martes, julio 18, 2006

Sólo una puta mentira más


Hay cosas que son de la noche: trayectos de silencio que el viento reclama al cabo de un instante, un verso que te busca, el oro entre las manos del músico de jazz, la alquimia que renace en el sexo de quien amas, los ojos que la niña descubre en la ventana, el inútil azul en la mirada de un hombre agonizante...
La mujer que se viste ante el espejo, sus manos que van dejando rastros de deseo sobre su cuerpo, la figura en la esquina, envuelta en humo, expectante. El brillo le roba un guiño a las farolas; la navaja se cierra y retoma su sueño inquieto en el bolsillo del pantalón. La luz tras las cortinas se apaga al igual que el cigarrillo bajo el peso de una suela. Ella es ahora una silueta bajo el umbral.
-Tarde -le dice el hombre-. Que no vuelva a suceder.
No hay réplica en el gesto que la mujer le extiende a manera de saludo. Además de la seducción, su rostro aprenderá otros hábitos: la indolencia, por ejemplo.
Caminan por calles sin más misterio que los ruidos indecisos de una ciudad adormilada. Él le ofrece un cigarrillo, que ella rechaza. El fuego encarna en el tabaco. El semáforo cambia de rojo a verde con un chasquido apenas perceptible. El hombre la toma del brazo y la apura a cruzar la avenida semi desierta.
-Ve -le dice él cuando han llegado al nacimiento del callejón en penumbras-. Estaré cerca.
El taconeo de la mujer acompasa la cadencia que la lleva a internarse poco a poco en la calle de las putas.
Algunas la ignoran al pasar; otras la miran con recelo: es alta, sus formas se estilizan a contraluz de los faros de los autos que recorren lentamente la larga hilera de cuerpos entallados en lycras, de senos asomados a la noche invernal.
-¿Eres nueva?
Los ojos de brillo apagado de una rubia de ancha espalda la enfrentan. Ella alza los hombros y en sus labios se dibuja una sonrisa asimétrica.
-Hoy lo voy a averiguar -le responde.
Un vehículo se orilla a mitad del callejón. Las mujeres lo rodean, inclinándose ligeramente para comprobar si es deseo o curiosidad lo que hay en los ojos del hombre tras el volante. La ventanilla se abre y una o dos mujeres se asoman, desbordando el filo con la carne descubierta. El auto no se queda allí más que un par de minutos: una morena de abrupta minifalda lo aborda y un instante después ya no es ni siquiera un recuerdo.
Las mujeres se dispersan, recuperan sus espacios, se transforman, en segundos, en inmóviles caprichos de las sombras. Pero ella ha seguido las luces rojas del auto que se pierde a la distancia; luego, sus ojos reconocen la silueta del hombre que la espera, irremediable, recargado en la esquina. El suspiro que escapa de su boca es como los restos de una última esperanza que al fin la abandona.
Enciendo el auto y conduzco, con los faros apagados, hacia el interior del callejón. El truco funciona: las mujeres no parecen notarme, y, cuando me descubren, ya me he extendido en el asiento para abrir la ventanilla y llamar a esa otra mujer solitaria que acaricia el rigor de la blusa diminuta que le ciñe el pecho.
-Hola -le digo.
Ella se vuelve al escuchar mi voz. Se inclina para buscarme el rostro y entonces compruebo que la lejanía no ha desgastado la belleza de sus rasgos.
-Hola -dice ella, mirándome y observando de reojo al hombre que custodia su cuerpo.
-¿Quieres venir? -le pregunto, viendo que las demás han iniciado el ritual del acoso, esperando un titubeo, prestas a arrojarse sobre la carroña de alguna indecisa.
-¿Qué es lo que buscas? -pregunta ella a su vez. Sus ojos recorren en instantes el interior del auto y finalmente se detienen en los míos.
-Compañía -le respondo.
-Búscate una novia -dice ella con estudiada malicia y finge retirarse.
-Tu cuerpo -la detengo-. Busco tu cuerpo.
-¿Cuánto piensas que vale mi cuerpo?
-Dímelo tú.
Ella me dice su precio. No dudo en aceptar.
-Entra -la invito, abriendo la portezuela. Los rostros que asoman a través de la ventanilla empiezan a desaparecer entre murmullos y risitas burlonas.
Acelero. El callejón va quedando atrás. El sujeto, al pasar, le dice algo no muy cordial con la mirada.

-¿Cómo te llamas?
-Por lo que vas a pagar, como a ti se te antoje.
He echado el cerrojo a la puerta y me he quitado ya la gabardina, aunque aún no decido si colgarla en el respaldo de la silla que está frente a la luna o dejarla sobre el buró.
-No soy bueno para los nombres -le digo.
-Entonces, esta noche seré una puta, nada más.
Me le acerco. Le acaricio los hombros, dejo que el dorso de mis manos resbale por la curva de sus senos.
-¿Y quién eras antes de esta noche?
Su cuerpo se tensa un poco, pero ella no se aleja. Justo como debe aconsejar el oficio.
-No eres uno de esos maniáticos que buscan prostitutas para que les hablen de sus vidas, ¿verdad?
-Oye -le sonrío-, eso no es muy cortés de tu parte.
-Es sólo precaución -dice ella, volviéndose un poco para verificar discretamente la distancia que media entre nosotros y la cama.
Me aparto para desabotonarme la camisa. Ella me mira; en su expresión se advierte un leve titubeo, que aprovecho para pedirle que se desvista.
-Para que confíes en mí -observo.
Obedece. La blusa cede al peso de sus senos, que brotan a la tenue luz de la lámpara. La falda desciende por sus muslos, dejando al descubierto el juego oscuro de sus prendas transparentes. Ella me mira, como indagando si debe continuar.
-Quédate así -le digo.
He terminado de desvestirme. La sangre se me agolpa poco a poco en el miembro, que ella estudia sin disimulo.
-Quítate los zapatos -le ordeno-. Ven.
Le acaricio la cintura, el vientre, los pezones que trascienden la orilla del sostén.
-¿No me dirás tu nombre? -inquiero, rozando sus mejillas.
-No es lo que necesitas.
Se hinca frente a mí, me sujeta el miembro, lo manipula sin destreza. Pero, contrario a lo que espero, no se lo lleva a la boca.
-Si quieres que te lo chupe, son quinientos más. Mil sin condón.
No respondo. La obligo a incorporarse y la tiendo sobre la cama. Mis labios le buscan el cuello, el mentón, la boca; ella me rehuye volviendo la cara hacia la almohada.
-Sin besos -dice muy quedo.
El perfume de su oreja me sabe amargo. Dejo que mis dedos se pierdan en la espesura de su falsa cabellera negra y la sujeto por la nuca para obligarla a mirarme.
-Dime tu nombre -insisto.
-No necesitas saberlo: es sólo una palabra. Además, nunca volverás a saber de mí luego de esta noche.
-No es una palabra, sino la historia que esconde.
No forcejeamos precisamente, sólo que resulta un poco difícil hacer que sus labios se acerquen a los míos.
-Te llamas Estela -afirmo, categórico, obligándola a mirarme.
-Si tú lo quieres.
-No es sólo mi deseo: es la verdad.
-Soy el cuerpo que deseas, lo demás no importa.
-Te equivocas -le digo, sujetando sus muñecas por debajo de la almohada-. Tu nombre es Estela, aunque finjas que eso también lo has olvidado.
Sus ojos escupen una primera lágrima. Sólo entonces deja de luchar. Abandono sus manos y le acaricio los senos, le recorro el vientre, me detengo en la promesa del vello que la delicada trama de sus pantaletas no consigue esconder.
-Tu nombre es Estela, eso lo sabes, aunque el resto de tu historia se haya ido, aunque finjas ignorar que alguna vez estuve en tu pasado, aunque te resistas a reconocer que me sé tu cuerpo de memoria...
Pero no es verdad: la piel de su ingle es una farsa, una burda caricatura de todos mis recuerdos.
Por un momento creo que la acompañaré en el llanto. Entonces su voz se impone como una canción desconocida que surgiera en el sueño, tan viva y, a la vez, completamente irreal:
-No te has equivocado: soy Estela, y tú eres el primero, el primero en mi vida...
-¡Cállate! -le digo-. No sabes lo que estás diciendo.
-Sí lo sé: Estela es un nombre hermoso, lo único hermoso que recordaré de esta primera noche. Eso, y tal vez tú.
Ella miente: la ausencia del lunar en ese pliegue secreto la ha delatado. No es Estela, no puede serlo: ella se ha ido, y yo sigo en la atroz tarea de profanar su tumba.
Miente, miente como una puta perversa y embustera, pero a la vez está diciendo la verdad:
-Él me ha obligado a prostituirme, pero, de todas formas, no tengo alternativa. ¿Sabes lo que es no tener otra cosa que tu cuerpo? ¿Sabes lo que significa tener que resignarse a vivir de otros cuerpos?
He mantenido la cara escondida entre sus piernas. El aroma entre ácido y dulzón de su sexo me está dejando una huella imborrable en la memoria. Por eso me animo al fin a incorporarme. Es entonces cuando descubro que su llanto fue menos cobarde que mi propio llanto.
-Tú eres el primero -me dice, secándose las lágrimas.

