lunes, agosto 14, 2006

Recuerdos de un pasado imperfecto


Ya sé que es un lugar común: el perfil de la mujer cuyos ojos barren el mar. No puedo remediarlo: tal es el recuerdo que hoy me agobia, e intentar disfrazarlo acaso te conmueva, pero no conseguirá borrarlo.
El perfil le pertenece a Estela. El mar es el Pacífico. Lo demás es una tarde que no se decide a morir del todo, aunque en mi imaginación le gusta jugar a que ninguno de sus colores se ha desvanecido.
También hay cosas menos evidentes: la cerveza que ha encontrado lugar entre las piernas desnudas, el cigarrillo recién encendido, el pliegue que se empeña en restarle un mínimo grado de perfección al vientre que se ensancha y se reduce mientras Estela le cuenta cosas a su propia memoria.
Los gritos de los veraneantes no logran restarle majestad al golpe de las olas: el mar a esa hora parece reclamar inútilmente un territorio que más tarde le pertenecerá a la noche. Es por eso que sé que la imaginación me engaña: el calor ha perdido un poco su categoría; la frescura del viento va retomando poco a poco sus espacios; la arena que se adhiere a las piernas de Estela empieza a perder sentido. Quiero decir que en unos minutos más se hará fácil buscar un sitio en el restaurante de la terraza para observar el ocaso y hacer todos esos comentarios que los turistas repiten sin remordimiento: “¡Qué hermoso!” “¿Habías visto algo semejante?” “Podría quedarme a vivir aquí sin ningún problema...” Estela dará un nuevo trago a su cerveza y el alcohol le dictará el deseo que en medio de esa atmósfera es casi una obligación.
Volveremos al hotel con el pretexto de lavarnos y empezaremos a acariciarnos bajo el tibio chorro de la regadera. Estela me sobará el miembro y se hincará para llevárselo a la boca. La dureza de la carne henchida de sexo se concretará entre sus labios. A Estela le gusta hacer que la punta le toque la garganta, mientras uno de sus dedos me viola sin delicadeza. Mis propios dedos se enredarán en su cabello y así me masturbaré con su cara. Ella ha aprendido a reconocer el temblor de mis piernas, y a tiempo abandonará el pene endurecido y se incorporará para regalarme un beso tierno, ajeno por completo a la violencia que ella misma habrá iniciado. La evasiva es un juego; eso lo sé. Por eso tomaré el jabón y lo pasaré suavemente por su espalda como si nada hubiera ocurrido. Estela siempre sonríe al ver que entiendo sus motivos: le gusta asumir el gobierno de mi cuerpo, y tratar de continuar el escarceo no hará más que derrotar la magia momentánea que ella misma habrá creado entre los dos.
Ya sobre la cama, Estela me restregará el pelo con la toalla y volverá a besarme, dejando que su lengua se reconozca en mi boca. Sus manos me acariciarán el pecho, se abandonarán de nuevo a mi entrepierna, me agitarán el sexo renacido. Entonces me pedirá que me tienda bocabajo y me separará las nalgas con ambas manos para lamerme el ano con una fruición casi enfermiza. Decir placer no describirá lo que sienta. Ella volverá a introducirme un dedo mientras que su lengua me repasará los testículos. Esos momentos son extraños: todo hace parecer que la eyaculación llegará de un momento a otro, pero jamás se presentará, no mientras ella persista en esa oralidad frenética. Cerraré los ojos y la oiré gemir: habrá empezado a masturbarse. Sus caricias serán violentas: sabré, sin necesidad de verla, que se ha introducido uno o dos dedos en la vagina; es posible que incluso el índice se haya perdido en su ano. De pronto estaré seguro de ello, pues me habrá abandonado para volcarse sobre sí misma y sobre sus propias sensaciones, de las que entonces seré un extranjero. Poco a poco me volveré para verla: recortada contra la tarde que se asoma por el ventanal, su silueta se agitará. No la tocaré: he dicho ya que ama sentirse cómplice de sus propios juegos, y mi placer radicará en esa suerte de contemplación pasiva.
Lo que siga será un grito. Estela se plegará sobre sí misma y los dedos de sus pies -lo más próximo a mis ojos- se contraerán como si quisieran asir aquella sensación. Luego se quedará quieta. Su cuerpo se relajará paulatina, casi imperceptiblemente, hasta quedar exhausto a mi lado. Sólo entonces me sabré capaz de atrever una caricia. Mis ojos, ya en la semi penumbra, jugarán a buscar los suyos, que se esconderán como si la vergüenza y no la satisfacción quisieran tomar el lugar del deseo. La besaré, apenas un leve roce, suficiente sí para hacer que sonría. “¿Estuvo rico?”, la interrogaré, así, con esas palabras: el lenguaje posterior al sexo no sabe sino ser tierno. Ella asentirá con un gesto y se estirará con ademanes de gato.
Permaneceremos algunos minutos en silencio, pero la experiencia me dirá que más tarde ella no hará sino hablar y hablar sin freno. Le gusta contar su última experiencia como un viajero que acabara de volver de algún lugar exótico. Sus palabras detallarán (como si fuera otro) el momento del que fui testigo, y el café o una nueva cerveza morirán en sus labios. Estela me observará de vez en vez para asegurarse de que el deseo sigue palpitando en mí. Sabrá que me he quedado a medias. Sabrá muy bien que esa circunstancia me esclaviza.
Así que la magia seguirá viva, y no deberé buscarla cuando por la noche vayamos de nuevo a la recámara. Ella me sorprenderá en la madrugada; sus labios en mi sexo dictarán la hora en el juego haya llegado a su fin.

