miércoles, junio 28, 2006

Ultima confesión a Estela (Fragmentos III)


Formas que el mar dibujó con su mano de sombra: estaban ahí al amanecer, pero la espuma se propuso reinventarlas y no eran más lo que ella y yo veíamos tomados de la cintura, mientras el alba le iba inyectando color al entorno de altos edificios que poco a poco un breve guiño del sol nos iba descubriendo a lo lejos. Y esa mujer, la que un día creí amar, me tomó de la mano y me pidió que paseáramos un rato antes de que la gente, como llamada por las olas, abandonara los hoteles y aquello perdiera esa intimidad, tan necesaria. Así que caminamos sin un rumbo preciso, trazando surcos sobre la arena aún fresca, y nos dijimos cosas que ahora el pudor me niega. Creo..., quiero decir, si es que el recuerdo no me traiciona, creo que estábamos enamorados. ¿Cómo lo sé? Lo ignoro. A lo mejor es eso precisamente: las ganas de recordarlo, la memoria que asiste, más como sensaciones que como las imágenes henchidas de silencio que se nos quedan aquí, sin que alguna vez hayamos podido elegirlas. No puedo decir que haya sido su mirada, porque sus ojos, al igual que su cuerpo, habían sido tomados por el deseo. Acaso lo era todo: el paisaje, el viento, casi tibio, o su presencia, simplemente su presencia. Cuando una mujer se ofrece así, en esa totalidad inabarcable, uno siempre encuentra la manera de entender que se le posee, que la puerta está abierta, que la única condición para quedarte ahí es el silencio, la aceptación, callada, hermética, sin indagaciones, sin interrogatorios. Tan sólo estar porque ella está. Sí, lo sé: era sólo una esperanza, un recurso de la imaginación. Pero había algo que me permitía afianzarme a su territorio: era su cuerpo, abandonado a mis caricias, a mis caprichos, al ansia desgarradora de profanarlo, de caminar por su piel dejando rastros de un placer que algún día pudiera nombrarme. ¿Por qué no mejor se lo pregunté y me dejé por un rato de masturbaciones mentales? Porque no era necesario: ella había ido hasta allí para buscarme; tan sólo una llamada había bastado. Desde que llegó, apenas la tarde anterior, no habíamos dejado de desearnos, de lamernos, de fornicar como perros en celo. Sí: puro deseo. Pero el hecho de que ella quisiera compartir conmigo el amanecer era evidencia suficiente. Acaso para ella no eran necesarias las palabras; hacer de la circunstancia una metáfora, una oculta confesión, fue siempre su manera de residir en mí. Por eso creo que me amaba. ¿Aún lo dudas? Lo comprendo: tú también eres mujer y conoces los métodos. Inútil pretextar el calor de su abrazo, las suaves formas que adoptaba su cuerpo cada vez que la tenía con la mirada, el hecho casi banal de que sus muslos se cerraran para dejar que descansara mi mejilla, o su aroma, que era en sí mismo una insinuación. O el deseo, que ya no es necesario referir. Es posible que el amor se disfrace a veces con las formas del sexo para no sentirse vulnerable. Nunca, creo, se atrevió ella a conjugar ese verbo cuando se sentía penetrada. Nunca -así me lo dictan los recuerdos- me atreví a proferir esa sencilla palabra cuando me sabía a punto de inundarla. Acaso temíamos el abandono que de su significado se deriva; acaso simplemente reconocíamos la obviedad de nuestros sentimientos. Las cosas se ensucian cuando las dices; dejar que esa verdad albergara en silencio en nuestros cuerpos era, quizá, la única manera de mantenerla con vida.

¿Cómo era? Siempre me he negado a describir a la gente. Una cabellera oscura sólo tiene sentido si la has visto o no derramada en la almohada; unos ojos claros, por el contrario, carecen de magia en la intimidad: su enigma radica en descubrirlos de pronto entre el gentío, en saber que, a su vez, son capaces de arrancarte del anonimato para siempre. Un cuerpo es delgado o ancho cuando no lo amas, pero una vez que has aprendido a ser en él, ese cuerpo puede ser tan grande como el mundo. Perdona entonces que no la describa. ¿Un rasgo, algo que la defina?: el ansia de mirada, más intensa en ella que en otras mujeres. No era, jamás fue sin un testigo. Develar poco a poco su cuerpo antes del sexo era para ella un ritual imprescindible. Pero no pienses por favor en imágenes trilladas de movimientos sensuales, ni en insinuaciones obscenas; ella acostumbraba desvestirse lentamente, de pie a la orilla de la cama, sin nada más allá del automatismo cotidiano; pero el simple hecho se saberse observada detonaba en su piel una rara sensación de codicia, ajena por completo a la vanidad. Y esa breve revelación no era un acto de entrega, sino de ofrecimiento: porque ese cuerpo podía estar ahí, dispuesto para ti, pero sólo porque a ella le complacía mostrarlo al mundo, prestárselo a la vista y luego al tacto, como un vislumbre, como una confesión a medias. No te equivoques: esa era su manera de darse; en ello estaba su equilibrio. Porque, una vez que comenzaban las caricias, los forcejeos y todas esas cosas del sexo, ella volvía a ser una mujer sin más misterio que el que provoca el placer por sí mismo.