Hay cosas que son de la noche. La mentira no es una de ellas.

sábado, julio 15, 2006

Estela


Sólo quien se ha despojado de la incómoda noción de la locura sabrá espiar -como yo lo he hecho- las formas de su propia vida.

Estela abandonó el hospital en una mañana sin sol de principios de julio. Su cuerpo transparente, delgado, casi diminuto, se estremeció un poco al sentir la opresiva libertad del exterior. Su padre la condujo del brazo hasta el interior de la camioneta y cerró la portezuela con exageradas precauciones, como si temiera perturbarla, romper el fino cristal de su frágil equilibrio. Los seguí a la distancia por las calles estrechas y de fachadas carcomidas de la zona. A punto estuve de perderlos cuando la camioneta trascendió un cruce con el amarillo del semáforo; alcancé a librar con dificultad el taxi que se detuvo ante el rojo y dejé pasar un par de vehículos antes de acelerar para evitar la embestida de un autobús escolar. Tomaron Avenida Cuauhtémoc y doblaron a la izquierda en Viaducto. Ahora estaba seguro de que su destino no me era ajeno: los padres de Estela habían concluido los trámites del divorcio pocos días antes del accidente. Su madre había adquirido un departamento en el oriente de la ciudad y la casa había quedado en poder del padre por algunas cuestiones legales que ignoro. Sé, sin embargo, que el hombre suele hacer largos viajes por el país; a ello se debía, seguramente, que hubieran optado por hospedarla en el departamento, en donde siempre habría alguien que cuidara de ella durante el tiempo que tomara la recuperación. Era, a todas luces, un error: Estela no necesitaba emprender una vida distinta, sino reencontrar el camino, y para ello, estar rodeada de las cosas que la amnesia le arrancó habría sido lo mejor. No hay nada más triste que especular acerca de lo que hemos dejado atrás: yo había decidido hacerme a un lado, dejar que Estela se reconstruyera a sí misma sin el lastre que había sido nuestra secreta relación, dejar el paso libre a ese otro que la amaba y a quien ella recordaba amar, aunque ese sentimiento fuera más un capricho de la memoria que del alma.
Aunque todo, excepto mi rostro, hubiera renacido ya en su interior.
¿Qué hacía allí entonces? ¿Qué enfermo impulso me obligaba a seguirla, a negar los motivos de mi promesa, a convertirme en un abyecto y ruin merodeador? No lo sé. Supongo que, una vez que has aprendido a vivir con una máscara, tu verdadero rostro es algo que el espejo de la existencia no puede soportar.

Durante la primera semana, fui uno con la esquina solitaria de la calle desde la cual podía velar sin ser visto la ventana de su recámara. Una o dos veces la vi asomarse para reconocer el exterior, como si en ese análisis superficial de las cosas quisiera hallar un recuerdo, una fugaz señal que pudiera conducirla a ese pasado que era para ella tan sólo una ficción. En una de esas ocasiones, creí ser descubierto: Estela descorrió el cancel de la ventana y su vista pareció perseguir el origen de la canción que inundaba la calle desde el taller mecánico; en cierto momento, la mitad de su cuerpo colgó hacia el vacío y por un instante su mirada me alcanzó. Oculté el rostro detrás de un poste de alumbrado público y fingí interesarme en el mensaje de un cartel quemado por el sol. No quise saber si me había reconocido; di la media vuelta y me alejé calle abajo sin volver la vista atrás.

Ignoro su nombre, pero ese misterio, lejos de atenuarla, sólo ha conseguido hacer más honda mi desesperación. Llegó una noche, justo cuando la lluvia había cesado. Estacionó el sedán frente al edificio y miró hacia lo alto, como un hombre que recién hubiera advertido el tamaño de su destino. Se acercó al portal y estudió la numerología antes de decidirse por pulsar uno de los timbres. El ruido de los autos que el viento arrastraba desde la avenida me negó los detalles del breve diálogo que sostuvo con el intercomunicador. Unos segundos después, el mecanismo de seguridad del portal se destrabó y el hombre dejó de ser la aterradora promesa de sí mismo. Pensé en correr hasta el umbral y detener el viaje del portón que por días había impuesto su silencio entre Estela y la historia que nunca quise contarle. Pero me ganó la cordura, si es que acaso esa palabra tiene algún valor en un hombre como yo. Me atreví, sin embargo, a buscar un sitio más cercano, al otro lado de la calle. Fumé un cigarrillo; me resigné a las sombras. Al rato, las dos siluetas se dibujaron en la cortina y un instante después la espalda de Estela se concretó dentro del marco de la ventana, como si el reverso de su vida fuera la única imagen que me correspondiera. Tenía un cigarrillo en una mano, y el hombre se dejó ver entonces con un encendedor cuya flama le iluminó ligeramente el rostro. Sonreía. O el dolor me traicionó. Conversaron. No supe cuánto tiempo. En cierto momento, la espalda de Estela se estremeció, por la tos o por la risa, y una colilla moribunda surcó el vacío para caer sobre el asfalto a pocos metros de donde yo me encontraba. La magia de saber si habían sido sus labios los que agotaron esos restos me distrajo, y cuando de nuevo volví la vista hacia la ventana, ya el hombre la abrazaba. Su rostro, tenuemente revelado por el ámbar, hizo suyo el hombro de Estela y sus ojos se cerraron, ignoro si por apresar el ansia contenida o porque hubiera intuido mi presencia y quisiera contagiarse de esa amnesia que había aprendido a negarme.
No hubo lluvia que disfrazara mis lágrimas. Esperé a ver que aquel contacto madurara y sólo entonces me retiré de la misma forma subrepticia como había llegado.
Conduje lentamente por las podridas calles de esa noche que, entonces lo supe, jamás terminaría. No fui directamente a casa, no podía: debía dejar que la soledad y el tiempo repararan el origen de mi llanto. Porque allá, a lo lejos, una mujer me esperaba; porque en ella, en su cuerpo, residían los recuerdos intactos de una vida de la que aún no había llegado la hora de partir.

Un sitio en la memoria.
Donde nadie se merece el olvido.


A veces tu ausencia forma parte de mi mirada,
mis manos contienen la lejanía de las tuyas
y el otoño es la única postura que mi frente puede tomar para pensar en ti.

A veces te descubro en el rostro que no tuviste y en la aparición que no merecías,
a veces es una calle al anochecer donde no habremos ya de volver a citarnos,
mientras el tiempo transcurre entre un movimiento de mi corazón y un movimiento de la noche.

A veces tu ausencia aparece lentamente en mi sonrisa igual que una mancha de aceite en el agua,
y es la hora de encender ciertas luces
y caminar por la casa
evitando el estallido de ciertos rincones.

