jueves, abril 12, 2007

Profanación


Esta vez la historia gira en torno de una mujer que el autor del diario conoció en los pasillos de un centro comercial. Nadie que no haya visto una silueta dibujada en la transparencia de un cristal reconocerá el sentimiento de saber que el universo puede fragmentarse: la mitad del espacio la ocupa ahora esa imagen desvanecida, como impresa en el vestido que unas manos anónimas calzaron, no sin cierta perversión, en la fría desnudez de un maniquí; la otra mitad, la que no participa en el juego de reflejos, los detalla a los dos en esa pose inequívoca del encuentro casual. Quedémonos por el momento con la primera imagen: el autor de la anotación en el diario (digamos que su nombre es Oscar) ha sido descubierto espiando la reacción de esa mirada que es casi como la confesión de un espejo. La mujer, suave el cabello castaño sobre sus hombros estrechos, puede ver ambas imágenes: la del reflejo y la real, donde la espalda del hombre gira levemente para reacomodar su ángulo de visión. Entonces decide actuar (el verbo es literal): se mira en instantes la muñeca desnuda y luego avanza un par de pasos hacia el hombre que ya es incapaz de fingir. Con la voz quebrada por la leve excitación le pregunta la hora. Él duda un momento en responder; pero al fin lo hace: es el sonido y no la comunicación en sí lo que ella ha buscado: ama los tonos, las inflexiones, la plástica sonoridad de las palabras. Pequeños caprichos que el tiempo ha cultivado. Y no tarda en decidir que aquella voz le gusta. En el breve silencio que inició a partir de la respuesta, aquella mujer siente ganas de confesarlo todo: “Tu voz es hermosa”. Pero no lo hace: la Tradición los vigila. El autor del diario, ajeno a ese sutil tormento, reconstruye su sorpresa en una sonrisa que parece sincera. “¿Me preguntas para recordar la hora en que nos conocimos?” La respuesta penetra con vigor en sus oídos, pero es más de lo que puede soportar una mujer moldeada a las maneras del acecho y no a las del acoso. “No”, dice entonces, “preguntaba para saber la hora en que no nos conocimos”. Ambos reflejos sonríen con un gesto que trasciende el silencio del cristal y se plasma en la tela del vestido de noche. Y ahí, justo en el muslo de la estatua que se adivina a través de la seda, una mano femenina se extiende no como si saludara, sino como si señalara la puerta de entrada a su existencia.
Las dos figuras desertan del cristal. O no, tan sólo es una ilusión de la mirada: hace falta únicamente moverse un par de metros de costado para descubrir que sus imágenes, de pronto diminutas, han decidido cambiar la seda por el lino; que se han acodado en el barandal que mira hacia la plaza; que gesticulan nerviosamente; que en ese encuentro no ha llegado aún el momento de venerar al silencio. Ahora es el brazo del hombre el que se extiende para señalar algo al fondo, una nevería, quizá un café. A ella parece gustarle la idea: se lleva una mano a la boca del estómago en el gesto universal del hambre o del antojo. Pero la idea se desvanece: algo ha ocurrido abajo, en los pasillos inferiores, y las espaldas de ambos saludan al cristal, que congela sus imágenes. Por el ángulo en el que se les mira, resulta imposible saber si eso que han visto es algo grave o divertido. Imposible es también verificar si la gente que pasea a su alrededor se ha sentido atraída por aquello que los dos observan: el vacío que recibe sus miradas en lo real está representado aquí por un muro de granito, y en él la luz se muere. Seguramente lo que ocurre abajo es alguna de esas comedias espontáneas de los centros comerciales: el refresco que se esparce en el piso con un estrépito apagado, el niño que se ha hundido de nariz en la fuente, cualquier otra confusión: es fácil saberlo ahora que sus cuerpos translúcidos se sacuden en espasmos de hilaridad, no por fingidos menos divertidos. Oscar, quien más tarde intentará rescatar esos momentos pero será vencido por el sueño a media página, insiste en señalar aquello que no hemos podido precisar. La mujer ya ni siquiera parece nerviosa: está segura de que aquella voz la seguirá a donde quiera que vaya. Quizá por eso es ella quien arriesga un par de pasos en la dirección contraria al objeto de la atención de ambos. Es un simple juego, como jalar una cuerda a ver quién de los dos invade primero el territorio ajeno. Y es él quien cruza definitivamente el plano imaginario y empieza a perseguir un sueño, una historia que le dolerá muchos años después.