No estás conforme: lo sé por tu mirada. Haré, pues, una confesión que no amerita la retórica: ella era idéntica a ti. No te extrañe saber que a mis recuerdos, con los años, les sobrevivirá tu rostro y no el de ella, tu cuerpo, la sensación de tus manos en mi piel, la imagen de un lunar que no es más un secreto de tu ingle. Todo eso que ella dejó alguna vez en mí, abdicará en tu favor. Diré tú y no ella; diré Estela y no su nombre. Y también con el tiempo, cuando hayas recuperado la memoria o te resignes al fin a saberte esa persona que mis palabras han intentado reanimar, quizá encuentres que las caricias que detenta tu piel tienen rostro. Acaso el mío, acaso el que decidas inventarte.

Los recuerdos, después de todo, no tienen palabra.

viernes, junio 16, 2006

Las formas de la noche


Como sombras mis palabras caerán sobre la ciudad adormecida. Uno a uno, los restos de una oración fragmentada se irán acumulando en los rincones que el ámbar ignora. Pordioseros, tránsfugas, esquizos: rabia contenida en las calles, huellas de humedad que el olvido, como una lluvia ciega, hubiera abandonado para siempre en las fronteras del asfalto. Espectros -alguna vez carne y sangre -despertarán al miedo de saberse entre los hombres, que anochecen, distantes, evasivos. Fantasmas del concreto, en sus ojos no habrá nada que no sea el silencio amurallado, el soterrado enigma de un murmullo que a diario fenece en el entorno. Y se irán quedando solos, sin hallarse, buscando a tientas como quien desea encontrar su nombre en el lugar definitivo.

Sombríos, reflexivos, agotarán las aceras, gravitarán sin saberlo, acaso alguno se topará sin querer con una mujer que aguarda en la esquina, el gesto confundido que creerá reconocerlos. Se habrá equivocado: la mirada no basta para figurar un sueño roto, la descarnada melancolía parida por una nostalgia que no le pertenece. Pero el terror es un capricho desmedido incluso para los dueños de la noche: la mujer apartará los ojos de la figura inconcreta, desandará sus pasos, tal vez confiará de nuevo en los trabajos del olvido. Él o ellos, por el contrario, querrán asirse para siempre a su recuerdo. No lo conseguirán: el mañana los encontrará vacíos, inciertos, derrotados. Porque es la ausencia lo que le da sentido a su misterio.

No son ángeles: jamás han soñado con los hombres. Un anciano frente a una taza de café es sólo la taza de café o el calor, el aroma del tabaco, la rara sensación de que alguien o algo los presiente. Pero tampoco hay maldad en su residencia pasajera: si algún fugaz juego de luces les revelara el contorno de una silueta en el balcón, ellos no verán sino una forma, una cosa más en la geometría del mundo. Nadie odia o anhela lo que no conoce.

¿Qué quieren, entonces, mientras recorren la noche? Ellos no lo saben, pero quizás algún día encontrarán el rastro, que será una fragancia o acaso simplemente la tibia alteración del aire que un cuerpo habrá dejado a su paso. Esa leve confesión me bastará para entender que la mujer, la única mujer, aún existe. Que la ciudad la contiene. Que las calles, a final de cuentas, no son del todo aborrecibles.

Mientras tanto, continuará el asedio. Las formas de mi deseo seguirán merodeando la noche, como un aliento, como palabras, como los fantasmas de un ansia que no cesa.

Y de nuevo la madrugada los sorprenderá en la magia atroz de saberse a sí mismos.

miércoles, junio 14, 2006

Los quehaceres de la ironía (Fragmentos II)