En tus ojos hay barcas amarradas, pero yo ya no habré de soltarlas,
en tu pecho hubo tardes que al final del verano
todavía miré encenderse.

Y éstas son aún mis reuniones contigo,
el deshielo que en la noche
deshace tu máscara y la pierde.
-José Carlos Becerra

jueves, julio 13, 2006

Kodak de locura ordinaria


También hubo buenos momentos: la lluvia sobre el mármol del Palacio de las Bellas Artes, el gentío, la figura que cruza a ciegas Avenida Juárez, el cielo en gris como el ala de la historia, cernida y amenazante sobre la ciudad de México. Había ido allí porque Verónica tenía el antojo de beberse un café al aire libre mientras tomaba algunas impresiones de la gente, de su residencia pasajera en torno a nuestra circunstancia, creo que dijo. No es que le gustaran las palabras, era sólo que aquella frase la había alcanzado en un sueño y sintió deseos de construirse una ficción en torno a su significado, que, por otra parte, aún no tenía del todo claro. Cuando al fin di con ella, con su silueta difuminada, casi disuelta en la penumbra del local, la lluvia apenas escampaba. Se hallaba a solas, sentada ante la mesa diminuta, y no me vio llegar, absorta en las tareas de su cámara fotográfica.
-Creí que no vendrías -me dijo a manera de saludo-. Aquí ha caído un aguacero insufrible. Pensé que no terminaría nunca.
-El Metro se atascó -me disculpé, al tiempo que ocupaba una silla a su lado-. Aquello apestaba. Luego un niño empezó a llorar. Un pedo anónimo, como diría el poeta, terminó por hundirnos en la desgracia.
Verónica sonrió.
-Mira -me dijo, mostrándome la cámara-. Aún la conservo.
Verónica y yo fuimos compañeros en la Universidad. Ella tomó el camino de las artes; yo, el de la puerta de salida. Un primo lejano me envió la cámara desde los Estados Unidos. Era poco lo que podía hacer con ella, a no ser que la cediera a un precio irrisorio en algún momento de desesperación. Verónica la descubrió una tarde en casa de mis padres; me mostró cómo se usaba; me hizo incluso algunas fotos, que nunca revelé. Finalmente, una tarde la esperé a la salida de la escuela y le pedí que la guardara. No era precisamente un regalo, sino un vínculo, algo que nos mantendría unidos aun en la distancia. Deseos de juventud. Por eso, aquella tarde, al ver el aparato que apenas me supe capaz de reconocer, algo de aquel pasado no demasiado remoto vino a mi encuentro. Si es que la memoria no ha perdido algo en el camino, recordé que Verónica y yo mantuvimos una buena amistad. Nada muy intenso, nada inquebrantable. Me gustaba que usara medias con liguero incluso debajo de los jeans. Poco tenía que ver con los trabajos de la seducción: si no mal recuerdo, algún día me confesó que amaba los secretos, y encontrarse a ella misma en medio de la gente que ignoraba el capricho de su ropa interior era algo que la hacía sentirse diferente, algo mágica, creo que fue eso lo que dijo. “¿Por qué entonces lo confiesas?”, le pregunté cuando lo supe. “Porque nunca lo verás”, me respondió, “y la prenda tendrá mil formas y ninguna en tu imaginación, por siempre.”
-¿Vas a tomar algo? -Su voz me arrancó de la abstracción.
-Una coca -dije-. No, mejor un café.
Verónica llamó al mesero con un gesto y le pidió un vienés.
-Aún te acuerdas -observé. Ella reprodujo la misma expresión con la que en el pasado me había revelado su placer secreto.
-Espero que no te hayas pasado a la moda del capuchino -bromeó.
-Hay cosas que siguen intactas -le dije, mirándola con una suerte de soterrado deseo.
Había algo que la memoria se empeñaba en ignorar: alguna vez mis manos se reconocieron en esas caderas que de ninguna manera eran una celebración de la feminidad, aunque no por ello desmerecían. El tacto, entonces, supo que Verónica decía la verdad: los insinuados bordes de su ropa interior se correspondían fielmente con aquella confesión. Fue una tarde en la escuela, mientras ella se afanaba en asomarse al otro lado de la cerca que marcaba el final del patio del colegio. Había intentado colgarse de muchas formas, y sólo después de meditarlo un poco accedió a que mis manos le sirvieran de impulso. No hallé mejor punto de apoyo que sus caderas. Verónica me advirtió que dejara aquel manoseo por la paz, pero igual la curiosidad pudo más que la vergüenza y pronto pasó por alto la profanación de sus nalgas. El sueño no fue conmigo esa noche. Después de todo, ella tenía razón: el liguero adoptó todas las formas y todos los colores que mi imaginación halló a la mano y el mórbido desfile sólo encontró fin cuando el tumultuoso estallido de mi eyaculación me bañó el dorso de la mano derecha.
Me sonrojé un poco, reviviendo aquel momento, y ella dejó ver su extrañeza.
-No es nada. Sólo un recuerdo -le dije.
La taza ya estaba frente a mí. Bebí un poco y señalé la Kodak, que descansaba en silencio en medio de los dos.
-He pensado en la fotografía que debo tomar -dijo-. Me imagino a los dos en el centro de una multitud que camina a toda prisa, en distintas direcciones, ajenos a nosotros, a nuestra circunstancia. ¿Me sigues?
Asentí, observando su rostro, tierno detrás de todos esos años que se habían ido acumulando en medio de nuestra historia.
-Tal vez lo consiga si logro encontrar un buen lugar donde instalar la cámara -continuó ella-. Un sitio alto, de ser posible. Tal vez un balcón, o un tejado. Pero hay un problema: el obturador tendría que permanecer abierto un minuto o dos, y eso sólo puede hacerse manualmente. -Verónica meditó unos instantes-. No creo que funcione...
-Podríamos pedirle a alguien que lo haga, alguien que tenga pinta de estudiante, que tenga cierta noción del manejo de...
-¿En esta ciudad? -me interrumpió-. No: nada garantiza que saldrá corriendo en cuanto lo dejemos solo, y nosotros a media calle, como turistas extraviados.
-Tienes razón -acepté-. Piensa en otra cosa.
-Se me ocurre... -comenzó a decir, pero se detuvo de improviso-. No, olvídalo.
-No puedo: tengo buena memoria -dije, señalándome la frente-. Anda, dilo -la animé-, tal vez sea una buena idea.
-Son puros alucines -suspiró ella-. Una extravagancia.
-¿Qué puede ser tan complicado?
Verónica me miró fijamente. En sus ojos había un brillo extraño, una luz intensa, casi corpórea, profusa en la oscuridad de aquella terraza que el fulgor cristalino de la tarde mantenía intocada.
-Promete que no te reirás ni que lo tomarás como un juego -me advirtió, de pronto seria, no: intrigante.
-Puedo jurar, mas no prometer, porque una promesa es de dioses, que son inmortales.
La vi llevarse la taza hasta los labios, pero ignoro si bebió o sólo fue una forma de disfrazar su indecisión. Cuando al fin la dejó sobre la mesa, se volvió de nuevo hacia mí y torció la boca en una mueca que se fingió sonrisa.
-Me imagino -dijo- que la soledad puede ser un refugio para el tránsito apresurado de la gente. Cuando una persona está harta de los otros, se esconde en sí misma. Pero entre dos, la cosa no resulta. La única opción es que esos dos sean una sola y la misma persona. Y sólo hay una manera de lograrlo...
Ahora su mirada fue como un destello, una fuerza que me empujó poco a poco hasta depositarme en la única imagen que podía hospedar aquello que su mente había fraguado. Pero no quise equivocarme, no en ese instante, que me pareció decisivo. Me mantuve en silencio, justo como haría el responsable de que el mundo se fuera al carajo de una manera discreta, si es que alguna vez alguien acepta esa tarea absurda. Verónica, al ver que las palabras que completarían la idea no saldrían de mi boca, se atrevió al fin:
-La única manera es robarle al tiempo esa imagen en que dos cuerpos se juntan, ¿me sigues?, en que dos cuerpos se convierten en uno. ¿Sabes de qué te estoy hablando?
Pensé que había dicho sí, pero ahora sé que mis labios jamás habrían podido reunir las fuerzas necesarias para expresar que lo había comprendido todo.
-Tendríamos que estar tú y yo en un lugar solitario, semioscuro, que subraye la idea de la autosegregación, del exilio interior, pero que a la vez sugiera no esa costumbre de los cuerpos que es el encuentro marital, sino la intimidad, la lúcida y descarnada intimidad de dos amantes que se esconden, que se refugian del juicio público.
-Verónica -conseguí decir-, detente un momento, me estás mareando. Mira: no soy tonto; te entendí desde el primer momento. Y si digo que no soy tonto, estoy abarcando hasta el último resquicio de tu idea. Sólo tengo una duda: ¿en verdad quieres tenerme a mí en esa foto?, ¿no crees que podrías esperar a que alguien más te acompañe, alguien con quien quieras estar en esa circunstancia, alguien que le dé sentido a la idea de intimidad?
Su vista escudriñó el sector de la calle que asomaba a la terraza. Luego, sus dedos rozaron los bordes de la cámara fotográfica, fría y expectante como un niño que presenciara una discusión de sus padres. Entonces sus ojos al fin me buscaron y la delgada línea entre sus labios se separó ligeramente como quien le tiende una trampa al suspiro.
-Tú eres a quien soñé -dijo al fin-. No veo por qué deba suplantarte.

