miércoles, mayo 31, 2006

Donde el sueño te derrota

Más sobre Griselda:

A ella la conocí por allá del 92. Mala época para ser del equipo perdedor: luego de que nos expulsaron del colegio por razones que ya he relatado, le perdí la pista. Creí que para siempre. Durante un año o algo así, estuve solo. Si alguna vez te has convertido en un triste perro vagabundo que pasa largos periodos olfateando culos que lo rechazan, reconocerás mi infierno. Un hombre solo es como el negro del mundo: la gente se cambia de acera cuando te ven venir, las mujeres te ignoran como a un proxeneta, los amigos te tachan de homosexual, el mundo entero finge que no te ha parido. Pero, una vez que conoces a alguien, no importa qué tan pasajero sea el encuentro, la invisibilidad se te escurre y cada mirada femenina se torna promesa, confesión, enigma. Y dejas de ser un paria.
Apenas Griselda dejaba de doler, cuando apareció Karina. Ella era una chica de sonrisa tierna y feminidad casi insufrible. Tenía 18 años y unos senos como de 36 (hablo de tallas). Mis manos ya me habían dicho que usaba unos calzoncitos tibios y deliciosos, pero ese conocimiento no bastaba. Una tarde quise verlos y la llevé a un hotel. La desvestí a la luz de la ventana y le lamí el culo mientras ella fingía mirar las cosas de la calle. Aquello le gustaba. Me saqué la verga y la apreté entre sus nalgas, mientras le sobaba el enorme secreto de sus senos con ánimos de revelación. Finalmente la llevé a la cama y la obligué a chuparme largo rato. No era virgen, pero a mi imaginación le apetecía jugar un poco al machismo. Una vez que su coño estuvo húmedo, la hice que me montara y comencé a penetrarla poco a poco para disfrutar ese breve instante en el que la expresión de una mujer te va develando la aceptación del placer que tu carne le regala. Pero, no obstante que las sombras me negaban un poco esa imagen, el asombro me otorgó uno de los momentos más extraños de mi vida: apenas la cabeza del miembro había trascendido el umbral de su vagina, el rostro de Karina se descompuso en el gesto del mártir.
-Perdón -le dije entre balbuceos-. Tal vez no sea la mejor posición.
La tendí de espaldas en la cama y me pasé sus piernas alrededor del cuello. Me escupí la mano y me bañé la verga de saliva; la froté un poco contra sus labios vaginales y empujé, suave, muy suavemente... Y esta vez ella gritó.
-¿Pasa algo? -la interrogué, en verdad confundido.
-Nada, nada -dijo, a medio camino entre el delirio y el sufrimiento.
Lo intenté de nuevo, esta vez abriéndole el coño con los dedos índice y pulgar de una mano. Tampoco funcionó. Como una rara sierpe, Karina se arrastró sobre la cama para alimentar una odiosa distancia.
Y empezó a llorar.
-¡Soy yo, soy yo! -decía entre sollozos. O eso creí entender.
Me tendí a su lado. Traté de acariciarla, pero me rechazó débilmente.
-No te angusties -la tranquilicé-, no pasa nada...
-Claro que pasa -dijo ella-, ¿no ves que soy estrecha? ¿No te das cuenta de que no puedo tener relaciones?
-¿Qué dices?
-Lo que oíste: mi vagina es muy estrecha. Me duele horrible cuando me penetran. ¡No puedo coger!
Durante varios minutos estuvimos así, en silencio, uno al lado del otro, sin nada más que una enorme duda, retorcida y ufana entre los dos.
Me estiré para tomar los cigarrillos. Encendí dos. Le entregué uno a ella, pero se le murió entre los dedos.
-¿Hay algo que pueda hacer? -me atreví por fin a hablar-. ¿No crees que sea cosa de lubricación? Tal vez me precipité...
Entonces me contó el asunto de su vagina estrecha. Los avatares con su ex, quien, para colmo, tenía una verga descomunal. Una sola vez alcanzó a penetrarla, apenas un par de centímetros, y ella sangró como si la hubiesen apuñalado. Fue una pérdida lamentable. La de su himen. Aquella vez sólo hubo dolor y frustración. Luego, días más tarde, volvieron a intentarlo. Entonces su vagina se contrajo de tal manera que ni la punta logró introducirse. Era menor de edad. Tenía miedo de ir al médico. Y vergüenza. Pero el ex tenía ganas y, en principio, se conformó con una chupada y un desalentador frote de clítoris. Luego quiso penetrarla por el ano. Un par de centímetros y varios litros de saliva después, tuvo que desistir del intento. Por supuesto, el tipo perdió el interés. Karina le contó a una amiga y ésta la remitió a cierto artículo publicado en una revista de chismes adolescentes. Vagina estrecha. El nombre médico era impronunciable. Ni siquiera trató de retenerlo. Tampoco al novio. Y aquí estaba. Apenas un día antes estaba convencida (como sólo puede convencerse de que sueña un condenado con la soga al cuello) de que su problema se reducía al tamaño del miembro. Pero incluso el mío, que apenas rebasaba el promedio, se ajustaba a la perfección al dolor que ya era un hábito de sus días.
Apagué el cigarrillo y le eché un vistazo. Si hubiera tenido una lámpara al alcance, como Henry Miller, habría podido escribir un capítulo completo del Trópico de Cáncer. Pero esto era la vida real, y la vida real no admite ensoñaciones literarias. Aquella era una vagina hermosa, pequeña como un capullo, rosada como una bailarina de Degas... e idéntica a todas las vaginas que había visto.
-No sé del asunto -le comenté mientras nos vestíamos-, pero prometo que voy a averiguarlo y te daré una cogida que te voy a dejar patisamba de por vida.
Nunca lo hice. Mi palabra es de hierro, pero incluso un caballero se merece unos minutos de compensación, y yo no los tuve. Una mujer, la vagina de una mujer, es siempre una promesa, un algo que ocurre a partir de nosotros o a pesar de nosotros; un deseo que permanece entre los hombres, que arranca máscaras o deviene anonimato; una sensación, nada más. El coño de Karina era, pues, esas ganas, ese drama irresuelto, que una tarde se concretó como una nueva promesa en la voz de Griselda, que luego de dos años había regresado del Canadá y deseaba verme, saber si recordaba en dónde nos habíamos quedado, descubrir si nuestra carne era real o si el tiempo nos había reducido a una ficción.
-Haré una fiesta. Y quiero que vayas.
-No sé si pueda -le aclaré-. Yo tampoco estoy muy convencido de que nos hayan contado la misma versión del mundo en todo este tiempo.
Griselda guardó silencio. Un minuto. Lo conté. En serio. Luego, su voz infantil, de alguna manera apagada, me hizo una rara confesión:
-Tal vez esté enamorada de ti.
-Griselda -le respondí en tono dramático, que a veces se me da-: ni tú ni yo hemos aprendido a leer las señales del mundo. Esa distancia nació de la tragedia. No sé si debamos persistir en la insensatez.
Ella amaba esos juegos verbales. Hacer del camp una costumbre, solazarnos en ello como un par de cerdos en su propia mierda, era algo que le había dado sentido a nuestra breve relación. Y allí estaba otra vez. Acaso era verdad, acaso nuestros nombres le funcionaban a la existencia como uno solo. Y no había otra manera de comprobarlo que estar de nuevo frente a ella, descubrir si el mecanismo del deseo volvía a operar en nuestros cuerpos.
Etcétera.
Pero a alguien en algún lugar no le había gustado el guión.

La fiesta tuvo lugar en un antiguo edificio de departamentos muy cerca del centro de la ciudad. Calzada de Tlalpan, San Antonio Abad, nombres que a un extranjero pueden sonarle como un laberinto, pero que a un mexicano de la capital lo remiten de inmediato a hoteles de paso, a comercios que se cierran para abrirle la puerta al paisaje crudo y fantasmal de cualquier urbe latinoamericana de calles grasientas y sordidez sin glamour. Pulsé el timbre del 703 y una voz sin sexo me pidió la contraseña. Se oyeron un par de risas. Luego, el portón se destrabó.
Ya un hombre me esperaba al salir del elevador. Me condujo por un pasillo solitario, en medio de rumores de televisores encendidos y llantos de infantes.
-No soy el comité de bienvenida -dijo mi acompañante sin molestarse en volver la vista-. Si te fijas, pocas puertas tienen número.
Era verdad.
Al fondo del corredor, un rockcito inofensivo se escapaba por la rendija de la puerta entreabierta.
-Pásate -me dijo, extendiendo el brazo que sostenía un cigarrillo con la elegancia de un torero extinto.
Era un departamento amplio y vacío, de paredes rasgadas y grupitos dispersos en todos los rincones. Griselda ensayaba un baile insípido en brazos del hombre apropiado. Sonrió al verme. Se soltó de aquel abrazo y corrió a mi encuentro.
-Has adelgazado -observó.
-Yo no podría decir lo mismo -respondí. Y no mentía: la costumbre del suéter abultado seguía en ella.
Me dejó un momento para traerme una bebida. El lugar apestaba a marihuana y sudor disimulado por las fragancias de moda.
-No te voy a presentar a nadie -me dijo Griselda al tiempo que me entregaba una cerveza-. De todos modos, muchos ya no saben ni cómo se llaman.
Tenía razón: los carrujos pasaban de boca en boca como una noticia funesta. Hombres y mujeres exhibían la mirada ensangrentada de la intoxicación. Griselda sonrió al ver que lo sabía y me preguntó si quería un toque. Negué con un gesto y bebí un largo trago.
-Aquella vez en mi casa estuvimos a punto de hacerlo -dijo.
Sentí un raro placer al descubrir que no lo había olvidado.
-Lo sé -le respondí-. Durante mucho tiempo me pregunté si no fue mejor así. De haber ocurrido, nuestro misterio se habría esfumado.
Griselda me abrazó, hundiendo su mejilla en mi pecho.
-Yo lo hice un par de veces -me dijo muy quedo-. En tu honor.
-Malas nuevas para los canadienses...
-Ni tanto: a uno de ellos se lo dije. “Cógeme bien fuerte, que me estoy imaginando a otra persona y no quiero que me decepcione”.
Solté una carcajada.
-¡Te pasaste de lista!
-Pues sí, pero gracias a eso sé que coges bien rico.
Alguien puso a New Order, pero la elección no entusiasmó a nadie.
-Hay algo que no checa -insistió Griselda. En su aliento había algo más que alcohol y coca cola-. ¿Por qué si eres beige, tienes el pito negro?
Esta vez fue ella quien se soltó a reír.
-Porque durante mucho tiempo estuve solo, y era el negro del mundo.
Ya estábamos asomados a la ventana de la sala, que daba a un callejón desierto.
Encendí un cigarrillo. De tabaco.
-Fuiste un verso de Borges -le dije, repasando la línea invisible que partía en dos su espalda-: “Me duele una mujer en todo el cuerpo”.
-O sea que me extrañaste.
-Fuiste también un vacío, una quimera.
-Tú eras un retrato. Lo dibujé el día anterior a mi viaje. Lo tuve en la cabeza durante mucho tiempo. Quería llevarte conmigo. Lo hubiera hecho. Pero no me llamaste.
-Tú tampoco lo hiciste.
-Te escribí una carta. Esperaba que la adivinaras.
Se alzó el suéter. La traía escondida en la orilla de los mallones tornasol.
-Nunca sabrás lo que dice en ella. Sólo quería que supieras que no te estoy engañando.
-Luego fuiste una mentira.
El carrujo de marihuana llegó a sus manos. Ella le dio una larga chupada y casi lo agotó. Me lo extendió con un gesto invitante. Pero volví a rechazarlo y fui fiel a la cerveza.
Nos quedamos en silencio, moldeando a nuestro antojo las sombras del callejón.
-Me enamoré de ti una tarde sin lluvia -susurró Griselda, casi para sí misma-. Luego tuve que romper contigo porque no hacías más que esto que estás haciendo ahora.
-Callar para saber si había un fondo en el vacío.
Entonces me miró con una mezcla de desprecio y vanidad.
-Tus labios no se parecen a mi recuerdo.
-Los tuyos si se parecen a mi imaginación.
No nos besamos. Porque nunca hicimos lo que al mundo le complacía. Uno de los amigos sin nombre se nos acercó y le dijo a Griselda algo que no entendí. Ella me acarició el pecho como una señal de que aguardara y fue con una de las mujeres que se hallaban sentadas en la duela en torno a una botella. Intercambió con ella algunos gestos y luego regresó.
-Ya se acabó el alcohol. Me ofrecí a ir por más. ¿Me acompañas?
Al igual que la tarde en que se enamoró de mí, tampoco llovía. Griselda me tomó de la mano en cuanto el portón automático cerró y me guió hacia el sur. Los autos pasaban velozmente, dibujando por instantes nuestras siluetas en las bardas heridas de grafitti. En silencio alcanzamos la esquina, y Griselda, confundida o alterada por la droga, tardó un momento en decidir. Finalmente, me obligó a continuar.
-Hay que pasar al otro lado.
Calzada de Tlalpan, o San Antonio Abad, o como quiera que se llame esa horrenda avenida, es una larga cicatriz que parte en dos la ciudad. Sobre su espina dorsal corre una línea del Metro. Sólo hay retorno cuando viajas en auto. A pie, la única manera de cruzarla es a través de ciertos oscuros pasajes subterráneos que huelen a orines y a muerte. De día, algunos comercios de comida y baratijas les iluminan las entrañas. La noche los consagra a la sucia fantasmagoría de la mendicidad y los demonios elementales. No tuvimos más remedio que recorrer uno de ellos. A la mitad del camino, Griselda se alzó de puntas para buscarme la boca, que no cedió al momento, pues una sombra a lo lejos se incomodó al sentirnos.
-Hay alguien -le dije. Pero no me escuchó.
Sus labios me succionaron la lengua y una mano surgida de la oscuridad se reconoció en mi verga.
Yo, por mi parte, le acaricié las nalgas. Luego le metí la mano bajo la ropa y palpé la ausencia del vello púbico, la orilla de una segunda boca, también húmeda. Me hinqué en el suelo pegosteoso y le bajé los mallones de un tirón. Mi lengua y mi imaginación jugaron al capricho de adivinar las formas de la carne, pero el ácido sabor de aquellos jugos era una realidad.
-Quiero cogerte -le dije-. Aquí mismo.
Griselda jadeó profusamente y luego murmuró algunas palabras inciertas con una voz que no le pertenecía. Miró con unos ojos que no le pertenecían. Se dejó ver a la distancia, como una silueta a medias, una forma inquieta, disimulada apenas por la penumbra.
Tuve que vestirla de nuevo, y ella, anegados los ojos por una ensoñación artificial, me preguntó por qué.
-Hay alguien allá -le señalé con la mirada-. Nos está viendo.
-Chúpame -me rogó, ignorando mi angustia.
No se daba cuenta de nada que no fuera el rigor de la sangre agolpada en su sexo.
Me incorporé y la obligué a desandar el camino.
-¿Me vas a coger? ¿Me vas a coger bien rico? -decía, negándose a avanzar.
-Griselda, despierta, tenemos que regresar.
No sé si fue mi voz lo que ella escuchó en aquella ocasión. Yo podría decir, sin temor a equivocarme, que más allá del sueño existe un territorio a donde van a parar las cosas que alguna vez creyeron en su propia realidad. Esta imagen, por ejemplo. Las siluetas que en silencio, acosadas, en medio de las sombras, cancelan la ficción y se abren de pronto a la noche como un par de ojos que dudan un instante y al final terminan por resignarse al entorno: una habitación cerrada, los números en rojo que iluminan tenuemente el rincón, las cruces que las farolas de la calle dibujan sobre la cama revuelta en donde Griselda acepta despertar.
Un sueño. Sólo eso.

