martes, marzo 28, 2006

ORGÍA O CASI


Una noche, Rogelio, Anelle, Estela y yo acompañamos a un grupo de compañeros de la agencia a cierto bar de jazz muy añejo al sur de la ciudad. No fue el género en sí lo que nos atrajo, sino el ánimo del viernes y el saber que uno de ellos tenía alguna amistad con el hijo del dueño del local, lo que incidía favorablemente en nuestra economía. La gorra, pues. Confieso que yo, al menos, muchas veces llegué a sentir ese raro y deleitable abandono de escuchar el sax de Coltrane, o la trompeta de ese ritual que fue Miles Davies, pero eso fue hace años, cuando la noche se ponía a sangrar no bien la música despertaba en la trompeta de aquel dios ya extinto. Hoy, sin embargo, son pocos los discos que conservo de aquella época y las melodías que ayer me gustaban se han ido diluyendo en imágenes, recuerdos fragmentados, nada que ver con el jazz. O muy poco. Lo cierto es que esa noche ocupamos una mesa y alguien pidió un Jack Daniels. Se presentaba una banda de Dixieland, y la estridencia era sofocante. Pero en situaciones semejantes el alcohol no precisa de la charla; así que en cuestión de minutos ya estábamos todos borrachos. Y cuando llegó el primer estertor del clarinete y el trombonista le sopló por última vez a su instrumento, una de las tipas que nos acompañaban, ni siquiera recuerdo el nombre, soltó un chorro de vómito de proporciones descomunales.
Se armó el gran alboroto. Un grupo de meseros se apresuró a reordenar el mundo, mientras que un par de gorilas nos cercaron rápidamente para evitar que huyéramos en medio de la confusión. Como pudimos nos organizamos. A mí me tocó cargar a la mujer por los sobacos, y con ella en brazos salí a la noche de la ciudad de México.
Recuerdo que llovia. Una lluvia fina de principios de octubre. Era temprano y la tipa que intentaba mantener en pie se afanaba a su vez en esbozar alguna frase chusca que nunca consiguió trascender su garganta. El grupo salió unos minutos después. Mientras esperábamos los autos, alguien propuso continuar. Por qué les pareció adecuado seguir la borrachera en casa de aquella mujer, fue algo que supe cuando arribamos al lugar:

Se trataba de una residencia en el Pedregal de San Angel. Imelda -ya recordé el nombre- vivía sola desde que sus padres habían partido a Europa. O eso se comentaba. Lo cierto es que el lugar estaba solitario y el enorme bar que ocupaba la esquina de la sala se hallaba medianamente surtido. La razón era obvia. Las mujeres acompañaron a la dueña de casa a su recámara y los demás nos pasamos al ron y al tequila. Al rato fueron con nosotros.
-Está dormida -me dijo Estela al oído.
Alguien encontró el aparato de sonido e insistió con el jazz: Duke Ellington.
Anelle, presa de un furor insospechado en una respetable ejecutiva de cuenta, se puso a imitar unos pasos de foxtrot. O eso decía. Al rato se cayó encima de la mesa de centro y derribó las bebidas con enorme estrépito de vidrios y carcajadas. Como aquel lugar se había vuelto inhabitable, con toda naturalidad nos acodamos en la barra.
Nadie se tomó la molestia de detener el escándalo: la síncopa incesante que escupían los altavoces se hallaba en su punto más horrísono cuando los ojos de Rogelio ensayaron lo más parecido a la sorpresa. Al instante, todos nos volvimos hacia el sitio que señalaba su mirada.
Allí estaba Imelda, bailando una danza descompuesta, completamente desnuda en mitad de la sala.
-¿Quién la encueró? -preguntó cualquiera de nosotros.
Las mujeres intercambiaron miradas, entre apenadas y confusas, pero ninguna de ellas se movió de su sitio, como si estuvieran en presencia de sus visiones personales y nadie quisiera compartir su horror con alguien más.
-Estás loca, pinche Imelda -calificó Ernesto.
Pero la mujer lo ignoró y siguió agitando los senos y practicando una serie de movimientos con los brazos como un bebé lagarto deshaciéndose de los restos de su cascarón.
-Está pedísima -susurró Estela.
Sólo entonces me recuperé de la sorpresa: Imelda tenía un cuerpo hermoso, firme y brillante, como labrado en bronce.
Imagino que los demás ya se hallaban sumidos en sus propias observaciones, porque recuerdo que alcancé a escuchar, o al menos creí hacerlo, que alguien tragaba saliva con esfuerzo.
Pero Imelda ni se inmutaba: de un salto nos dio la espalda y agitó mórbidamente sus enormes nalgas con forma de corazón.
De reojo vi que uno de los cuates que nos acompañaban había empezado a quitarse la camisa. Y no me detuve demasiado en esa imagen porque frente a mí, al otro lado de la barra, vi que Lena, o Lorna, o como quiera que se llamara la pelirroja de las mejillas inflamadas, se inclinó un poco detrás del mueble y al reincorporarse tenía ya en sus manos una prenda oscura y diminuta, que agitó en el aire con un desenfado casi patológico.
-¡Chingue a su madre! -exclamó mientras rodeaba la barra para incorporarse al retorcido baile de Imelda-. ¡Esta es una fiesta a calzón quitado!
Los recuerdos del alcohol son como una disección involuntaria que la memoria nos va entregando de a poco. Lo primero que me viene a la mente es el saxofón de John Coltrane en Spiritual: una rola pausada y alegre con mucha batería y una cadencia bien sabrosa. Luego, está Anelle, que debajo de la falda de grueso algodón vestía un horrible boxer. En seguida está el pene de Rogelio, enorme y grueso, sacudiéndose entre chasquidos como una boa ebria. Y Maira, que entre risas y parloteo, no sé muy bien si fingidos, se le va acercando disimuladamente hasta que al fin logra apresar aquella verga para apretarla fuerte, muy fuerte, como si quisiera comprobar si aquel trozo de carne es de verdad. A lo lejos, al pie de la escalera que daba a las recámaras, Edgar se desviste cuidadosamente, sin prisas, como si en cualquier momento fuera a ponerse de rodillas para rezar sus oraciones nocturnas. Luego viene My favourite things, la infaltable de Coltrane, y el vello espeso, casi animal, en la entrepierna de Dana.
Busqué a Estela y la encontré bebiéndose un cruzado con Ernesto: la mano de él en uno de sus senos como un gesto casual.
No recuerdo en qué momento la música cesó por fin, sólo sé que en un instante mis propias manos sopesaban la caliente dureza de las nalgas de Imelda, quien a su vez me ofrecía una sonrisa grotesca y el suave azul de sus ojos, que a pesar de todo conservaban una luz profunda y violenta.
Sin poder evitarlo, fui presa de una gozosa erección, allí, en medio de todos. La punta de mi verga se encajó por un momento entre las piernas de Imelda y ella, al sentirlo, soltó una carcajada y me abrazó por el cuello para saltar sobre mí. Rodamos por la alfombra y su boca se pegó a la mía como un molusco hambriento. Alguien gritó salvajemente y de pronto sentí un peso súbito y enorme encima de nosotros.
Todos nos cayeron encima. Por un momento aquello era una confusión de brazos, piernas, tetas, sudores y miembros ajenos.
No aguanté más: sofocado, comencé a empujar hasta deshacerme de aquella maraña de carne resbalosa. Como pude me arrastré hacia un costado y fue entonces cuando vi en aquel enjambre de miradas la humedad que antecede al deseo.

Poco a poco, igual que si una mano invisible desprendiera la gruesa costra de una herida, los cuerpos se fueron separando. Al final, exhaustos y agitados, nos miramos en silencio unos a otros, y luego volvimos la vista al centro de la habitación, en la que una pareja había comenzado a besarse, a restregarse las manos y el sexo, a jadear.