Una de las cosas que aprendes con el tiempo es a no reírte del mundo cada vez que cuenta un mal chiste. Menos en su cara. Y menos aún si has sido tú quien lo ha motivado. ¿Por qué la aseveración? Porque Estela se ha quedado muda un tiempo largo, demasiado largo para no pensar que ese vacío que se abrió de pronto entre los dos era el primer síntoma de un mal augurio. Se veía demacrada: había permanecido muchos días sin maquillarse, el neón blanquecino de la habitación le transparentaba la piel y nada sino alguna sonrisa ocasional le despertaba el color del rostro. Además, estaba la comida del hospital. Ya sabes. Un momento antes de que Estela hiciera esa pausa lúgubre, ocurrió algo extraño: ella me había pedido que me acercara un poco y en voz muy baja me preguntó si alguna vez la había deseado. No le respondí: la miré a los ojos y a su vez me pregunté en silencio si estaría empezando a recordar. Hasta ese momento, había tenido que mentirle: éramos amigos, íntimos, pero nada más. Tenía la esperanza de que a partir de mis recuerdos, en su propia memoria reencarnara mi imagen. Pero era inútil: nada, ni un solo pasaje de su vida anterior le parecía familiar.
Hasta ese momento.
Primero separó ligeramente los labios; su mano derecha se anticipó a sus palabras y luego abrió los ojos, exactamente como quien se instala en un recuerdo vergonzoso. Luego me sujetó el brazo, que yo mantenía apoyado sobre el camastro, a un lado de su cadera.
Me apretó un poco. Entonces dijo:
-Tú y yo somos... -Y se detuvo.
La observé con insistencia, animándola a seguir. Fue cuando noté el rubor en sus mejillas, la señal inequívoca de que había algo en su memoria, algo suyo y no la recreación de las anécdotas que tarde a tarde le había estado contando desde el accidente, desde que el burdo tejido de la amnesia se le enredó en los recuerdos. Poco a poco me fue soltando y luego se llevó ambas manos a la cara. Cuando volvió a mirarme, su expresión se había descompuesto en una mezcla de pudor y sombría belleza.
-Tú y yo hemos... -volvió a decir. Pero esta vez se atrevió a continuar-: Tú y yo hemos hecho el amor.
Así de contundente.
-Ya recuerdas -le dije, sintiendo que mi presencia diaria a su lado había empezado a cobrar sentido.
-Fuimos una vez a un hotel -siguió ella-. A un hotel en un callejón cerrado.
-En el Centro -asentí-, a unas cuadras de la oficina.
-No sé -rememoró-. El hotel tenía, o tiene, un estacionamiento subterráneo, y en el lobby había un gran cuadro con un paisaje como una playa nocturna o algo así.
-Efectivamente. Ese cuadro siempre te había fascinado, y fue gracias a tu curiosidad que quisiste acompañarme a la playa.
-¿Fuimos juntos a la playa?
-Deja eso a un lado -me disculpé-. Concéntrate en tus propios recuerdos. ¿Qué más ves en ese hotel?
Estela meditó un momento. En ese instante ninguno de los dos sabíamos que la incidencia de imágenes que yo casi podía ver claramente no era nada sino un error.
-Yo pagué ese día -continuó-, porque tú habías olvidado la cartera. No puedo verte ahora, pero sé que estás detrás de mí porque te ofrecí el billete para que fueras tú quien pagara, pero sólo escondiste las manos y entonces tuve que acercarme al cristal y dije una tontería, algo así como “Queremos reservar un cuarto” o “¿Tiene habitaciones disponibles?”
Empezó a reír. Pero yo fui incapaz de compartir su alegría: como en una rara transferencia, el vacío que le había correspondido se hospedó de pronto en mi cabeza: nada de lo que decía era cierto; yo jamás había olvidado la cartera; nunca le habría permitido que pagara, no por machismo, sino porque ella misma me había dicho que el mundo se despeñaría junto con su existencia si tuviera que hacerlo. Entonces, ¿por qué mentía? ¿Bromeaba? ¿Lo sabía todo y jugaba a ver cuánto de lo nuestro era yo capaz de recordar?
-Hay algo raro -dijo-: sé que no es la primera vez que estamos ahí pero, por alguna razón, al entrar en el cuarto te digo que soy... virgen.
-Estela -musité, esperanzado-. Estás mezclando los recuerdos. Sí lo eras, pero no me lo dijiste en ese momento sino un día antes, cuando decidimos hacer..., hacerlo.
-No -me interrumpió, apenada-. Recuerdo claramente mis palabras: “Estoy asustada: nunca he estado con nadie”. Y tú entonces me abrazaste y te portaste muy tierno: me llevaste a la cama y me pediste que me tranquilizara, que no haríamos nada que no quisiera. Me recosté en tus piernas y tú me acariciaste el pelo. Sabía que te había mentido, que mis miedos no eran ciertos, pero saber que eras capaz de ese detalle fue algo que me reconfortó.
Exactamente: nada de eso era cierto. La vez que me dijo que era virgen, estábamos en un café. Aquella tarde le hice notar que nada de eso importaba, al menos no para mí, pues sólo deseaba que ella supiera lo que se sentía, no el acto en sí sino el hecho de que ambos pudiéramos estar juntos por primera vez. No quise decirle lo que estaba pasando en ese momento por mi cabeza. Me quedé callado, disimulando mi tenue incredulidad.
-Pero luego todo cambió -prosiguió Estela-: cuando empezamos a hacerlo, tú te detuviste de pronto y te asomaste acá abajo -se señaló el vientre-. Luego me dijiste que no entendía por qué no había sangrado. En verdad me ofendí: en un segundo pasaste de ser un príncipe a un sapo, sin beso de por medio.
Por alguna razón que ignoro, tampoco quise corregirla. Algo en su cerebro había decidido contarle una mentira y a lo mejor me nació saber hasta dónde sus recuerdos eran capaces de falsear los acontecimientos sin toparse de un momento a otro con la verdad. Es posible que sean los trabajos de la amnesia, creo que pensé. A lo mejor sus neuronas despertaron al fin y buscan alocadamente las ramificaciones que las aten de nuevo a la realidad. No era más que una hipótesis sin fundamento, pero de alguna forma yo también necesitaba asirme al mundo en ese momento.