Mañana, tal vez, lo habrá olvidado.

sábado, mayo 27, 2006

El otro


Una vez que entiendes cómo funciona el odio, tu enemigo se vuelve más pequeño. Lo supe una tarde mientras daba un paseo a solas por la orilla del Parque México. Estela había sido reclutada para apoyar las tareas de organización de cierta convención relacionada con la empresa. Hacía apenas unos minutos que me había llamado, pero colgamos casi enseguida porque la comunicación se hacía difícil: estaba en Acapulco y no había manera de que volviera sino hasta el lunes siguiente. Apenas era martes y los días, de hecho, las horas de comida empezaban ya a tener la consistencia de un desierto inexplorado. No tenía hambre y había decidido buscar la sombra de los árboles para reflexionar. Sobre nada en particular. Caminaba hacia el pequeño lago artificial, bueno, hacia el pozo que alguna vez fue un lago, cuando un hombre me abordó. Vestía como un colegial: una sencilla playera estampada, unos jeans, una mochila a la espalda. Pero no era un muchacho. Me cuesta trabajo calcular la edad de la gente, pero aquel hombre debía tener entre 35 y 40 años. Con su rostro enjuto, malhumorado, como de quien ha pasado demasiado tiempo entre gente que aborrece, me enfrentó. Por la profundidad de su mirada, supe que estudiaba mi reacción. Pero en mi expresión no había nada sino confusión. Una callada, tenue sorpresa.
-¿Tú eres...? -y aquí dijo mi nombre.
Dudé si asentir. Pero entonces entendí que no era una pregunta lo que su cansada voz había formulado, sino una afirmación. Lo miré en silencio, buscando en sus ojos las señales del alcohol o de la droga. Pero no las hallé. En cambio, el otro bajó por un momento la vista, y al buscarme nuevamente el rostro, ya tenía preparado el discurso. Lo había ensayado, había repasado cada línea hasta el cansancio. La memoria no iba a traicionarlo. No esa vez.
-Conozco a Estela -me dijo.
Hay lazos invisibles que nos unen con los otros. El taxi que abordaste ayer por la tarde, la chamarra que nunca te ajustó en el probador, la imagen del sol sugerido entre las nubes: instantes que alguien más también supo, huellas que has pisado, ideas ajenas que de pronto parecen buscar acomodo en tu cabeza. El nombre de la mujer que creía amar, que pensaba mía, era uno de esos lazos, y ya no era necesario seguir tirando para ver quién estaba al otro extremo.
-La conozco -siguió diciendo el hombre-, y ella sabe que me pertenece.
Estábamos justo en el centro del parque, detenidos sobre el camino de grava, y el hombre miró discretamente el derredor, como si supiera que al fin el anonimato se le estaba escurriendo del cuerpo y quisiera aprovechar esos últimos instantes.
-Y sé también quién eres tú.
Esa sentencia final no era necesaria. El asunto estaba claro: uno de los dos había estado jugando en patio ajeno y el recreo había concluido. Ahora sólo faltaba saber quién de los dos le pertenecía al mundo bizarro.
Pensé en aquellas películas del lejano oeste: el viento que levanta la tierra en un pequeño terreno solitario, los rostros detrás de las ventanas, el miedo y la curiosidad tomados de la mano, y en el centro del tenso escenario, dos pistoleros enfrentados en el duelo final. Ridículo. Pero real. Y lo peor era que el otro ya había desenfundado.
-Quiero que la dejes. Quiero que te olvides de ella para siempre. Es a mí a quien ama.
Algo había de definitivo en sus palabras. No entiendo cómo, pero lo supe en seguida: sus ausencias sorpresivas los fines de semana, el teléfono de la oficina que timbraba sin que ella se atreviera a contestarlo, esas pausas súbitas que de pronto se transformaban en abismos cada vez que pensaba llamarme por mi nombre. Todo eso se resolvió en un instante, justo como ocurre en las novelas baratas. Que sólo disfrazan la existencia.
Si algo había más allá de aquel absurdo, había llegado el momento de averiguarlo.
-¿Por qué debo creerte? -le pregunté. Y el temblor en mi voz fue evidente.
-Porque vamos a casarnos -dijo el otro.
Uno de los rasgos principales de quien se torna infiel es que se lleva la guardia siempre en alto. Nada, ni un sólo detalle debe parecer ambiguo, si no quieres que el teatro se derrumbe como la casa de los tres cerditos. Por el contrario, uno de los errores más graves que pueden cometerse es alzar la guardia hacia el lado equivocado. Hacía ya dos años que practicaba una serie de breves rituales que me permitían mantener aquella relación lejos del alcance de mi esposa: la búsqueda del mínimo rastro en la camisa, el celular en modo silencioso, el escudriñar el entorno para prevenir encuentros fatales. Pero jamás, en todo ese tiempo, se me ocurrió siquiera que Estela pudiera ser un espejo de mi infamia.
Durante los siguientes minutos, el hombre me contó mi propia historia. Es extraño descubrir cómo la infidelidad se parece tanto a una película pornográfica: si viste una, ya viste todas. Sólo cambian los rostros, sólo varían los escenarios, pero los diálogos, las situaciones, los encuentros y desencuentros son siempre los mismos. ¡Demonios, qué falta de imaginación! Me vi forzado a interrumpirlo a la mitad del relato: conocía el resto de la historia y ninguno de los dos teníamos la necesidad de seguirnos recordando que le pertenecíamos al dominio público. Así que lo atajé con un gesto y le pedí callar.
-Todo eso de lo que hablas -le dije-, es algo que conozco, algo que yo mismo he vivido. Sé lo que sientes, sé incluso lo que piensas de mí en este momento. Sé que te has sentido engañado, traicionado. Pero hay algo que nos hace diferentes: tú lo sabías. Excepto por eso, ambos somos los dueños del mundo.
-Te equivocas -repuso, levemente encolerizado-: si tú has tenido a Estela todo este tiempo, es porque yo lo he permitido.
Aquella confesión cambió el rumbo de las cosas. De pronto ya no éramos yo y mi circunstancia, sino una caricatura de lo que solía ser mi vida en medio de un escenario que otro, a la distancia, me había deparado. ¿Quién dice que Dios no existe? ¿Quién puede negar que el advenimiento ya tuvo lugar y que el mismísimo creador se pasea entre nosotros? Yo lo estaba viendo en ese momento. Lo tenía delante de mí, pero la humanidad tendrá que perdonarme: todas las preguntas al porqué de la existencia se quedaron atoradas para siempre en mi garganta.
-Lo descubrí hace tiempo -dijo el hombre, y su expresión se transmutó en pesar-. Quiso negarlo, pero al final tuvo que contarme todo. -Y los tres sabíamos cuántas cosas cabían en esa sola palabra. -Le pedí que terminara con eso, y ella aceptó, pero me rogó que la esperara, pues, según ella, vivir esa farsa junto a ti es algo que necesita. Y yo la amo.
“Esa farsa junto a mí”. ¡Vaya, ni siquiera “esa farsa conmigo”! Aquello me dolió profundamente, pero ocurrió tan rápido, que no hubo tiempo para auto conmiseraciones.
-¿Cómo sabes que no es a ti a quién está mintiendo? -me defendí.
-Lo sé -dijo simplemente.
Su respuesta fue tan contundente, que me sentí derrotado. En un acto reflejo, me palpé los bolsillos en busca de los Camel. No los hallé. Como si el saber lo que pasaba por la mente de ambos no fuera sólo una metáfora, el otro me extendió sus cigarrillos.
Encendí el mío. Exhalé el humo y lo miré directamente a los ojos. Estaba diciendo la verdad. De qué otra forma puede comprenderse que estuviera allí, delante de mí, con el pecho abierto y el corazón en la mano como un Cristo en el desierto.
No soporté más. La imagen de Estela, con toda su belleza y esa sonrisa que estúpidamente siempre asumí como ingenua, se había roto. Y no me sentía siquiera en condiciones de pisotear sus restos. No por orgullo, sino por un creciente, súbito hartazgo.
Al ver nuestros silencios, ambos supimos que no había más que decir. Bueno, sí: a veces la retirada digna exige hacer uso de la retórica, por más fútil que ésta sea:
-Voy a hablar con Estela -balbuceé-. Voy a hablar con ella en cuanto vuelva. Y si todo lo que has dicho es verdad, las cosas entre nosotros habrán terminado. De eso puedes estar seguro.
-Tú eres quien debe convencerse de ello -me respondió.
No quería que me fuera sin llevarme un último recuerdo.

Llamé a la oficina con no sé qué pretexto y pasé el resto de la tarde delante de una taza de café. Intacta. Puse el celular sobre la mesa, pero ni él ni yo nos atrevimos a nada más que contemplar nuestra miseria. Durante aquellas horas, me dediqué a recrear la posible escena del hallazgo: Estela habría salido temprano de la oficina, habría tenido que esperarme en la esquina del mini super. El hombre que representaba mi papel en esa sucia trama debió aparecer unos minutos después. Ella sabe que entre nosotros no debe existir nada más allá del contacto visual cuando nos hallamos en el entorno del trabajo, pero aquella noche debió sentirse especialmente cariñosa. Tal vez se ocultó detrás del puesto de periódicos, acaso me sorprendió al pasar. Creo que me abrazó. Su cuerpo, tan habituado al mío, se dejó acariciar. Entonces sus labios me buscaron. Alerta, me alejé un poco para hacerle saber que aquello estaba mal. Pero ella insistió: su lengua me humedeció los labios, en su gesto había diversión. ¿En dónde estaría el otro mientras aquel escarceo tenía lugar? Espiaba, con toda seguridad, desde el otro lado de la avenida. Sus puños deben haberse cerrado, pero él no lo supo hasta que las uñas le hirieron las palmas. El semáforo cambió de verde a rojo, justo como su gesto, que no se decidía por el asco o por la vergüenza. La vergüenza de sí mismo. Podía cruzar en ese instante y sorprendernos. Podía haber ido a nuestro encuentro y hacer que la sangre, acaso su propia sangre, que hervía, se asomara con violencia a la noche de la ciudad de México. Pero entonces los autos reanudaron su andar, al igual que aquella pareja, que en segundos buscó el refugio de un taxi. Un hombre que yo no sabía, el mismo que en ese momento empezaba a acostumbrarse al odio, un odio que ahora tenía rostro, mi propio rostro.
Cosas del odio, pensé mientras planeaba mil maneras retorcidas de confiarle el mío a Estela. Pero sabía perfectamente que nada de eso sería necesario: bastaría con una mirada y un simple adiós para que ella comprendiera lo cerca que habíamos estado de creer en esa mentira.
Sólo una mirada, desnuda de todo sentimiento. Eso tenía que bastar.

Ya el otro había agotado todo el rencor que nos correspondía.

El ojo ajeno (II)


Sólo una mujer sabe que el deseo no le nace del cuerpo, sino de la línea invisible que desaparece cuando ese cuerpo despierta el deseo en la mirada de otro.

O de otra.

