lunes, julio 10, 2006

Scarlett

¿Debo presentarme? No te hagas: mi nombre ya lo conoces porque lo leíste en el título. Scarlett. ¿Te gusta? Qué quieres que te diga: a mí me fascina. Me súper encanta. Suena como una herida. Como una herida de amor, de esas que te dejan tirada en la cama días enteros. Scarlett. Como cuando te quitas una costra y la piel debajo se parece a una rosa que apenas florece. Sí, ya sé lo que estás pensando: Scarlett es nombre de mujer fatal. Ya me lo habían dicho. Tal vez no se equivocan: en toda mujer hay algo de oculta, disimulada fatalidad. Y mi caso no tiene por qué ser diferente. Verás: yo ahorita soy feliz; lo has visto en la foto, esa en la que estoy sonriente, insoportablemente sonriente, como un enorme corazón al que le acaban de rascar el ombligo. Pero eso que ves, engaño colorido (como decía Sor Juana) no es otra cosa que una ficción de la luz. Si te fijas bien, yo pude haber sonreído para el obturador, pero en la vida también hay cosas que me pudren y en esos momentos rara vez hay una cámara dispuesta a inmortalizar mis rencores. ¿Qué rencores puede haber en una mujer que apenas rebasa los 20, que lo tiene todo (o al menos todo lo inmediato), que vive a orillas del mar (ese mar que como un dios quisiste poner entre los dos -Xavier Villaurrutia), que sólo tiene que mirar al horizonte para presenciar ese breve milagro que es el sol cuando renace desde la línea ondulada que es el principio del mundo, una mujer a la que el espejo le confiesa un rostro favorable, que conoce la amistad, las caricias, el cuerpo desnudo de los hombres, el sabor de unos labios que han dicho algo hermoso, el amor? ¿Qué rencores, entonces, puede tener una mujer así? Huy, si te contara... Está bien, ya que insistes, diré algunos: la cerveza tibia, la depre del domingo por la noche, que la minoría decida quién debe gobernar, la apatía de los otros, el desamor. El desamor. ¿Sabes cómo es el desamor? Es un cuate con cara de simio que te saca a bailar. Es una uña rota. Es un día nublado. No sé si te has fijado, pero al cielo le tiene sin cuidado tu fragilidad emocional: una vez que se le antoja, se nubla todo. Y no puedes andar de un lado para otro correteando al sol: tarde o temprano, la oscuridad te alcanza. Lo mismo ocurre con los seres humanos, con las relaciones de pareja, para que me entiendas. Hoy estás feliz, tu cuerpo está dispuesto a que unas manos te lo busquen, tus labios se abren como una flor exótica y no son necesarias las palabras para que esa otra persona entienda que hoy estás aquí, y que ese abandono es una puerta abierta para el que se quiera hospedar en tu interior. El sexo, pues. El antojo, que es una de las formas que adopta la felicidad. Si el otro lo entiende, todo se vuelve como uno de esos amaneceres luminosos a los que te asomas al despertar para descubrir que todo es posible. ¿Qué más se puede pedir? Pues que no llegue una nube para darle en la madre a ese paisaje de arbolitos y casitas felices, muy a la Bob Ross. Pero ocurre, y no basta con echarse a correr, menos en una ciudad tan pequeña como esta. Bueno, ya, dejémonos de metáforas: cuando digo desamor, quiero decir: el muy perro que tenía por novio me engañó. O no exactamente: no me engañó. Eso es lo peor de todo: que una lo descubra, que el telón caiga a medias y te des cuenta de lo que ocurre tras bambalinas, que descubras que a esa magia calientita que te habita la genera una maquinaria oxidada. La mujer era preciosa, así, delgada, alta, extravagante. Creo que era suiza. Tampoco me hagas mucho caso: tengo una rara fijación con los arios; se me hacen desabridones, esquemáticos, hinóspitos, si es que existe esa palabra. Por eso ubiqué mi odio en esa geografía, pero no tengo certezas: sólo la vi una vez, y con eso bastó. A lo mejor ni era extranjera, pero eso no le quita lo puta, ni lo suiza. Alan, así se llamaba el sujeto (y digo “se llamaba” porque, aunque siga deambulando por ahí, en mi loca cabecita lo