El hombre era Rogelio; la mujer, Estela.

No la amaba, ni la amé nunca, pero la ausencia de ese sentimiento no me eximió del dolor de los celos. Pero había algo insano en aquel calor que me abrasaba el pecho, pues de alguna manera la curiosidad se me fue imponiendo y, unos segundos después, me descubrí sediento de esa imagen imposible, en la que Estela había echado la cabeza hacia atrás, completamente abandonada a esa boca que le recorría los senos, mientras que ella misma había hallado la enorme verga de Rogelio y procedía a agitar con absoluto frenesí la carne ya endurecida, que sus manos apenas conseguían abarcar.
No la amaba, decía, ni la amé, y acaso en esa circunstancia resida el hecho de que la sangre se haya acumulado en mi sexo hasta provocarme una erección insoportable.
Imelda, aún a mi lado, aflojó el brazo cuando sintió la presión de mi mano, que obligó a la suya a tomarme el miembro. Sus dedos me envolvieron y empezaron a moverse arriba y abajo, primero muy quedo, luego con un ritmo que sólo la disciplina puede explicar.
Por un momento, los rostros de los demás se difuminaron y mi vista enfocó únicamente los dos cuerpos que se hallaban en medio del círculo que la curiosidad o la lujuria habían formado. Y allí, al centro, Estela se hizo liviana cuando los brazos de Rogelio le alzaron las nalgas para atraerla hacia sí. Sus piernas, delgadas, algo frágiles, estuvieron muy pronto alrededor del cuello de él, y por un momento nuestras miradas se encontraron. Fue cosa de instantes: sus ojos se entornaron como una súplica, y en un gesto consciente, enfermo, inaudito, dije “sí”.
La gruesa piel de la serpiente se introdujo de golpe y Estela, que apenas unas semanas atrás había dejado de ser virgen, no pudo reprimir un grito doloroso y placentero. Sus ojos se cerraron, al igual que sus manos sobre los hombros de Rogelio, y al rato sus gemidos se impusieron al silencio.

Sobra decir que más tarde vino el grito, el espasmo que agitó el cuerpo de Estela y lo fue dejando inerme, los jadeos de Rogelio que poco a poco lo entregaron a la calma, mi propia exclamación apagada cuando el semen emergió para bañar la mano de Imelda, mi propia mano que le oprimía los senos, mis dientes que se hundían en la humedad salada de su cuello.
Y las voces, los murmullos, los hombros de los demás que se agitaban, los labios entreabiertos de Anelle y sus dedos hundidos en su entrepierna, el rubor como un invitado indeseable, justo como el color que adopta la arena cuando el lamido del mar se aleja.
Y unos brazos de mujer que al fin se cruzan sobre el pecho.

Y horas más tarde, mientras te desvistes a tientas en una habitación a oscuras, mientras notas cómo el frío se derrota al contacto con el calor de otro cuerpo, mientras el tacto se acobarda pero al final se atreve a recobrar la suavidad de ese cuerpo, mientras adivinas unos ojos que se entreabren no del todo ajenos al sueño y una voz que es como un hábito te dice “Buenas noches”, mientras tus labios acostumbrados a otra piel se posan en esa mejilla extrañamente ajena, mientras imaginas que una ligera sonrisa se dibuja en ese rostro que es el de tu esposa y, a la vez, es el signo inequívoco de saberte cerca, mientras tu expresión se hermana con las sombras, sólo entonces decides que nada de lo vivido ocurrió jamás, que mañana será un sueño, mejor: una pesadilla que los primeros colores del alba cancelarán para siempre.
Eso decides. Aunque ahora, años después, sepas que nada de eso se irá jamás.