Para Estela no había otra realidad que la desnudez de Lena, recortada suavemente contra el ventanal del cuarto de hotel. Se volvió de pronto hacia mí. En su mirada había confusión, pero sobre todo preguntas, muchas preguntas. Y en la mía, una sola respuesta: la mujer desnuda que aguardaba en el rincón.
Una de aquellas interrogantes pretendió formularse en sus labios, pero al final se acobardó. El hueco que dejó atrás esa duda se quedó en la boca de Estela unos segundos, que yo aproveché para arrebatarle delicadamente el bolso de mano y la gabardina, que colgué en el perchero junto a la puerta.
-Estela, ella es Lena -las presenté-. Y viceversa.
-Hola, Estela -saludó la otra, cruzando las piernas sobre la silla que tenía frente a sí. El cuerpo que yo había conocido días atrás enfundado en ropa barata se desplegó como un muestrario de joyería reluciente y llamativa.
Era un cuerpo hermoso.
Estela sacudió un poco la cabeza, en parte para corresponder al saludo y en parte también en un intento por recobrar el dominio de sí misma.
-¿Qué pasa? -se animó por fin a preguntar. Y yo sabía que eran pocas las palabras que se atreverían a salir para echar un vistazo a todo aquello.
-Nada -le dije, tomándola del brazo y conduciéndola hacia donde Lena estaba. Era la única oportunidad que tenía para aprovechar los últimos restos de confusión que nos quedaban-. No tengas miedo, es sólo un juego. Un capricho.
Lena sonrió. Coqueta y divertida al mismo tiempo. Se pasó una mano entre los senos, fingiendo distracción, mientras que la otra la ocupaba en acariciarse un muslo. Un largo, bronceado muslo.
-¿Cómo que un juego? -insistió Estela-. No te entiendo.
-Cálmate -le dije, abrazándola un poco-. ¿Recuerdas nuestra plática de la otra tarde? ¿Sobre el asunto de verte hacerlo con otro? Tú aceptaste porque sabías que no tenías otra opción. Pero luego entendí lo que decías, que de nada serviría tu juramento de exclusividad si dejabas que un hombre te tocara, por más que yo te lo estuviera pidiendo. Bueno, pues esta noche ningún hombre que no sea yo te tocará, y habrás cumplido tu promesa.
Creo haber sido lo suficientemente claro.
Estela, en instantes, analizó la situación.
-¿Tú quieres que yo lo haga... con ella?
Asentí. La otra volvió a sonreír.
Sentí cómo Estela se soltaba ligeramente de mi abrazo, como si al dar un paso hacia el costado pudiera huir de aquella situación. La tomé por la cintura y la atraje de nuevo hacia mí.
-Ya dije que no debes tener miedo -la tranquilicé-. Ni ella ni tú harán nada que no desees.
-¿Puedo hablar un momento contigo? -me susurró, jugándose su última carta.
-No -le dije-. No puedes.
Y la llevé hacia la cama.

Una mujer es su cuerpo, y Estela sabía que el suyo era inquietante a la mirada de otros. Ese placer antiguo era casi un instinto, un hábito de sus sentidos, y habría sabido dominarlo como en otras ocasiones si no fuera porque eran mis manos las que lo acariciaban mientras la desvestía, al tiempo que los ojos de Lena le estudiaban las formas, el color, el agitado batir de su pecho.

Una mujer es su cuerpo, decía, y ese cuerpo sólo existe cuando el tacto de unas manos ajenas le dan sentido. Lo que el hombre ignora es que ingresa derrotado en territorio femenino, porque al iniciar ese juego está aceptando su renuncia en favor del placer del que ese cuerpo se alimenta. Pero cuando una mujer vacía su tacto en el cuerpo de su semejante, las cosas cambian: ya no hay renuncia, sino equidad; no hay abandono, sino entrega. Las manos, al contrario de lo que suele ocurrir en el hombre, no vacilan, pues conocen el camino que sus propios rincones les han mostrado. Las pieles comulgan. No hay aprendizaje ni enseñanza. Una mujer que toca a otra, que reconoce en sus reacciones las raíces del placer que también le corresponde, únicamente ha echado a andar la suave maquinaria que sólo se detendrá cuando ambos cuerpos hayan nutrido de nuevo la experiencia que tienen de su propia belleza.

Seguro quieres saber lo que ocurrió aquella noche. Te diría que interrogaras a tu imaginación, pero no compartir contigo parte de mi placer sería algo injusto. Para todos. Para Lena, que se comportó a la altura de su cuerpo; para Estela, que comprendió que una promesa es hierro y soledad; para mí, que por momentos me sentí rebasado por las formas que adopta el placer femenino cuando se arranca la máscara del prejuicio. Incluso para ti, que has arriesgado el anonimato para robarle al mundo un par de imágenes que ya no podrá negarte jamás.
Estela, creo que lo sabes, tiene un cuerpo delgado. Por eso, la tensión en ella es inocultable. Pero llegó un momento en que dejó de luchar. No hubo forcejeo ni cosa parecida; en el fondo, he llegado a sospechar que su resistencia era fingida. Sea como sea, una vez que estuvo desnuda, me abrazó. Muy fuerte. Como si quisiera darme una última oportunidad de recapacitar. Inútil intento: la obligué a tenderse de espaldas y estiré una mano para llamar a Lena, que nos había estado observando, sentada en la orilla de la cama. Tomé esa mano que nunca había tocado y la puse sobre el muslo de Estela, quien, al sentir esa rara profanación, cerró los ojos. Justo como hacen los niños cuando simulan desaparecer. Yo mismo conduje esa palma por el vientre ajeno, la obligué a palpar el nacimiento de los senos, la hice descender y rozar apenas el vello del pubis, quieto como el silencio. Entonces la solté. Los dedos, ya sin guía, siguieron su recorrido, nuevamente por los muslos, por las rodillas, por el empeine de unos pies cuya belleza, me parece, los merecía.
Comencé a desvestirme. Lena apoyó ambas manos a los lados de ese cuerpo tendido y extrañamente inmóvil, casi estatuado, y dejó que sus labios se reconocieran en él. Antes de que pudiera quitarme los bóxers, ya mi erección era insoportable. Las nalgas redondas y carnosas de esa mujer me miraban directamente a la entrepierna, como si el ojo de su culo hubiera descubierto apenas mi presencia y me retara a mantenerme a la distancia.
Las manos se entrelazaron. El sabor del cuello de Estela dejó de ser un secreto que aquella lengua aguardaba. El lóbulo de su oreja derecha, tan delicado, cedió a la suave presión de los incisivos y un gemido canceló para siempre el incómodo silencio que ya había empezado a madurar entre nosotros. No sin sorpresa atestigüé el momento justo en el que la mano de Estela tocó la piel de un hombro que sus ojos se negaban a aceptar. En instantes, sus dedos ya habían hecho suyo ese territorio y lo asumían. Lena aprovechó ese instante para buscarle la boca. Detenido a la orilla de la cama, no supe si sus labios ofrecieron resistencia, pues el cabello de Lena me lo impedía. Fui hasta el otro lado y me puse de rodillas sobre la cama. El cuerpo de Lena era un imán. Le acaricié la espalda y, frenético, introduje un dedo en la ranura entre sus nalgas. Pero ella, excepto por un primer momento de sorpresa, ni se inmutó: su lengua trabajaba el húmedo interior de la boca de Estela y aquello absorbía sus sentidos. Me arrastré un poco hasta tener esas nalgas a modo y las separé con ambas manos para meterle la lengua en el culo, que tenía un ligero aroma ácido. Una mano, la de Estela, que por un momento creí ajena a mí, me apresó el miembro y jugó a masturbarlo un poco. Nunca había sentido algo así. Por si no lo has intentado, es exactamente igual a los sueños de adolescencia, cuando la mente urde una ficción en la que le haces el amor a una compañera del colegio mientras tu cuerpo experimenta sensaciones que sabes que no provienen de ella, sino de la experiencia que se ha ido acumulando en tu cerebro a lo largo de cientos de generaciones. La mano de una te agita la verga como si quisiera arrancártela, mientras, a la vez, tu lengua le responde a otra restregándole el ano hasta casi hacerlo sangrar. Y esa otra, que no te ignora, le devuelve la intensidad de tu deseo a la primera como si pretendiera confesarle el placer que tú mismo le has confiado. Es confuso. Pero es lo que menos importa en ese momento.
En segundos, Lena empezó a gemir. Le había metido dos dedos hasta el fondo del coño y sus labios rompieron el contacto con la boca de Estela para decirme, en el lenguaje gutural del sexo, que aquello le estaba gustando.
-Sigue con ella -le pedí, al ver que su cuerpo se estaba abandonando a lo que yo le hacía.
Estela aprovechó ese instante para incorporarse un poco y observarme. Creí que el verme hurgar en la vagina de otra le causaría enojo, pero entonces encontré que la curiosidad por tener esa imagen de mí se estaba saciando, que aquello la excitaba, que el descubrir mis ansias por morder la carne de esas nalgas le encendía el deseo. Entonces se procuró uno de los senos que se mecían frente a su boca y chupó el pezón con frenesí, sin quitarme ni un momento la vista de encima. Para Lena, aquello era demasiado, pero no suficiente. Con ágiles movimientos se tendió de espaldas y llamó a Estela con un gesto. Ella, al principio indecisa, esperó a que yo asintiera y se sentó sobre su boca. Lena se puso a chuparle el clítoris, mientras sus manos le estrujaban las nalgas. Yo hice lo mismo con su cuerpo: le pasé la lengua por los labios vaginales mientras le alzaba las caderas, oprimiendo esas nalgas que, por un momento, sentí que me amaban. Se oye ridículo, pero fue lo que sentí. Imagina las sensaciones que experimenté cuando esa mujer, luego de un rato, hizo que Estela recargara la espalda en la cabecera para seguir chupándole la concha mientras paraba el culo como una ofrenda.
Sí, la penetré. Y Estela me miraba. Alterné mis arremetidas entre el ano y la vagina, bufando como un toro enfebrecido. Y Estela me miraba. Le saqué la verga y me la oprimí con sus nalgas; luego volví a penetrarla mientras la abrazaba por la espalda para apretarle los senos. Y Estela dejó de mirarme, no por pudor, no por orgullo, sino porque el orgasmo, ardiente, ominoso, la obligó a cerrar los ojos.

Alguna vez vimos una escena parecida en una película que no recuerdo. Al terminar la función, abandonamos la sala en silencio. No sé quién de los dos comentó algo al respecto. Fue, si la memoria no juega conmigo, debido a que afuera, en el centro comercial, dos mujeres pasaron frente a nosotros tomadas de la mano.
-Es difícil prometer -parece que dijo Estela mientras dábamos un paseo mirando aparadores.
-A veces -creo que le respondí sin atreverme a adivinar lo que pasaba por su mente en ese momento-. Más bien me parece que es difícil prometer cuando no estás seguro de si amas a quien le ofreces una promesa.
Ya recuerdo: habíamos ido al cine durante nuestra hora de comida y, como siempre, se hacía tarde para volver a la oficina. Pero no hay reglas que sujeten a una mujer rodeada de marcas comerciales. Estela, que vestía una minifalda veraniega, quiso aprovechar el detalle de su atuendo para probarse unos zapatos. No pude negarme. No al ver a la encargada de la tienda, una rubia de senos voluptuosos y ese gesto melancólico del que mueren los hombres. Cuando la chica le llevó las zapatillas, Estela agradeció con un gesto y luego vio cómo yo le acariciaba con manos imaginarias esas tetas desbordantes.
La empleada nos dejó un momento para ir a atender a otro cliente. Una vez a solas, Estela me dedicó una mirada inquietante, traviesa, de alguna manera cómplice. Luego, simplemente me pidió que la ayudara a probarse el calzado, abriendo groseramente las piernas.

martes, mayo 23, 2006

La luz interior


Por alguna razón que ignoro, la gente que conozco siempre acaba por desmoronarse. Magda y su muerte prematura en ese accidente automovilístico; Natasha y el suicidio; Diana y el destierro de todo sentimiento. Supón si quieres que he sido yo el causante de cada una de esas tragedias personales; imagina que fui un sesgo definitivo en sus vidas, que de no haberme conocido, ellas seguirían con vida, ellas seguirían el decurso normal de la existencia. Yo alguna vez me pregunté si eso era cierto, si mi presencia era el imán de la desgracia. Hasta que apareció Carla. Y entendí que el mundo se pudre igual, conmigo o sin mí.