¿Qué es el dolor sino un sucio hábito de la memoria? La pregunta no es mía, sino de Oscar, el autor de este diario que mis ojos profanan con insana perversión. Años atrás, el hombre acomete una página en blanco. Hay llanto en su rostro, y a su lado, desde un nivel muy profundo y, sin embargo, abierto a la noche, esos ojos lo observan. Son ojos de mujer, lejanos, inasequibles. Son los ojos de Berenice. Y están al otro lado de la calle. Las líneas que los describen no detallan los modos del asombro propio cuando la mujer, recargada en un auto, le sonríe, tan tersa, como si no mediaran años entre los dos, como si los días fueran transparentes o fueran sólo un juego más del recuerdo y, por lo tanto, no merecieran la pena del rencor, también en todo caso imaginario. Oscar no sabe si avanzar (nunca lo sabe) o pretender que no la ha visto. Pero es ella quien cruza la calle, evade un auto dando saltitos ridículos y finalmente alcanza la otra acera, o esta desde la cual Oscar, inmóvil, se ha dado cuenta de que el universo funciona muy a costa suya. ¿Y qué se dicen? Nada que el diario confiese. Al parecer aquella tarde se han quedado a conversar, si es que la comunicación puede alimentarse de gruñidos y asentimientos y negaciones que nada le dicen a esta historia porque el autor no lo considera necesario. El resto de la página está en blanco y es como una figura femenina que se aleja de la historia sin decir adiós.
La tarde siguiente los tiene a los dos con la ciudad al fondo. Están en un café, en el piso 45 de un edificio en el centro. Ambos, uno frente al otro, se han quedado en silencio: la sortija en el anular de ella, de Berenice, rescata los fulgores de la tarde, que no son muchos, pues el invierno se ha posado en el concreto y le roba el color a las cosas. “Es hermosa”, quisiera decir él, “hermosa a pesar de tus gemidos, que ya no son míos; hermosa aunque ignore la expresión del rostro que se hunde a tu lado cada noche luego de penetrar tu carne que alguna vez amé; hermosa como los recuerdos que retiras de la piel de tu rostro ante el espejo como si fueran eso: una simple máscara de maquillaje. Hermosa. Hermosa sin mí”. No lo dice; su expresión se reduce a esquivar los recuerdos y a prolongar el silencio en el que a final de cuentas ha hallado refugio desde hace al menos una hora. Y la mano de ella, que parece comprender, se retira, se retrae en sí misma y desaparece bajo la mesa en donde los cafés se enfrían intactos, casi inexistentes. “¿Lo has notado?”, tampoco dice ella. “No, no lo has hecho; no sabes por qué estás aquí ni por qué he vuelto a buscarte, porque si lo supieras el silencio no sería capaz de contenerte”. Y él, que ha visto en sus ojos el comentario indescifrable, de pronto intuye que es verdad, que los dos no caben en ese mismo silencio, tan inútil. Entonces se anima al fin a deslizar una pregunta que una vez que ha escapado de sus labios ni él mismo es capaz de reconocer: “¿Por qué has vuelto a buscarme? ¿No te basta con haberte ido así, sin más, y ahora regresas por la misma razón?” Los ojos de ella se adelantan a la respuesta: tienen ahora un brillo, una esperanza, una elocuencia cristalina que los párpados cancelan en un par de ocasiones antes de que su voz hiera una vez más el silencio: “Me gustaría que comprendieras, que recordaras, que algo nos faltó. Sé que tienes motivos para odiarme, pero al menos quiero que entiendas que irme era algo necesario para lo que estábamos intentando construir. Yo también te quería, o más bien ‘yo te quería’, y no deseaba que todo empezara a terminar...” Oscar comprendió cabalmente esas palabras, pero una cosa es descifrar su sentido y otra muy diferente es soportarlo. Por eso la rabia fue una cosa de su rostro; por eso cruzó los brazos sobre su pecho y ensayó la difícil alquimia de retener el llanto. “Porque eso era lo que habría ocurrido aquella tarde en el hotel.” Eso lo dijo Berenice, ya instalada en mitad de la confesión que desde hacía algunos meses la estaba llamando. Oscar apretó la quijada. Por eso nadie, ni la pareja de ancianos que cenaban a su lado, ni la muchacha que miraba ansiosa su reloj al fondo del café, ninguno de ellos escuchó cuando una nueva pregunta se impuso entre los dos: “¿Así que te fuiste para que lo nuestro nunca terminara?” Ahora fue ella quien leyó en esos ojos la fría herrumbre del sarcasmo. “Aunque no quieras creerlo”, asentó. “¿Y volviste sólo para decírmelo, para que tu remordimiento pudiera descansar en la paz del consuelo?” “No”, afirmó ella, tan de súbito que aquella palabra fue casi como un manotazo sobre la mesa. “No es esa la razón: en realidad, he vuelto porque ya no pertenecemos más a esa historia, porque ahora ya podemos recordarla y hacer que viva para siempre, porque jamás sabremos si el tedio o la costumbre la habrían arruinado, porque ahora esa historia es capaz de tener mil rostros y ninguno, y en ella nos seguimos amando, lo seguiremos haciendo para siempre. Porque ahora que estamos fuera de ella y somos incapaces de hacerle daño, sólo ahora podemos hacer eso que nunca fue.” Eso dijo. Eso fue lo que Oscar escribió días después en este diario, acaso no con las mismas palabras exactas, pero sí con el ánimo de recrear aquel momento en que otras palabras, hechas ya no de signos sino de una extraña, tensa felicidad, se abandonaron a la sinrazón de esa enferma circunstancia.
