miércoles, julio 12, 2006

El tamaño del infierno


Cuando Laura enfatizó el perfil contra el nauseabundo rostro del domingo, no sólo estaba rescatando una complicada imagen del oscuro entramado en que se habían convertido sus recuerdos: también estaba decretando un dominio de la situación que, a partir de ese momento, supe que estaría hecho de hierro e indolencia.
-Tuve un novio horrible -comenzó, dejando que sus ojos se pasearan por las altas galerías del centro comercial-. Era prietísimo, de pelos negros, algo barrigón. Me trataba como a una niña. Me celaba. En la vida real era muy tierno, pero en la cama se transformaba por completo: me hacía de todo, me volteaba para todas partes, aguantaba horas...
-¿Dijiste “en la vida real”? -me extrañé-. Eso suena a que lo demás lo estás inventando.
-Es un decir. Hoy es la “vida real”, pero mañana puede ser “el día” o “entre semana”, ¿me entiendes? Es sólo una manera de referirse a los momentos en los que no estábamos haciéndolo.
-Bueno, el tipo era horrendo, pero en la cama era una fiera...
-¡Y tenía un pene enorme!
-¿O sea -quise saber- que no te gustaba pero andabas con él por su pene?
La sonrisa de Laura era una verdadera declaración de principios.
-Pero eso ocurre nada más en la pornografía -bromeé.
-Te lo digo en serio. Mira: cuando empezamos a andar, yo venía de tronar con un chavo que lo tenía normalito. Yo lo quería mucho y lloré cuando terminamos. Estuve soltera mucho tiempo. Cada vez que aparecía un pretendiente, luego luego me ponía a compararlo, a ver sus gestos, su manera de hablar, de comportarse. Y, obvio, ninguno le llegaba. No era tanto porque el otro fuera la gran cosa, sino que había estado enamorada de él, y empezar otra relación me parecía lo más tormentoso del mundo. Imagínate: tener que adaptarte, hacer que se acostumbre a ti, volver a contarle la historia, todo eso. Por eso prefería ir sola al cine, salir con mis amigas, con la familia, en fin.

“Hasta que apareció este cuate. Ya te dije que era feo como un gargajo, pero se portó tierno desde el inicio. No intentó seducirme y esas ondas, simplemente me preguntó cómo era mi vida, qué pensaba de ciertos asuntos, y así, más como cuate que como presunto amorío. Hacía tiempo que no me sentía tan en confianza. Y un buen día, sin apenas darme cuenta, ya éramos novios.

“Cierta noche me invitó al cine. Yo estaba tan entusiasmada por dejar al fin la soledad, que acepté sin saber ni qué película íbamos a ver. Bueno, pues se trataba de una de supuesto cine de arte, de esas que no se diferencian mucho de la pornografía: se trataba de unos cuates que se hacen amantes; ninguno de los dos sabe nada del otro, ni se molestan en averiguarlo: sus encuentros son siempre silenciosos, en hoteles diversos, puro sexo. Bueno, pues nada de que le cortan a la escena o te ponen una música como de desfile de modas para adornar sus tomas dizque sensuales: llegaban, se encueraban y se ponían a darle al asunto. En una escena, el cuate se levanta al baño y se le ve todo el cuerpo, incluida su cosa. Era grandísima, te lo juro. Fíjate que con mi ex novio platicaba a veces del tamaño del pene. Yo, que no sabía nada de la vida, le insistía en que los hombres generalmente se comparan el pene cuando están orinando uno junto al otro, y que desde esa perspectiva, pues el de junto siempre se va a ver más grande. Eran puras idioteces, y él -se llamaba Omar- me decía que no era cierto, que sí eran evidentes las diferencias de tamaño, que era igual que como cuando un hombre ve a una mujer tetona: se excita mucho, pero eso no significa que la ame. En cambio, la mujer de la que está enamorado puede tener en el pecho apenas un par de piquetitos de mosco, pero eso queda relegado por la pasión que siente por ella. Algo así. No te rías. El chiste es que al ver al actor ese, entendí la importancia del pene...”
-La importancia del pene -la interrumpí, paladeando la frase.
-Deja de burlarte o ya no te cuento nada -riñó ella.
-No es burla, de veras que es todo un hallazgo verbal.
-En fin. Pues resulta que a media película ya estaba yo toda mojada.