-Perdóname -volví a mentirle-, no es que aquello me importara demasiado, es sólo que jamás había estado con nadie así... -ensayé un gesto que esperaba pudiera decirle más que mis palabras-. Fue curiosidad, simple curiosidad.
-Tú no dijiste eso -se extrañó ella-. Te enojaste mucho. Me llamaste embustera y no sé cuántas cosas. Te vestiste de prisa y te saliste. Hasta dejaste la puerta abierta. Yo la cerré de una patada. Pensaba quedarme ahí un rato, pero estaba tan molesta que también me vestí rápido y corrí a alcanzarte. -Meditó un poco-. Ya recuerdo -dijo al fin-: era domingo, porque la florería estaba cerrada. Y todas las tiendas. Te vi parado en la esquina. La sangre se me subió a la cabeza. Había decidido arrancarte la piel con mis propias manos, pero al llegar y verte de cerca, noté que llorabas. No era un llanto, así, digamos, de enojo, sino de rabia, de coraje mezclado con desolación.
Aquello había ido demasiado lejos. Por un momento, a mi cabeza acudió la idea fugaz de la locura. Nadie en sus cabales es capaz de inventar una historia con detalles tan precisos, no después de despertar de la amnesia. Que el choque le hubiera atrofiado la mente era algo angustiante. Por eso, por la desesperación que ya había tomado forma en mi interior, decidí concluir con esa retahíla de mentiras. Las suyas y las mías.
-Estela -le dije en tono enérgico-, nada de lo que me estás contando ocurrió realmente. Sí existe el hotel, sí estuvimos más de una vez en él. Yo nunca he dejado que pagues por mí. Nunca he tenido un arranque de enojo semejante. Jamás nos hemos visto en domingo, no porque no quiera, sino porque no puedo.
Suspiré. Había llegado el momento de la confesión definitiva.
-Y nunca nos hemos visto en domingo por una simple razón -le dije, tomándola de la mano que estaba más cerca-: soy...
-Espera -me interrumpió ella, no sólo con la voz, sino con un gesto de urgencia que más que una orden parecía un ruego-. ¿Sabes?, acabo de recordar por qué llorabas. Cuando me acerqué a ti, me lo dijiste: tú sabías que yo no era virgen, pero igual habías fingido con la esperanza de que tus miedos al respecto se alejaran. Pero funcionó al revés: ya no era sólo el hecho de saber que no eras el primero en mi vida, sino que en ese momento, más que nunca...
Intrigado, tuve que abandonar mi naciente confesión en favor de la suya, más siniestra incluso. La vi sumergirse de nuevo en profundas cavilaciones. El brillo de sus ojos, antes opacados por la introspección, parecieron cobrar una luz intensa, casi hiriente. Entonces descubrí que no era el reflejo de la tarde, sino las lágrimas lo que florecía en su mirada.
-No, tú dolor no era de saber que ya otro me había..., sino de que incluso conocías a ese otro. Lo habías visto, nos habías visto. Incluso una tarde nos seguiste hasta ese hotel y te quedaste afuera, contando las horas, limpiando la sangre de tus heridas. Se oye cursi, pero eso dijiste. Y yo entonces te abracé, muy fuerte, y me puse a llorar contigo. Pero no de compasión, sino por el hecho de que entonces supe que te amaba, y que te estaba lastimando, y que ninguno de los dos nos merecíamos nada de eso...
Como en un baño de hiel, recordé una tarde anterior a ese momento: mi encuentro con el hombre aquel que me había acosado, que se había atrevido a enfrentarme para decirme que Estela era suya, que la amaba, que iban a casarse.
La estupefacción es algo que no alcanza cuando te miras al espejo y es un rostro ajeno el que sonríe. Entonces, ¿era cierto? Sí, lo era: el hombre no mentía. Estela lo amaba. La confección de aquella mentira con respecto a su vida sexual no tenía como propósito el juego obsceno, la impostura barata, sino el deseo de recobrar para él un momento que no le había correspondido, de quitármelo a mí para curarse las cicatrices del remordimiento.
Ahora lo sabía: el hombre en el recuerdo era él. El otro era yo.
Estela, apenada, se retrajo en sí misma y empezó a llorar.
-Perdóname -musitó entre sollozos-. Sé que te lastimé. Pero créeme: de haber sabido que tú eras..., no sé, te habría esperado. O tal vez no, pero al menos no habría prolongado ese engaño. Porque, ¿sabes?, ese hombre no significa nada para mí. En algún momento pensé que lo quería, pero sólo me estaba mintiendo a mí misma, porque él pasaba mucho tiempo a mi lado, pero había algo que me lo negaba. No sé bien qué era, no puedo recordarlo, pero sí sé que aquello nos impedía estar juntos.
Estela se limpió el llanto con el dorso de su mano vendada. Luego giró un poco hacia la izquierda para alcanzar los pañuelos.
No supe qué hacer. Los papeles se habían invertido. Ya ni siquiera sabía quién era yo mismo. Un intruso a lo mejor. Un espectro. Un capricho de las sombras que habitaban la mente confundida de esa mujer que de pronto me pareció ajena, distante, inalcanzable. Por un instante sentí el impulso de decirle que no era mi dolor lo que ella pretendía aliviar, que yo era ese otro, ese fantasma de rostro evasivo que un sesgo de su memoria le había mostrado apenas. Pero me contuve: no era el momento; el descarnado cuarto de aquel hospital no era el sitio. Ya habría oportunidad de rectificar la historia. Acaso ella misma tendría que hacerlo, redescubrir a solas las huellas que conducían a su propia vida para seguirlas y encontrar, al final, quién era ese hombre que se cernía de pronto como una catástrofe sobre la fragilidad de su llanto, ese hombre cuyo odio tomó la forma de un beso, apenas un roce de sus labios sobre la frente, y que después abandonó la habitación en silencio, grave, vacío de sí mismo, exactamente como hacía un par de años, cuando, una tarde en la oficina y sin haber cruzado con ella una sola palabra, le tomó las manos y dejó que sintiera el calor de su deseo.
Una imagen que la amnesia, al morir, dejaría intacta en su memoria.