Sí, lo que sigue es el sexo, tan puro y henchido de sí mismo, tan sin máscaras, que Oscar ha debido rescatarlo del recuerdo para otorgarle un lugar en la existencia. ¿Para saber que fue cierto? Antes, ambos han vagado del brazo por algunas calles sinuosas y desiertas que en el pasado sus ojos aprendieron a reconocer. Todo sigue allí: la cantina, la fachada ya sin majestad de un edificio colonial, la tienda de arreglos florales que nadie parece visitar. Pasan junto a las cosas, las ignoran, no parecen importarles: siempre han estado en el mismo sitio y lo seguirán estando cuando ya sus recuerdos de aquel paseo vespertino le pertenezcan a la noche. Luego, sólo un poco más tarde, mientras los negocios oficializan con ruido de rejas la soledad del entorno, ellos alcanzan la entrada del hotel. Es ella quien paga; una mano anónima desliza la llave y la voz detrás del cristal de espejo les señala el número de la habitación. El elevador los conduce al silencio, igual fingido, de un largo corredor. La puerta está abierta. La cierran a sus espaldas y aspiran el olor de otros cuerpos mezclado con sustancias baratas. La silueta de Berenice se recorta contra la luz de la tarde en la ventana; luego cierra las pesadas cortinas y la oscuridad recupera los rincones del cuarto. Oscar se desviste, de nuevo en silencio; sus ojos, no habituados aún a la penumbra, no saben lo que ocurre al otro lado de la cama, donde ella intenta descifrar esa figura para ver si se parece a la estampa que durante tantos años ha jugado en su memoria. Poco a poco, el cuerpo de Oscar se concreta: sus largos brazos cuelgan desde la sutil asimetría de sus hombros. Los ojos de Berenice lo recorren, le buscan el sexo, exangüe aún como sus brazos, un trozo de carne que, de pronto recuerda, jamás jugó a imaginar. “Acércate”, le ordena, a gatas ahora sobre la cama para negar de una vez por todas la distancia que ella misma puso entre los dos. “Déjame verte bien”. Oscar obedece, avanza apenas y apoya las rodillas sobre el colchón. Berenice pasa una mano por su cadera y la lleva hasta el muslo, rozando apenas la vellosidad de la carne que tiembla ligeramente. Sus dedos se posan sobre la tibia piel de sus genitales, se reconocen en ellos, los oprimen suavemente con el ansia apagada de quien siente que el alba le arrebata las cosas del sueño. Luego, estirándose un poco, deja que sus labios los apresen; su lengua acepta el leve sabor agridulce de esa carne que ahora palpita, y que crece, violentando su paladar. Sólo entonces lo saca de su boca y gira sobre la cama para alcanzar su orilla, donde también comienza a desvestirse sin atreverse a mirarlo, sintiendo el raro pudor de saberse observada. Cuando la última prenda resbala por sus pies hasta la alfombra, una mano le acaricia la espalda. Ella cierra los ojos y se da la media vuelta para dejar que esa mano se pose en el nacimiento de sus senos, para dejar que sus labios intimen de nuevo con su boca, que a pesar del deseo los desconocen por un momento. No, no es fiel el recuerdo, tampoco lo es. Pero en ello radica parte de su placer. No para Oscar, cuyas manos fatigan cada rincón de aquel cuerpo en busca de su nombre, aunque sea tan sólo el rastro de su nombre. Y apenas unos minutos más tarde, cuando ya sus cuerpos empiezan a confundirse, él se aparta ligeramente de su rostro y la mira a los ojos desde un estado parecido a la melancolía. “La sortija”, le dice, “¿no vas a quitártela?” Y ella, cuya imaginación ya había fraguado aquel momento de alguna manera definitivo, extiende la mano en el espacio entre ambos y señala: “Soy la misma con anillo de matrimonio o sin él, y nada, ni siquiera tu dolor, hará que eso cambie.” Y su sexo se abre a la dureza de una carne que jamás, luego de aquella tarde, volverá a ser en ella.
Es preciso volver al primer instante, al centro comercial, al juego de reflejos sobre el cristal y a los ojos de ella, que recorren curiosos la elegante confección de un vestido de noche y que de pronto, con sorpresa, encuentran esos otros ojos que trascienden las formas de la tela para depositar en la silueta a sus espaldas su propia curiosidad. Berenice, muda ante la sospecha de saberse confundida, se frota la muñeca de la mano derecha en un gesto que la acompaña desde la infancia. “Perdón, ¿dijiste algo?”, le pregunta al hombre que gira la cabeza para mirar el origen de aquella voz. “No”, responde él, “pensé que eras tú la que habías hablado”. Entonces, ya lejos de la historia que tiene lugar al otro lado del cristal, ambos se miran a los ojos sin encontrar en ellos nada que se parezca a la nostalgia.