sábado, marzo 25, 2006

Un detalle de color

Sonya usaba ropa interior blanca. El sostén, las panties, incluso los calcetines cuando calzaba sus viejas botas de nubuck. Todo blanco.
Antes de que empieces a imaginar encajes ciñendo carne tibia y joven, palpitante, debo advertirte que no los hubo. Nunca. En el vestir de Sonya no había elegancia, mucho menos sofisticación: a ella le venía bien comprar prendas baratas en almacenes de tercera o hasta en supermercados.
Lo que hubiera debajo de sus jeans o de sus largas faldas no era algo que intimara con el erotismo; era, simplemente, una necesidad.
Así que mis manos retiraban, a veces con ansia, a veces como un simple hábito, un brassiere sin misterio, unos burdos calzones de algodón.
Siempre blancos.
Ahora, no dejes que de nuevo tu imaginería febril altere el verdadero sentido de este relato: olvídate de Sonya y concéntrate en ese color, o más bien en la ausencia de color de unas prendas que para muchos deben emparentarse con el fuego o con la oscuridad, con la semitransparencia o con el cuero pinchado por filosos estoperoles que nunca terminan por herir la piel, aunque esa vana esperanza casi siempre sustente el deseo.
Puro fetichismo. Pero deleitable.
Más allá no me alcanza la memoria. Por eso creo que los calzones de Sonya, colgados al sol en el tendedero de mi subconsciente, son el puro alimento del placer que siempre encuentro cuando una mujer comienza a desvestirse y de pronto el guiño blanco de la ropa interior me ciega al final del zipper, o de la pausa que Estela, como todas, practica ahora mismo, en este otro recuerdo, apenas un segundo antes de comenzar a bajarse el pantalón.
Debe tratarse del pudor, creo yo, o tal vez de la indecisión. Lo cierto es que todas las mujeres que se han desvestido frente a mí han hecho siempre la misma pausa, el mismo ademán como de quien espera que le informes que no es necesario tomarse la molestia, que posees un arte capaz de permitirle fornicar sin que sus muslos se priven del abrazo de la tela. No sé.
La primera vez que tuve a Estela en calzones frente a mí, habíamos ido a un hotel cercano a la oficina. Sé que el mundo cambió un poco de forma para ella cuando, no bien cerré la puerta, me deshice rápidamente de la ropa y le puse mi manojo genital justo frente a la boca.
-Lámelo -le ordené.
Estela retrocedió, un poco por instinto, un poco por alimentar la distancia adecuada para enfocar el trozo de carne que le buscaba los labios. Luego recompuso su expresión: en su mirada noté que aquellas dimensiones le gustaban.
-Qué ansias las tuyas -replicó-. ¿No esperas mejor a que me desvista?
Me alejé un poco, y ella se detuvo un momento para recorrerme de un breve vistazo. Entonces, sentada aún sobre la cama, empezó a desabrocharse la blusa. No se la quitó del todo: con una calma de algún modo nerviosa, luchó un instante con los botones de las mangas y entonces se la sacó merced a un ágil movimiento.
El sostén de media copa, completamente blanco, le soportaba unos senos medianos, carnosos.
La sangre se me agolpó en el miembro, y ella lo notó, porque al instante alzó la vista para buscarme los ojos y me ofreció una expresión traviesa, enigmática. O al menos a mí me lo pareció.
Cuando se llevó las manos a la espalda para destrabar los broches de la prenda, la detuve. Estela frunció el seño, pero obedeció.
-Déjatelo -le pedí-. Quítate los pantalones.
Entonces vino la pausa y todo eso que ya quedó claro algunas líneas más arriba.
El cuerpo de Estela, vestido apenas con ese brassiere y con una seductora tanga que le abrazaba las caderas, sentado y expuesto a la orilla de ese mundo frágil que es la habitación de un hotel barato, me cortó el aliento. Sólo en ese momento me di cuenta de qué tan amarrado estaba al recuerdo de Sonya. Del color de su ropa interior, para ser más preciso. Es posible que a ti te parezca algo de lo más ordinario. Pero piensa: ¿no es un poco injusto que el arquetipo que de muchas maneras conduce tus acciones en la vida sea nada más y nada menos que esa imagen? El mundo se me pudrirá y se vendrá abajo con el acostumbrado estrépito del choque emocional, pero lo único que el psicoanalista hallará intacto, bien encarnado al fondo de mi psique, será eso. Sólo eso.
Unos pinches calzones blancos.