martes, junio 13, 2006

Fabiola y el asedio


Hay cosas que el viento no arrastra cuando la ciudad precisa del otoño. Una de ellas es Fabiola. Su rostro de niña que no cede. Su figura detenida en el silencio que se niega a renacer.
Asuntos del tiempo: cuando la mente construye una nostalgia, el objeto que se ansía fenece. Densas capas de recuerdos lo cubren. Se queda, pero es el disimulo, si acaso una carta, o esa calle que a veces te llama, la canción que asiste, el texto que la evita y que, sin embargo, no cesa de dibujarla en los espacios vacíos que van dejando las palabras, mis palabras, la sucia representación de mi deseo.

Ayer falsifiqué su sonrisa en los labios de una mujer que no sabía. “Júntalos un poco más, así”, le exigí mientras seguía los dictados de una imaginación que a veces se disfraza de memoria. “Tienes que parecerte a la caída de la tela sobre el muslo”, le insistí. “Necesito que seas piel y seda, atardecer.” Ella -la que no era, la que no podía ser- obedeció. “Deja que el cabello se te escurra por los hombros”. Pero no lo consiguió: en el pelo que recuerdo no había fatalidad, sino candor.
Su nombre es Tamara. Es, aunque haya ido, como otras, a refugiarse en el pasado. Estábamos desnudos. La penetraba por detrás. Mi verga, frenética, se reconocía en sus entrañas; el pulgar de mi mano derecha, no menos azaroso, le calibraba el culo. Sus nalgas eran hermosas, suaves y brillantes. Nos habíamos acomodado en un costado de la cama, y el enorme espejo del hotel nos devolvía la enferma recreación de la infidelidad. Fue en ese momento cuando lo noté: la débil luz de una tarde que moría se filtró como un estertor a través de un sesgo de la pesada cortina; el juego de claroscuros detalló por un instante en su perfil los rasgos de la mujer que en la juventud creí amar; la nostalgia se encargó del resto. No sin sorpresa, me detuve. “Eres hermosa”, le dije, tomándola de la barbilla para imponerle su rostro al espejo. “No entiendo cómo pude ignorarlo”. Tamara quiso sonreír, pero una nueva arremetida le descompuso el gesto. “Eres hermosa”, repetí, acometiendo una y otra vez su carnoso culo, “eres muy hermosa”.
Se vino. Lejos de que el grito dejara traslucir la violencia del orgasmo, Tamara apretó los labios, cerró los ojos, estrujó el dorso de mi mano apoyada junto a su cuerpo. Luego, de nuevo empezó a gemir. Ya no la dejé terminar: el rostro imaginado, su cintura, deformada también por el recuerdo, me absorbieron el alma. Acabé en su interior y me quedé un momento recostado sobre su espalda, tan idéntica. Mi verga languideció entre sus nalgas y me incorporé. “Ven”, le dije, rompiendo nuestra magia para iniciar otra, la que le correspondía a la mujer cuyo rostro me asediaba. La llevé de la mano hasta el espejo. La obligué a sentarse. Ensayé aquel artificio en su expresión. Pero no bastaba. Desesperado, vacié su bolso sobre la mesilla. “Toma”, le dije, alcanzándole el estuche de maquillaje, “píntate, ponte un poco de sombra, haz que tus cejas lleguen hasta aquí”.
Tamara, al principio indecisa, finalmente procedió a darle forma a aquella farsa. No sé si creyó que todo era una broma, lo cierto es que siguió una a una mis indicaciones y sólo se detuvo cuando sintió que el esperma le escurría entre los muslos.
“Sigue”, le pedí, colocándole un pañuelo desechable en la entrepierna, “ponte más rubor, así, sin exagerar”.
Corrí a encender la luz. Tamara dejó de mirar su reflejo y me observó con una tenue sonrisa.
“Soy o me parezco”, dijo, divertida.
“No eres”, le respondí, de pronto oscurecido. “Ni siquiera te pareces”.
Tamara, sin que mediara una palabra más, comprendió lo que ocurría.
“Sería mejor si me mostraras una fotografía de ella”, dijo.
“No la tengo”, le contesté, “sólo me queda el recuerdo”.
Aún con el pañuelo entre las piernas, Tamara se puso de pie. Vi que se restregaba, acaso con furia, y que arrojaba el papel humedecido en un rincón. Entonces me enfrentó.
“¿Haces lo mismo con todas?”, preguntó con voz apagada.
No supe qué decirle. Había sinceridad en el silencio que de pronto se impuso entre los dos: era la primera vez que me ocurría y, sin embargo, de súbito descubrí que aquel impulso me era familiar. ¿Cuántas de aquellas mujeres se habían parecido en un momento u otro a ella?, ¿cuántos de aquellos rostros habían expresado una cierta semejanza?, ¿cuántas de ellas habían sido en mí por el oculto afán de pretenderlas otra?
Me sentí derrotado, enfermo. No se puede ser cómplice de la memoria cuando sabes que los años han urdido en ella el atroz mecanismo de la traición.
Tamara no aceptó el cigarrillo que le ofrecí mientras la veía vestirse con los ademanes fríos y contundentes de quien sabe que el otro no llegará a la cita. Ni siquiera hizo el intento por deshacerse de la colorida ficción que hacía apenas unos segundos habíamos practicado en la piel de su rostro. Con paso firme fue hasta la puerta y quiso cruzarla, pero algo la detuvo.
“Espero que la hayas disfrutado”, dijo, volviéndose un momento hacia mí, “quien quiera que sea”.
Y salió.
Una vez que me quedé a solas, me pregunté si Fabiola habría sido capaz de regalarme un gesto tan hostil. Nunca lo sabría: en la eterna adolescencia que la contiene en mis recuerdos, las formas del reproche no madurarán jamás.