lunes, abril 09, 2007



Le mentí: amo el recuerdo.

No la lluvia.

FAQ

Ahórrate las preguntas: hoy inició el contador.

jueves, abril 05, 2007

Lulu


Detrás del portal herrumbroso, borrado a medias por la lluvia, la silueta de Lulu al fin se concretó. El traje de una pieza, ceñido al cuerpo, le resaltaba las formas. La piel sobre sus hombros parecía un pedazo de sombra que hubiera decidido fugarse con ella a la noche de la ciudad de México.
Salí del auto y crucé la estrecha calle para ofrecerle el refugio del paraguas. Ella sonrió ante el gesto, pero el dictado de sus labios no era diversión sino extrañeza.
-Así que eres un caballero -me dijo, y el esmalte de sus dientes recuperó por un instante los danzantes reflejos de un anuncio luminoso.
-Tu presencia lo amerita -le respondí, ligeramente inquieto.
Lulu era hermosa, más incluso de lo que dejaba traslucir la foto en donde la conocí y que de pronto supe antigua. Las caricias, mas no el polvo de los años se habían ido acumulando sobre su historia, cincelando en su rostro los rasgos de una madurez enigmática. Lo había visto en algunas actrices del cine comercial: Diane Lane, Michelle Pfiffer, Sharon Stone: ayer jóvenes y anónimas, el tiempo parecía haberles reclamado la juventud en favor de su leyenda. Pero Lulu no era una actriz, sino una impostora. Alguien que vivía de venderte un cuerpo que supuestamente no le pertenecía. Una mujer que jugaba cada noche a representar un papel distinto no para engañarte, sino para engañarse a sí misma, para fingir que la piel que otros penetraban con violencia seguía intacta.
Una puta falaz.
Abrí la portezuela y ella se acomodó en el asiento sin molestarse en ocultar el secreto de sus largas piernas enfundadas en las oscuras medias de red.
Rodeé el auto y entré. Encendí el motor y aguardé un instante.
-¿Y? -musité al ver que ella se había enfrascado en corregir ante el espejo los imaginarios desperfectos de su peinado.
-Sigue de frente y toma la calzada -dijo sin mirarme-. En el tercer semáforo da vuelta a la izquierda. Luego tomas la primera avenida. No está lejos.
Contacté a Lulu por medio de un anuncio en el periódico. La fotografía hacía énfasis en su nariz afilada; al pie había sólo dos palabras: COMPAÑÍA. LLÁMAME, y el número de un teléfono celular. Lo marqué sin atreverme a meditar siquiera la razón que me animaba a hacerlo.
“Vi tu anuncio en el diario”, le dije a esa voz que parecía deslizarse sobre antiguo terciopelo. “Ese rostro es la compañía que necesito”, añadí. Lulu dudó un instante, pero en seguida se adaptó a la circunstancia. “Ya estoy contigo”, respondió, “¿cuál es el trato?” No lo sabía, pero improvisar sobre la base de aquel sucio sinsentido me pareció menos enfermo que interrumpir la comunicación. “Que me acompañes a sobrellevar la noche”, le dije. “La noche es larga”, acotó, “nunca se sabe lo que esconde”. “¿Tú escondes algo?”, pregunté a mi vez, fascinado.
-No es lo que escondo, sino cuanto de ti eres capaz de reconocer en mi disfraz -respondió entonces, cuando supo que no la miraba. La luz de un semáforo nos había detenido en la esquina de una calle solitaria; el resplandor en rojo sobre su perfil acentuó el misterio de esa frase.
Puse de nuevo el auto en marcha. La miré de reojo mientras cambiaba la velocidad. Medité un instante. Al fin dije:
-No hay mucho de mí en Louise Brooks. De hecho, si lo pienso, hay algo que no cuadra...
-Dime.
-Es la voz: nunca la había escuchado; el cine mudo no tenía mucho que hacer para corregir ese defecto.
-¿Prefieres que me quede en silencio?
Un auto con la música a todo volumen surcó el espacio a nuestro lado. Impulsado por la velocidad ajena, aceleré un poco. Pero Lulu me detuvo y canceló mi respuesta:
-Esa es la calle.
Solté un poco el acelerador para doblar a la izquierda. El guante negro que presidía su largo brazo se apoyó en el tablero. Ella volvió a sonreír.
-La velocidad debe ser algo nuevo para ti -observé, levemente irónico.
-He visto de todo -dijo ella, y me regaló un breve parpadeo.
La lluvia había cesado, dejando tras de sí el roto espejo del asfalto humedecido. Las llantas del auto susurraron una frase incierta cuando me incorporé a la avenida.
Conduje en silencio. Apenas musité un tenue sí cuando Lulu preguntó, merced a un gesto casi imperceptible, si podía fumar.
Conforme nos acercábamos al centro de la ciudad, el tránsito se hacía más lento. La amplitud de la avenida se redujo y pronto nos encontramos circulando por una calle estrecha.
