaciones disponibles?”
Empezó a reír. Pero yo fui incapaz de compartir su alegría: como en una rara transferencia, el vacío que le había correspondido se hospedó de pronto en mi cabeza: nada de lo que decía era cierto; yo jamás había olvidado la cartera; nunca le habría permitido que pagara, no por machismo, sino porque ella misma me había dicho que el mundo se despeñaría junto con su existencia si tuviera que hacerlo. Entonces, ¿por qué mentía? ¿Bromeaba? ¿Lo sabía todo y jugaba a ver cuánto de lo nuestro era yo capaz de recordar?
-Hay algo raro -dijo-: sé que no es la primera vez que estamos ahí pero, por alguna razón, al entrar en el cuarto te digo que soy... virgen.
-Estela -musité, esperanzado-. Estás mezclando los recuerdos. Sí lo eras, pero no me lo dijiste en ese momento sino un día antes, cuando decidimos hacer..., hacerlo.
-No -me interrumpió, apenada-. Recuerdo claramente mis palabras: “Estoy asustada: nunca he estado con nadie”. Y tú entonces me abrazaste y te portaste muy tierno: me llevaste a la cama y me pediste que me tranquilizara, que no haríamos nada que no quisiera. Me recosté en tus piernas y tú me acariciaste el pelo. Sabía que te había mentido, que mis miedos no eran ciertos, pero saber que eras capaz de ese detalle fue algo que me reconfortó.
Exactamente: nada de eso era cierto. La vez que me dijo que era virgen, estábamos en un café. Aquella tarde le hice notar que nada de eso importaba, al menos no para mí, pues sólo deseaba que ella supiera lo que se sentía, no el acto en sí sino el hecho de que ambos pudiéramos estar juntos por primera vez. No quise decirle lo que estaba pasando en ese momento por mi cabeza. Me quedé callado, disimulando mi tenue incredulidad.
-Pero luego todo cambió -prosiguió Estela-: cuando empezamos a hacerlo, tú te detuviste de pronto y te asomaste acá abajo -se señaló el vientre-. Luego me dijiste que no entendía por qué no había sangrado. En verdad me ofendí: en un segundo pasaste de ser un príncipe a un sapo, sin beso de por medio.
Por alguna razón que ignoro, tampoco quise corregirla. Algo en su cerebro había decidido contarle una mentira y a lo mejor me nació saber hasta dónde sus recuerdos eran capaces de falsear los acontecimientos sin toparse de un momento a otro con la verdad. Es posible que sean los trabajos de la amnesia, creo que pensé. A lo mejor sus neuronas despertaron al fin y buscan alocadamente las ramificaciones que las aten de nuevo a la realidad. No era más que una hipótesis sin fundamento, pero de alguna forma yo también necesitaba asirme al mundo en ese momento.
-Perdóname -volví a mentirle-, no es que aquello me importara demasiado, es sólo que jamás había estado con nadie así... -ensayé un gesto que esperaba pudiera decirle más que mis palabras-. Fue curiosidad, simple curiosidad.
-Tú no dijiste eso -se extrañó ella-. Te enojaste mucho. Me llamaste embustera y no sé cuántas cosas. Te vestiste de prisa y te saliste. Hasta dejaste la puerta abierta. Yo la cerré de una patada. Pensaba quedarme ahí un rato, pero estaba tan molesta que también me vestí rápido y corrí a alcanzarte. -Meditó un poco-. Ya recuerdo -dijo al fin-: era domingo, porque la florería estaba cerrada. Y todas las tiendas. Te vi parado en la esquina. La sangre se me subió a la cabeza. Había decidido arrancarte la piel con mis propias manos, pero al llegar y verte de cerca, noté que llorabas. No era un llanto, así, digamos, de enojo, sino de rabia, de coraje mezclado con desolación.
Aquello había ido demasiado lejos. Por un momento, a mi cabeza acudió la idea fugaz de la locura. Nadie en sus cabales es capaz de inventar una historia con detalles tan precisos, no después de despertar de la amnesia. Que el choque le hubiera atrofiado la mente era algo angustiante. Por eso, por la desesperación que ya había tomado forma en mi interior, decidí concluir con esa retahíla de mentiras. Las suyas y las mías.
-Estela -le dije en tono enérgico-, nada de lo que me estás contando ocurrió realmente. Sí existe el hotel, sí estuvimos más de una vez en él. Yo nunca he dejado que pagues por mí. Nunca he tenido un arranque de enojo semejante. Jamás nos hemos visto en domingo, no porque no quiera, sino porque no puedo.
Suspiré. Había llegado el momento de la confesión definitiva.
-Y nunca nos hemos visto en domingo por una simple razón -le dije, tomándola de la mano que estaba más cerca-: soy...