No te vayas todavía. Trae acá esa curiosidad insana y déjame que le muestre lo que ocurrió aquella tarde, que para eso estás aquí.
Estela era virgen. Y yo, con las arremetidas de una verga hambrienta y gozosa, le estropeé el himen para siempre.
Así que esa mirada, que al principio me pareció enigmática, sólo estaba disfrazando el miedo que la consumía.
-Nadie, excepto mis padres, me habían visto nunca desnuda.
Eso dijo mientras nos lavábamos a intervalos de cobardía bajo el irregular chorro de agua helada.
-Tienes un cuerpo hermoso -le dije con voz trémula por el frío.
Mentí: era un poco delgada para mi gusto. Pero esa es una frase que esclaviza a algunas.
Me dejó que la secara, hincados sobre el duro colchón. Me coloqué a sus espaldas y le froté la nuca con delicadeza. Un instante después, mi pene erecto comenzó a reclamar la hendidura de esas nalgas cercanas. Obligué a Estela a ponerse bocabajo y le lamí el ano con fruición.
-¿Qué me haces? -murmuraba-. ¿Qué me estás haciendo?
Quería sodomizarla, pero me contuve: la cálida estrechez de su vagina era aún el territorio por conquistar.
Hice que se volviera y me subí en ella para que el peso de mi cuerpo se reconociera en el suyo, que latía y temblaba.
Y la besé. Con violencia. Con ánimos de posesión. Luego me retiré un poco de su rostro para mirarla a los ojos, primero entrecerrados, de pronto abiertos al sentir la carne lacerante penetrando en su entrepierna.
(Más tarde platicaríamos de cómo algo en ella rehuyó al dolor y la obligó a deslizarse hacia la cabecera como una rara sierpe, y de cómo la detuve por los hombros y le hundí el miembro hasta el fondo, muy quedo, mientras que la expresión de su rostro, ese sí hermoso, ensayaba todos los gestos posibles.)
No quise venirme dentro, pero aguanté hasta donde pude al ver que el dolor había cedido y algo placentero estaba ocurriendo en su interior. Al final me salí y me monté sobre su vientre para ofrecerle la dureza insoportable de mi verga, que estaba a punto de estallar.
Le bañé el rostro de semen. Y grité. Y sólo al cabo de unos segundos, una vez que volví del propio infierno, supe que parte de ese baño tumultuoso le había entrado en el ojo izquierdo.
Se lo lavó como pudo, pero el ardor no cedía. Y se hacía tarde.
Camino a la oficina pasamos por una farmacia y compramos colirio Eye-mo. Le apliqué algunas gotas, entre risas y manoteos, pero el enrojecimiento se quedó allí por varias horas, asomado a su mirada como una violenta confesión.
-Siento extraño -decía, señalándose la entrepierna-: algo así -y los dedos de su mano se abrieron y cerraron como algo que palpita-. Además -añadió-, me está ardiendo...
-Si abres las piernas, te pongo gotas...
-Idiota -me dijo, pegándome un puñetazo en el hombro.

La franja de tela, oculta entre sus nalgas. La sensación de aquella tanga que mis manos despegaron poco a poco de su piel. El juego de mis dedos enredándose en el resorte delicado.
Su color. Eso es lo que más recuerdo.
Completamente blanco.

sábado, marzo 18, 2006

DE NOCHE EN COYOACÁN

Por años he buscado mi rostro en los ojos de otras mujeres.

De otras.

