miércoles, octubre 25, 2006

Crash test dummies


Es una mujer morena, pero eso no evita que su piel se ilumine cuando al fin la mezclilla se le escurre de las piernas. Adivino una vergüenza tibia ahora que se sabe casi desnuda: su mirada busca la mía con insistencia, como si quisiera distraerme, como si buscara prolongar la llegada del momento en que deberá ceder a favor del deseo. No la evado: prefiero dejar que se acostumbre a mi presencia. Se ha quedado quieta, sentada a la orilla de la cama, vestida apenas con la ropa interior que ya no es necesario imaginar. Mis ojos comprueban que el tacto no se equivocaba: las prendas son pequeñas, delgadas, de algún color tenue que la oscuridad, cómplice de su pudor, ayuda a disfrazar. Sé que es mi turno cuando ella ensaya un gesto que traduzco como una interrogante. Me desabrocho la camisa y me deshago de ella sin pausa. El cinturón cede; el pantalón cae al piso víctima de la misma gravedad que ha hecho de ella una estatua. Me equilibro torpemente sobre uno y otro pie para sacarme los calcetines; avanzo poco a poco hasta quedar a centímetros del lugar que se niega a ofrecerle refugio. “Quítamelos”, le digo, señalándome los bóxers. Titubea un poco pero al fin obedece. El miembro, casi erecto, se balancea frente a sus ojos cuando el resorte lo deja libre. “Míralo”, le pido, pues en ese momento ha vuelto a buscarme el rostro. Obedece. Sus manos, que ahora se deshacen de la prenda, están temblando. Ha llegado el momento: dejo que mis dedos se enreden en sus cabellos y la atraigo hacia mí, sin violencia, para restregarle las mejillas en la carne erecta. Ella apoya sus manos en mis caderas, pero no me acaricia, simplemente me sujeta, como si aguardara la autorización para reconocer mi piel. Me inclino para besarla en la boca. Mis manos avanzan por su espalda, por su cintura, se detienen un momento en la orilla de sus pantaletas. Siento ganas de arrancárselas, pero me contengo: la he oído suspirar. La empujo suavemente hasta tenderla sobre la cama. Me recuesto sobre su cuerpo, dejando que mi sexo se acomode entre sus piernas.
Creo en la justicia de alguna hora precisa: el instante en que ella vio por primera vez mi erección debió cerrar este pasaje de la historia. Nada hay más erótico que ese momento previo al placer o a la angustia. A la tragedia, incluso. Si acaso, debí darle una oportunidad al tacto y concluir. No lo hice: la penetré con una furia sosegada que segundos después devino frenesí. Sus pezones fueron en mi boca; su lengua supo de mi carne; sus oídos se resignaron a mis palabras violentas. Le rompí el himen, la inundé de rabia, le imprimí en las nalgas la lujuria que mi cuerpo no fue capaz de soportar.
Por alguna razón que ignoro, siempre acabo en el auto equivocado: los gemidos, que apenas una hora antes hablaban de placer, de pronto fueron la inmediata traducción del dolor físico y de la incredulidad. Sobre la calzada, a escasos metros de nuestro destino, la camioneta se nos cerró de pronto y de súbito nos arrojó a la nada.