La fotografía nos exhibe a los dos, desnudos frente a frente sobre la cama revuelta. Puede que para ti no sea más que un cliché, el lugar común de los amantes. Para mí, sin embargo, esa imagen guarda una íntima relación con los quehaceres de la memoria: el liguero, blanco, delgado, dibujado como el frágil rastro de un sueño sobre su piel morena, era terso incluso a la mirada. Descubrirlo así, de pronto cierto, fue un momento devastador. Verónica, de pie frente a la débil luz que contagiaba su perfil, se fue despojando poco a poco de los jeans. Su cuerpo no tendría por qué haber sido hermoso, pero el tiempo, indolente, nos había traicionado, dejándonos a merced del ansia que sólo entonces supimos eterna. Se lo dije, porque era poco ya lo que necesitaba esconder. Y ella lo aceptó, creo que lo aceptó, pues ensayó un lento giro antes de caminar hacia mí, que la esperaba, también semi desnudo, sentado a la orilla de la cama.
-No lo hagas -me detuvo al ver que mis manos se movían en un primer intento por reconocerse en la tela de aquella prenda que ya jamás olvidaré.
-Déjame -le pedí en un ruego-. Lo necesito...
-Yo tampoco soy tonta -repuso-: ¿crees que no sé que ya lo habías tocado?
Sin más trámite, le quitó a su cuerpo aquella distracción y fue hasta la cómoda para verificar el encuadre de la cámara. Luego regresó y se tendió de una manera más tierna que sensual sobre la cama.
-Ven -me llamó-, necesito decirte algo.
Me habló muy quedo.
Aquella nueva confesión se morirá conmigo.

miércoles, julio 12, 2006

El tamaño del infierno


Cuando Laura enfatizó el perfil contra el nauseabundo rostro del domingo, no sólo estaba rescatando una complicada imagen del oscuro entramado en que se habían convertido sus recuerdos: también estaba decretando un dominio de la situación que, a partir de ese momento, supe que estaría hecho de hierro e indolencia.
-Tuve un novio horrible -comenzó, dejando que sus ojos se pasearan por las altas galerías del centro comercial-. Era prietísimo, de pelos negros, algo barrigón. Me trataba como a una niña. Me celaba. En la vida real era muy tierno, pero en la cama se transformaba por completo: me hacía de todo, me volteaba para todas partes, aguantaba horas...
-¿Dijiste “en la vida real”? -me extrañé-. Eso suena a que lo demás lo estás inventando.
-Es un decir. Hoy es la “vida real”, pero mañana puede ser “el día” o “entre semana”, ¿me entiendes? Es sólo una manera de referirse a los momentos en los que no estábamos haciéndolo.
-Bueno, el tipo era horrendo, pero en la cama era una fiera...
-¡Y tenía un pene enorme!
-¿O sea -quise saber- que no te gustaba pero andabas con él por su pene?
La sonrisa de Laura era una verdadera declaración de principios.
-Pero eso ocurre nada más en la pornografía -bromeé.
-Te lo digo en serio. Mira: cuando empezamos a andar, yo venía de tronar con un chavo que lo tenía normalito. Yo lo quería mucho y lloré cuando terminamos. Estuve soltera mucho tiempo. Cada vez que aparecía un pretendiente, luego luego me ponía a compararlo, a ver sus gestos, su manera de hablar, de comportarse. Y, obvio, ninguno le llegaba. No era tanto porque el otro fuera la gran cosa, sino que había estado enamorada de él, y empezar otra relación me parecía lo más tormentoso del mundo. Imagínate: tener que adaptarte, hacer que se acostumbre a ti, volver a contarle la historia, todo eso. Por eso prefería ir sola al cine, salir con mis amigas, con la familia, en fin.

“Hasta que apareció este cuate. Ya te dije que era feo como un gargajo, pero se portó tierno desde el inicio. No intentó seducirme y esas ondas, simplemente me preguntó cómo era mi vida, qué pensaba de ciertos asuntos, y así, más como cuate que como presunto amorío. Hacía tiempo que no me sentía tan en confianza. Y un buen día, sin apenas darme cuenta, ya éramos novios.

“Cierta noche me invitó al cine. Yo estaba tan entusiasmada por dejar al fin la soledad, que acepté sin saber ni qué película íbamos a ver. Bueno, pues se trataba de una de supuesto cine de arte, de esas que no se diferencian mucho de la pornografía: se trataba de unos cuates que se hacen amantes; ninguno de los dos sabe nada del otro, ni se molestan en averiguarlo: sus encuentros son siempre silenciosos, en hoteles diversos, puro sexo. Bueno, pues nada de que le cortan a la escena o te ponen una música como de desfile de modas para adornar sus tomas dizque sensuales: llegaban, se encueraban y se ponían a darle al asunto. En una escena, el cuate se levanta al baño y se le ve todo el cuerpo, incluida su cosa. Era grandísima, te lo juro. Fíjate que con mi ex novio platicaba a veces del tamaño del pene. Yo, que no sabía nada de la vida, le insistía en que los hombres generalmente se comparan el pene cuando están orinando uno junto al otro, y que desde esa perspectiva, pues el de junto siempre se va a ver más grande. Eran puras idioteces, y él -se llamaba Omar- me decía que no era cierto, que sí eran evidentes las diferencias de tamaño, que era igual que como cuando un hombre ve a una mujer tetona: se excita mucho, pero eso no significa que la ame. En cambio, la mujer de la que está enamorado puede tener en el pecho apenas un par de piquetitos de mosco, pero eso queda relegado por la pasión que siente por ella. Algo así. No te rías. El chiste es que al ver al actor ese, entendí la importancia del pene...”
-La importancia del pene -la interrumpí, paladeando la frase.
-Deja de burlarte o ya no te cuento nada -riñó ella.
-No es burla, de veras que es todo un hallazgo verbal.
-En fin. Pues resulta que a media película ya estaba yo toda mojada.

“Es bien raro: hasta ese momento, yo ni pensaba en el pene de los hombres. Bueno, sí lo hacía, pero lo veía -y todavía lo sigo viendo, no me creas tan perversa- como una simple parte del cuerpo. A la mayoría de las mujeres nos gustan más otras cosas, cosas que no siempre tienen que ver con el físico, como la manera de mirar, de platicar, y así. Sólo que en ese momento me puse a ver que lo que más me excitaba era esa idea del amante, de lo prohibido, de lo nuevo, de lo pasajero. Entonces miré de reojo a este chavo y me di cuenta de que también me estaba mirando, y de que respiraba medio agitado.