“Es bien raro: hasta ese momento, yo ni pensaba en el pene de los hombres. Bueno, sí lo hacía, pero lo veía -y todavía lo sigo viendo, no me creas tan perversa- como una simple parte del cuerpo. A la mayoría de las mujeres nos gustan más otras cosas, cosas que no siempre tienen que ver con el físico, como la manera de mirar, de platicar, y así. Sólo que en ese momento me puse a ver que lo que más me excitaba era esa idea del amante, de lo prohibido, de lo nuevo, de lo pasajero. Entonces miré de reojo a este chavo y me di cuenta de que también me estaba mirando, y de que respiraba medio agitado.

“¿Te has dado cuenta de cómo se comporta la gente cuando ve una escena de amor? Se mueven en el asiento, tragan saliva ruidosamente, carraspean, se incomodan. No entiendo por qué. Lo cierto es que mi entonces novio volvió los ojos hacia la pantalla y yo aproveché para ponerle una mano en la pierna. Y la dejé allí un momento, para ver qué hacía. Y no hizo nada, sólo ponerse tenso. Luego -ya sé que no me vas a creer-, por puro accidente le rocé la entrepierna. Y ¿qué crees? Pues que lo tenía bien duro. Eso para una mujer es algo definitivo, algo que no se puede ignorar, menos si lo tienes al alcance de la mano. Peor si estás en medio de la oscuridad, viendo una película en la que no hacen otra cosa más que tener relaciones. Como este chavo no hizo nada, sino quedarse quieto y fingir que no se había dado cuenta, pues me atreví a ponerle de plano toda la mano en su cosa. Fue así como me di cuenta de lo grande que era.”

-Pregúntame qué hice. Andale, pregúntame.
-¿Qué hiciste, pues? -sonreí.
-Nada. Absolutamente nada. Me hice la desentendida y retiré la mano. Y él siguió como si no se lo hubiera agarrado.
-¡Qué martirio!
-Salimos del cine y paseamos un rato. Ya unos días antes nos habíamos besado, pero esta vez nos pusimos a restregarnos como Dios manda. Yo casi jadeaba, y más cuando me puso aquella cosa en el vientre (el cuate era igual de grandote que su pene) y lo sentí duro, durísimo. Entonces me puse a sobárselo por encimita y él ya no aguantó más: me tomó por la muñeca y me hizo que metiera la mano en el pantalón. Fue una experiencia cachondísima, sentir la carne caliente y endurecida, palpitante. Mira, vas a decir que soy una embustera, pero traté de agarrárselo... ¡y nunca pude cerrar mis dedos en torno a ese trozo de carne!
-¡Ya! -exclamé-. ¡Te pasas!
-¡En serio! Esa noche no hicimos nada, pero dos o tres días después me sugirió hacerlo. No me pude negar. Ya no era tanto el antojo, los días que llevaba en ayuno, sino la curiosidad por ver de cerca un pene de ese tamaño. Y no sólo verlo, sino saber qué se sentía. En ese momento ya no me importaba que el tipo fuera feo como un chino mal comido; yo quería tener una cosa de esas en las manos, en la boca, ¡en el coño!
Un hombre se volvió desde la mesa contigua y nos estudió fugazmente. Estaba con su familia y reprobó el vocablo como si hubiera hallado un vello púbico en su hamburguesa.
Laura y yo reímos discretamente. Le pedí que fuera menos expresiva y ella continuó.
-Su pene no sólo era gigantesco, sino que estaba igual de prieto que su dueño. Fíjate: cuando se desvistió, le colgaba como un hombre exhausto, pero una vez que me empezó a acariciar, le empezó a crecer y la carne, de tan grande, se le salió del cuerito.