arrojé por un barranco). Alan, era el nombre. Como actor. ¡Vaya analogía! En fin: el Alan ese pensó que si se iba a hacer sus porquerías en la playa más lejana, el efecto “cuerno” no me alcanzaría. Se equivocaba: en este mundo no hay refugio que sirva cuando el azar anda suelto. Te pondré al tanto: Cancún es para muchos solamente una postal. Para los que aquí residimos, sin embargo, Cancún es algo vivo, algo que late, algo que no deja de asombrar. Al menos lo es para mí, que lo amo, que sufrí cuando el huracán quiso borrarlo, que no pierdo oportunidad de salir a acariciarle la arena, a sobarle la tibieza al mar. Bueno, pues en uno de mis acostumbrados paseos andaba cuando fui testigo de la infamia. Primero fue una espalda, amplia como un deseo, cobriza, casi un imán. Si alguna vez has tenido a alguien, si alguna vez te has empeñado en dejar rastros de ti mismo en la piel de otra persona, sabrás que ese cuerpo que ya te ha pertenecido te llama como un guiño cada vez que lo descubres, cerca o lejos, a la vista o al tacto. La espalda, hermosa, besable, del tal Alan, me hizo señas a la distancia. Él estaba de frente al mar, en la terraza de un bar, y en un instante esa silueta lo fue todo para mí. Soy bien intensa, eso tienes que saberlo, y esa difícil condición femenina me lleva a cometer toda serie de atrocidades, desde cargar a una mesera en plenos alcoholes, hasta hermanarme en largas charlas con gente que no entiende ni pizca de español. Así que allí estaba esa espalda que era mía, y de este lado estaba Scarlett, preparando la embestida. Entonces vino una de esas nubes de las que te hablaba y le puso el toque fúnebre al asunto: de la nada (porque así llegan las desgracias) se apareció la suiza, toda glamour, toda seducción, la muy cabrona. Vestía -si es que así se le puede decir- un bikini casi inexistente, casi insuficiente para las formas de su cuerpo. Se paró frente a él, le sonrió, toda senos y nalgas desbordantes, y se sentó a su lado. Ah, me dije, ya apareció la arpía que nunca falta, siempre zopiloteando la carne ajena. Pero, ¡oh sorpresa!, el buen Alan la besó. Sí: la besó. No fue uno de esos besos al aire que se dan entre camaradas, sino un ósculo apasionado, babeante y horrorosamente real. Y yo, que iba ya a media carrera, tuve que detenerme al sentir en el pecho las garras de esa fiera indeseable que se llama desencanto. ¿Lo has sentido? El mundo se descompone en un segundo. O tú. Como si una mano anónima te detuviera de improviso en medio de la nada para arrancarle jirones a tu alma indefensa. Dejémonos de poesía: de un instante a otro, pasé de la felicidad a la ignominia. Sin ningún trámite. Pero, ¿era él? La imaginación es una cabrona ociosa, y a veces basta con descubrir unos ojos entornados que te arrancan del anonimato para que tu mente enfebrecida le dibuje a ese rostro unos rasgos conocidos, le ponga nombre, apellidos y lo envuelva en el transparente celofán de la confusión. Aferrada a esa última esperanza, tuve el valor (o la osadía) de acercarme a una distancia prudente. Rodeé la terraza desde el otro lado de la calle y me instalé en la posición ideal para escudriñar al hombre que alegremente dejaba que sus manos se reconocieran en la carnosidad de esas nalgas tersísimas. No había error: el pérfido perfil era el de Alan. Nada lo dice mejor: el alma se te escapa. Es muy extraño, pero en ese momento sentí claramente cómo me salía de mí misma y lo veía todo desde arriba: yo, ahí, parada a media calle, con los puños apretados y el coraje saliéndoseme de los poros como un aura cegadora, así como dibujan al Chico Migraña. Pero no hice nada, absolutamente nada más que aceptar el disfraz de mujer engañada, la inmovilidad que tantas veces le critiqué a otras amigas en desgracia. Creo que hay algo de perverso en esto de hallarte ante la infidelidad: odias que esa idea tome forma en una imagen indeseable, pero, una vez que la tienes frente a ti, no puedes apartar los ojos de ella, por