jueves, junio 08, 2006

Verbo hecho carne


Lamer el súbito musgo que postula tu herida. Robar esa secreta alquimia que renace. Incisivo, retomar el temblor, lacerarte. Cincelar aquí y allá el rastro de mis manos. Volver sobre las huellas que va dejando el asombro. Insistir. Saberte esfinge a la distancia, heredera del tiempo, hallazgo entre la arena. Recuperar para tus muslos el sentido del tacto. Contemplar, irreflexivo, el punto suspensivo que alguna vez te ató a otro cuerpo.

Lamer, incidir, hurtar.

Redescubrirte.

Tus ojos, esclavos de mi ansia antropológica.

Palpar el cercenado bosque de tu axila. Rediseñar la curva peligrosa de tus hombros. Rozar con el aliento la complicada geografía de tu oreja y de tu pelo, derramado en sí mismo.

Mis manos son el molde de tus senos.

Inquietarme ante el fragor que dibujan tus labios. Aprehender cada palabra, cada pausa, el colorido engaño que se escurre de tu boca. Encarnar en ti, en tu cicatriz. Confiarte el rigor de la sangre acumulada. Traducir al braille las imágenes del sueño que ayer te habitó. Agonizar, morir incluso de esperma y de violencia.

Reproducir el verbo que antecede a la oración que hoy, aquí, te invoca.

Para adorar el deseo de tu carne infinitiva.