Carla era una sobreviviente de los 80, y como tal, amaba algunas cosas en desuso: los viniles, los cassettes Sony de metal y cierta música bailable de ritmo pasmoso, aunque de alguna manera sensual y sofisticada, que ella conocía como Italo. Debo reconocer que aquella música entraña una especie de belleza melancólica que puede absorberte, fanatizarte, enajenar tu voluntad. Incluso ahora que Carla ya no está conmigo, los discos que ella me regaló, y algunos otros que yo mismo fui adquiriendo entre sus amistades, tienen un sitio de honor en mi colección. Pero esta no es la historia de mis preferencias musicales, sino de Carla y de la forma como se fue hundiendo en sí misma hasta convertirse en una caricatura de lo que solía ser. Ya me explicaré. Mientras tanto, obsérvala (a ella le gustaba): se halla recargada en un rincón de la barra en un antro oscuro y caluroso, mientras que a su alrededor las siluetas se estremecen dibujadas contra la violencia entrecortada de los estrobos. No oye cuando le digo que es tarde, que las calles del derredor se vuelven peligrosas; sólo me ofrece un perfil sonriente y agota la sexta de las siete y ocho cervezas que se beberá esa noche, inclinando la cabeza hacia atrás con la exageración del histrión pero casi inmóvil en medio del alboroto.
-Carla -le insisto, pues he descubierto que no más de un hombre solitario la mira con el ansia del merodeador-, si quieres seguir bebiendo, podemos comprar cerveza en el camino.
Pero ella no me escucha. O finge no hacerlo.
Un láser de líneas verdes cruza el aire enrarecido y la multitud chilla con una emoción casi animal. Es difícil no sentirse animado por el juego de luces y el ritmo nostálgico que escupen los potentes altavoces. Pero Carla ya no parece notar la música: observa el vaso a medias (no vi a qué hora le volvieron a servir) e introduce el índice en la espuma para trazar alguna figura instantánea que un momento después se muere en su garganta.
Decidido, la tomo por un brazo y, sin poder evitar ser algo violento, la atraigo hacia mí.
-Carla -le digo en voz alta al oído-, son las dos de la madrugada. No me importa si quieres seguir bebiendo; compremos algo allá afuera y vayámonos ya.
Ella alza una mano e imita el movimiento de mis labios; luego se señala un oído mientras niega con un gesto. Y empieza a reír. No logro escucharla; sé que lo hace por la manera como se retuerce entre mis brazos. Sin soltarme, empieza a ensayar los ridículos pasos de un baile descompuesto. Poco a poco me va llevando hacia la pista y al rato estamos de nuevo a mitad del alboroto de sudores y codazos anónimos.
Iluminada por el azul rabioso de los reflectores, su cara parece emitir destellos de un éxtasis lujurioso, ensimismado. Por un momento no parezco ser yo quien la enfrenta, sino el espejo, la turbia máscara de su propia imagen reflejada en el aire. No entiendo cómo, pero ya su cuerpo, envuelto apenas por una delgada blusa de tirantes y la amplia falda, comienza a retorcerse, a girar, a deconstruirse en forma vertiginosa ante mis ojos. Sin apenas darme cuenta, la multitud ha formado un círculo a nuestro alrededor y las miradas de hombres y mujeres se ciernen sobre aquella figura de movimientos imposibles que semeja envolverse en la geometría pasajera que nace y muere por segundos a partir del ritmo incesante que surge de todos los rincones de la enorme galería. Finalmente desmadejada, merced al cansancio o al mareo que de alguna manera me parece adecuado, el cuerpo de Carla intima con el suelo pegajoso de alcoholes y sudores y se queda allí por un momento. Pero de nuevo recomienza: no es ya un baile lo que practica, sino las obscenas sacudidas de un acto sexual imaginario. Una marejada de gritos y silbidos se impone a la música: su espalda, como un gusano, ha comenzado a serpentear en el suelo mientras que sus manos retiran poco a poco la falda como el pesado telón que buscara revelar la suave curvatura de sus piernas. Entonces me doy cuenta de que yo tampoco he dejado de moverme, pero que he sido más bien como un absurdo títere mecido por manos inexpertas que finalmente se derrotan. Justo en el momento en que me quedo quieto, Carla ha subido la orilla de su falda más arriba de los muslos, y un guiño sorpresivo de su entrepierna envuelta por la breve pantaleta se hace evidente. Creo que ha llegado demasiado lejos. Fingiendo que soy partícipe del espectáculo, me le acerco y la jalo por un brazo para levantarla. Una nueva tanda de silbidos, esta vez de desaprobación, se deja escuchar. Sin embargo, Carla afloja el cuerpo y se deja conducir hacia una orilla.
-¿Qué es lo que intentas? ¿Iniciar una violación masiva?
Pero no responde. Se cuelga de mi cuello y se estremece, ya sin ritmo.
-Llévame al baño -me grita al oído.
Nos abrimos paso entre la gente, que nos mira pasar, reconociéndonos. La dejo a la entrada del baño de mujeres y me hospedo en un rincón oscuro, el único que parece mantenerse ajeno a la vorágine de luces cambiantes que no se detiene.
No es la primera vez que ocurre: Carla bebe en exceso durante un corto periodo y luego se deja llevar por el ambiente que nos rodea. La he visto llorar sin consuelo durante las reuniones de vino y charla y música menos rítmica; he sido testigo de cómo es capaz de sumergirse por horas en una piscina o en la orilla del mar en algunas excursiones y paseos de fin de semana; he tenido que sacarla a rastras de salones y apartamentos luego de que ha intentado defender a golpes y jaloneos alguna causa ajena. Le gustan los límites, me lo ha confesado. Pero sólo hasta el quinto o sexto alboroto he comprendido que no es una pose sino una actitud ante la vida. Es, pues, una de esas almas sin fronteras que pueden herir e insultar a la noche hasta hacerla sangrar. Cuando la conocí, amé ese desenfreno, el ansia de consciente abandono que era el rasgo primordial de su existencia. Sin embargo, esa noche, durante la espera, sentí que algo se había roto. Es posible que no la amara, que jamás hubiera llegado a hacerlo. Pero algo semejante al cariño me unía a ella, y eran esos lazos que el sentimiento había urdido entre nosotros los que habían empezado a desatarse, pues entonces me di cuenta de que estábamos tirando hacia lados opuestos, y el de ella iba a conducirla, irremediablemente, a la auto aniquilación.
En esa magia estaba -decía Borges- cuando noté que una meada no podía ser tan prolongada, por más cerveza que aloje la vejiga. Me acerqué a la puerta de los baños y dudé un momento, pero finalmente me dirigí a la encargada de cobrar la entrada para preguntarle si la había visto salir. La tipa me miró como si le hubiera hablado en hebreo y abrió sus manos en un gesto que podía significar que aquello no era una pasarela y que ella no era el jurado. Tenía razón. De cualquier manera, le extendí un billete y le pedí que echara un vistazo. Al salir, de nuevo apoyada en un gesto, me dio a entender que ahí adentro no había nadie con las características de Carla. No sé si enfurecido, contrariado o simplemente habituado, me puse a buscarla. Primero deambulé alrededor de las pistas de baile circulares que los mirones iban improvisando; luego intenté el despropósito de llamarla por teléfono. Finalmente, me dirigí a la escalinata que conducía a la cabina del DJ y le di un vistazo general al sitio. La hallé a varios metros de distancia. No bailaba; se movía, sí, pero como una serpiente que intentara seducir a un cazador, animando a un grupito mixto en el que predominaba la mirada masculina. Como pude, me abrí paso hasta ella. Algunos de los que la miraban se hicieron los desentendidos cuando me vieron llegar; otros siguieron en lo suyo, que era el show gratuito.
-No vuelvas a hacerlo -le grité, mientras exhibía una cálida sonrisa paternal.
-¿Hacer qué? -preguntó ella. Lo adiviné por el movimiento de sus labios.
-Largarte como si vinieras sola -repuse.
-Todos estamos solos -me gritó. Está vez sí la escuché.
Necesitaba algo más que palabras necias para encenderme, pero uno de los tipos abyectos le estaba mirando descaradamente los pezones dibujados en la blusa y aquello bastó.
-¿Solos? Querrás decir “sola”, porque yo me largo de aquí.
-Pero ya -contestó ella y se dio la media vuelta.
Caray, no soy un tipo violento, pero el ver ese desdén, haya sido o no auténtico, me hizo reaccionar como el militar al que la paloma de la paz le suelta una cagarruta en su medalla de honor. Con fuerza, le jalé un hombro para obligarla a voltear y le escupí a la cara que se estaba comportando como una puta de arrabal. No tuvo tiempo de responderme: uno de los tipos que la acompañaba se quiso hacer el héroe y dio un paso al frente para interponerse entre la que ya creía su dama y el iracundo forajido que se la quería robar.
-¡Déjala ya! -me gritó.
-¡Tú no te metas, pendejo! -grité también.
Un momento después, todo fue confusión: el tipo estaba sobre mí, y pretendía tirarme puñetazos con ambas manos sin detenerse a pensar en la ley de la gravedad: al caer se dio con la nariz contra el piso y yo aproveché para quitármelo de encima. Luego era yo el que estaba arriba, propinándole salvajes codazos en el cráneo. Un certero puntapié en las costillas me derribó hacia un costado, y de reojo vi un puño que me buscaba la mandíbula, sin éxito, pues el impulso del otro había bastado para dejarme fuera de su alcance. Me incorporé como pude, y el sujeto que me había pateado se abalanzó sobre mí. No obstante, una nueva figura lo interceptó: era uno de los amigos de Carla, que afortunadamente se hallaba cerca y no sabía nada del asunto, pero alcanzó a reconocerme y se unió en instantes a la trifulca. Segundos después ya no sabía a quién pertenecían los pómulos que mis puños impactaban, ni de dónde provenían los nudillos que de golpe transportaron las luces del antro a mi propio interior. Los elementos de seguridad aparecieron de la nada y se pusieron a separarnos, aprovechando el momento para soltar un par de mandobles, que para eso los habían contratado, faltaba más. Al rato ya estaba afuera. Lo supe por el frío de la madrugada, pues por algunos minutos todo siguió siendo luces, ya sin ritmo.
Los amigos de Carla me rodeaban, interrogándome, mientras otros discutían con los de seguridad en la entrada del antro. Les pregunté por ella; fue al hablar que me di cuenta de que los labios me sangraban. Poco a poco recuperé la lucidez y empecé a buscarla, pero un par de brazos me detuvieron, previendo un nuevo enfrentamiento.
-Carla -les dije-, ¿dónde está Carla?
Entonces apareció. Su falda tenía una larga rajada por la que se asomaba una de sus piernas con una sensualidad absurda. Tenía la blusa llena de sangre, el cabello hecho un desastre y el rostro descompuesto por el llanto.
Quiso abrazarme, pero le puse un brazo en el pecho y la miré con una especie de rencor que en mis condiciones más bien parecía un ruego.
-¿Por qué lo hiciste? -le pregunté, escupiendo sangre.
-¿Hice qué? -me interrogó ella, con un gesto enajenado, absorto en algo que estaba fuera de mi alcance. Y acaso del suyo.
-Mira en qué acabó tu desmadre -le grité-. ¿Ya estás contenta?
Pero uno de los amigos nos interrumpió.
-Vámonos -nos dijo-, no vayan a salir esos cabrones...
Fuimos por los autos. Mientras esperábamos al valet parking, tuve un ataque de dignidad y me dispuse a buscar un taxi. Entonces descubrí que había perdido la cartera. No me quedó más remedio que abordar el auto de Carla.

No es el único recuerdo que conservo de ella. También están los buenos momentos, las pláticas, la música, el sexo y esas cosas. Su cuerpo era flexible, capaz de las más retorcidas posturas, no sólo para el baile. Eso era un detalle que a veces lo borraba todo. No obstante, luego ya no fue sólo el alcohol, sino también las bocas abiertas de sus venas en busca del pinchazo y todo lo demás. La última vez que la vi habíamos estado conversando en el rincón de la sala de alguna de sus amistades durante una fiesta. Todo era alboroto, risas baratas, manoseos. Pero un par de horas después, ya era incapaz de reconocerme. Yo incluso tardé en hacerlo: el cuarto estaba a oscuras y mi sombra se proyectó, muy a pesar de mí, siniestra sobre los cuerpos desnudos que se mecían en la cama revuelta. Supe que era ella no por los jadeos, también irreconocibles, sino por la pulsera tejida que le regalé en su cumpleaños, ese entrañable adorno que no se quitaba jamás del tobillo derecho.