-Sigue de frente -me ordenó.
La noche se vuelve una mentira cuando has decidido ser un extranjero en tu propia tierra. Todo lo que creías familiar, las esquinas, las fachadas, las cosas que has visto al pasar cuando no has necesitado verlas se empeñan en ser de pronto hostiles y la fragilidad es un sentimiento que siempre había estado aguardando tu llegada.
-Adelante hay un estacionamiento -volvió a señalar Lulu, posando repentinamente la suavidad del guante sobre la mano que yo mantenía aferrada a la palanca de velocidades.
-Quedaremos lejos -observé, temiendo la penumbra que las farolas indecisas apenas conseguían disimular.
-Más allá no se puede andar en auto -me dijo, dejando que su mano resbalara hasta el borde del asiento.
Habría sido estúpido objetar cuando el entorno era apenas propicio para la situación absurda que yo mismo había fraguado. Dejamos el auto en el estacionamiento y caminamos tomados del brazo las dos cuadras que nos separaban del sitio a donde nos dirigíamos. El seno firme, tibio que Lulu me restregaba en el antebrazo derecho me negó la posibilidad de pensar en la hostilidad de aquellas calles cuya suciedad parecía tragarse cualquier indicio de vida.
Nuestro destino era una antigua vecindad de paredes corroídas por épocas que ya nadie sabía. Un hombretón oscuro, con pinta de asesino, nos cortó el paso. Lulu se adelantó un poco para dejar que su rostro se le retratara a aquel en la mirada. El tipejo se hizo a un lado. Otro sujeto apareció de la nada. La saludó a ella con un gesto y a mí me obligó a alzar los brazos en un afán de registrarme. “Ya está bien”, le dijo Lulu, y el otro me dejó en paz.
Detrás de la pesada cortina se nos reveló un escenario casi fantasmal: cientos de siluetas se recortaban contra la grotesca luz de un pequeño entarimado. Las figuras, inmóviles, envueltas por el humo, se cernían sobre botellas de cerveza apenas equilibradas sobre mesas diminutas. Había hombres y mujeres; lo supe cuando la herida repentina de la iluminación al fondo al fin cedió.
La mano de Lulu me condujo hacia el interior. A la mitad del camino detuvo a un mesero y le susurró algo al oído. El tipo asintió mirándome a hurtadillas y se perdió de vista.
-¿Te parece bien aquí? -me preguntó; su aliento de un leve aroma a tabaco me sedujo.
-Tú dime -le respondí-: estos son tus territorios.
Se oía una música densa, ociosa, que nadie parecía notar. Lulu tomó asiento con un movimiento grácil e impropio del entorno. No tuve más remedio que imitarla, pero mi ademán fue tosco, grave, como el de un borracho que regresa del baño. Temí que aquella silla, o ese juguete que me correspondía, cediera ante mi peso. Nada ocurrió, excepto la mano del mesero que depositó una botella de ron barato y las inconfundibles coca colas de cantina detrás de largos vasos con enormes e irregulares trozos de hielo. El mesero recogió la botella y la destapó con presteza; bañó los hielos de ambos vasos y luego se ocupó de rellenarlos con el contenido íntegro de los refrescos. Sólo entonces desapareció.
-Salud -dijo ella, sorbiendo apenas.
-Salud -dije yo, apurando un largo trago.
La bebida resbaló hasta mi estómago con un fragor insospechado. Entonces recordé que hacía varias horas de mi último alimento; como en otras ocasiones, sólo deseé que la prefectura del alcohol fuera benévola conmigo.
Se habría impuesto una mirada lánguida, lo sé, una promesa devenida gesticulación, el roce de la mano desnuda ya del guante cuando me ofreciera a encenderle el cigarrillo. Pero sólo hubo una expresión de somera elegancia y una pregunta formulada sin pasión:
-¿Te lo imaginabas así?
Me obligué a escudriñar de nuevo el sitio: era un tugurio sórdido mal disfrazado de cabaret de los años 50. Pesadas cortinas de gastado terciopelo disfrazaban las paredes seguramente ganadas por la humedad. Del alto cielorraso pendían un par de enormes arañas sin huella alguna de majestad, rodeadas por el hierro de la frágil estructura que sostenía los reflectores que apuntaban al escenario: una tarima de apenas un par de metros cuadrados levantada a la altura de los ojos del público que, ahora que mi vista se había acostumbrado a la semioscuridad, supe compuesto por gente de la más baja ralea: sardos morenos y enjutos, albañiles de pelos relamidos, vendedores enfundados en trajes baratos, prostitutas de diversas edades, casi todas ellas de rasgos aindiados. Una fauna grotesca y, sin embargo, homogénea, cabal en su propia circunstancia.
-Nunca imaginé nada -respondí al fin-. Supongo que elegí la sorpresa.