miércoles, junio 07, 2006

Fragmentos


“Dijiste que a tu primo le gustaba espiarte mientras te bañabas. Él era un adolescente y tú apenas rebasabas los diecisiete. Lo viste nacer, jugabas incluso con él cuando su familia los visitaba. Se distanciaron por alguna circunstancia que ignoras y volvieron a encontrarse la tarde en que sus padres pactaron el divorcio al final de una escena dramática que tuvo su ocaso con el regreso de tu hermana a la casa familiar. Se instalaron en tu recámara. Dijeron que solamente sería por una semana o dos, así que aceptaste dormir en la sala. Pero los días se fueron prolongando como la frase que te habría gustado gritar cada vez que la dureza del sofá te sorprendía en las noches. Aquel sillón no te quería, así lo aseguraste, y una mañana le pediste a tus padres que compraran uno nuevo o te pagaran de plano el hospedaje en un hotel. Y tu madre lloró todo el llanto que a su hija recién divorciada se le negaba, como si en ese acto de valor radicase la reconstrucción de su reino personal. Pero nada ocurrió, ni ellos cambiaron la sala, ni tú te atreviste a cruzar la puerta al término de la última discusión, pese a que tus pocas pertenencias ya estaban en esa maleta entre tus manos. Hay edades que no dan para grandes hazañas. Finalmente abdicaste y tu cuerpo terminó por amoldarse a los rigores del sofá.
“Tenías una reunión aquella tarde. Como cada sábado, cuidaste las evoluciones de tu ropa entre las tripas de una lavadora arcaica mientras Madonna y el tetris, mientras el nácar en las uñas y alguna historieta ocasional. Tu primo -perdona que yo también haya olvidado el nombre- llegó del futbol y ni siquiera se detuvo a preguntar a dónde habían ido todos; simplemente ensayó un gesto que se pretendió saludo y fue directo a la recámara. La espera terminó. Tendiste tu ropa al sol, que ya se ocultaba, y fuiste a venerar el clóset portátil que habías acomodado junto al televisor. Elegiste cuidadosamente el look para la fiesta. La regadera del baño de tus padres parecía una improvisada casa de campaña de tanta ropa interior que colgaba de ella. Te ceñiste la bata de baño y formaste una bolita con tus calzones para que al cruzar tu recámara, o lo que había sido tu recámara, el primo no pudiese verlos. Pudores juveniles. Abriste la puerta de golpe, no por la costumbre, sino por el tenue rencor que aún a veces te aconsejaba. El primo estaba sentado con la espalda apoyada en un costado de la cama. La luz del ventanal te cegó un poco, pero igual alcanzaste a ver, o imaginaste, que sus hombros se sacudían. Fue apenas un atisbo. Nada concreto. Por supuesto, se sorprendió al verte. Más que nada, pareció asustado. Se quedó quieto, más incluso que las cosas cuya naturaleza es la inmovilidad. Eso lo delató. Pero tú no tenías tiempo para sospechas. Arrugaste la nariz y practicaste una danza ridícula al pasar para que tu intromisión fuera menos detestable. En la puerta del baño quedaban rastros de tu niñez: cierta noche te encerraste sin querer y conociste el horror. Para rescatarte, tu padre se valió de una herramienta inapropiada, aunque eficaz: la sierra eléctrica. Practicó en la madera un boquete tan grande, que incluso el gato podía pasar a través de él sin rozar los bordes. La desidia o el hábito convirtieron ese vacío en una circunstancia más del mobiliario. Hasta tenía nombre: Eleuterio. Sí, ya sé, suena estúpido, pero tú se lo pusiste. La ventana era Anastasia; la cómoda, Comodina. Son los registros de tu ocio. Cerraste la puerta, aunque sabías que era inútil, y habrías comenzado a bañarte de no ser porque al otro lado del agujero descubriste la cara de tu primo, que a lo lejos, recortada contra la moribunda luz de la tarde, parecía esperar a que maduraran tus asuntos para volver a los suyos. Valiéndote del clavo que a guisa de percha sobresalía de la puerta, colgaste tu bata y la extendiste sobre la descascarada superficie para cubrir siquiera parcialmente la ausencia de madera. Encendiste el radio. Había una canción que te gustaba. Creo que te pusiste a cantar, no lo recuerdo. Te quedaste quieta unos segundos bajo la tibia caricia del agua y fue entonces cuando descubriste que la orilla de la bata se movía. No quisiste darle importancia: el agua en los ojos no es fiel a la realidad. Te enjabonaste el cabello, que aún conservabas casi hasta la espalda, y procediste a ejecutar tu cristalina danza de sirena. Esa densa y pesada cabellera fue la cortina a través de la cual notaste claramente cómo el hueco que iba dejando la orilla de tu bata se llenaba de asombro. Eso era un ojo. Y estaba calibrando tu desnudez.
“¿Qué hiciste? Según refieres, fuiste por segundos una estatua y luego el mimo que la simula. Y en esa pausa no hubo un sólo resquicio para la vergüenza. A lo mejor quisiste pensar que imaginabas; acaso, acudir a la imaginación no fue una buena idea. Porque entonces tu mente recreó la escena que estaría teniendo lugar al otro lado de la puerta, con tu primo echando mano de su pene adolescente, que se hinchaba de sangre primeriza. No eras ninguna experta; de hecho, tus conocimientos en el terreno de la masturbación eran nulos. Pero saberte deseada, sentir que los secretos de tu cuerpo eran capaces de tanta abnegación, fue suficiente para que en tu interior floreciera el hambre de mirada, esa oscura vanidad que ya jamás te abandonaría.
“Quiero pensar que quien es objeto del voyeur encierra en sí mismo una naturaleza análoga: saber que se es espiado traiciona el sentido del acto, pero a la vez desata los trabajos de una transferencia voluntaria, que trastoca los cuerpos y convierte al observador en observado. De ahí que aquella tarde hayas practicado esa serie de posiciones inauditas en quien sólo se relaja bajo la regadera: te abriste los labios vaginales para que el agua, como una lengua incesante, reconociera la consistencia de esa zona inédita de tu cuerpo; luego, te pusiste de espaldas a la puerta y te arqueaste para que la hendidura entre tus nalgas se revelara al fin a la callada codicia del profano; tus senos, por supuesto, fueron un juguete de tu propio tacto. No me hagas mucho caso: la imaginación se rige por sus propias leyes, no siempre fieles al recuerdo.”
-Es todo lo que sé -le digo a Estela, que ha estado escuchándome, sonriendo a veces, dejando por momentos que su mirada vague por los intrincados pasajes de su memoria oscurecida, pero siempre en silencio, como si hubiera estado reconstruyendo los escenarios que tomaban forma a través de mis palabras para apropiárselos, para fundar así sus propios recuerdos.
-Qué divertido -comenta, un poco para sí misma-. Divertido pero inútil: jamás había oído algo semejante.
-No te esfuerces -repongo, ofreciéndole el vaso de jugo que no ha querido tocar en toda la mañana-. El olvido es caprichoso: si te empeñas en recuperar una idea que alguna vez fue tuya, no pasa nada; en cambio, si diriges tu atención a otras cosas, la idea vuelve, así, sin más. Lo llaman serendipia.
Estela alza una mano para alejar el jugo que he mantenido por segundos frente a su boca. Al hacerlo, sus dedos me tocan. Apenas un leve roce, pero es la primera vez que entramos en contacto desde el accidente. Ella lo ha notado, pues enrojece y desvía la mirada mientras una ligera sonrisa la traiciona.
-¿Nada? -le pregunto, refiriéndome al jugo.
Ella me mira con sus ojos de pronto apagados y se reacomoda sobre la almohada.
-¿Cómo puedo saber si me estás mintiendo?
-Eso nunca lo sabrás -le respondo-. Pero no tienes otra opción más que confiar en mí.
Ahora se estira un poco. Está incómoda; no conmigo, sino con su circunstancia. Estela es uno de esos seres contradictorios que aman su cuerpo y a la vez lo martirizan en horas de gimnasio. Sé que la inmovilidad de la cama de hospital la está matando, así que aprovecho para deslizar una pregunta que pretendo casual:
-¿No extrañas el ejercicio?
Me mira de una manera extraña, como si hubiese atisbado una señal en su interior. Por un momento creo que aquella súbita interrogante ha funcionado. Pero entonces, sin ningún trámite, su gesto se reinstala en su condición extraviada.
-A veces me pregunto qué pasará si nunca logro recuperar la memoria.
Es una pregunta difícil, pero igual finjo que no es decisiva.
-Entonces me disfrazaré de Sherezada y te contaré tu propia historia en largas noches de tabaco y cafeína.
-Viviré para siempre en la mentira.
-También la verdad se inventa.

