miércoles, junio 28, 2006

Ultima confesión a Estela (Fragmentos III)


Formas que el mar dibujó con su mano de sombra: estaban ahí al amanecer, pero la espuma se propuso reinventarlas y no eran más lo que ella y yo veíamos tomados de la cintura, mientras el alba le iba inyectando color al entorno de altos edificios que poco a poco un breve guiño del sol nos iba descubriendo a lo lejos. Y esa mujer, la que un día creí amar, me tomó de la mano y me pidió que paseáramos un rato antes de que la gente, como llamada por las olas, abandonara los hoteles y aquello perdiera esa intimidad, tan necesaria. Así que caminamos sin un rumbo preciso, trazando surcos sobre la arena aún fresca, y nos dijimos cosas que ahora el pudor me niega. Creo..., quiero decir, si es que el recuerdo no me traiciona, creo que estábamos enamorados. ¿Cómo lo sé? Lo ignoro. A lo mejor es eso precisamente: las ganas de recordarlo, la memoria que asiste, más como sensaciones que como las imágenes henchidas de silencio que se nos quedan aquí, sin que alguna vez hayamos podido elegirlas. No puedo decir que haya sido su mirada, porque sus ojos, al igual que su cuerpo, habían sido tomados por el deseo. Acaso lo era todo: el paisaje, el viento, casi tibio, o su presencia, simplemente su presencia. Cuando una mujer se ofrece así, en esa totalidad inabarcable, uno siempre encuentra la manera de entender que se le posee, que la puerta está abierta, que la única condición para quedarte ahí es el silencio, la aceptación, callada, hermética, sin indagaciones, sin interrogatorios. Tan sólo estar porque ella está. Sí, lo sé: era sólo una esperanza, un recurso de la imaginación. Pero había algo que me permitía afianzarme a su territorio: era su cuerpo, abandonado a mis caricias, a mis caprichos, al ansia desgarradora de profanarlo, de caminar por su piel dejando rastros de un placer que algún día pudiera nombrarme. ¿Por qué no mejor se lo pregunté y me dejé por un rato de masturbaciones mentales? Porque no era necesario: ella había ido hasta allí para buscarme; tan sólo una llamada había bastado. Desde que llegó, apenas la tarde anterior, no habíamos dejado de desearnos, de lamernos, de fornicar como perros en celo. Sí: puro deseo. Pero el hecho de que ella quisiera compartir conmigo el amanecer era evidencia suficiente. Acaso para ella no eran necesarias las palabras; hacer de la circunstancia una metáfora, una oculta confesión, fue siempre su manera de residir en mí. Por eso creo que me amaba. ¿Aún lo dudas? Lo comprendo: tú también eres mujer y conoces los métodos. Inútil pretextar el calor de su abrazo, las suaves formas que adoptaba su cuerpo cada vez que la tenía con la mirada, el hecho casi banal de que sus muslos se cerraran para dejar que descansara mi mejilla, o su aroma, que era en sí mismo una insinuación. O el deseo, que ya no es necesario referir. Es posible que el amor se disfrace a veces con las formas del sexo para no sentirse vulnerable. Nunca, creo, se atrevió ella a conjugar ese verbo cuando se sentía penetrada. Nunca -así me lo dictan los recuerdos- me atreví a proferir esa sencilla palabra cuando me sabía a punto de inundarla. Acaso temíamos el abandono que de su significado se deriva; acaso simplemente reconocíamos la obviedad de nuestros sentimientos. Las cosas se ensucian cuando las dices; dejar que esa verdad albergara en silencio en nuestros cuerpos era, quizá, la única manera de mantenerla con vida.

¿Cómo era? Siempre me he negado a describir a la gente. Una cabellera oscura sólo tiene sentido si la has visto o no derramada en la almohada; unos ojos claros, por el contrario, carecen de magia en la intimidad: su enigma radica en descubrirlos de pronto entre el gentío, en saber que, a su vez, son capaces de arrancarte del anonimato para siempre. Un cuerpo es delgado o ancho cuando no lo amas, pero una vez que has aprendido a ser en él, ese cuerpo puede ser tan grande como el mundo. Perdona entonces que no la describa. ¿Un rasgo, algo que la defina?: el ansia de mirada, más intensa en ella que en otras mujeres. No era, jamás fue sin un testigo. Develar poco a poco su cuerpo antes del sexo era para ella un ritual imprescindible. Pero no pienses por favor en imágenes trilladas de movimientos sensuales, ni en insinuaciones obscenas; ella acostumbraba desvestirse lentamente, de pie a la orilla de la cama, sin nada más allá del automatismo cotidiano; pero el simple hecho se saberse observada detonaba en su piel una rara sensación de codicia, ajena por completo a la vanidad. Y esa breve revelación no era un acto de entrega, sino de ofrecimiento: porque ese cuerpo podía estar ahí, dispuesto para ti, pero sólo porque a ella le complacía mostrarlo al mundo, prestárselo a la vista y luego al tacto, como un vislumbre, como una confesión a medias. No te equivoques: esa era su manera de darse; en ello estaba su equilibrio. Porque, una vez que comenzaban las caricias, los forcejeos y todas esas cosas del sexo, ella volvía a ser una mujer sin más misterio que el que provoca el placer por sí mismo.

No estás conforme: lo sé por tu mirada. Haré, pues, una confesión que no amerita la retórica: ella era idéntica a ti. No te extrañe saber que a mis recuerdos, con los años, les sobrevivirá tu rostro y no el de ella, tu cuerpo, la sensación de tus manos en mi piel, la imagen de un lunar que no es más un secreto de tu ingle. Todo eso que ella dejó alguna vez en mí, abdicará en tu favor. Diré tú y no ella; diré Estela y no su nombre. Y también con el tiempo, cuando hayas recuperado la memoria o te resignes al fin a saberte esa persona que mis palabras han intentado reanimar, quizá encuentres que las caricias que detenta tu piel tienen rostro. Acaso el mío, acaso el que decidas inventarte.

Los recuerdos, después de todo, no tienen palabra.

2 Comments:

At 10:42 a.m., Anonymous Anónimo said...

Escribes muy padre tienes un talento bruto para describir cada escena y cada acontecimiento me quede atónita después de leerte ahora sólo una duda invade mi mente cuántos años tienes???

 
At 5:45 p.m., Anonymous Anónimo said...

Montse:

La respuesta es 38.

Acaso sea esa la razón de mi poca pericia con las palabras.

Prometo esforzarme por mejorar.

 

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