Algo iba a decir Lulu, pero una canción estridente, casi una fanfarria, canceló su intento. Un hombre en traje rosado emergió de las cortinas al fondo del escenario y probó el micrófono antes de anunciar el espectáculo previo a la función estelar. O así creí entenderlo. Sin que el animador hubiera abandonado aún el escenario, un grupo de mujeres semidesnudas apareció a sus espaldas, siguiendo el ritmo de una pieza ensordecedora.
Nadie pareció prestarles atención. Menos aún cuando en la esquina opuesta a nuestra mesa había iniciado una pelea. El estruendo de los golpes y de las vociferaciones se sumó al escándalo, mientras que los sacaborrachos corrían entre las mesas para alcanzar a los rijosos y las mujeres sobre el escenario apenas eran capaces de respetar su propia coreografía, atentas al barullo que ya nos fue imposible seguir pues todos se habían puesto de pie para ver el espectáculo de la sangre, más interesante aún que aquel que se desarrollaba sobre el escenario.
Pero la música no se detuvo. Los individuos en pugna fueron arrastrados fuera del lugar y las bailarinas se mantuvieron firmes en su indecoroso anonimato durante algunos minutos más. Su baile, penoso y descompuesto, pronto derivó en un torpe streaptess que el público, de pronto atento, celebró con ruidosos silbidos.
Con tristeza descubrí que el baile anterior a su desnudez había sido menos desalentador que ver sus pieles sin misterio.
-¿Eso era todo? -le grité a Lulu, pero ella no pareció escucharme; apuró el resto de su bebida y encendió un nuevo cigarrillo sin darme tiempo a que le ofreciera fuego.
Arriba, las nalgas renegridas de una de las mujeres apuntaban al público. Un sujeto se acercó al escenario, blandiendo un billete entre los dedos para que la dueña de aquel culo pudiera verlo. Las manos de la mujer se enroscaron en su propio cuerpo, como invitando al hombre a imaginar si aquella denominación justificaba la cercanía de su vulva expuesta a cualquier capricho. No estábamos lejos, así que fue fácil ver cómo el hombre enrollaba el billete para introducírselo a medias en el ano. El público festejó la acción. Para ese momento, las monedas caían sobre la madera del entarimado y el resto de las mujeres se afanaban en recogerlo en una vergonzosa danza involuntaria.
La música bajó de intensidad y aproveché para preguntarle a Lulu si aquello era digno de su porte magnífico. Por supuesto, empleé otras palabras. Ella asintió levemente y volvió a beber.
Le tomé la mano que recién había abandonado el cigarrillo. Ella me miró, pero en sus ojos no había sino el opaco velo que desde el principio había señalado nuestro encuentro. Le estreché suavemente los dedos; luego dejé que mi mano subiera por su antebrazo, liso y terso, casi ajeno a todo lo que nos rodeaba.
-Eres muy hermosa -le dije-. No entiendo qué tienes tú que ver con todo esto.
-Esto soy yo -me contestó. Y añadió, depositando mi mano sobre la mesa-: Ahora tienes que decidir cuál es tu lugar en mí.
No había duda de que sus palabras eran sólo parte del juego, un preámbulo incluso para la excitación, un preparativo que anunciaba el instante de la carne, inobjetable ahora que su propia mano se había posado sobre mi pierna y avanzaba, decidida, hacia esa zona en donde mi sexo empezó a latir y a llenarse de la sangre que reclamaba trascender de una vez por todas el disfraz y el misterio.
-Quiero verte desnuda -es lo único que acerté a decir cuando sus dedos sobaron la dureza de mi miembro, como midiéndolo, como reconociéndolo.
-Me verás -dijo-. A su tiempo.
Entonces las luces cayeron de nuevo sobre el escenario y el hombre del micrófono soltó un par de frases mudas antes de que un fuerte zumbido sustituyera sus ánimos.
-Perdón -dijo el hombre, dando un par de golpecitos en el micro-. Llegó el momento estelar de la noche, en donde ustedes serán artistas. Recibamos con un fuerte aplauso a su estrella y, por qué no, feliz pareja, la bella Azucena...
El hombre se hizo a un lado para cederle el paso a una joven apenas ataviada con una minúscula prenda que le ceñía las caderas y la vulva. La mujer, de largas pestañas y tez brillante de maquillaje, ensayó una reverencia y se paseó por la orilla del escenario, recibiendo a su paso una oleada de silbidos y largas obscenidades.
-La dama de la noche, la ninfa, la depositaria de sus sueños más profundos... -El anunciador se esforzaba por hacerse escuchar en medio de la rechifla y las vociferaciones-. Ella ha venido aquí, deseosa de un hombre que la haga gozar. -Y, dirigiéndose al público-: ¿Quién es el primer aventurado de la noche?
Uno de los sardos se incorporó de una mesa cercana, empuñando un par de billetes que soltó de un manotazo sobre la madera antes de impulsarse para subir al escenario.
El anunciador hizo un gesto de ensayada sorpresa y se agachó para recoger los billetes, que contó delante del público.