Cierta noche aquella búsqueda se trasladó al barrio de Coyoacán. Puede parecer un cliché: juro que no lo es. Había ido allí para comprar cierta figura de barro que alguna vez mi esposa -de la que nunca sabrás el nombre- había visto. No la hallé; en cambio, Laura me halló a mí.

Laura era una antigua compañera de trabajo con la que mantenía esa conversación vacía y presurosa que sólo se puede dar en el Messenger. Siempre me atrajo, pero nunca había ocurrido nada más allá de esos juegos cargados de un erotismo apocado que se da entre la gente que pasa junta más tiempo del que se necesita. Nos escribíamos hacía meses, conversábamos sobre cosas ordinarias, a veces deslizábamos una que otra frase de doble sentido, pero nada más: aquello parecía ser tan sólo una amistad de esas que se buscan para soportar las horas de oficina.

Hasta esa noche.

La sorpresa que me causó el descubrirla detenida entre el gentío no la describiré: tú ya la conoces. Y si no, algún día lo harás. Ella se acercó lentamente, justo como ocurre en las películas baratas, y poco a poco las sombras, que antes me negaban la totalidad de su rostro, me fueron develando el enigma de unos labios que se empeñaban en sostener una sonrisa cómplice.
-Creí que jamás te encontraría -dijo su sonrisa, porque ella, hasta ese momento, no había esbozado siquiera una palabra.
-Laura... -dije yo sin intentar hacer literatura con ese rostro de pronto iluminado por las débiles luces de las cafeterías, un rostro casi groseramente hermoso.
-¡Estás sobresaltadísimo! -exclamó, porque, claro, ella estaba inmersa en la otra versión de la historia.
-No, no lo estoy -negué con un susurro-, es sólo que... tú sabes: eres a la última persona que esperaba encontrarme aquí.
-¿Exactamente la última?
-Bueno, tal vez la penúltima. La otra es mi abuela, que está hospitalizada.
(Lo siento: a veces las noches de los viernes no dan más que para un humor infame.)
-¿Vienes... acompañado?
Se refería a mi esposa. Ya te acostumbrarás a que esté presente siempre, aunque nadie la nombre.
-No -me apresuré a aclarar-. Vengo solo. ¿Y tú?
-Sólo hay lo que ves.
Una tez cobriza, de centro vacacional o quizás de cama solar; una figura delicada ceñida por una blusa sencilla; unas caderas apenas perceptibles detrás de los jeans desgastados. Nada que no hayas visto antes por esos rumbos. Eso es lo que había.
Por qué elegimos el Sanborns y no, digamos, El hijo del Cuervo, es algo que no recuerdo. Quizá por negarnos a nosotros mismos la existencia del impulso snob que nos había hecho coincidir en ese sitio. Lo cierto es que bebimos un par de tragos y vimos un partido de futbol cuyos rivales no consigo rescatar en este momento. Y conversamos. De asuntos triviales. Casi como un par de desconocidos que se encuentran en una estación. O como dos antiguos camaradas a los que el tiempo les ha contado una versión diferente del mundo. Deben haber pasado algunas horas y varios tragos más, porque de pronto nos encontramos casi a solas en la orilla en penumbras de aquel bar.
-En todo este tiempo no has hablado de ella -observó Laura mientras me dedicaba una mirada incisiva, o que pretendía serlo detrás de todo ese alcohol que se le había colgado de los párpados.
Contuve un instante el aliento. Luego, sencillamente lo dejé escapar con un débil silbido de mis labios que ya buscaban el refugio del licor.
-Está en casa -confesé-. Tiene una reunión. Amistades suyas, que no mías. Anécdotas que no me incluyen. Cosas así.
-“Que no mías”-, repitió ella-. Querrás decir: “que no meas”.
-Que no mearías -la seguí.
-¿Qué no me harías? -insistió.
-¡Qué no te haría!
Entonces sus ojos se entornaron. No supe qué hacer ni qué decir; de hecho, el gesto me tomó por sorpresa mientras buscaba entre la niebla de mi mente una nueva aliteración. Ella sonrió, victoriosa, y se limitó a beber un poco más.
Pero ya el juego había empezado.