Despertar a la oscuridad es más difícil que ser cegado por el lugar común de unos reflectores sobre el rostro: nunca es la sala de terapia intensiva de un hospital que ignoras, sino la penumbra, que es el eco de cualquier cosa. No bien recuperé la conciencia, mis manos se ciñeron a lo inmediato. Confiar en el tacto, decidir si aquella consistencia de sábanas limpias dejó alguna vez registro en la memoria. Era posible. Entonces, sólo entonces, escudriñar el derredor. Allá, el espejo vacío; a la izquierda, el rectángulo apagado que tan sólo promete las cosas de la calle. La recámara, en fin, callada y somnolienta, precisa, de mi departamento.
Me incorporé y de pronto, como una canción inesperada, recordé el accidente.
Había estado esa tarde con Irma en un hotel del centro. Lloró a mi lado, cubierta apenas por una orilla de la sábana. Su llanto tenía origen en ese sentimiento que las mujeres no saben pero aceptan cuando han tenido sexo por primera vez. Volví a acariciarla; tardé más de una hora en conseguir que volviera a abandonarse. Ya había anochecido cuando abandonamos el estacionamiento del hotel en el auto de su padre. Quería seguir conversando y le propuse tomar un café. Nos dirigíamos al sur cuando el vehículo nos embistió por un costado. Fuimos -según relató el hombre de la aseguradora- afortunados: el auto derrapó hacia la derecha y se incrustó de frente en un poste de alumbrado público. La estructura de concreto partió el auto por la mitad y sólo se detuvo hasta romper el tablero. Apenas tengo presente el estruendo y algo como un grito, aunque bien pudo haberse tratado del chirriar de los neumáticos aferrándose inútilmente al pavimento. Es extraño cómo el trauma de lo imprevisto borra de pronto los recuerdos inmediatos: el rostro femenino y ensangrentado que me miraba era el de todas las mujeres que conozco y el de ninguna. Fue como el súbito despertar que acababa de ocurrirme: todo gira como esas ruedas de la fortuna de los programas de concursos y se va deteniendo poco a poco para mostrarte que te has ganado un lugar en el centro de la incredulidad. Me vi empujando la portezuela, que se había trabado, y vislumbré como en un sueño los ojos de los curiosos que se iban amontonando al otro lado del cristal. Los quejidos de la mujer me distrajeron un momento. Su mano izquierda le cubría el rostro, como si quisiera liberarme de la obligación de recordarla; su mano derecha empujaba el volante, que le oprimía el vientre y le apagaba los gritos que el dolor debía estarle imponiendo. Ese era el tamaño del infierno más elemental. Quiero decir que pudo haber sido peor; quizá la inconsciencia, la desmembración, la muerte. Pero aquella noche sólo nos correspondió el dolor.
Me citó en la entrada del colegio. Vestía una blusa delgada y una falda amplia, propia de la primavera. Fuimos a comer una hamburguesa y conversamos largo rato, sentados uno frente al otro, como dos adolescentes. El local estaba lleno y aún así insistió en mostrarme las obstinadas señales de las magulladuras en su muslo derecho.
-Toca -me pidió, llevando mi mano hasta la zona levemente oscurecida de su piel.
Ella sabía que cualquiera podía vernos cuando guió mi tacto hasta su entrepierna, allí donde mis dedos reconocieron la densidad del vello cubierto apenas por el algodón.
Alguien silbó a mis espaldas, pero fui incapaz de encararlo, tomado de pronto por el deseo cruel e inapelable.
Mis dedos trascendieron el resorte de la prenda y toqué la humedad que se le escapaba de los labios.
-Cógeme -dijo sin apenas mover la boca-. Quiero que me cojas bien fuerte...
No sé si lo conseguí: creo que algo parecido a la ternura violentó esa orden que había sido categórica. En descargo de mi desobediencia, la invité a dejarse lamer el clítoris hasta hacerle un orgasmo. Fue, sin embargo, tan sólo una invitación, porque aquello no era algo que ella ansiara y por lo mismo no pasó de un buen momento.
-Anoche soñé con el choque -me contó, fumando un cigarrillo, su cabeza apoyada en mis piernas-. No fue exactamente como ocurrió: en el sueño, tú conducías; me estabas mirando y me decías que no te había gustado lo que habíamos hecho, algo así. Yo me enojé, te insulté y te pedí que me llevaras a mi casa. Entonces aceleraste pero ya no eras tú, sino uno de mis primos, que me decía que cuando éramos niños me había espiado mientras me bañaba... ¿Te conté de esa vez?
Negué en silencio mientras le pedía el cigarrillo.
-No importa. El chiste es que llegamos a mi casa y de pronto algo cayó encima del auto, una piedra enorme. Yo pensé: “¡No, otra vez no!” Pero no era otra vez sino “esa”, y te vi a mi lado, todo despeinado, mirándome como si no me reconocieras, igualito que en aquella ocasión. ¿Te conté cuánto te odié en aquel momento?
-Nunca -le respondí, devolviéndole el cigarrillo.
-No se me quita de la cabeza la cara que pusiste...
-Me imagino. Yo, en cambio, recuerdo algo bien curioso.
-Qué.
-Tu sangre. Acababas de sangrar -le señalé el vientre-, y cuando te vi, toda roja de las manos y de la cara, se me hizo de lo más normal.
-¿En serio?
-Ya luego reaccioné. Vi que estabas atorada con el volante y me asusté mucho. Me puse a gritar, ¿te acuerdas? Entonces salió de no sé dónde el chavo ese y abrió la puerta. Yo creo que pensaba sacarte de un jalón, pero cuando te vio toda torcida y llena de sangre, se puso a vomitar.
-¡Es cierto! De eso no me acordaba...
-Luego ya no te vi porque empezaron a apagar el coche con un extinguidor y todo se llenó de humo o de no sé qué. Cuando me di cuenta, ya no estabas. Fue cuando me animé a salir, de tu lado, porque mi puerta estaba trabada.
Guardamos silencio unos minutos. Luego, Irma se incorporó un poco y acercó su boca a mi exhausto miembro, húmedo aún de sus jugos. Lo tomó entre sus labios; jugó con él dentro de su boca.
Lo hicimos otra vez, ella encima de mí, moviéndose con dificultad. Luego de un rato, temí que su cabalgata imperfecta me apagara la erección y le pedí que me masturbara. Sintió por primera vez en sus manos el temblor de la eyaculación; sonrió, divertida, al ver el largo escupitajo de semen cayendo en mi vientre. Aquello menguó el placer. No demasiado.
-Pensé que jamás volveríamos a estar juntos -meditó un rato después, al tiempo que expulsaba el humo de un nuevo cigarrillo.
-¿Por qué? -le pregunté, tratando de adivinar la hora a través de la ventana.
-Pudimos haber muerto -respondió, mirándome de reojo.
-Siempre estamos muriendo -sentencié, casi para mí.