-Nuestro amigo viene decidido a convertirse en una estrella, y ha pagado un alto precio por ello. -Los billetes se asomaron como un abanico en su mano derecha-. Adelante, enhorabuena, y mucha suerte.
Lo supe de inmediato: aquella pareja repentina se disponía a fornicar en público.
En esencia, no se trataba de nada digno del asombro: la mujer era una actriz involuntaria, acostumbrada a impartir fuegos fatuos en los quehaceres torpes o habilidosos de los desconocidos. Un simple sucedáneo de la masturbación. Una deconstrucción del placer voyeurista, con la diferencia de que en ese lugar nadie tenía necesidad de esconder su condición.
Me volví para mirar a Lulu, que observaba todo con la calmada expresión de quien espera un autobús que ha sufrido un retraso.
El hombre tenía la piel oscura, casi cobriza, y un pene de regular tamaño erigido a medias entre las piernas. La mujer representó un papel de esclava: se plegó de pronto a los pies del otro y escondió la cara, que un súbito jalón a su cabellera la obligó a revelar. No tardó mucho en hacerse con aquel trozo de carne que la aguardaba impaciente.
Hacía rato que el ruido de la música había cesado. Pero no había silencio en aquella expectación: una especie de rumor amortiguado, opresivo, evidenciaba el cúmulo de alientos contenidos en aquella espera insoportable.
Bebí un trago, luego otro; finalmente, agoté el contenido de mi vaso. Pero no era la sed lo que me abrasaba, sino el ansia, una rara codicia por hacer mío el placer de aquellos cuerpos cuyo acto no había empezado siquiera a consumarse.
Ahora la mujer escupió el miembro y se tendió de espaldas para sobarse la vulva castigada por la prenda. El hombre se hincó y hundió la cara entre las piernas lustrosas por los aceites que sugerían la lubricidad del cuerpo dispuesto, falsamente dichoso. La lengua se paseó violenta por esos muslos, por la ranura de la vagina, por la zona oscura del ano. Sólo entonces el hombre se atrevió a desnudarla; le alzó las piernas, la penetró con una exclamación furiosa.
La saliva, engullida al mismo tiempo por todas las gargantas, señaló la frontera entre el deseo y la saciedad.
De reojo, vi que varias parejas habían empezado a trenzarse en su propio escarceo. Noté que Lulu también las había visto, y sonreía.
Me acerqué para decirle al oído:
-Es una escena planeada. Es pura actuación.
-Todos alguna vez la hemos representado -sentenció con sequedad.
Los gemidos de la mujer, primero apagados, fueron de pronto una ruidosa ficción. O quise creerlo. No tardé mucho en comprender que estaba equivocado: el rictus que descompuso su expresión fue evidencia suficiente del gozo real que aquella verga, inserta en sus entrañas, le estaba provocando.
Me descubrí tomado por una excitación elemental, desprovista de artificios, descarnada. El cuerpo de Lulu, tan cercano, fue también el depositario del ansia proyectada por los cuerpos que se agitaban sobre la sucia madera del escenario. Le estrujé los senos, metí mi mano hasta donde sus piernas cruzadas lo permitieron, le lamí el cuello, el lóbulo de la oreja izquierda, pero ella se mantuvo distante, no exactamente fría, sino aquietada, como si quisiera decirme que el tiempo, ese tiempo que nos correspondía, aún no había llegado.
Una mujer que se retuerce sobre el suelo, que arquea la espalda; un hombre que se monta sobre su pecho para arrojarle a la cara los jugos calientes de su eyaculación. Un público que los observa en el callado frenesí del fanático religioso. De pronto lo comprendí todo: la fría interfaz de la pornografía, impresa o en video, había sido derrotada por la cercanía real, palpable, de dos cuerpos enfrascados en los trabajos de una obscenidad casual.
No sobrevino, como supuse, ningún estallido de aplausos, sino apenas el ruido característico de los cuerpos al recomponerse. El animador aprovechó el momento para salir a escena y pedir un aplauso para la mujer que se untaba los anónimos jugos en las mejillas y el hombre que no sabía si ceder ante el temblor de sus piernas o corregir la compostura que lo había llevado a ser partícipe de su propio espectáculo.
Mis manos aún estaban en Lulu, pero ella empezó a retirarlas discretamente e irguió la espalda, extrañamente nerviosa, como llamada por una señal que sólo ella era capaz de escuchar.
-¿Pasa algo? -le dije, aún excitado, sintiendo que necesitaba descargarme como aquel hombre que ahora era impelido por el animador a abandonar el escenario para dejar lugar al momento que todos los allí reunidos debíamos estar esperando.
Lulu se arregló el escote que mis ansias le habían descompuesto, bebió de un solo trago el resto de su vaso y se incorporó, sin más, al tiempo que el animador pedía las luces allí donde su índice señalaba a la mujer que el mundo deseaba tener en sus manos esa noche.