más que duela. Eso fue lo que hice cuando el alma me regresó al cuerpo y supe que el ansia de matar no es exclusiva de las novelas policiacas. Alan, o lo que quedaba de él, seguía en lo suyo: sonriente, le recorría la cintura, por momentos se le acercaba con el pretexto de decirle algo al oído para oler la rubia cabellera que se derramaba sobre el bronce de esos hombros estrechos, trémulos, aborreciblemente apetitosos, sobre el nacimiento de esas chichis enormes, de vaca suiza, de vaca flaca, de vaca loca. Ya hasta estoy debrayando. Horas, meses, años después (ahora conozco la eternidad) recuperé a la Scarlett que soy, aunque no demasiado, pues de haber sido así habría ido derechito hacia aquella tipa y le habría arrancado su puto esplendor con mis propias manos para bailar la macarena sobre la piel de su muerta belleza. Pero no, no lo hice. Recogí mi dignidad, me di la media vuelta y regresé a casa. La abuela no estaba. Fui directo a mi recámara y hundí la cara en la almohada, que es la única que me aguanta mis pataletas. Creí que lloraría, por eso, antes, tuve el cuidado de echar la cerradura y correr las cortinas para que los sonidos de mi drama no pudieran escapar. Cosa rara: no fui capaz de una sola lágrima. Y eso, en el código femenino, sólo significa una cosa: no lo quería. ¡En serio! Tú vas a decir “Ahora resulta...”, pero es la verdad. Alan y yo teníamos poco tiempo de andar. Uno o dos meses. Ya nos habíamos hecho todas las confesiones de rigor. Ya conocía a su familia y él conocía a la mía. Ya habíamos hecho cosas, cosas del sexo que no voy a contarte porque voy a fingir que no las recuerdo, en su honor. No acostumbro andar metiéndome en la cama de todos los hombres que conozco (qué rico sería, ¿no?), aunque sí me aviento uno que otro faje cuando las miradas se distraen. Lo usual. Creo. Pero con él acepté tener relaciones porque era una persona cariñosa (hasta con otras), porque parecía inteligente, sincerote, porque tenía una forma demasiado seductora para hablarte, para pedirte lo que necesitaba, hasta para decir las guarradas que uno se dice cuando está dándole al asunto. Pero de ahí a que lo quisiera, había un país de por medio (Suiza, por ejemplo). Supongo que lo sabía, me imagino que al ver que las lágrimas no me salían por más que pujara, entendí que no era amor sino deseo lo que había entre nosotros. Y entonces comprendí que cuando eso ocurre se vale de todo: el engaño, la mentira sutil, el desequilibrio, el comprender que el otro no nos pertenece del todo, no sé. Todo vale, menos la farsa. Todo, menos la infamia. Por eso lo arrojé por el barranco, lo vi despeñarse, agitar las manos, preguntarse el porqué de su estrepitosa muerte mientras todo su ser se rompía en pedazos, abandonado al mar que ama a los cadáveres sin nombre. Imagina mi sonrisa satisfecha, Scarlett Freyre detenida al pie de la tumba de una historia que moría sin siquiera haber llegado al fin, sacudiéndose las manos, enfilando con rumbo a la ciudad, silbando una canción que hablaba de trágicos amores e inesperados vuelcos del destino. Vaya que las hay.

¿Preguntas si lo llamé? ¡Claro que no! Él lo hizo esa misma noche. Ya puedes ver su rostro azorado cuando le pregunté cómo era el infierno. Creyó que era una broma, el pobre. Cuando se recuperó de la sorpresa, me dijo que quería verme. ¿Verte yo?, le contesté. No, papacito, yo no soy el niño de El sexto sentido: no acostumbro ver gente muerta.

Así es mi vida a veces. A ver qué día me cuentas un poco de la tuya.

Besos.

-Scarlett.

P.D.: Perdona por el choro, pero a veces se me da. Si algún día llegamos a encontrarnos, ten por seguro que a lo mejor nada más nos sentamos uno frente al otro y nos ponemos a reírnos de nuestras propias existencias.

2 Comments:

At 1:31 a.m., Blogger Scarlett Freyre said...

te quedo genial!!

 
At 5:20 p.m., Anonymous Anónimo said...

Gracias. Nomás las ganas de alucinarse.

 

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