sábado, mayo 20, 2006

Lo febril


Griselda se paseó a solas por el bulevar. Ya la tarde había cedido y los bares y cafés empezaban a llenarse. Enfiló sin prisa por un callejón adoquinado. A su paso, como en un video barato de alguna banda ochentera ya olvidada, las luces de farolas y comercios se fueron encendiendo. Se entusiasmó: hacía semanas que Raúl no la dejaba salir sin su compañía y el detalle de la iluminación le pareció como un guiño cómplice de una ciudad sin glamour, demasiado hostil a veces, sucia y rota, descarnada, imprevisible. Aquella idea le gustó. Verse a sí misma como una imagen fugaz en los reflejos de los aparadores le pareció una especie de señal de que, de alguna manera, las calles se sentían a gusto con su presencia. No la defraudaría. Ahora sólo necesitaba encontrar un motivo para quedarse, una razón más allá de la soledad.
Había andado sin un destino fijo cerca de una hora cuando se encontró con la entrada de un hotel de lujo. Se trataba de una construcción colonial de gruesos muros y herrería de manufactura burda, casi violenta. Sin pensarlo mucho trascendió la puerta giratoria. Adentro, la magnitud de aquel lugar se acentuaba: no había rincón sin tapiz, cielorraso sin araña de cristal, rostro que no exhibiera esa naturaleza genuflexa que entraña el servilismo a sueldo. Uno de esos rostros la recibió con un gesto de exagerada amabilidad y le señaló la recepción con la mirada. Agradeció con una sonrisa, pero se dirigió hacia el lobby de mobiliario en piel. Ocupó un asiento cercano al ventanal. Tomó una revista y fingió mirarla, distraída. Al rato un hombre se acercó. Vestía un traje oscuro, elegante; en su expresión había algo férreo, incisivo. Se detuvo a escasos centímetros y se inclinó para hablarle.
-¿Eres Lorna? -le preguntó, abarcándola de un discreto vistazo.
-¿Perdón? -inquirió ella a su vez; el examen fugaz de aquel hombre inesperado la había abstraído un poco.
-Pregunté si eres Lorna -repitió el desconocido con disimulado fastidio.
La idea de encontrarse en medio de un malentendido le pareció algo adecuado a su propia circunstancia: nadie entra en un hotel de lujo sin un motivo premeditado; nadie ensaya la soledad sin esperar que el mundo lo interrogue. Griselda había salido de casa aquella tarde sin entender qué secreto asunto la aguardaba; ahora la respuesta estaba frente a ella en la forma de aquel hombre que, a todas luces, la estaba confundiendo. Reafirmar su identidad, su ser proclive a la aventura: esa podría ser la búsqueda. Sin más, dejó a un lado la revista y entrelazó los dedos encima del regazo.
-Hoy seré Lorna -se puso a decir sin tener una idea de a dónde quería llegar-. Mañana puedo ser otra. Lo importante es cómo el nombre se ajusta a una misma.
Ya estaba: si el mundo quería jugar, ella sería quien pondría las reglas.
El hombre pareció satisfecho con esa respuesta, pese a que nada en su rostro lo denotara; simplemente se cruzó de brazos y con la palma extendida le mostró un camino imaginario.
-Te están esperando -anunció.
El disimulo de los empleados del hotel era evidente. Griselda, sin atreverse a mirar la puerta de salida para no desentenderse del papel que había fraguado para sí misma, cruzó la recepción siguiendo la espalda del hombre que la conducía hacia los elevadores. El sujeto dio una orden fría al ascensorista y, adoptando una expresión indescifrable, se instaló en el silencio.
Estaban en el piso 7. La mullida alfombra absorbía el ruido de sus pasos mientras doblaban a la izquierda por un pasillo estrecho. Otro hombre, vestido a la usanza del que la acompañaba, aguardaba en la entrada de la habitación. Al verlos aparecer, tocó suavemente la puerta y, sin esperar respuesta, introdujo la llave electrónica y abrió. El primero de los hombres se detuvo en el umbral y le cedió el paso. Griselda supo que había ido demasiado lejos con aquella farsa, pero, acaso por esa misma razón, creyó que era un deber agotar la ficción.
Entró y la puerta se cerró a sus espaldas.
-Pasa, ponte cómoda, en un momento estoy contigo.
La voz provenía de algún rincón que de momento no alcanzó a precisar. Con paso titubeante se adentró en lo que había creído una simple habitación de hotel, que de pronto adoptó las proporciones de un amplio departamento, finamente amueblado, elegante sin ser acogedor, tenuemente bañado por pequeños candiles que pendían del alto techo. Se quedó de pie a mitad de la estancia. E interrogó a su imaginación. Pero no hubo tiempo para juegos mentales: la silueta del hombre que hablaba por teléfono se recortó de pronto contra la ventana que enmarcaba un difuso sector de la ciudad.
Con un ademán, el hombre que ya no era más una voz le señaló la pequeña estancia de sillones imitación Luis XV, en medio de los cuales alguien se había tomado la molestia de abandonar una absurda mesa, inútil de tan estrecha.
-Siéntate -le dijo el hombre tapando la bocina del teléfono con una mano. Vestía ropa de cama debajo de una enorme bata de seda. Su mirada se detuvo un instante en Griselda, y en su gesto apareció algo parecido a la extrañeza-. En un momento estoy contigo -dijo después, sin dejar de observarla. Entonces volvió al habla y le dio la espalda.
La fantasía se le desdibujó de golpe, como un luchador al que desenmascaran de un tirón: Lorna era una puta sin misterio y el hombre sólo la esperaba para masturbarse con su cuerpo. Nada más. De un rápido vistazo calculó la distancia que la separaba de la puerta. Cancelar ese estúpido jueguito sólo tomaría un par de segundos; incluso podría salir sin que su anfitrión lo notara. Luego cruzaría el portón del hotel y se uniría a la masa anónima sin nada que no fuera una divertida incomodidad. Pero nadie iba a jugarle sucio al mundo sin pagar el atrevimiento. No esa noche. Antes de que Griselda pudiera volver sobre sus pasos, el sujeto aquel ya estaba frente a ella.
Nerviosa como pocas veces lo había estado, apenas aventuró una breve mirada al rostro del hombre que, él sí, la estudiaba sin premura.
-Así que tú eres Lorna -le dijo. En su frente aparecieron los finos pliegues de una madurez sin cansancio; alrededor de sus ojos, grises, casi transparentes, las arrugas se hicieron de pronto evidentes-. No te pareces mucho a tu voz.
-Lo sé -respondió Griselda.
Pero no lo sabía. No sabía nada en ese momento.
-Eres más joven de lo que imaginaba -insistió el otro, recorriendo con descaro el cuerpo cuyas formas le negaban la ropa.
-Lo soy.
Pero tampoco lo era.
El hombre ensayó el gesto de quien considera que las presentaciones han sido hechas. Se reajustó la cinta que le envolvía la cintura y se dirigió hacia el bar.
-Te serviré una copa -le dijo sin mirarla-. Pero sólo una: tengo curiosidad por ver que hay debajo de todo eso.
Se refería al suéter de lana azul turquesa, al pantalón a rayas, a las botas negras imitación piel. Griselda, por puro instinto, dio un paso atrás. Pero al instante se detuvo: las putas no huyen antes de acabado el acto. Tenía claro qué cosa ocurriría si se quedaba, pero su imaginación se negaba a sugerirle las consecuencias que traería el querer cancelar la representación. Se quedó inmóvil, de muchas maneras desesperanzada. Y, de una forma por demás absurda, se puso a pensar si su ropa interior era la adecuada.
El hombre le extendió la copa y, al tiempo que daba un primer trago, le guiñó el ojo por encima de la suya.
-Salud. Por esta noche -le dijo.
El licor le recorrió la garganta como un montón de arena húmeda. El hombre la miró beber y pareció estudiar el efecto que el alcohol tenía en sus ojos. Luego, sin más, abandonó la copa sobre una mesilla lateral y la tomó por un hombro para conducirla hacia la cama.
-Desvístete -le dijo, mientras él se deshacía de la bata y del piyama.
No había ni un rastro de cortesía en esa voz, de manera que Griselda no pudo sino sentir que en esa sola palabra había una orden tácita e inapelable. Abandonó la copa sobre la mesa de noche y procedió a quitarse el suéter, que se le atascó en los aretes y la hizo entrar en pánico. Al fin se deshizo de él y lo dobló con sumo cuidado sobre la cama. Luego, con mano temblorosa, sin atreverse siquiera a mirar al hombre que ansiaba su desnudez, se desabotonó la blusa y, sin quitársela aún, se desabrochó el pantalón.
-Eres casi una niña -le dijo el otro al descubrir el juego de ropa interior que no combinaba: la tanga era una pieza diminuta de colores pastel; el sostén era de un color crema sin misterio.
-Déjatelo puesto -oyó que volvían a ordenarle cuando vio que ella se llevaba las manos a la espalda en busca del broche.
Sólo entonces Griselda se atrevió a mirarlo. Al hacerlo, descubrió el pene más grande que había visto: aquel trozo de carne, duro por la excitación, parecía, por su rara curvatura ascendente, como un sable torpemente tallado en madera. Y sus venas, hinchadas y brillantes como en un cuadro de Giger: eso es lo que más recuerda.
-Eres una niña -repitió el hombre con voz entrecortada por el ansia mientras le acariciaba los senos diminutos por encima del sostén-, eres como un cachorrito...
Las manos de palmas calientes y sudorosas se reconocieron en sus mejillas; luego, con un movimiento de mal disimulada violencia, la obligó a buscarle el miembro con los labios.
Si de lejos esa verga lucía enorme, al tenerla delante de sus ojos supo que intentar metérsela en la boca sería algo imposible. Pero su dueño ya luchaba por introducirla, y Griselda abrió la boca al límite de su resistencia y probó el sabor ácido de la carne latente.
-Chúpala despacio, pequeña zorrita. Eso es, así. Cómete tu caramelo...
Para Griselda, no había más realidad que ese deseo imprevisto que le humedeció de pronto las entrañas. La mano del hombre le alcanzó la entrepierna y jugó a hundir los dedos en la suave ranura de su coño.
-Ya estás mojada. Eres una perra sucia...
Nadie jamás le había hablado de esa manera, y entonces comprendió los motivos de su excitación. Raúl la amaba, pero ese sentimiento, a la hora del sexo, transmutaba en una suerte de adoración que entrañaba el cariño, la ternura, pero jamás el sometimiento, la indefensión, la violencia que trastoca el deseo para convertirlo en ardor, en arrebato, en erotismo puro, intacto.
Las huellas que Raúl había ido dejando en su piel desparecieron poco a poco conforme aquel extraño le restregaba el sudor de sus manos por la espalda, por los senos, por los muslos que alguna vez le parecieron impropios y que esa noche, por primera vez, fueron hartazgo, carne apetecida y abismal. El grosero frenesí con que el hombre le sacó la tanga fue un instante que Griselda disfrutó con un delirio que ya jamás la abandonaría. El hombre se tomó la verga y comenzó a azotarla contra los enrojecidos labios vaginales. El placer que Griselda experimentó al sentir aquella gruesa verga que no era ya aproximación sino realidad, la sumió de lleno en el éxtasis. Y al sentirse penetrada, un grito se le escapó. Creyó que sangraría, que el gigantesco miembro le rompería el coño, pero el hombre empezó a arremeter, primero despacio, luego con una rapidez inexplicable, y entonces el dolor mutó en gemidos, en manotazos, en ese recorrido eléctrico que emergió como un aullido que el hombre que laceraba su cuerpo recibió complacido.
No se vino él en ese momento sino una hora después. Apenas dejó que Griselda se recuperara y la obligó a chupar de nuevo. Ella casi vomitó cuando la verga intimó con su garganta. Con una fuerza inusitada, aquellas manos la obligaron a volverse bocabajo y la carne caliente le rozó la hendidura entre las nalgas. El escupitajo le mojó el ano y un denso chorro de saliva le bajó por los muslos. Entonces el hombre luchó por sodomizarla. Pero fue imposible: apenas la dura cabeza penetró unos milímetros y Griselda, presa del dolor, arqueó la espalda para que el culo se le abriera hasta el límite de su resistencia. Tampoco funcionó. Finalmente, el hombre le reacomodó el cuerpo y al sentarse sobre su pecho le aplastó los senos para obligarla a lamerle los testículos mientras se masturbaba, gritando toda clase de improperios. Sólo así logró eyacular. El rostro de Griselda quedó bañado en esa sustancia caliente y pegajosa que parecía que no se agotaría jamás.

Meses después, Griselda tuvo que meterse tres cocteles a base de vodka y jugos de frutas para animarse a confesar lo ocurrido aquella noche. Cuánto de aquella historia y qué detalles fueron ciertos o sólo una ficción del alcohol, es algo que ignoro. Cuando ella concluyó su relato, no entiendo por qué, pero lo agradecí. Antes de encender un nuevo cigarrillo, le pregunté quién era el hombre. Griselda alzó las cejas y los hombros como si fuera una circunstancia innecesaria. Luego dijo que lo había olvidado. La miré fijamente a los ojos en un intento por hurgar más allá de sus palabras, pero ella había cancelado toda posibilidad de ahondar en el tema. No insistí. Comprendí entonces que el mundo no se rige por las reglas de la literatura; que las cosas no tienen un principio ni un fin, y que a muchos de nosotros no nos será dado jamás ver más allá de algunos paréntesis, como si la vida se distrajera arrojándonos los despojos de un banquete al que no fuimos invitados, de una celebración que no conoceremos jamás.
La naturaleza de Griselda es lo nocturno, lo enfermo, la imaginería febril.
Lo demás es silencio.

viernes, mayo 19, 2006

En piernas de la mujer madura (I)


Sé que es inusual que la gente quiera huir de sus palabras, pero yo tengo una coartada: hay una idea que me persigue desde hace un par de noches, y por más que busque la cercanía de mi esposa, el cuerpo de Estela, el tenaz infierno de una ducha helada, siempre acabo por descubrir que ahí sigue, acechante, presta a saltar sobre mi cuello con la voracidad de una sanguijuela.

Quiero cogerme a mi hermana.