“¿Te has dado cuenta de cómo se comporta la gente cuando ve una escena de amor? Se mueven en el asiento, tragan saliva ruidosamente, carraspean, se incomodan. No entiendo por qué. Lo cierto es que mi entonces novio volvió los ojos hacia la pantalla y yo aproveché para ponerle una mano en la pierna. Y la dejé allí un momento, para ver qué hacía. Y no hizo nada, sólo ponerse tenso. Luego -ya sé que no me vas a creer-, por puro accidente le rocé la entrepierna. Y ¿qué crees? Pues que lo tenía bien duro. Eso para una mujer es algo definitivo, algo que no se puede ignorar, menos si lo tienes al alcance de la mano. Peor si estás en medio de la oscuridad, viendo una película en la que no hacen otra cosa más que tener relaciones. Como este chavo no hizo nada, sino quedarse quieto y fingir que no se había dado cuenta, pues me atreví a ponerle de plano toda la mano en su cosa. Fue así como me di cuenta de lo grande que era.”

-Pregúntame qué hice. Andale, pregúntame.
-¿Qué hiciste, pues? -sonreí.
-Nada. Absolutamente nada. Me hice la desentendida y retiré la mano. Y él siguió como si no se lo hubiera agarrado.
-¡Qué martirio!
-Salimos del cine y paseamos un rato. Ya unos días antes nos habíamos besado, pero esta vez nos pusimos a restregarnos como Dios manda. Yo casi jadeaba, y más cuando me puso aquella cosa en el vientre (el cuate era igual de grandote que su pene) y lo sentí duro, durísimo. Entonces me puse a sobárselo por encimita y él ya no aguantó más: me tomó por la muñeca y me hizo que metiera la mano en el pantalón. Fue una experiencia cachondísima, sentir la carne caliente y endurecida, palpitante. Mira, vas a decir que soy una embustera, pero traté de agarrárselo... ¡y nunca pude cerrar mis dedos en torno a ese trozo de carne!
-¡Ya! -exclamé-. ¡Te pasas!
-¡En serio! Esa noche no hicimos nada, pero dos o tres días después me sugirió hacerlo. No me pude negar. Ya no era tanto el antojo, los días que llevaba en ayuno, sino la curiosidad por ver de cerca un pene de ese tamaño. Y no sólo verlo, sino saber qué se sentía. En ese momento ya no me importaba que el tipo fuera feo como un chino mal comido; yo quería tener una cosa de esas en las manos, en la boca, ¡en el coño!
Un hombre se volvió desde la mesa contigua y nos estudió fugazmente. Estaba con su familia y reprobó el vocablo como si hubiera hallado un vello púbico en su hamburguesa.
Laura y yo reímos discretamente. Le pedí que fuera menos expresiva y ella continuó.
-Su pene no sólo era gigantesco, sino que estaba igual de prieto que su dueño. Fíjate: cuando se desvistió, le colgaba como un hombre exhausto, pero una vez que me empezó a acariciar, le empezó a crecer y la carne, de tan grande, se le salió del cuerito.

“Yo al principio me hice la santita. Lo abracé por el cuello y lo atraje hacia mí para besarlo. Estábamos acostados en la cama, uno junto al otro, por eso pude ver de reojo la evolución de la carne...”
-¡No sigas! -exclamé-. Una frase dominguera más y voy a dejar de creerte...
-Perdón, perdón -se disculpó Laura, riendo contagiada-. Pero si no quieres que emplee eufemismos, voy a tener que decir pito, verga y todo ese vulgar catálogo de sinónimos que ustedes inventaron.
-Si al señor no le importa -dije, señalando al pater familias que no parecía perder detalle-, a mí me tiene sin cuidado.
-Bien. ¿En qué estábamos? Ah, sí. Resulta que su verga le estaba creciendo hasta límites intolerables y yo ya no pude resistir más y se la agarré con una mano, mientras que con la otra seguía acariciándole el cuello, ya ves, para no parecer tan perver. Pues mira: cuando lo toqué, mis dedos todavía se lo podían rodear; pero conforme pasaron los segundos, ¡ni las uñas me tocaba! El otro se puso a gemir, a gruñir, a lamerme toda la cara y finalmente me puso de espaldas y me fue besando todo el cuerpo hasta llegar allá abajo. Ya Omar me lo había hecho con la lengua, pero no soy fan de esas ondas. Sin embargo, este cuate se había puesto de nalgas contra el espejo y desde donde yo estaba le alcanzaba a ver el manojo completo, meciéndose hacia atrás y hacia adelante como un acróbata indeciso. Cuando menos me di cuenta, ya estaba yo toda mojada y deseosa, y le jalaba el cabello para ver si le paraba al asunto y me dejaba agarrárselo otra vez. Entonces hicimos un sesenta y nueve. Creéme que tenía un culo horripilante, pero le olía bonito, como acidito, tiernísimo. Al principio fue muy incómodo, porque su pito me llegaba hasta los senos y apenas alcanzaba a lamerle el paquete testicular...”
-Ahí vas otra vez...
-Oh, perdón. El chiste es que tuvimos que hacer una serie de complicadas contorsiones para poder tenerlo al alcance de la boca. ¿Nunca has probado un pene?
Le ofrecí una sonrisa discreta.
-Es broma. Pues mira: un pene sabe a orines rancios, pero es la cosa más rica del mundo. No por su sabor, sino por la idea de que todo el deseo del hombre se concentra en ese trozo de carne, y si sabes usar la lengua, ya puedes tener un esclavo. El de este chavo, sin embargo, tenía el inconveniente de que no me cabía en la boca. Y fíjate de qué tamaño la tengo...
Laura ensayó un gesto de bostezo como el del león de la Metro. De verdad tenía (para decirlo a su estilo) una ancha cavidad bucal. Al verla así, abierta frente a mí como una promesa, me imaginé las vergas de treinta centímetros de diámetro de las que hablaba el Marqués de Sade. Sin poder evitarlo, me llevé la mano a la entrepierna, y tuve que consolarme pensando que la boca de Laura era tan grande, que bien podrían caber en ella todas las mentiras del mundo.
-¿Loh vej? -balbuceó, esforzándose por ensancharla aún más.
-Te creo, te creo.
-Así que ya podrás imaginarte que no me cupo más que la puntita. Y eso que no te he hablado del tamaño de sus testículos, ¿o sí? En fin. También se los lamí, me los metí en la boca, uno por uno, y hasta le mordí el pellejito arrugado. No soy una diestra mamadora, pero igual sirvió, porque lo puse cachondísimo y no pasaron más que unos segundos para que lo tuviera encima de mí. Yo creo que él ya sabía las dificultades que implica andar con esas dimensiones por la vida, pues me alzó las piernas y se agarró el pene para apuntarme y empezar a meterlo.

“Ya sé que nunca te han metido nada, pero de todos modos quiero que te imagines lo que es que te introduzcan una cosa así nomás porque sí: la primera vez se siente rarito; duele, pero si estás húmeda, el dolor no es mucho por la idea de que al fin vas a saber lo que es hacer el amor. Ya una vez que está adentro, la cosa cambia: el simple roce en la orillita es algo indescriptible; luego, conforme empiezan a moverlo, la sensación abarca todo lo que es la entrada, y si están arriba de ti, la cabecita toca el punto G y te puedes volver loca. Eso sí, cuando todo acaba, sientes la vagina chiquigrande, como que te pulsa, como que te arde. Ahora piensa en el tamaño de ese pene: por supuesto que yo ya no era virgen, pero como si lo fuera: aquella cosota me estaba rompiendo el coño y casi me echo a correr. ¡En serio! Me arrenalgé cama arriba y, por puro reflejo, creo que hasta se me cerraron las piernas. Este chavo me vio como diciendo ‘¡Otra cobarde!’, pero no dijo nada, únicamente me tomó por los tobillos y me atrajo hacia sí. ‘Oye, duele’, le dije. ‘¿Nunca lo habías hecho?’, me preguntó. Asentí con un gesto y el exhibió un gesto de mórbido placer. Ha de haber dicho: ‘Estoy cabrón’, o algo así, porque se echó encima de mí y me apretujó los senos mientras me metía la lengua en la boca y los dedos en el coño. Yo pensé que de la frustración me iba a violar, pero lo que hacía era provocar que me mojara para poder meterme su pitote sin problemas. De todas maneras, el truco tampoco funcionó: me puso una almohada debajo de las nalgas, me agarró de los muslos para evitar que me escapara y me empezó a penetrar.