-Espera -me interrumpió ella, no sólo con la voz, sino con un gesto de urgencia que más que una orden parecía un ruego-. ¿Sabes?, acabo de recordar por qué llorabas. Cuando me acerqué a ti, me lo dijiste: tú sabías que yo no era virgen, pero igual habías fingido con la esperanza de que tus miedos al respecto se alejaran. Pero funcionó al revés: ya no era sólo el hecho de saber que no eras el primero en mi vida, sino que en ese momento, más que nunca...
Intrigado, tuve que abandonar mi naciente confesión en favor de la suya, más siniestra incluso. La vi sumergirse de nuevo en profundas cavilaciones. El brillo de sus ojos, antes opacados por la introspección, parecieron cobrar una luz intensa, casi hiriente. Entonces descubrí que no era el reflejo de la tarde, sino las lágrimas lo que florecía en su mirada.
-No, tú dolor no era de saber que ya otro me había..., sino de que incluso conocías a ese otro. Lo habías visto, nos habías visto. Incluso una tarde nos seguiste hasta ese hotel y te quedaste afuera, contando las horas, limpiando la sangre de tus heridas. Se oye cursi, pero eso dijiste. Y yo entonces te abracé, muy fuerte, y me puse a llorar contigo. Pero no de compasión, sino por el hecho de que entonces supe que te amaba, y que te estaba lastimando, y que ninguno de los dos nos merecíamos nada de eso...
Como en un baño de hiel, recordé una tarde anterior a ese momento: mi encuentro con el hombre aquel que me había acosado, que se había atrevido a enfrentarme para decirme que Estela era suya, que la amaba, que iban a casarse.
La estupefacción es algo que no alcanza cuando te miras al espejo y es un rostro ajeno el que sonríe. Entonces, ¿era cierto? Sí, lo era: el hombre no mentía. Estela lo amaba. La confección de aquella mentira con respecto a su vida sexual no tenía como propósito el juego obsceno, la impostura barata, sino el deseo de recobrar para él un momento que no le había correspondido, de quitármelo a mí para curarse las cicatrices del remordimiento.
Ahora lo sabía: el hombre en el recuerdo era él. El otro era yo.
Estela, apenada, se retrajo en sí misma y empezó a llorar.
-Perdóname -musitó entre sollozos-. Sé que te lastimé. Pero créeme: de haber sabido que tú eras..., no sé, te habría esperado. O tal vez no, pero al menos no habría prolongado ese engaño. Porque, ¿sabes?, ese hombre no significa nada para mí. En algún momento pensé que lo quería, pero sólo me estaba mintiendo a mí misma, porque él pasaba mucho tiempo a mi lado, pero había algo que me lo negaba. No sé bien qué era, no puedo recordarlo, pero sí sé que aquello nos impedía estar juntos.
Estela se limpió el llanto con el dorso de su mano vendada. Luego giró un poco hacia la izquierda para alcanzar los pañuelos.
No supe qué hacer. Los papeles se habían invertido. Ya ni siquiera sabía quién era yo mismo. Un intruso a lo mejor. Un espectro. Un capricho de las sombras que habitaban la mente confundida de esa mujer que de pronto me pareció ajena, distante, inalcanzable. Por un instante sentí el impulso de decirle que no era mi dolor lo que ella pretendía aliviar, que yo era ese otro, ese fantasma de rostro evasivo que un sesgo de su memoria le había mostrado apenas. Pero me contuve: no era el momento; el descarnado cuarto de aquel hospital no era el sitio. Ya habría oportunidad de rectificar la historia. Acaso ella misma tendría que hacerlo, redescubrir a solas las huellas que conducían a su propia vida para seguirlas y encontrar, al final, quién era ese hombre que se cernía de pronto como una catástrofe sobre la fragilidad de su llanto, ese hombre cuyo odio tomó la forma de un beso, apenas un roce de sus labios sobre la frente, y que después abandonó la habitación en silencio, grave, vacío de sí mismo, exactamente como hacía un par de años, cuando, una tarde en la oficina y sin haber cruzado con ella una sola palabra, le tomó las manos y dejó que sintiera el calor de su deseo.
Una imagen que la amnesia, al morir, dejaría intacta en su memoria.

3 Comments:

At 11:35 p.m., Blogger D said...

Volvere...es una amenaza!

P.D. Bastante bueno, Saludos

 
At 11:49 p.m., Blogger luz said...

que lindo escribe... realmente me ha encantado.... un gran abrazo

 
At 8:45 p.m., Blogger Scaro said...

buen relato sin duda, enhorabuena.

 

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