Detente: no quieras aplicarme tus contenidos inconscientes ni hacer apresuradas lecturas basadas en la tragedia griega, que es universal. La hermana de la que hablo no ha heredado la sangre de mis padres ni comparte mucho menos la información genética de la familia. Esa mujer lleva mis apellidos por una divertida coincidencia, y si hemos acordado llamarnos de hermanos es sólo porque nos une la camaradería y, según ella, algunas virtudes y defectos zodiacales. Nada más. Ella es rubia y mi piel, en cambio, tiene el tono que tú quieras imaginar (excepto ese); ella nació en el norte del país y yo vi la luz en esta apestosa cuenca; ella fue parida en un mes otoñal, apenas un día después de que yo mordiera por vez primera el pezón materno.
Somos, pues, “hermanos”. Y compañeros de oficina.
Como todos, una vez que apetecí su carne, empecé a preguntarme por su vida, por los métodos que había empleado el mundo para ponerla al pie de mi historia. Creo recordar que la vi por primera vez cuando cruzó el pasillo en dirección a la sala de juntas. Usaba el pelo recortado a la altura de los hombros, vestía una falda sin pliegues y una blusa color beige de manga larga. Cierto día entró en la cocineta mientras me servía café. Se mantuvo en silencio, quieta a mis espaldas, y al volverme casi le derramo la bebida hirviente. En otra ocasión, el director de ventas me pidió que le hiciera llegar un documento a un determinado grupo de personas, entre las que se encontraba ella. Fue por la lista de contactos que supe lo de los apellidos. Esa fue mi excusa para acercarme a su lugar. Luego de ese día, la memoria me traiciona: parece que coincidimos en algún almuerzo, en una o dos juntas, en el tumulto de los elevadores. Nada mágico, nada decisivo. Lo cierto es que nos llevábamos bien y nada más. Hasta el día en que fue a mi encuentro para pedirme que la ayudara a resolver alguna cuestión relacionada con el excell. Ignoro incluso lo básico de ese programa, pero suelo ser un caballero cuando las circunstancias me lo imponen. Así que fui a su lugar y ella me señaló el problema, que ya he olvidado. Algo relacionado con fórmulas. No sé. Hubo un momento en el que echó el cuerpo hacia el frente para hacerse con un lápiz y entonces vi el borde de su tanga. Amarilla. Casi como una variante de su piel. Era viernes de vestimenta casual, y los jeans no le ajustaban a la cintura, de ahí el espacio que aprovechó su prenda íntima para guiñarme un ojo. Aquella imagen fue como un golpe, una bofetada repentina. “¿Perdón?”, me disculpé, pues no había escuchado nada de lo que me decía. Ella sonrió y procedió a explicar de nuevo; luego se hartó del asunto y apoyó la espalda en el respaldo de la silla. Y la blusa se le abrió a la altura del pecho para dejarme ver su brassiere de media copa. Demasiado para mí.
Mi hermana es una mujer atractiva, sin llegar a ser hermosa. Es amable, el tono de su voz es dulce y, cuando pasa a tu lado, una discreta fragancia se queda en el aire. Embriagándote. No es una de esas tipas violentas que hieren al mundo al caminar: cuando ella viene o va, parece que gravita. Sus movimientos, acordes siempre con el momento, se corresponden más con la categoría del felino que con la del ser humano. Es, por decirlo de alguna manera, más una acuarela que una ficción del óleo; más el azul del alba que el agobio de una tarde soleada. Se llama Sonia, y podría ser perfecta hasta para alguien como tú, que no la desea. Pero tiene algunos defectos: uno de ellos es su marido; los otros, sus dos hijos pequeños.
Guárdate tu diatriba en favor de los placeres de la mujer casada: ya lo he intentado, y no funciona. Y menos cuando su vientre ha alojado algo que late por sí mismo. Abomino de esas mujeres por razones bien específicas:
1. Si a través de su aro vaginal ha pasado una cabeza humana, ya puedes inaugurar en él una autopista. Pocas madres se toman la molestia de ejercitar sus paredes vaginales luego del parto, y tratar de satisfacerlas, no importa el tamaño de tu vaina, es como querer cogerse a una ventana abierta.
2. Su amor de madre las rebasa. Te cancelan a ti por ir a ver a su retoño ejecutar una danza imposible disfrazado de árbol o alcancía; quisieran que les metieras el pito mientras organizan la lista de útiles escolares, y una vez que has logrado llevarlas a la cama, te dicen cosas como Mi vida, Mi bebé, Mi pequeñito. Hubo una que incluso, mientras le buscaba el cuello con los dientes para confiarle la fuerza de mi eyaculación, poco faltó para que me palmeara la espalda y me obligara a eructar.
Es una lástima.

Ayer precisamente, me encontré con Sonia en el lobby. Llevaba un traje blanco, entallado, y las líneas de una tanga diminuta se le dibujaban groseramente en las nalgas. Casi salí huyendo. Estela se encuentra de vacaciones, así que no me quedó más remedio que buscar la cercanía de un cuerpo sin hijos para hacerme aunque fuera una masturbación mental. Pensé en Janet, una tipa horrenda con unas nalgas medianamente atractivas y una especie de imán para los desposeídos. También a ella, en algunas ocasiones, se le asomaba el calzón. Y en horarios de oficina, eso es a veces suficiente. Janet me miró llegar, extrañada, pues nunca o casi nunca me paseo por sus rumbos. La saludé con un beso en la mejilla y le sobé la espalda. La sangre acudió al llamado de mi verga. Me quedé de pie junto a ella mientras le hacía la plática sobre cualquier asunto mundano. Luego, con el pretexto de ver algún muñeco que adornaba el costado de su computadora, le pasé la herramienta por el brazo. No fue ajena al contacto. De hecho, noté que se sonrojaba un poco.
-¡Qué bonito! -le dije, analizando el objeto, una tortuga o algo así-. Es igualito a ti.
-Gracias por el cumplido -contestó, con la vista clavada en la pantalla.
-No es cortesía -le mentí-: es la verdad.
-Lo sé, lo sé. Ya me lo han dicho.
Fue una de esas ocasiones en que la vida se parece a un mal chiste.
-Así que estás acostumbrada a los piropos.
-Claro -dijo ella, preparando su defensa-: mi novio me lo dice a cada rato.
Eso fue todo. Janet es una de esas tipas que inauguran su rincón de la oficina colocando a la vista de todos la fotografía de su novio. Es como colgarse un collar de ajos al llegar a Transilvania. Como esgrimir una estampa del Papa para ahuyentar a los evangelistas del domingo. En esos casos, ni poniéndote las llaves de la ciudad en la entrepierna lograrás violar la cerradura. Así que hice un par de observaciones más, ya sin interés, y le di un nuevo beso, esta vez en la comisura de los labios, para emprender una retirada digna.

Sonia estaba en su lugar cuando pasé de regreso. Nos hicimos algunas bromas y fingí sacudirle algún objeto invasor de su mejilla.
-¿Qué día vamos a comer? -le pregunté, no muy convencido, sólo por intentar algo.
-Cuando quieras -me respondió-. Sólo avísame con tiempo.
-¿Y que día vamos a cenar? -arremetí, sintiendo que el alma, como en un raro Jet Lag, había decidido abandonarme a mi suerte.
-Cuando quieras -dijo ella, regalándome una mirada de discreta coquetería-. Sólo avísame con tiempo.

Sé que es inusual, decía, que la gente quiera huir de sus palabras. Lo que no es extraño es ver cómo la gente, una vez que asume su derrota, se traga vorazmente esas mismas palabras.
Y aún le queda espacio para el postre.

jueves, mayo 18, 2006

A un costado del mundo (I)


Perdona que te pida que te alejes de estas líneas: no son para ti. Es difícil que reconozcas a la mujer de la que pienso hablar, pues Natasha no es su nombre y es imposible que logres reconstruir su rostro pues las calles por las que paseamos juntos una sola vez estaban solitarias a esa hora de la noche. Todavía más improbable es que hayas fornicado alguna vez con ella: nadie jamás lo hizo; yo fui el primer y último hombre en su vida y no me separé ni un segundo de su cuerpo. Además, a la mañana siguiente estaba muerta.
Te lo suplico: vete ya. Pero, si decides permanecer aquí, no te guardaré rencor si no crees una sola de mis palabras. Después de todo, tú sabes bien que soy un farsante.

...

Espera, cambié de opinión: tal vez sea mejor que te quedes; necesito que alguien sepa por qué no fui capaz de amarla. Pero antes debo hacerte una advertencia: mañana descubrirás que esta historia ya también te pertenece, y entonces te corresponderá a ti cargar con sus atroces imágenes por el resto de tu vida. Y no habrá marcha atrás. Yo, he de confesarlo, ya he sido derrotado.
Escucha, pues. Y que la piedad sea contigo.

De no ser por la novela negra, pocos sabrían lo que significa despertar con un cadáver a su lado. Yo soy uno de ellos. Más allá de la sorpresa y el miedo, créeme, está el silencio, llano y oscuro, envolviéndolo todo. También, por supuesto, está ese cuerpo cuya imagen desnuda te fue negada la noche anterior. Pero su piel ha dejado ya de evocar para siempre los placeres de la carne, tan tuyos, para abandonarse sin remedio a las cosas inmóviles, a las cosas del mundo. Hechas de un silencio aún más profundo.
He descrito en segunda persona ese primer instante. Con ello no he buscado el efectismo o regalarle a la estética las formas de mi horror: es, simplemente, que intento explicar cómo el alma se acobardó y huyó de mi ser cuando ese trozo descarnado de la realidad se concretó al fin frente a mis ojos: Natasha estaba muerta, y yo a su lado.
-Me iré de madrugada, sin que te des cuenta -había sentenciado.
Y cumplió su promesa.
Aquella noche le había dado la espalda y contemplaba, a través del cristal polarizado, el paso de los autos sobre la avenida.
-Ya puedes volverte -dijo ella.
Se había puesto un kimono de falsa seda. Sobre la superficie brillante de la tela que se empeñaba en recrear las formas de sus senos, aquel dragón me miraba.
-¿Quieres que me dé la vuelta para que puedas desvestirte? -me preguntó con una voz que se reconoció suavemente en la tibia opresión del cuarto de hotel.
-No es necesario -le contesté, inmerso en sus delgadas pantorrillas que las sombras danzantes de la habitación se empeñaban en disimular.
-Entonces -dijo- apagaré la luz.
El ámbar del exterior, tenue como un rumor, bañó nuestras siluetas. Natasha, al fondo, del otro lado de la cama, encendió un cigarrillo. El diminuto fulgor le iluminó por un instante el rostro. Luego, la oscuridad pareció ceder un poco, aunque no demasiado para que yo supiera la verdad de su expresión, que adivinaba tensa, expectante.
Me desvestí en silencio. Con un cuidado inhabitual en mí, busqué a tientas un lugar en donde depositar mi ropa.
-Siéntate -oí que me decía.
A gatas sobre la cama, alcancé el origen de su voz. Esa misma voz que repitió varias veces mi nombre como si de un mantra improvisado se tratara.
-¿Quieres uno?
Utilicé el fuego de su propio cigarrillo para encender el mío. Vi lo cerca que estaba de su rostro, pero sus detalles seguían siendo un enigma.
-Hagas lo que hagas esta noche -dijo ella luego de arrojar una invisible bocanada de humo-, trata de no tocarme.
-No sé si pueda -confesé-: negarme el contacto con tu cuerpo sería la peor traición a este lugar.
Es difícil ser original cuando te encuentras compartiendo la cama con una desconocida.
-Acuéstate -me pidió, ignorándome-. Quiero que cierres los ojos e imagines lo que harías si pudiera ser tuya.
Obedecí, no muy convencido de lograr lo que ella esperaba: en mi vida, el tacto había suplido siempre a la imaginación.
Cerré los ojos e intenté visualizar la geometría de su cuerpo. Sus senos serían medianos, redondos, tiernos; la carne en torno a su cintura tendría que ser esbelta, aunque no demasiado; sus nalgas serían como un par de duraznos, tersas y rosadas, y la vellosidad de su entrepierna, mullida, de rizos castaños, dibujada apenas sobre su piel como un triángulo invertido.
Pero el silencio no era lo que ella había buscado.
-Dime lo que estás pensando -me ordenó.
En un principio, mi voz fue apenas un murmullo, una titubeante línea de ideas inconexas. Luego, conforme descubrí que pese a todo aquella oscuridad se iba llenando de imágenes, mis labios se ajustaron a su propia circunstancia y las palabras fueron escapando de mi boca con la fuerza de un río que se desborda.
Esa noche, mi voz, que fue vértigo y acoso, dibujó en la sombras el cuerpo que no era; habló de movimientos, posturas y artificios del tacto; se dejó seducir y esclavizar, arañar y persuadir. Esa noche, esa única noche, mi voz urdió un instante imposible, una elegía.
Concluí por fin, extasiado, ebrio de imágenes. Luego abrí los ojos y vi aquella silueta cernida sobre mi rostro. Natasha, al parecer, no había dejado de observarme.
-¿Era lo que esperabas? -pregunté, deseando la carne de esos labios cuya cercana belleza rebasaba mi ficción.
-Todo es mentira -dijo simplemente.