Pero no esa vez. Estela se embriagará como nunca lo había hecho y vomitará afuera del cuarto mientras torpemente intentaré meter la tarjeta en la ranura que destraba el seguro. Dormirá hasta muy tarde por la mañana y despertará con una cruel resaca. Le pediré el almuerzo a la habitación, pero ni siquiera se atreverá a verlo. Yo saldré corriendo a la farmacia por un par de antiácidos y suero oral. Sólo hasta la tarde se sentirá mejor. Pero será la hora de partir.
Y camino al aeropuerto la abrazaré para hacerla sentir que aquello no ha ido tan mal: ya habrán otros viajes, otras noches, otra oportunidad para el sexo. No sabré, no podré saber que menos de una semana después ocurrirá el accidente, la amnesia, el destierro de sí misma.
A bordo del minitaxi que ansía reclamar su lugar en esta historia, nada podrá decirme que Estela y yo jamás volveremos a estar juntos.

sábado, agosto 12, 2006

Lo patético


Hay una imagen de Hollywood que es irreconciliable con las cosas de la ciudad de México: es la del músico de jazz que a solas escupe un par de notas mientras la oscuridad lo envuelve.
Noches de concreto y gabardinas húmedas, de luces de autos que revelan por instantes el rumor incesante de una lluvia fina, de las formas del fieltro que ciñe la frente de un paseante anónimo, de licorerías solitarias, luces parpadeantes de neón, espejos de asfalto, gritos que se apagan, siluetas felinas que se pierden en los callejones.
La brillante confección del acero en un pulso tembloroso.

Las entrañas de una puta que se asoman de pronto a la noche tendrían mucho de cosmopolita en L.A. o en New York. En México, la grasa de las calles ensucia irremediablemente la escena. Imagina el falso mink manchado de sangre y de escupitajos frescos; la mano de la mujer que se apoya en el aceite mal lavado de la acera mientras se recompone el vientre y pide ayuda. El albañil, el mecánico, el abogado barato: la inacción de sus miradas no hace sino restarle glamour al drama ajeno. El estrépito de las sirenas va rompiendo poco a poco el silencio. Hay, sin embargo, algo decepcionante en el arribo sin magia de un nissan inofensivo de torretas descompuestas. Ya el cuerpo de la mujer es una cosa más de la calle cuando el oficial de bajo sueldo desciende al fin del vehículo para comprobar que aquello no se parece a la televisión: ese cadáver lo será para siempre y no sólo hasta que llegue la tanda de anuncios comerciales. Pedir una ambulancia no sería fácil si intentara valerse del aparato intercomunicador de hace por lo menos dos generaciones. Por eso vuelve al auto y cruza un par de palabras con su compañero (“pareja”, que les dicen) antes de introducirse para librar la acostumbrada batalla con la estática.
La mujer no es un “fiambre”, sino una puta asesinada. Los forenses parecen salidos de una escuela de carniceros. Las luces en rojo y azul no iluminarán jamás el reflexivo perfil de un apuesto detective, sino el rostro moreno de un hombre cansado de que el crimen no pague lo suficiente.
Nada hay de cinematográfico en esa serie de obvias circunstancias. La mujer se murió. Ni siquiera se trataba de un cadáver exquisito. Que le llore quien tenga que hacerlo. Punto. El turno del hombre acabará con un reporte ilegible que una gorda sindicalizada archivará de mala gana en el desvencijado mueble de una oscura oficina de gobierno.

Ya el alboroto de los alrededores se ha disipado cuando Nancy y yo caemos en la cuenta de que somos también un par de prófugos del romance: ninguna cámara barrió la tersa humedad de nuestra piel durante los minutos de la fornicación; el acto fue continuo y poco duradero, sin ediciones, sin disolvencias, sin profundos gemidos que pudieran mezclarse con las suaves notas de un sax seductor. Sólo tenerme dentro, apenas el placer que es réplica de sí mismo, tan sólo unas cuantas frases de una obscenidad casual. Es posible que fuera hermosa, pero nada allí lo parecía: la cama era dura, el cuarto apestaba, el deseo incluso había operado en ella de un modo irreflexivo, así que la sangre de su menstruación no sólo la había incomodado, sino que ahora se secaba en nuestros sexos mientras desnudos contemplábamos el escenario posterior a la muerte a través de la ventana.
No hay mucho que hacer cuando el mundo se pudre ante los ojos de la mujer que te ama. Salimos a la noche sin apenas decirnos nada. Agotamos la sordidez de las calles en busca de una cafetería. Sólo éramos un par de exiliados en medio de una tierra que nos ignoraba, y, como tales, asumimos la palabra como la única forma de la resistencia.
Lo que nos dijimos será para siempre un secreto. En descargo de tu conciencia, ten la certeza de que no hubo nada en nuestras voces que pudiera nombrarte.

Algo había que mantener a salvo de un recuerdo tan enfermo.