Salimos de aquel lugar cerca de las once de la noche. Pocos comerciantes se hallaban aún en la plaza. Ahora el alboroto se había ido orillando hacia los bares de la periferia.
Su mano en la mía era como un secreto que alguien acaba de susurrarte al oído. Pero un secreto caro, terrible. Y ella parecía saberlo, porque mientras andábamos de aquí para allá, indecisos, como abandonados, su cuerpo de senos pequeños, casi inexistentes, se empeñaba en darse de frente contra el mío, como una ofrenda, como un soborno que el otro no se toma la molestia de disimular.
-Es temprano -dijo de pronto, tratando de enfocar la carátula diminuta de su reloj pulsera-. Todavía no estoy lo suficientemente borracha. Mírame.
Ensayó una pose de ballet.
-No estás lo suficientemente borracha... ¿para qué?
-Para lo que tú quieras hacerme...
La tomé por el cabello y la atraje hacia mí con violencia. Y la besé, le mordí los labios, le lamí el cuello y el tenue olor de su perfume operó en mi entrepierna, que exhibió, allí, a la vista del mundo, la más grosera de las erecciones.
-Vamos a otro lado -dijo ella, jadeante-. Quiero otra copa.
Nada en especial nos llevó al Hijo del Cuervo; es sólo que era el lugar más cercano. Ocupamos una mesa en un rincón oscuro y ordenamos. Disfrazados por el ruido de la música y del horrísono ambiente del lugar atestado de enardecidos ebrios, Laura se desabrochó los jeans y me robó una mano para introducirla más allá del bosque táctil de su vellosidad. Estaba empapada. Le metí la lengua en la boca y dejé que mis dedos se deslizaran dentro de la cálida viscosidad de su vagina. Fueron minutos frenéticos, de un desahogo casi animal. Finalmente, luego de un rato, nos separamos.
-Esto no puede ser -dijo ella.
Pero no la escuché, o no recuerdo si fingí no hacerlo.
Las bebidas nos aguardaban: jamás supimos a qué hora llegaron a nuestra mesa.
-No debe ser así -creo que insistió-. Tu esposa... Esto no debe ser así...
¿Nunca has sentido que los remordimientos son una cosa que sobra en este mundo? No finjas: tú sabes bien que la noche y un cuerpo de mujer que se abre sediento de tu erección son más fuertes que la culpa. Tú sabes bien que el ansia de sexo es el único sentimiento capaz de derrotarte.
-No, tienes razón, no debe ser así -le dije, acercándome a su oído.
-Es que no lo entiendes -replicó ella con la voz desgarrada por el alcohol-. Yo no puedo darte nada más, no ahora. Pero si mañana me recuerdas y sientes culpa, me gustaría que mi recuerdo fuera más poderoso, mucho más poderoso que tu remordimiento.
Buscamos una esquina propicia. O creímos que lo era. Primero me dejó que le desabrochara la blusa. Luego ella misma se llevó las manos a la espalda y se despojó del sostén. Le retiré la prenda de los hombros, que eran estrechos, como los de un adolescente. Entonces le lamí los pezones, endurecidos no sé si por la excitación o por el frío de la madrugada que ya se acercaba. Mi boca siguió su recorrido por su vientre y le bajé el pantalón. Llevaba unas pantaletas de estampado juvenil. Las tomé por la orilla que se ceñía al nacimiento de su vello y tiré con fuerza hacia arriba para dejar que sus labios vaginales brotaran a los lados. Los chupé con fruición. La oí jadear. Finalmente se los bajé bruscamente y le introduje el dedo hasta el fondo, una y otra vez. No pude soportarlo más. Me erguí y comencé a besarla mientras me desabrochaba el pantalón a toda prisa.
Entonces ocurrió.
-No me beses -murmuró ella-. No me beses ya...
Ahora tenía la verga al aire, enhiesta y latente como un tótem sagrado, así que no la escuchaba, o seguía fingiendo que no lo hacía.
-No me beses -gritó ella, alimentando con un leve empujón la distancia entre los dos.
-¿Qué pasa? -pregunté, incrédulo, casi al borde del delirio.
-Nada más no me beses. Sabes a alcohol. Tengo náuseas...
Quise reír. Luego, me vi forzado a hacerlo: primero, Laura abrió los ojos casi al borde de la desmesura, y, acto seguido, se tomó el vientre con una mano y su cuerpo se arqueó para dejar escapar un denso y violento río de vómito.
Los autos que pasaban por la calle alzaban sus luces y algunos conductores se detenían sin disimulo para ver a la mujer semidesnuda que ejercía el inequívoco ritual de la ebriedad truncada. A veces me pongo a imaginar los recuerdos que deben provocar esa postal fugaz en la que un hombre con el pene de fuera se inclina sobre una mujer con las nalgas abiertas a la noche y el pantalón en los tobillos. No es algo digno, pero, ¿cuántas cosas de este basurero inmundo que llamamos existencia no se parecen a nosotros mismos?
Nos vestimos a toda prisa; no obstante, los grupos de borrachos que salían de un antro cercano soltaban la rechifla no bien las luces de los autos nos descubrían a intervalos detrás de aquel árbol que, ya menos abstraídos por el deseo, nos pareció el más ralo de toda la zona.
Nos dirigimos en silencio a la avenida. Esperamos, callados, el arribo de un taxi. Mientras el vehículo agotaba decidido las calles del sur, Laura recargó su cabeza en mi pecho y luego alzó la vista para buscarme.
-Perdóname -musitó-. Ya me sentía mal desde que salimos y el aire acabó por darme en la madre. Pero te lo prometí y no podía echarme para atrás.
-No te preocupes -la tranquilicé-. Fue una cosa muy estúpida, querer hacerlo a media calle. Pero, bueno, al menos no terminó en tragedia.
-Antes quería que lo recordaras. Ahora daría cualquier cosa por que te olvidaras de lo que pasó.
-Ya, ya, no fue nada. -Le acaricié la mejilla-. A la gente le ocurren estas cosas. Luego el tiempo se encarga de borrarlo, y vivimos felices para siempre.
Laura me sonrió y cerró los ojos.