Ahora sé por qué me eligió a mí para acompañar su muerte: yo era un extraño, y nada había que pudiera ofrecerle más que mi sola presencia y, si acaso, mi facilidad para ocultar la verdad inconveniente. Nos habíamos encontrado en la barra de una lujosa cantina. Ella, sentada a un lado del único taburete disponible, me sonrió. Yo correspondí al gesto con una leve reverencia y pedí una cerveza. No había ido allí en busca de una aventura; Iván me citó en aquel sitio para dialogar consigo mismo en torno a sus problemas personales, que no referiré pues esta no es la historia de mis amistades. Hubo una hora en que la barra se vació y sólo Natasha y yo permanecimos, uno al lado del otro, silenciosos como dos extranjeros en un vagón de tren. Quizá pensaba iniciar con ella una charla, no puedo asegurarlo, lo cierto es que Iván me palmeó un hombro a manera de saludo y ocupó un lugar junto a mí. En determinado momento, la relación de los días con mi esposa fue un tema necesario. Nunca lo evité como en otra ocasión lo hubiera hecho, a pesar de que sabía que aquella desconocida a mi lado podía estar escuchándome. Y el tema llevó a otro: Estela, el disimulo, las horas infieles que pasábamos juntos. Iván, incómodo ante la interrupción de su monólogo, se disculpó para ir al baño. Fue entonces la primera vez que escuché esa voz:
-Tienes una amante.
Era Natasha, en un tono ajeno al reproche.
Me volví hacia ella, sin sorpresa, casi sin interés. En el sofocante claroscuro de aquel bar, la belleza de sus ojos se imprimió para siempre en los míos.
-La chica ha escuchado una conversación ajena -expuse, acentuando el hecho de que no me molestaba-. Mal, muy mal. La próxima vez sólo platicaré por correo electrónico.
-No debe avergonzarte -me contestó ella, viendo a hurtadillas el cigarrillo moribundo que yo sostenía entre los dedos-, puesto que se lo has dicho a la mitad de los clientes.
-¿Hablé en voz muy alta? -la interrogué en forma irónica.
Ella asintió.
-¿Te molesta si te robo un cigarro?
Le extendí la cajetilla. Ella tomó mis manos entre las suyas para acercarse la flama del encendedor.
-¿Es bonita? -el humo salió de sus labios como una representación de sus palabras.
La interrogué con un gesto.
-Tu amante -aclaró.
Ahora estaba seguro de que aquello era un flirteo. Y tú sabes que amo los flirteos.
-Antes, creí que lo era. Luego de verte, ya lo dudo.
No mentía.
-Eso es algo muy cruel -externó.
-Acabo de decirlo.
En ese momento, Iván reapareció. Me contó que los baños eran mixtos, y que se había encontrado a una ex novia. Entablaron una breve conversación y en segundos descubrieron que habían agotado todos los temas. Pero siguieron sin moverse, uno frente al otro. La vejiga de Iván lloraba de angustia, pero le avergonzaba el hecho indigno de orinar en su presencia e imaginarla a su vez perder la galanura tras la puerta de un privado. Entonces, ambos lo comprendieron todo. Y estallaron en risas. “¡Vamos!”, le dijo él, “es sólo una meada”. Aquella escena le había cambiado el humor. Lo habían invitado a una fiesta; me pidió que lo acompañara. Ahí podríamos retomar la charla. ¿En qué diablos nos habíamos quedado? En el espejo semioculto por las botellas que había frente a nosotros, vi que Natasha sonreía. “Muchas gracias”, me disculpé con Iván. “Conozco las sustancias que se consumen en tus reuniones y ya sabes que yo a eso nomás no”. Al parecer, no le importó demasiado. Se despidió con un abrazo y se abrió paso a empujones entre la multitud que a esa hora ya había llenado el bar.
-Hubieras aceptado -dijo Natasha sin más trámite una vez que Iván se perdió de vista-. Nunca se sabe a quién puede uno encontrar. A lo mejor a la sustituta de la mujer que era bonita.
-Tienes razón -le respondí, girando de plano el asiento para mirarla de frente-. Uno nunca sabe...

Pero ahora estaba muerta. Y esa muerte, su única muerte, también había consumido su belleza.

Callados, nerviosos como actores novatos, fuimos dejando atrás el ruido del bar. En la calle, no del todo desierta, la música era apenas un rumor apagado, una especie de vago recuerdo.
Cruzamos la calzada con el rojo del semáforo y enfilamos hacia el parque. Ella me había dicho que la acompañara, que amaba caminar sobre el asfalto humedecido por la lluvia.
-Es como en las películas gringas -había comentado-: nadie sabe por qué siempre están mojadas las calles sea cual sea la temporada del año, pero a todos les parece de lo más normal.
Luego, simplemente se quedó callada.
Los árboles que presidían la oscuridad del parque estaban cubiertos por una niebla incipiente. Eso y la presencia de Natasha le conferían a nuestra circunstancia una suerte de naturaleza gótica, no sé si espeluznante. No quiero exagerar. Al llegar a la esquina, la ciudad nos dio a elegir entre una angosta callejuela poblada de autos en penumbras y una estrecha avenida desierta.
-Yo sé que por aquí se llega a Tlalpan -observó ella señalando con la mirada-. Tú dime hacia dónde va esa otra.
-Al final de ese callejón se acaba el mundo -quise bromear-, y no querrás ver a los duendes de la Navidad construyendo el futuro...
Pero ella no rió. Me ofreció su perfil, de pronto oscurecido, y susurró, casi para sí misma:
-No, no es algo que yo deba ver.

Los empleados del hotel nos recibieron con su tradicional disimulo. Natasha me pidió que esperara y se dirigió a la recepción, en donde el encargado le entregó una llave.
-Aquí vivo -me dijo al regresar-. Y no preguntes más.
Los espejos del elevador repitieron el silencio de nuestros cuerpos y las imágenes de tres brazos que se atrevieron a buscar un primer contacto con las figuras envueltas en negras gabardinas de tres Natashas que al instante alimentaron una distancia, un vacío que hasta ese momento no sabía necesario.
-Perdona -le dije-, no quise asustarte.
-Y no lo has hecho.
Salimos al amplio corredor de paredes ocre adornadas con retratos de un arte insulso. Natasha se adelantó un poco para conducirme a la habitación, la misma habitación que horas más tarde me tendría de hinojos sobre la taza del baño, vomitando con violencia el horror de una culpa que no era mía.
Me limpié los labios con el dorso de la mano. Luego fui al lavabo con la estúpida esperanza de que no fuera mi rostro el que me escupiera el espejo. Pero ahí estaba yo, aún desnudo, de alguna manera espectral. Permíteme pasar por alto los detalles de mi angustia, que no creo necesario pedirte que imagines pues la desesperanza es siempre la misma, sea cual sea su origen. No quería salir a la recámara para no ver de nuevo ese cuerpo sin vida cuya desnudez, apenas una noche antes, se sugería misteriosa debajo del kimono que en ese momento yacía a mis pies. Vi entonces el estuche que sobresalía de uno de sus bolsillos. Me agaché un poco, con intenciones de tomarlo, pero al instante me detuve: sea que diera o no testimonio, el rastro de mis manos no tendría nada que hacer en él. Sobre la repisa del lavabo, casi como una carta de despedida, descansaba la jeringa. Asqueado, retiré las manos del mueble y las froté contra mi piel sudorosa. Como un destello, casi como si una voz en mi cabeza me lo aconsejara, supe que tenía que escapar.
Evité a toda costa la visión del cadáver. Dándole la espalda, me vestí a toda prisa. Luego escudriñé la habitación en busca de algún objeto que pudiera incriminarme, mientras palpaba mis bolsillos contando una y otra vez mis pertenencias. Finalmente, hice lo que el cine aconseja: fui por una toalla y limpié las superficies de los objetos que pudiera haber tocado. El cuerpo de Natasha, sus piernas levemente abiertas, el inútil secreto de su sexo apenas sugerido entre la urdimbre del vello, se quedaría allí a solas, tendido sobre la cama, aguardando la eternidad.

-Me matan las ansias de tocarte -recuerdo que le dije para romper el silencio de su mirada insistente.
-No hables así -me interrumpió-: la muerte no es una mentira.
-Tus ojos -dije entonces-. Hay algo en ellos que me intriga. Es como si no me estuvieras viendo hoy, sino mañana. Ya sé que suena idiota, pero no encuentro manera de explicarlo.
-Es porque no me pertenecen.
Fue así como dejó por un momento la retórica y me confesó que había donado ya sus córneas. No era algo extraordinario, señaló. Si acaso, al hacerlo había pensado en una persona que anhelaba ver el mundo. Se trataba de su hermana -y aquí su voz se apagó un poco-, la única persona capaz de regalarle la oportunidad de preservar su vida, aunque fuera de ese modo.
-Yo puedo morir en cualquier momento -acotó-, y si hay algo que amo es ver más allá de las cosas. A ti, por ejemplo. Saber que estás desnudo, que no puedo verte en esta oscuridad pero igual grabarme en los ojos la posibilidad de que seas como a mí se me antoje. Es por eso que no quiero tocarte ni quiero que me toques. Mañana no sabremos si fuimos una mentira y nuestros cuerpos, entonces, tendrán mil formas y ninguna. Yo sé que callaré para siempre este momento; confío, porque sé que eres un hombre lleno de secretos, en que sabrás disfrazar este recuerdo.
Apagó el cigarrillo y se tendió a mi lado. Comenzó a hablarme de una infancia que podría no ser la suya. Me contó de su hermana, de la enfermedad que le produjo la ceguera. Yo, aún inquieto, le pregunté si había amado a alguien. Me respondió que no. Que incluso, jamás había estado a solas con nadie. Que ignoraba la desnudez de un hombre. Que adivinaba las formas de mi sexo pero que ni siquiera le pasaba por la mente la idea de tocarlo, mucho menos de intimar con él. Porque en ello residía la naturaleza de su deseo.
-Quisiera amarte -le dije-. Pero juro que no haré nada que tú no quieras.
-Quédate así -me respondió-. Recuerda para siempre todo lo que te pedí que imaginaras. No quiero que sacies tu deseo; así, nunca me olvidarás.
Fue lo último que le escuché decir. Luego vino el silencio definitivo, el sueño del que, como ella, no debí despertar jamás.

Eso fue lo que ocurrió. Aquella mañana, llegué a casa y fui directo a la regadera. Mientras me bañaba, mi esposa me interrogó sobre mi ausencia. Le mentí que luego de encontrarme con Iván, me invitó a una reunión; que el lugar estaba en los suburbios y que el sujeto se emborrachó al grado de no poder conducir. Quiso saber por qué no la había llamado. Le dije que lo había intentado, pero que la señal del teléfono era débil y se cortaba. No quedó muy convencida. Me vestí con el disfraz acostumbrado y preparé café. Ella no hacía más que mirarme a los ojos. Impenetrables.
Una hora después, con la excusa de salir por cigarrillos, fui a la esquina e hice la llamada anónima. Jamás volveré a criticar los lugares comunes de Hollywood: al día siguiente perseguí la noticia en los diarios. No había evidencias de que aquella muerte fuera un crimen, aunque los empleados del hotel recuerdan que la mujer, que había pagado el hospedaje de una semana, subió a su habitación en compañía de un hombre del que difieren en la descripción de sus características. No hay forma de corroborar ese dato por medio de las cámaras de seguridad, pues hacía más de un año que no existían. Eso fue todo. Bienvenidos al Tercer Mundo.

¿Aún estás ahí? Lo siento, pero estoy cansado. Quizás mañana, quizás algún otro día, si es que aún te quedan ganas, leerás aquí el resto de la historia.

Una historia que ahora también a ti te pertenece.

miércoles, mayo 17, 2006

Algo huele a podrido...


Sucedió hace algunos años. Los padres de Edgar poseían una casa en Cuernavaca, un lugar de descanso al sur de la ciudad de México. Durante varias semanas preparó una fiesta de fin de semana entre los compañeros de la oficina. Invitó a hombres y mujeres por igual. No negaré que la idea me entusiasmaba: tenía tiempo que no me emborrachaba de manera escandalosa. Mis amigos se habían ido quedando atrás en el tiempo y sólo tenía espacio para el alcohol en reuniones familiares, que a veces llegan a ser tan divertidas como una visita a casa de la tía sorda. Así que acepté desde el principio, pero existía un inconveniente: mi esposa. Antes de que me juzgues, haré una aclaración: el sol es un veneno letal para su piel, de modo que nuestras vacaciones rara vez se dan en lugares cálidos o en épocas veraniegas. La idea de acompañarme, por supuesto, le pareció inconcebible. Estaba ya en el asunto de buscar un buen pretexto para cancelar el viaje sin parecer un hombre sometido, cuando ella hizo una cosa de mujer: de frente al espejo del tocador, de espaldas a mi azoro, me dijo que ya me hacía falta un fin de semana a solas. Al principio, no supe si aquello era una trampa o un pasaje de sinceridad. Pero ella agregó que el sábado tendría su guardia semestral en el trabajo, y que odiaba la idea de imaginarme solo en casa, sabe Dios con qué atroces pensamientos.
-Voy a llegar muerta de cansancio -dijo, estirando la cara para aplicarse el desmaquillador-. Y no voy a tener fuerza para descolgar tu cadáver.
Celebré la noticia con una buena cogida por el culo. Era miércoles por la noche; me quedaban un par de días para recuperarme. Mientras le embestía ese corazón hecho de nalgas en la semipenumbra de la recámara, pensé en Alicia, la recepcionista de la tarde. Hacía apenas un par de semanas que se había incorporado a la empresa y sus enormes senos ya eran el imán de mis ojos. Edgar, merced a mis ruegos, había decidido invitarla, y lo último que supe fue que no dudó en aceptar. La clásica “nalga pronta” que no debe faltar en ningún lugar de trabajo. En ese momento no sabía (por fortuna, pues la última acometida y el posterior estallido del semen fueron en su honor) que esa misma noche había llamado por teléfono a mi amigo para rechazar la invitación.

-Puedes intentar con Margarita -me consoló Edgar para tratar de evitar mi derrumbe emocional.
-¿Quién es esa?
-La de Cobranzas. Está buena. En serio.
-Insiste con Alicia -le rogué, al borde de la histeria.
-No puede. Dice que se va a un retiro.
-La muy puta...
-Margarita está buena, ya lo verás.
Nalga mata carita. Eso es una certeza. A lo lejos, estaba claro que la tipa cargaba con un asco de rostro, pero tenía un trasero encantador. Quedaba el asunto de las tetas, que puede ser definitivo, y las de ella bien podrían llamarse pectorales. Pero, como diría el buen Henry Miller: “Una picha tiesa no tiene conciencia”.
-El culo es lo de hoy -declaré en voz baja ante un Edgar complacido por el valor de su hallazgo.
-Además, dijo que llevaría a su hermana. Con que esté la mitad de buena que ella...
El viernes por la noche, las cosas tomaron un rumbo interesante.
-Cancelaron todos, los muy cabrones.
Pero la alegría en el rostro de Edgar no se correspondía con la funesta noticia.
-Y... ¿por qué estás sonriendo?
-Porque cancelaron todos, menos Margarita. Y sí llevará a su hermana.
Ya desde ese momento, la sangre se me agolpó en el miembro.
-No le has dicho nada, ¿verdad?
La sonrisa se le pudrió de tanta felicidad.