“Yo al principio me hice la santita. Lo abracé por el cuello y lo atraje hacia mí para besarlo. Estábamos acostados en la cama, uno junto al otro, por eso pude ver de reojo la evolución de la carne...”
-¡No sigas! -exclamé-. Una frase dominguera más y voy a dejar de creerte...
-Perdón, perdón -se disculpó Laura, riendo contagiada-. Pero si no quieres que emplee eufemismos, voy a tener que decir pito, verga y todo ese vulgar catálogo de sinónimos que ustedes inventaron.
-Si al señor no le importa -dije, señalando al pater familias que no parecía perder detalle-, a mí me tiene sin cuidado.
-Bien. ¿En qué estábamos? Ah, sí. Resulta que su verga le estaba creciendo hasta límites intolerables y yo ya no pude resistir más y se la agarré con una mano, mientras que con la otra seguía acariciándole el cuello, ya ves, para no parecer tan perver. Pues mira: cuando lo toqué, mis dedos todavía se lo podían rodear; pero conforme pasaron los segundos, ¡ni las uñas me tocaba! El otro se puso a gemir, a gruñir, a lamerme toda la cara y finalmente me puso de espaldas y me fue besando todo el cuerpo hasta llegar allá abajo. Ya Omar me lo había hecho con la lengua, pero no soy fan de esas ondas. Sin embargo, este cuate se había puesto de nalgas contra el espejo y desde donde yo estaba le alcanzaba a ver el manojo completo, meciéndose hacia atrás y hacia adelante como un acróbata indeciso. Cuando menos me di cuenta, ya estaba yo toda mojada y deseosa, y le jalaba el cabello para ver si le paraba al asunto y me dejaba agarrárselo otra vez. Entonces hicimos un sesenta y nueve. Creéme que tenía un culo horripilante, pero le olía bonito, como acidito, tiernísimo. Al principio fue muy incómodo, porque su pito me llegaba hasta los senos y apenas alcanzaba a lamerle el paquete testicular...”
-Ahí vas otra vez...
-Oh, perdón. El chiste es que tuvimos que hacer una serie de complicadas contorsiones para poder tenerlo al alcance de la boca. ¿Nunca has probado un pene?
Le ofrecí una sonrisa discreta.
-Es broma. Pues mira: un pene sabe a orines rancios, pero es la cosa más rica del mundo. No por su sabor, sino por la idea de que todo el deseo del hombre se concentra en ese trozo de carne, y si sabes usar la lengua, ya puedes tener un esclavo. El de este chavo, sin embargo, tenía el inconveniente de que no me cabía en la boca. Y fíjate de qué tamaño la tengo...
Laura ensayó un gesto de bostezo como el del león de la Metro. De verdad tenía (para decirlo a su estilo) una ancha cavidad bucal. Al verla así, abierta frente a mí como una promesa, me imaginé las vergas de treinta centímetros de diámetro de las que hablaba el Marqués de Sade. Sin poder evitarlo, me llevé la mano a la entrepierna, y tuve que consolarme pensando que la boca de Laura era tan grande, que bien podrían caber en ella todas las mentiras del mundo.
-¿Loh vej? -balbuceó, esforzándose por ensancharla aún más.
-Te creo, te creo.
-Así que ya podrás imaginarte que no me cupo más que la puntita. Y eso que no te he hablado del tamaño de sus testículos, ¿o sí? En fin. También se los lamí, me los metí en la boca, uno por uno, y hasta le mordí el pellejito arrugado. No soy una diestra mamadora, pero igual sirvió, porque lo puse cachondísimo y no pasaron más que unos segundos para que lo tuviera encima de mí. Yo creo que él ya sabía las dificultades que implica andar con esas dimensiones por la vida, pues me alzó las piernas y se agarró el pene para apuntarme y empezar a meterlo.

