domingo, julio 02, 2006

Escenas (II)


Le pedí que se masturbara con el dildo. Dijo que no había magia. El aparato zumbó y se restregó en sus labios. Al rato, un tercio estaba en el interior de su vagina. Ella empezó a gemir. Le acaricié los senos, pero no le busqué los labios: preferí observar el excitante abandono de su gesto. Le lamí un pezón y luego el otro. Cerró los ojos. Sus jadeos se hicieron más intensos. Sus piernas, largas y hermosas, comenzaron a endurecerse; los dedos de sus pies apuntaron hacia el cielorraso y luego se contrajeron. No pudo evitar un grito: el estallido eléctrico la estaba recorriendo y yo era el único testigo.
¿Y tú?, me preguntó una vez que recobró la calma. Simplemente sonreí. ¿Crees que esto no es placentero para mí?, le respondí, acariciándole el cabello húmedo de sudor. Ella suspiró y sonrió también al descubrir que el aparato seguía activo, vibrante en el nacimiento de su muslo derecho. No lo apagues, le pedí al ver que buscaba interrumpirlo; sóbate con él una vez más. Obedeció. Guió la punta azulada por los alrededores de su clítoris. Yo le alcé las piernas y le metí la lengua en el culo, que sabía a sus jugos. Su mano, que creí inexperta, trazó lentos círculos sobre la carne enrojecida. Lo estaba disfrutando. Tuve que renunciar a su expresión en favor del ano, que se abría y se cerraba como un ruego. Me chupé un dedo y se lo introduje poco a poco. Alcé la vista y sus senos, que se veían enormes, me negaron su rostro. Le metí el índice y el dedo medio y los giré en su interior. Oí un resuello, la inequívoca traducción de su deseo. Como pude me hinqué ante ella y me escupí la mano para restregarme la verga enhiesta. La cabeza, hinchada de violenta sangre, la trascendió. Ella se retrajo un poco: le había dolido. Fue apenas un quejido, pues un instante después gimió al sentir que la dureza ya la había penetrado por completo. Sujetándola por los tobillos, le bombeé el culo, al tiempo que ella misma se introducía la incesante maquinaria en el coño. Entonces nuestros ojos, creo que por primera vez aquella tarde, se encontraron, ya sin máscaras, ya sin ese incierto pudor que provoca el no saber si los cuerpos lograrán pertenecerse. Míralo así: el hambre de sexo, más que una pulsión, más que un simple deseo, es el ansia por hallarse a sí mismo en el deseo del otro. No se ama: se codicia. Lo que el otro es; lo que el otro puede ser dentro de nosotros mismos. Algunos lo llaman amor; nada sino el oscuro, soterrado deseo de sentir en el otro el placer que uno mismo es capaz de prodigarle.
Ya todo eso nos había rebasado cuando volvimos a besarnos bajo los calientes lengüetazos de la ducha. Ocultos entre las risas y el vapor, analizamos nuestros cuerpos. Con la mano enjabonada me tomó el pene, aún no del todo lánguido, para acariciarlo, para estudiar su consistencia, para entender, tal vez, lo que ella misma le había hecho sentir. Y yo me quedé quieto, pues acaso esa callada inmovilidad era la única manera de asentir a su reconocimiento.
Lo demás ya es una simple costumbre de los días.