“Yo ahorita te lo cuento así, pero la verdad es que ya quería sentirlo y me odiaba por no poder aguantarme tantito. Así que me armé de valor, apreté la quijada y dije: ‘Véngase tu reino’ mientras sentía que la verga me abría en canal. ¡No sabes qué rico se siente aquello! Mira: no es tanto que el pene sea grande; lo verdaderamente importante es que sea grueso, ¿me entiendes?, porque entonces te abarca todo lo que es alrededor de la vagina, que es el área más sensible. Hay algo que los hombres, o casi todos los hombres, ignoran, y es la sensación de ocupación. Aunque no lo creas, una sí siente el tamaño ahí dentro. Bueno, no exactamente el tamaño, quiero decir que una percibe que hay algo adentro y lo asocias con la imagen de la persona que te lo está haciendo. Es como si lo tuvieras todo él en tu interior, y si lo amas, ese placer se multiplica. Ahora imagina que un pene grande, además de estético, es capaz de tocarte toda por dentro. Así que, una vez que pasó el dolor, lo demás fue puro, total y absoluto rock and roll.”

-¿Y te aficionaste a los pitotes?
Laura, por toda respuesta, me extendió una sonrisa pícara.
-¿Y qué hay entonces de los demás? ¿Todos han sido unos auténticos tripiés?
-No, la verdad no. Unos lo han tenido grande; otros, chico. Pero ninguno como ese. Era Un Pito.
-¿Y el mío? -quise saber.
-Ay borreguito -así me decía, la muy cabrona-. Comparado con ese chorizo, el tuyo parece una chistorra.
-Eres cruel.
-Soy realista.
Laura me jaló por el cuello y me besó. Fue un gran beso, de lengua inquieta y ojos entornados.
-Házmelo otra vez -me susurró ella, ahora mordiéndome la oreja.
-Después de conocer la dimensión de tu historia, me declaro incompetente.
-No seas tontito -regañó, acariciándome una mejilla-, a mí el tamaño no me importa...
-¿Y piensas que voy a creerte?
-Allá ustedes si no lo creen.
-Sí, lo sé: es una frase de consolación.
-Si no te tienes confianza, prueba a metérmelo por atrás: ese lugar está incólume.
-Eres una mentirosa: tienes el ano más grande que la boca.
-Sí hombre. También me lo metió por ahí, pero eso no cuenta porque fue por una apuesta, no por deseo.
-¿Y quién ganó?
Laura lo meditó un poco, demasiado para no entrever el tamaño de su recuerdo.
-Creo que él -dijo al fin.

Camino al hotel, me contó de otro hombre. Ya no habló del tamaño de su pene, sino de la dureza de sus nalgas. No supe si agradecer esa ligera variación en el tema.