-Llegó el momento -dijo Lulu, mientras que el haz del reflector bañaba su hermosa figura ceñida por el vestido de seda negra que había permanecido tanto tiempo en silencio junto a mí.
Vi su mano en mi mejilla, sus ojos que me reclamaban el deseo que mis propias manos le habían descrito. Sabía lo que ella quería, lo que me estaba pidiendo, y por un momento el rostro del animador estuvo frente a mis ojos, como si mi conciencia sólo fuera capaz de enfocar el burdo acercamiento de aquella expresión entre mórbida y burlona que también me llamaba.
-No -le dije a Lulu con voz trémula-. No puedo hacerlo.
-Alguien más lo hará por ti -respondió ella-, al igual que otros lo han hecho en su momento.
-No puedo.
Su lenta figura se alejó sin mirarme ya siquiera. No quise averiguar si la incómoda sensación a mis espaldas era producto de la miríada de ojos que incidían en mí, o si era tan sólo el simple escalofrío que esclaviza el cuerpo de quien ha optado por la cobardía. Lo cierto es que clavé la mirada en la geografía de la embriaguez, hecha de cenizas, de manchas de labial en la orilla de un vaso, y soñé que nada de lo que estaba ocurriendo era verdad.
De nuevo me equivocaba: el clamor apagado que se dejó sentir en el ambiente me dictó primero la imagen seductora de un cuerpo femenino de blanca piel surcada aquí y allá por trazos de una inútil lencería. Pero al alzar la vista, esa imagen quedó cancelada ante el golpe devastador de la desnudez perturbadora, resplandeciente, casi imposible de aquella mujer que se había fingido otra y que ahora, despojada ya de todo disimulo, se mostraba plena en el irreal disfraz de sí misma.
No pude sino emitir una exclamación de azoro que fue, al mismo tiempo, apenas parte de la suma de murmullos de excitación anónima que llenaron de pronto el lugar.
El hombre del micrófono rodeó con un brazo a Lulu, a la que había sido Lulu, y le pasó una mano por las formas perfectas de su cuerpo dispuesto.
No intentaré relatar lo que ocurrió a continuación. Prefiero guardarme para siempre el arribo de los hombres que la fueron buscando, la masa de tacto ávido, la humedad de las lenguas que fueron dejando su rastro fugaz sobre la piel abandonada, la irrupción de aquella carne endurecida que su cuerpo tragó por resquicios insospechados, los ojos de Lulu que me hallaron absorto en la imagen insoportable de su vulva incapaz de contener el líquido violento de su orgasmo.
Las palabras no bastan. El silencio podría decírtelo.

La madrugada se anuncia con distintas voces: las sirenas lejanas, el fragor adormilado de tempranos autobuses de transporte público, el inesperado aullido de un perro, un grito trasnochado, las notas repentinas de una canción que te alcanza y se desvanece en un instante, el taconeo cadencioso de una mujer que camina a tu lado, ebria de alcohol, de languidez.
El guardia del estacionamiento asomó su fastidio por una rendija del cuartucho que había estado albergando su sueño. Nos abrió la reja y nos mostró el auto, que presidía la escasa fila de vehículos. Recibió el billete; se lo guardó en seguida sin dar muestras de querer devolver el cambio; nos dijo que tenía las llaves puestas.
-Puedo quedarme contigo -dijo Lulu mientras se reacomodaba la piel de imitación barata que le abrazaba los hombros-. Si tú lo deseas...
No respondí. Ignoré el semáforo en rojo y enfilé el auto con rumbo a la avenida.

La penetré con rabia. Pero el deseo, que creí veraz, se fue apagando. Me dejé caer a un lado. Lulu me miró, o creí que me miraba, pero no habló.
Hacía falta la mirada, el deseo inconcluso, el calor de las luces sobre su cuerpo cercano y a la vez inalcanzable. La cama revuelta en la oscuridad de aquel cuarto de hotel era tan sólo una burda caricatura del escenario que la volvía magnífica.
Sólo en ese lugar, quien lo quisiera, podría recuperar su misterio.

Ya había amanecido cuando apagué el auto frente al portal del edificio en el que la había visto por primera vez. Su rostro a la luz del día era menos enigmático, pero algo de nocturno había aún en él y me obligaba a recordar sus palabras de apenas unas horas antes: “No es lo que escondo, sino cuánto de ti eres capaz de reconocer en mi disfraz”. Supe de pronto que los secretos tienen una hora propicia, y que fuera de ella su revelación carece de sentido.
No le fue fácil disimular su cansancio mientras rodeaba el auto por el frente para alcanzar la ventanilla, que ya había abierto, aguardándola. Aún tenía en la mano los billetes que saldaban los favores de su compañía.
Me dio un beso en la mejilla. Me dijo que esperaba mi llamada. Se dio la media vuelta y comenzó a alejarse.
-¡Lulu! -la detuve.
Ella giró un poco y me miró, dócil aún, solícita.
-¿Crees en el amor?
-Todos lo hacen -me respondió, alzando los hombros.