Llegamos a Cuernavaca al mediodía del sábado. Las hermanas, cómplices de su propia fealdad pero dueñas de unas piernas largas y bronceables, se miraron entre sí al entrar en la casa vacía.
Detrás de ellas, Edgar y yo cargábamos los víveres.
-¿Y los demás? -preguntó Margarita, más curiosa que preocupada.
-Unos cancelaron -se apresuró a explicar mi amigo mientras se dirigía a la cocina-; otros aseguraron que llegarían por la tarde. ¿Hay algún inconveniente?
-Ninguno -respondió ella como si la idea tampoco la incomodara demasiado.
La hermana (Margot era el nombre) se le acercó por la espalda y le susurró algo al oído. Debió ser algo gracioso, pues ambas rieron en voz baja, aunque lo dudo: cuando una mujer se ríe, nadie puede garantizarte que acaban de contarle un buen chiste.
Algo era seguro: eran un par de putas.
-Arriba están las recámaras, por si quieren cambiarse -avisó Edgar al salir de la cocina con un par de botellas de tequila. Al ver que ni siquiera me inmutaba, me señaló la escalera-: La invitación también es para ti.
-Puedo cambiarme aquí mismo -le dije, con una sonrisa siniestra-: ya traigo puesto el traje de baño.
Las dos usaban bikini. Y ambas parecían haberse dejado las tetas en el vestidor. Margot portaba también un culo de considerables proporciones, pero ya Edgar la había elegido. El privilegio del anfitrión. Se quitaron las toallas y ajustaron las camas a una posición cómoda. Edgar les extendió un par de vasos y las invitó a darse un chapuzón. O eso me imaginé. Podía verlos a los tres desde el otro extremo de la alberca, que había cruzado de unas cuantas brazadas.
Margarita se paró en la orilla y me llamó. No escuché lo que decía. Me sumergí con elegancia y salí al otro lado, justo a sus pies.
-¿No vas a brindar con nosotros?
-Podría beberme todo esto -le respondí, agitando el agua con una mano-, pero el cloro no emborracha. Te agradecería que me pasaras mi vaso.
-Sal por él -me dijo, insinuante.
-No puedo hacerlo -le aclaré, entrecerrando los ojos a causa del sol, que me hería-. ¿Por qué no lo traes y te metes a nadar conmigo?
-Porque no sé nadar.
-Enséñale -gritó Edgar, que ya se había sentado en la cama de Margot.
-¿Así, nada más, sin habernos presentado? -bromeé.
Margarita rió con ganas. No sólo era una puta: también era idiota.
-Enséñame -dijo después.
-Tú lo pediste -le dije.
Apoyé los brazos en la orilla y emergí con toda mi humedecida desnudez.
No alcancé a ver el tamaño de su sorpresa, pues al salir resbalé un poco y, una vez que recuperé el equilibrio, sólo encontré que las hermanas se miraban entre sí.
-¡Eres un guarro! -exclamó Edgar, fingiendo que aquella situación lo apenaba.
Sé que tengo un buen cuerpo. Me lo han dicho. Tampoco soy un modelo de ropa interior masculina, pero las proporciones de mi verga tienen justo la medida de mi orgullo. Por fortuna, el agua de la alberca estaba calientita.
Con total desvergüenza, me detuve frente a Margarita, que ya había tomado asiento, y le pregunté por mi vaso.
-Es ese -me dijo, señalándolo con su mano libre. Por un instante me miró, pero no a los ojos.
Edgar sonreía, buscando la complicidad de Margot, quien apenas podía disimular un leve nerviosismo.
Me senté a un lado de Margarita.
-Salud -dije, alzando mi bebida.
Al rato, Edgar propuso un juego en la piscina. Se metió en la casa y un instante después salió con una enorme pelota de playa. Sin mediar aviso, se lanzó al agua.
-Vengan -nos llamó.
Hice equipo con Margarita. No sé en qué consistía el juego y sólo me dediqué a rechazar con fuerza la pelota cada vez que la tenía a modo. Tampoco importaba: aquello era sólo un pretexto para el contacto subrepticio y la cachondez. Cuando me cansé de fingir, le propuse a la tipa enseñarla a nadar. Aceptó. La hice que se tendiera de espaldas para que aprendiera a flotar, y aproveché para probar la consistencia de sus nalgas, que mis manos apenas abarcaban. Mientras tanto, Edgar, al otro extremo, se encargaba de Margot. Por las risas y los manotazos, supe que también estaba calibrando su cuerpo.
No supe cuánto tiempo estuvimos ahí, lo cierto es que habíamos estado alternando las clases con los tragos y un rato después ya estábamos completamente borrachos.
Edgar nos hizo algunas fotografías. Comprometedoras. Pero ninguna de aquellas imágenes, mucho menos aquella que me mostraba con el top de Margarita entre los labios, sobrevivió: por la noche, me tiré un clavado con cámara en mano. No fue un accidente. En fin. Una vez que el sol acabó por largarse, salimos de la alberca y entramos en la casa con la excusa del hambre, que para mí no lo era. Comimos pollo rostizado y organizamos una guerra de ensalada. El comedor quedó inservible; las botellas de tequila, a salvo.
Si alguna vez has bebido más allá del límite que aconsejan los anuncios comerciales, sabrás muy bien que los recuerdos del alcohol están hechos de imágenes que por alguna razón adoran fragmentarse. Y no necesariamente en un orden específico. Cada vez que intento convocar la memoria de aquella noche, lo primero que me viene a la mente es el rostro de Margarita mientras intenta besarme bajo la ducha. Estábamos metidos bajo los gruesos chorros cuando sentí sus manos en mi verga y sus labios en el voraz intento de reconocerse en los míos. Pero no la rechacé: ignoro merced a qué alquimia aventurada aquellas facciones se habían despojado de su fealdad para mostrarse plenas de una belleza casi exótica, inasequible. No sé si lo hice, o qué le dije (ya sabes cómo soy yo: el hocico por delante), lo cierto es que de pronto se quedó quieta, sus ojos muy fijos en la ebriedad de mi rostro empapado de deseo.
-Tú sí lo eres -murmuró, dejando que el agua le escurriera por las comisuras de los labios.
Luego estamos en el intento de secarnos mutuamente, literalmente desequilibrados, buscando a tientas las elusivas paredes de brillante azulejo. Y entonces está mi boca en donde debieran estar sus senos, y el incisivo esmalte lastimando quedamente la carne erecta del pezón. Después, su lengua, que lame la tiesa carne de mi verga con un candor insoportable. En instantes, ambos estamos tendidos sobre la cama. Nunca supe a qué hora alcanzamos la recámara. Margarita, debajo de mí, ha empezado a gemir justo en el momento en que mis manos abandonan su pecho y le buscan ciegamente las nalgas, que se ocultan; tantéandole los muslos, la entrepierna. Sé que por alguna razón que desconozco hay un corte, una burda edición que ha borrado para siempre un fragmento de aquellos instantes, pues de pronto me veo hincado frente a ella, lamiendo los dedos de sus pies con un placer mórbido, casi insano. Es entonces, creo, cuando descubro que no se ha quitado la parte baja del bikini, una pieza diminuta con alguna impresión de dudosa estética. Sin dejar que los dibujos de mal gusto me distraigan, me froto el miembro con sus pies. Sí, soy un jodido fetichista, y esa sensación me enerva. Pero el coño disfrazado de barcazas antiguas me derrota. En un gesto de absoluta lujuria, le abro las piernas y comienzo a lamer la parte interior de sus muslos, que son hermosos. Pronto tengo frente a mis ojos el pliegue moreno de sus nalgas, el anuncio furtivo del vello, los bordes de los labios vaginales dibujados en la tela húmeda, en parte por el agua, en parte también por el deseo, que se le escurre para buscarme la lengua, que ya esgrimo.
Henry James acuñó una metáfora que ya es lugar común en la literatura. Pero las vueltas de tuerca no siempre le abren un sesgo al devenir cotidiano para que lo incomprensible asome la jeta: a veces también pueden romper la maquinaria que le da cuerda al mundo. Lo supe cuando al fin desaté el nudo de aquel horrible bikini y acerqué mi boca al coño sediento de Margarita. De la puta Margarita.
Aquel coño apestaba.
Soy mujeriego, no ginecólogo. El arte que postulo, por lo tanto, se rinde ante la ciencia. Ignoro, pues, el origen de aquel olor nauseabundo. Tampoco es algo que me importe. Lo cierto es que el húmedo agujero de la mujer que me atraía hacia sí con una fuerza inusitada olía a todos los rencores del mundo. Con un rápido movimiento me deshice de sus manos y le busqué el rostro, contraído por la excitación. Al entrar de nuevo en contacto con su piel, descubrí que mi verga, otrora tiesa como un tótem, se había muerto. Ella también lo sintió. Su expresión fue entonces una lastimosa interrogante.
-No sé si debamos hacerlo -le dije con la voz aún tomada por el alcohol, aunque no del todo.
-¿Por qué? -preguntó ella, moviendo su cuerpo debajo del mío.
Fue así como externé una excusa que había jurado no utilizar jamás:
-Soy casado.
Su cuerpo, ya quieto, se transformó de golpe en algo ajeno. Suave, pero sin vida. Como si de pronto me hubiera despertado de un sueño de adolescencia para descubrir que la mujer que estaba a punto de abandonarse a las formas de mi pasión juvenil es una almohada. Así de cruel. Así de cierto.
-Entonces, ¿por qué has estado haciendo todo esto?
-Fue el alcohol -le respondí, resbalándome hacia un costado para evitar la delación de mis ojos.
Margarita alzó los brazos para recogerse el cabello y luego se cubrió con él el rostro. Y suspiró. Y el aire dejó al descubierto sus labios, ya desnudos de su belleza etílica.
-¡Maldición! -exclamó entonces-: de todos los hombres de la Tierra, me tenía que tocar el honesto.
-Perdóname -le dije, sabiendo que sí, efectivamente, la había tocado. Pero nada más.
-No te preocupes -dijo ella-, me pusiste muy mal, pero creo que es lo mejor. Si mi marido me hiciera una chingadera así, lo mato.
-¿Eres casada? -pregunté, en verdad sorprendido.
-No, tonto -repuso-. Es un supuesto.
-Si de algo te sirve, créeme que daría lo que fuera por ser soltero en este momento -le dije, fingiendo una sinceridad que apestaba, no tanto como su coño.
Ella simplemente me miró y agradeció el cumplido con un gesto.
-Me siento ridícula -dijo luego, atrapada en mi falsa sinceridad.
Me levanté de un salto.
-¿Cómo ves si les caemos de sorpresa a esos dos?
-¡Es mi hermana!
-A esta hora, de seguro ya acabaron de hacerse cosas.
Así era. Cuando abrimos de un golpe la puerta, Edgar y Margot fumaban un cigarrillo. Sé que es una imagen trillada, pero era real.
Edgar se cubrió instintivamente el miembro flácido; Margot ni se inmutó. La visión de otra mujer desnuda, distinta y sin embargo casi idéntica a la que estaba envuelta en una bata de baño junto a mí, me provocó una súbita erección.
-¡Ah cabrón, no seas puto! ¡Deja me visto! -bromeó Edgar. Seguía borrachísimo.
-¿Es para mí? -rió Margot, señalando mi entrepierna.
-Mmm, nadie sabe para quién trabaja -respondió su hermana.
Edgar, aún en pelotas, ya estaba junto a nosotros. Tomó a Margarita de una mano e intentó sacarla de la recámara.
-Vente -le dijo.
-¡Qué mas quisiera! -exclamó ella.
Pero ya no hicimos nada. Jugamos un rato a las cartas, pero no había prendas que quitarse y el asunto duró poco. Bajo el pretexto de que tenía hambre, bajé a la cocina y luego fui a la sala y me tendí en el sofá. Y dormí como un diablito.

El lunes siguiente me encontré a Margarita en el lobby del edificio, frente a los elevadores. Nos saludamos con un beso en la mejilla y callamos durante todo el trayecto hacia los pisos superiores. Al salir, ella me guiñó un ojo y me deseó los buenos días. Tan fresca.
Más tarde, Edgar quiso saber qué había pasado entre nosotros. Cuando le hablé del “desagradable detalle” que había arruinado el paseo, se rió con ganas.
-¡Jura que no me estás mintiendo!
-En serio: olía al cagadero del diablo.
-Pues no me lo vas a creer -los ojos de Edgar me anunciaron desde ya la divertida confesión que hoy me tiene detentando estas líneas-: ¡el coño de su hermana también apestaba a madres!
Reí como nunca.
-No te creo -le dije entre carcajadas.
-¡Te juro que es cierto! Nomás le bajé los calzones, le salió un tufo de la chingada.
-Pues ni modo -le dije, ensayando un tono de desconsuelo-, el dolor de huevos ya nadie nos lo quita.
-¡Ah caray! -se extrañó Edgar-. ¿Y eso?
-Pues sí -expuse-, puro manoseo y nada de nada.
-¿A poco no te la cogiste?
-No me digas que tú...
-Yo qué.
-¿Tu sí...?
-¡Claro! Con todo y su pinche olor, le puse una cogidota que no va a poder caminar erguida en toda la semana.

Moraleja: la felicidad es efímera... y la infidelidad apesta.

No es metáfora.