lunes, julio 10, 2006

Scarlett

¿Debo presentarme? No te hagas: mi nombre ya lo conoces porque lo leíste en el título. Scarlett. ¿Te gusta? Qué quieres que te diga: a mí me fascina. Me súper encanta. Suena como una herida. Como una herida de amor, de esas que te dejan tirada en la cama días enteros. Scarlett. Como cuando te quitas una costra y la piel debajo se parece a una rosa que apenas florece. Sí, ya sé lo que estás pensando: Scarlett es nombre de mujer fatal. Ya me lo habían dicho. Tal vez no se equivocan: en toda mujer hay algo de oculta, disimulada fatalidad. Y mi caso no tiene por qué ser diferente. Verás: yo ahorita soy feliz; lo has visto en la foto, esa en la que estoy sonriente, insoportablemente sonriente, como un enorme corazón al que le acaban de rascar el ombligo. Pero eso que ves, engaño colorido (como decía Sor Juana) no es otra cosa que una ficción de la luz. Si te fijas bien, yo pude haber sonreído para el obturador, pero en la vida también hay cosas que me pudren y en esos momentos rara vez hay una cámara dispuesta a inmortalizar mis rencores. ¿Qué rencores puede haber en una mujer que apenas rebasa los 20, que lo tiene todo (o al menos todo lo inmediato), que vive a orillas del mar (ese mar que como un dios quisiste poner entre los dos -Xavier Villaurrutia), que sólo tiene que mirar al horizonte para presenciar ese breve milagro que es el sol cuando renace desde la línea ondulada que es el principio del mundo, una mujer a la que el espejo le confiesa un rostro favorable, que conoce la amistad, las caricias, el cuerpo desnudo de los hombres, el sabor de unos labios que han dicho algo hermoso, el amor? ¿Qué rencores, entonces, puede tener una mujer así? Huy, si te contara... Está bien, ya que insistes, diré algunos: la cerveza tibia, la depre del domingo por la noche, que la minoría decida quién debe gobernar, la apatía de los otros, el desamor. El desamor. ¿Sabes cómo es el desamor? Es un cuate con cara de simio que te saca a bailar. Es una uña rota. Es un día nublado. No sé si te has fijado, pero al cielo le tiene sin cuidado tu fragilidad emocional: una vez que se le antoja, se nubla todo. Y no puedes andar de un lado para otro correteando al sol: tarde o temprano, la oscuridad te alcanza. Lo mismo ocurre con los seres humanos, con las relaciones de pareja, para que me entiendas. Hoy estás feliz, tu cuerpo está dispuesto a que unas manos te lo busquen, tus labios se abren como una flor exótica y no son necesarias las palabras para que esa otra persona entienda que hoy estás aquí, y que ese abandono es una puerta abierta para el que se quiera hospedar en tu interior. El sexo, pues. El antojo, que es una de las formas que adopta la felicidad. Si el otro lo entiende, todo se vuelve como uno de esos amaneceres luminosos a los que te asomas al despertar para descubrir que todo es posible. ¿Qué más se puede pedir? Pues que no llegue una nube para darle en la madre a ese paisaje de arbolitos y casitas felices, muy a la Bob Ross. Pero ocurre, y no basta con echarse a correr, menos en una ciudad tan pequeña como esta. Bueno, ya, dejémonos de metáforas: cuando digo desamor, quiero decir: el muy perro que tenía por novio me engañó. O no exactamente: no me engañó. Eso es lo peor de todo: que una lo descubra, que el telón caiga a medias y te des cuenta de lo que ocurre tras bambalinas, que descubras que a esa magia calientita que te habita la genera una maquinaria oxidada. La mujer era preciosa, así, delgada, alta, extravagante. Creo que era suiza. Tampoco me hagas mucho caso: tengo una rara fijación con los arios; se me hacen desabridones, esquemáticos, hinóspitos, si es que existe esa palabra. Por eso ubiqué mi odio en esa geografía, pero no tengo certezas: sólo la vi una vez, y con eso bastó. A lo mejor ni era extranjera, pero eso no le quita lo puta, ni lo suiza. Alan, así se llamaba el sujeto (y digo “se llamaba” porque, aunque siga deambulando por ahí, en mi loca cabecita lo arrojé por un barranco). Alan, era el nombre. Como actor. ¡Vaya analogía! En fin: el Alan ese pensó que si se iba a hacer sus porquerías en la playa más lejana, el efecto “cuerno” no me alcanzaría. Se equivocaba: en este mundo no hay refugio que sirva cuando el azar anda suelto. Te pondré al tanto: Cancún es para muchos solamente una postal. Para los que aquí residimos, sin embargo, Cancún es algo vivo, algo que late, algo que no deja de asombrar. Al menos lo es para mí, que lo amo, que sufrí cuando el huracán quiso borrarlo, que no pierdo oportunidad de salir a acariciarle la arena, a sobarle la tibieza al mar. Bueno, pues en uno de mis acostumbrados paseos andaba cuando fui testigo de la infamia. Primero fue una espalda, amplia como un deseo, cobriza, casi un imán. Si alguna vez has tenido a alguien, si alguna vez te has empeñado en dejar rastros de ti mismo en la piel de otra persona, sabrás que ese cuerpo que ya te ha pertenecido te llama como un guiño cada vez que lo descubres, cerca o lejos, a la vista o al tacto. La espalda, hermosa, besable, del tal Alan, me hizo señas a la distancia. Él estaba de frente al mar, en la terraza de un bar, y en un instante esa silueta lo fue todo para mí. Soy bien intensa, eso tienes que saberlo, y esa difícil condición femenina me lleva a cometer toda serie de atrocidades, desde cargar a una mesera en plenos alcoholes, hasta hermanarme en largas charlas con gente que no entiende ni pizca de español. Así que allí estaba esa espalda que era mía, y de este lado estaba Scarlett, preparando la embestida. Entonces vino una de esas nubes de las que te hablaba y le puso el toque fúnebre al asunto: de la nada (porque así llegan las desgracias) se apareció la suiza, toda glamour, toda seducción, la muy cabrona. Vestía -si es que así se le puede decir- un bikini casi inexistente, casi insuficiente para las formas de su cuerpo. Se paró frente a él, le sonrió, toda senos y nalgas desbordantes, y se sentó a su lado. Ah, me dije, ya apareció la arpía que nunca falta, siempre zopiloteando la carne ajena. Pero, ¡oh sorpresa!, el buen Alan la besó. Sí: la besó. No fue uno de esos besos al aire que se dan entre camaradas, sino un ósculo apasionado, babeante y horrorosamente real. Y yo, que iba ya a media carrera, tuve que detenerme al sentir en el pecho las garras de esa fiera indeseable que se llama desencanto. ¿Lo has sentido? El mundo se descompone en un segundo. O tú. Como si una mano anónima te detuviera de improviso en medio de la nada para arrancarle jirones a tu alma indefensa. Dejémonos de poesía: de un instante a otro, pasé de la felicidad a la ignominia. Sin ningún trámite. Pero, ¿era él? La imaginación es una cabrona ociosa, y a veces basta con descubrir unos ojos entornados que te arrancan del anonimato para que tu mente enfebrecida le dibuje a ese rostro unos rasgos conocidos, le ponga nombre, apellidos y lo envuelva en el transparente celofán de la confusión. Aferrada a esa última esperanza, tuve el valor (o la osadía) de acercarme a una distancia prudente. Rodeé la terraza desde el otro lado de la calle y me instalé en la posición ideal para escudriñar al hombre que alegremente dejaba que sus manos se reconocieran en la carnosidad de esas nalgas tersísimas. No había error: el pérfido perfil era el de Alan. Nada lo dice mejor: el alma se te escapa. Es muy extraño, pero en ese momento sentí claramente cómo me salía de mí misma y lo veía todo desde arriba: yo, ahí, parada a media calle, con los puños apretados y el coraje saliéndoseme de los poros como un aura cegadora, así como dibujan al Chico Migraña. Pero no hice nada, absolutamente nada más que aceptar el disfraz de mujer engañada, la inmovilidad que tantas veces le critiqué a otras amigas en desgracia. Creo que hay algo de perverso en esto de hallarte ante la infidelidad: odias que esa idea tome forma en una imagen indeseable, pero, una vez que la tienes frente a ti, no puedes apartar los ojos de ella, por más que duela. Eso fue lo que hice cuando el alma me regresó al cuerpo y supe que el ansia de matar no es exclusiva de las novelas policiacas. Alan, o lo que quedaba de él, seguía en lo suyo: sonriente, le recorría la cintura, por momentos se le acercaba con el pretexto de decirle algo al oído para oler la rubia cabellera que se derramaba sobre el bronce de esos hombros estrechos, trémulos, aborreciblemente apetitosos, sobre el nacimiento de esas chichis enormes, de vaca suiza, de vaca flaca, de vaca loca. Ya hasta estoy debrayando. Horas, meses, años después (ahora conozco la eternidad) recuperé a la Scarlett que soy, aunque no demasiado, pues de haber sido así habría ido derechito hacia aquella tipa y le habría arrancado su puto esplendor con mis propias manos para bailar la macarena sobre la piel de su muerta belleza. Pero no, no lo hice. Recogí mi dignidad, me di la media vuelta y regresé a casa. La abuela no estaba. Fui directo a mi recámara y hundí la cara en la almohada, que es la única que me aguanta mis pataletas. Creí que lloraría, por eso, antes, tuve el cuidado de echar la cerradura y correr las cortinas para que los sonidos de mi drama no pudieran escapar. Cosa rara: no fui capaz de una sola lágrima. Y eso, en el código femenino, sólo significa una cosa: no lo quería. ¡En serio! Tú vas a decir “Ahora resulta...”, pero es la verdad. Alan y yo teníamos poco tiempo de andar. Uno o dos meses. Ya nos habíamos hecho todas las confesiones de rigor. Ya conocía a su familia y él conocía a la mía. Ya habíamos hecho cosas, cosas del sexo que no voy a contarte porque voy a fingir que no las recuerdo, en su honor. No acostumbro andar metiéndome en la cama de todos los hombres que conozco (qué rico sería, ¿no?), aunque sí me aviento uno que otro faje cuando las miradas se distraen. Lo usual. Creo. Pero con él acepté tener relaciones porque era una persona cariñosa (hasta con otras), porque parecía inteligente, sincerote, porque tenía una forma demasiado seductora para hablarte, para pedirte lo que necesitaba, hasta para decir las guarradas que uno se dice cuando está dándole al asunto. Pero de ahí a que lo quisiera, había un país de por medio (Suiza, por ejemplo). Supongo que lo sabía, me imagino que al ver que las lágrimas no me salían por más que pujara, entendí que no era amor sino deseo lo que había entre nosotros. Y entonces comprendí que cuando eso ocurre se vale de todo: el engaño, la mentira sutil, el desequilibrio, el comprender que el otro no nos pertenece del todo, no sé. Todo vale, menos la farsa. Todo, menos la infamia. Por eso lo arrojé por el barranco, lo vi despeñarse, agitar las manos, preguntarse el porqué de su estrepitosa muerte mientras todo su ser se rompía en pedazos, abandonado al mar que ama a los cadáveres sin nombre. Imagina mi sonrisa satisfecha, Scarlett Freyre detenida al pie de la tumba de una historia que moría sin siquiera haber llegado al fin, sacudiéndose las manos, enfilando con rumbo a la ciudad, silbando una canción que hablaba de trágicos amores e inesperados vuelcos del destino. Vaya que las hay.

¿Preguntas si lo llamé? ¡Claro que no! Él lo hizo esa misma noche. Ya puedes ver su rostro azorado cuando le pregunté cómo era el infierno. Creyó que era una broma, el pobre. Cuando se recuperó de la sorpresa, me dijo que quería verme. ¿Verte yo?, le contesté. No, papacito, yo no soy el niño de El sexto sentido: no acostumbro ver gente muerta.

Así es mi vida a veces. A ver qué día me cuentas un poco de la tuya.

Besos.

-Scarlett.