Le pedí al taxista que aguardara y la acompañé hasta la entrada de su edificio.
-Debo tener un aspecto horrible...
-No más que el hombre que me llevará a casa. Y aún no sé si acabará por asesinarme.
Quise besarla, pero a último momento me detuve. Ella interpretó mi indecisión y soltó una risa débil.
-Te juro que ya no voy a vomitar: tengo la panza vacía.
Alcé los hombros en un gesto de divertida incredulidad.
Laura introdujo la llave y abrió la puerta. Entonces se detuvo; se dio la media vuelta y volvió hacia mí.
-Sólo una cosa -me dijo-: prométeme que harás todo lo posible por olvidar esta noche; no dejes que el tiempo se encargue del asunto.
-Lo prometo -le respondí.
Y volvimos a despedirnos. Para siempre, porque a partir de esa noche jamás la volví a ver.

Mientras caminaba de regreso al taxi, pensé en sus palabras. Sabía que le había mentido: nadie olvida nada; los recuerdos del hombre son lo suficientemente amplios para alojar en su interior a todas las mujeres del mundo, hasta con sus peores momentos, incluyendo aquellos que ni ellas son capaces ya de reconocer. Pero en fin, sigamos fingiendo que no tenemos memoria. Y más yo, que soy un hijo de puta infiel y cínico, alguien a quien no le basta con recordar, sino que, peor aún, apenas le satisface el hecho de saber que ahora tú también conoces la historia.