sábado, julio 15, 2006

Estela


Sólo quien se ha despojado de la incómoda noción de la locura sabrá espiar -como yo lo he hecho- las formas de su propia vida.

Estela abandonó el hospital en una mañana sin sol de principios de julio. Su cuerpo transparente, delgado, casi diminuto, se estremeció un poco al sentir la opresiva libertad del exterior. Su padre la condujo del brazo hasta el interior de la camioneta y cerró la portezuela con exageradas precauciones, como si temiera perturbarla, romper el fino cristal de su frágil equilibrio. Los seguí a la distancia por las calles estrechas y de fachadas carcomidas de la zona. A punto estuve de perderlos cuando la camioneta trascendió un cruce con el amarillo del semáforo; alcancé a librar con dificultad el taxi que se detuvo ante el rojo y dejé pasar un par de vehículos antes de acelerar para evitar la embestida de un autobús escolar. Tomaron Avenida Cuauhtémoc y doblaron a la izquierda en Viaducto. Ahora estaba seguro de que su destino no me era ajeno: los padres de Estela habían concluido los trámites del divorcio pocos días antes del accidente. Su madre había adquirido un departamento en el oriente de la ciudad y la casa había quedado en poder del padre por algunas cuestiones legales que ignoro. Sé, sin embargo, que el hombre suele hacer largos viajes por el país; a ello se debía, seguramente, que hubieran optado por hospedarla en el departamento, en donde siempre habría alguien que cuidara de ella durante el tiempo que tomara la recuperación. Era, a todas luces, un error: Estela no necesitaba emprender una vida distinta, sino reencontrar el camino, y para ello, estar rodeada de las cosas que la amnesia le arrancó habría sido lo mejor. No hay nada más triste que especular acerca de lo que hemos dejado atrás: yo había decidido hacerme a un lado, dejar que Estela se reconstruyera a sí misma sin el lastre que había sido nuestra secreta relación, dejar el paso libre a ese otro que la amaba y a quien ella recordaba amar, aunque ese sentimiento fuera más un capricho de la memoria que del alma.
Aunque todo, excepto mi rostro, hubiera renacido ya en su interior.
¿Qué hacía allí entonces? ¿Qué enfermo impulso me obligaba a seguirla, a negar los motivos de mi promesa, a convertirme en un abyecto y ruin merodeador? No lo sé. Supongo que, una vez que has aprendido a vivir con una máscara, tu verdadero rostro es algo que el espejo de la existencia no puede soportar.

Durante la primera semana, fui uno con la esquina solitaria de la calle desde la cual podía velar sin ser visto la ventana de su recámara. Una o dos veces la vi asomarse para reconocer el exterior, como si en ese análisis superficial de las cosas quisiera hallar un recuerdo, una fugaz señal que pudiera conducirla a ese pasado que era para ella tan sólo una ficción. En una de esas ocasiones, creí ser descubierto: Estela descorrió el cancel de la ventana y su vista pareció perseguir el origen de la canción que inundaba la calle desde el taller mecánico; en cierto momento, la mitad de su cuerpo colgó hacia el vacío y por un instante su mirada me alcanzó. Oculté el rostro detrás de un poste de alumbrado público y fingí interesarme en el mensaje de un cartel quemado por el sol. No quise saber si me había reconocido; di la media vuelta y me alejé calle abajo sin volver la vista atrás.

Ignoro su nombre, pero ese misterio, lejos de atenuarla, sólo ha conseguido hacer más honda mi desesperación. Llegó una noche, justo cuando la lluvia había cesado. Estacionó el sedán frente al edificio y miró hacia lo alto, como un hombre que recién hubiera advertido el tamaño de su destino. Se acercó al portal y estudió la numerología antes de decidirse por pulsar uno de los timbres. El ruido de los autos que el viento arrastraba desde la avenida me negó los detalles del breve diálogo que sostuvo con el intercomunicador. Unos segundos después, el mecanismo de seguridad del portal se destrabó y el hombre dejó de ser la aterradora promesa de sí mismo. Pensé en correr hasta el umbral y detener el viaje del portón que por días había impuesto su silencio entre Estela y la historia que nunca quise contarle. Pero me ganó la cordura, si es que acaso esa palabra tiene algún valor en un hombre como yo. Me atreví, sin embargo, a buscar un sitio más cercano, al otro lado de la calle. Fumé un cigarrillo; me resigné a las sombras. Al rato, las dos siluetas se dibujaron en la cortina y un instante después la espalda de Estela se concretó dentro del marco de la ventana, como si el reverso de su vida fuera la única imagen que me correspondiera. Tenía un cigarrillo en una mano, y el hombre se dejó ver entonces con un encendedor cuya flama le iluminó ligeramente el rostro. Sonreía. O el dolor me traicionó. Conversaron. No supe cuánto tiempo. En cierto momento, la espalda de Estela se estremeció, por la tos o por la risa, y una colilla moribunda surcó el vacío para caer sobre el asfalto a pocos metros de donde yo me encontraba. La magia de saber si habían sido sus labios los que agotaron esos restos me distrajo, y cuando de nuevo volví la vista hacia la ventana, ya el hombre la abrazaba. Su rostro, tenuemente revelado por el ámbar, hizo suyo el hombro de Estela y sus ojos se cerraron, ignoro si por apresar el ansia contenida o porque hubiera intuido mi presencia y quisiera contagiarse de esa amnesia que había aprendido a negarme.
No hubo lluvia que disfrazara mis lágrimas. Esperé a ver que aquel contacto madurara y sólo entonces me retiré de la misma forma subrepticia como había llegado.
Conduje lentamente por las podridas calles de esa noche que, entonces lo supe, jamás terminaría. No fui directamente a casa, no podía: debía dejar que la soledad y el tiempo repararan el origen de mi llanto. Porque allá, a lo lejos, una mujer me esperaba; porque en ella, en su cuerpo, residían los recuerdos intactos de una vida de la que aún no había llegado la hora de partir.

Un sitio en la memoria.
Donde nadie se merece el olvido.


A veces tu ausencia forma parte de mi mirada,
mis manos contienen la lejanía de las tuyas
y el otoño es la única postura que mi frente puede tomar para pensar en ti.

A veces te descubro en el rostro que no tuviste y en la aparición que no merecías,
a veces es una calle al anochecer donde no habremos ya de volver a citarnos,
mientras el tiempo transcurre entre un movimiento de mi corazón y un movimiento de la noche.

A veces tu ausencia aparece lentamente en mi sonrisa igual que una mancha de aceite en el agua,
y es la hora de encender ciertas luces
y caminar por la casa
evitando el estallido de ciertos rincones.

En tus ojos hay barcas amarradas, pero yo ya no habré de soltarlas,
en tu pecho hubo tardes que al final del verano
todavía miré encenderse.

Y éstas son aún mis reuniones contigo,
el deshielo que en la noche
deshace tu máscara y la pierde.
-José Carlos Becerra