P.D.: Perdona por el choro, pero a veces se me da. Si algún día llegamos a encontrarnos, ten por seguro que a lo mejor nada más nos sentamos uno frente al otro y nos ponemos a reírnos de nuestras propias existencias.

viernes, julio 07, 2006

De cómo Fabiola va dejando de serlo


La recuerdo, pero me he rodeado de cosas que no la nombran. Durante la adolescencia, por algún tiempo sólo tuve una carta: una hoja a rayas, arrancada de algún cuaderno escolar, llena con el azul de ciertas palabras que reproducían, no sin torpeza, los detalles de una circunstancia ingenua: ella había pasado a mi lado en el corredor del colegio, creyó que la saludaría, sonrió incluso ante la posibilidad de saberse de pronto en mí, de verse a sí misma en los ojos de ese otro que era yo, de redescubrirse inquieta, casi ansiosa, recobrada al fin en esa tarde que moría sin que ninguno de los dos nos hubiéramos atrevido a buscarnos. No sé qué abyecta magia nos negó, lo cierto es que de aquel momento sólo me quedan los rostros de dos o tres compañeros, el patio vacío, las palmeras, añejas, que presidían la reja de salida, la ignorancia de estar en el centro del escenario de una situación definitiva. Por eso, la tarde siguiente, cuando ahora sí la vi venir, dejarme la hoja doblada en una mano, pasar sin detenerse, debí entender que no era la inmediata emoción de aquel breve secreto lo que se hospedaba en mí, sino la señal, atroz e inequívoca, de que el mundo no nos pertenecía.
La mirada cómplice de algún amigo me abortó del nerviosismo y busqué un refugio propicio; desdoblé la hoja y leí y releí sin entender del todo sus palabras; luego la busqué con la mirada, pero sólo hallé ese contradictorio vacío que adopta la forma de una multitud que es como una multiplicidad de espejos en los que la desesperación ensaya su unánime y aborrecible gesto.
Una carta, el deseo disfrazado de reproche, la extrañeza, la única manera que su mano encontró para llenar ese espacio en el que habrían cabido los años, dos cuerpos, las caricias, toda una historia, incierta, sí, pero real, y que al final del día sólo sirvió de refugio para la nostalgia. Para la inútil nostalgia.
Y la he perdido.
A veces vago por la ciudad con la absurda esperanza de encontrarla, a ella, para explicarle la teoría de ese mundo inmerecido que no me detendré a relatar, pues esta es sólo la historia de su ausencia. He creído verla en otras, pero su rostro, adolescente, ni siquiera juvenil, jamás se concreta. He tenido que ensayar el absurdo sortilegio de intentar su gesto en rostros sorprendidos que jamás terminan por corresponderse con mis recuerdos. Pero no desisto. En ocasiones me paseo frente a los cansados cuerpos de las putas, a través de callejones no menos sucios que la piel que detentan. No escucho sus voces, sólo espero ver el guiño, el hábito de una sonrisa falaz. Entonces me acerco y mi silencio indaga el precio de la representación. Siempre o casi siempre, es el aire infantil lo que me imanta. Puede ser cualquiera, sólo me basta la silueta desnuda de formas, el gesto de ninfa que ha sido mil veces virgen, la promesa del himen que las monedas reconstruyen noche tras noche al calor de una fornicación apresurada. Luego, la puta que el azar me ha confiado me toma de la mano y me conduce hasta el interior de un hotel que alguna vez se soñó majestuoso. La habitación apesta a tabaco y sudores añejos. No la busco: le pido ver su cuerpo al tiempo que yo mismo me desvisto. Solícita, me pone el condón en la punta de la verga y se hunde la carne hasta la garganta con la exhausta pasión de un fakir asalariado. La penetro por detrás: su cabellera áspera, su espalda larga, la morena piel de sus breves nalgas, son cosas que le convienen a mi imaginación. Fabiola es entonces ese cuerpo que violento con el ansia melancólica de quien ha decidido mudarse a la memoria, de quien se resiste, inútilmente, a morir como ha muerto la historia.
Y me vengo, una, dos, tres veces. Y no importa cuántas veces lo haga, mi eyaculación es siempre el mismo nombre, el mismo grito que altera el sórdido silencio de la habitación de hotel, el mismo estallido al que la puta en turno se resigna, callada, mientras acaso se pregunta el porqué del llanto, el porqué del húmedo y anónimo drama que hoy la noche le ha deparado.
Más tarde recojo las imágenes, los ruidos de las calles que me ocultan su rastro. Enciendo un cigarrillo, me detengo en alguna esquina, atento a la impresión fugaz del paso de los autos, del andar apresurado del gentío que busca, como yo, sus propias voces perdidas, los rostros que el tiempo ha sepultado.
Fabiola es esta ciudad de ámbar y concreto, el capricho de las sombras en los callejones solitarios, la lluvia que deserta al pie de los muros y que un sol plural e indolente recuperará más tarde para alimentar el gris del cielo, mudo y senil, como el hastío.

Aún la amo, pero he procurado rodearme de objetos que no la nombran. No basta: algún día, si el buen Dios lo decide, la veré. Entonces ella misma me dirá que la sonrisa de ese rostro que mi imaginación ha cultivado es una más de las cosas que han dejado de pertenecernos.

domingo, julio 02, 2006

Escenas (II)


Le pedí que se masturbara con el dildo. Dijo que no había magia. El aparato zumbó y se restregó en sus labios. Al rato, un tercio estaba en el interior de su vagina. Ella empezó a gemir. Le acaricié los senos, pero no le busqué los labios: preferí observar el excitante abandono de su gesto. Le lamí un pezón y luego el otro. Cerró los ojos. Sus jadeos se hicieron más intensos. Sus piernas, largas y hermosas, comenzaron a endurecerse; los dedos de sus pies apuntaron hacia el cielorraso y luego se contrajeron. No pudo evitar un grito: el estallido eléctrico la estaba recorriendo y yo era el único testigo.
¿Y tú?, me preguntó una vez que recobró la calma. Simplemente sonreí. ¿Crees que esto no es placentero para mí?, le respondí, acariciándole el cabello húmedo de sudor. Ella suspiró y sonrió también al descubrir que el aparato seguía activo, vibrante en el nacimiento de su muslo derecho. No lo apagues, le pedí al ver que buscaba interrumpirlo; sóbate con él una vez más. Obedeció. Guió la punta azulada por los alrededores de su clítoris. Yo le alcé las piernas y le metí la lengua en el culo, que sabía a sus jugos. Su mano, que creí inexperta, trazó lentos círculos sobre la carne enrojecida. Lo estaba disfrutando. Tuve que renunciar a su expresión en favor del ano, que se abría y se cerraba como un ruego. Me chupé un dedo y se lo introduje poco a poco. Alcé la vista y sus senos, que se veían enormes, me negaron su rostro. Le metí el índice y el dedo medio y los giré en su interior. Oí un resuello, la inequívoca traducción de su deseo. Como pude me hinqué ante ella y me escupí la mano para restregarme la verga enhiesta. La cabeza, hinchada de violenta sangre, la trascendió. Ella se retrajo un poco: le había dolido. Fue apenas un quejido, pues un instante después gimió al sentir que la dureza ya la había penetrado por completo. Sujetándola por los tobillos, le bombeé el culo, al tiempo que ella misma se introducía la incesante maquinaria en el coño. Entonces nuestros ojos, creo que por primera vez aquella tarde, se encontraron, ya sin máscaras, ya sin ese incierto pudor que provoca el no saber si los cuerpos lograrán pertenecerse. Míralo así: el hambre de sexo, más que una pulsión, más que un simple deseo, es el ansia por hallarse a sí mismo en el deseo del otro. No se ama: se codicia. Lo que el otro es; lo que el otro puede ser dentro de nosotros mismos. Algunos lo llaman amor; nada sino el oscuro, soterrado deseo de sentir en el otro el placer que uno mismo es capaz de prodigarle.
Ya todo eso nos había rebasado cuando volvimos a besarnos bajo los calientes lengüetazos de la ducha. Ocultos entre las risas y el vapor, analizamos nuestros cuerpos. Con la mano enjabonada me tomó el pene, aún no del todo lánguido, para acariciarlo, para estudiar su consistencia, para entender, tal vez, lo que ella misma le había hecho sentir. Y yo me quedé quieto, pues acaso esa callada inmovilidad era la única manera de asentir a su reconocimiento.
Lo demás ya es una simple costumbre de los días.