“Ya sé que nunca te han metido nada, pero de todos modos quiero que te imagines lo que es que te introduzcan una cosa así nomás porque sí: la primera vez se siente rarito; duele, pero si estás húmeda, el dolor no es mucho por la idea de que al fin vas a saber lo que es hacer el amor. Ya una vez que está adentro, la cosa cambia: el simple roce en la orillita es algo indescriptible; luego, conforme empiezan a moverlo, la sensación abarca todo lo que es la entrada, y si están arriba de ti, la cabecita toca el punto G y te puedes volver loca. Eso sí, cuando todo acaba, sientes la vagina chiquigrande, como que te pulsa, como que te arde. Ahora piensa en el tamaño de ese pene: por supuesto que yo ya no era virgen, pero como si lo fuera: aquella cosota me estaba rompiendo el coño y casi me echo a correr. ¡En serio! Me arrenalgé cama arriba y, por puro reflejo, creo que hasta se me cerraron las piernas. Este chavo me vio como diciendo ‘¡Otra cobarde!’, pero no dijo nada, únicamente me tomó por los tobillos y me atrajo hacia sí. ‘Oye, duele’, le dije. ‘¿Nunca lo habías hecho?’, me preguntó. Asentí con un gesto y el exhibió un gesto de mórbido placer. Ha de haber dicho: ‘Estoy cabrón’, o algo así, porque se echó encima de mí y me apretujó los senos mientras me metía la lengua en la boca y los dedos en el coño. Yo pensé que de la frustración me iba a violar, pero lo que hacía era provocar que me mojara para poder meterme su pitote sin problemas. De todas maneras, el truco tampoco funcionó: me puso una almohada debajo de las nalgas, me agarró de los muslos para evitar que me escapara y me empezó a penetrar.

“Yo ahorita te lo cuento así, pero la verdad es que ya quería sentirlo y me odiaba por no poder aguantarme tantito. Así que me armé de valor, apreté la quijada y dije: ‘Véngase tu reino’ mientras sentía que la verga me abría en canal. ¡No sabes qué rico se siente aquello! Mira: no es tanto que el pene sea grande; lo verdaderamente importante es que sea grueso, ¿me entiendes?, porque entonces te abarca todo lo que es alrededor de la vagina, que es el área más sensible. Hay algo que los hombres, o casi todos los hombres, ignoran, y es la sensación de ocupación. Aunque no lo creas, una sí siente el tamaño ahí dentro. Bueno, no exactamente el tamaño, quiero decir que una percibe que hay algo adentro y lo asocias con la imagen de la persona que te lo está haciendo. Es como si lo tuvieras todo él en tu interior, y si lo amas, ese placer se multiplica. Ahora imagina que un pene grande, además de estético, es capaz de tocarte toda por dentro. Así que, una vez que pasó el dolor, lo demás fue puro, total y absoluto rock and roll.”

-¿Y te aficionaste a los pitotes?
Laura, por toda respuesta, me extendió una sonrisa pícara.
-¿Y qué hay entonces de los demás? ¿Todos han sido unos auténticos tripiés?
-No, la verdad no. Unos lo han tenido grande; otros, chico. Pero ninguno como ese. Era Un Pito.
-¿Y el mío? -quise saber.
-Ay borreguito -así me decía, la muy cabrona-. Comparado con ese chorizo, el tuyo parece una chistorra.
-Eres cruel.
-Soy realista.
Laura me jaló por el cuello y me besó. Fue un gran beso, de lengua inquieta y ojos entornados.
-Házmelo otra vez -me susurró ella, ahora mordiéndome la oreja.
-Después de conocer la dimensión de tu historia, me declaro incompetente.
-No seas tontito -regañó, acariciándome una mejilla-, a mí el tamaño no me importa...
-¿Y piensas que voy a creerte?
-Allá ustedes si no lo creen.
-Sí, lo sé: es una frase de consolación.
-Si no te tienes confianza, prueba a metérmelo por atrás: ese lugar está incólume.
-Eres una mentirosa: tienes el ano más grande que la boca.
-Sí hombre. También me lo metió por ahí, pero eso no cuenta porque fue por una apuesta, no por deseo.
-¿Y quién ganó?
Laura lo meditó un poco, demasiado para no entrever el tamaño de su recuerdo.
-Creo que él -dijo al fin.

Camino al hotel, me contó de otro hombre. Ya no habló del tamaño de su pene, sino de la dureza de sus nalgas. No supe si agradecer esa ligera variación en el tema.