lunes, junio 05, 2006

La otra "Miss Amnesia"


Estela arribó de noche a la ciudad. Llovía. Era sábado. Un taxi la llevó a la oficina, transitando lentamente por calles lodosas mientras ella se distraía observando el ralentizado movimiento de los otros autos que a veces los rebasaban y por momentos se quedaban quietos, como prensados al asfalto por la fuerza indolente del chubasco. Minutos después, el guardia la ayudó a transportar su pesada maleta por la rampa de acceso. El sedán la esperaba. Enfiló con rumbo al sur. El tráfico era intenso. A través del parabrisas tomado por la lluvia, las calles habían cobrado una especie de luminosidad abigarrada. Un semáforo en rojo la detuvo en la esquina de Insurgentes y Filadelfia. Mientras esperaba el verde, se miró el esmalte desgastado de las uñas. Sus manos sostenían el volante como si quisieran mantenerlo a la distancia. Un hombre la observaba desde el auto contiguo. Creyó que le sonreía. Acaso la imaginación la traicionaba. Aprovechó los últimos segundos de aquella espera para mirar su propio rostro en el espejo retrovisor: el reflejo, fiel y nítido, le devolvió un gesto cansado. El hombre en el auto dejó de mirarla: el semáforo estaba en verde. Arrancó un instante antes de que Estela pudiera reaccionar. El vehículo, un impecable Marquis en color negro, se adelantó al sedán e invadió el carril sin aviso de por medio. Estela tuvo que aminorar la marcha. Los autos pasaban velozmente a su lado y el fragor de la lluvia aumentó de súbito. Las gomas del limpiaparabrisas arrastraban inútilmente el agua sobre el cristal. Estela desvió un instante la mirada hacia el tablero para accionar el aire acondicionado y al volver la vista hacia la calle se encontró a centímetros del Marquis, que se había detenido. Al instante pisó el freno, pero no pudo evitar un golpe leve, aunque rotundo. El motor se apagó. A través de la densa cortina de agua, Estela alcanzó a ver que las puertas de ambos lados del vehículo se abrían, pero el vaho en el cristal canceló la progresión de esa imagen. De haber limpiado a tiempo el vidrio, quizás habría podido notar la decisión de aquellos hombres mientras ejecutaban un movimiento preciso, calculado. El potente reflejo de unos faros en el espejo retrovisor la cegó un poco; luego, una figura sin rostro se detuvo a su izquierda. Sólo entonces descubrió el arma, el oscuro cañón confeccionado en acero que le apuntaba.
El miedo es ese animal que se agazapa y busca el instante preciso para saltar sobre tu espalda. Cuando Estela quiso reaccionar, el golpe del acero reventó el cristal y cientos de gotas afiladas le cayeron encima. Por eso no vio la mano que rápidamente se introdujo y retiró el seguro de la puerta, que se abrió en un instante. Estela, en un reflejo absurdo, quitó la llave de la pastilla de encendido y entonces sintió el jalón que finalmente la expulsó a la calle.
No vio la cara del atacante. Cayó de bruces sobre la humedad del asfalto y en seguida aquellos brazos la levantaron en vilo para arrastrarla hacia el Marquis. La puerta trasera se abrió y en un momento se encontró en el interior, al lado de un hombre que apestaba a tabaco rancio.
-¡No me veas, pendeja! -le dijo el hombre, empujándole la cabeza contra el asiento-. Quédate quieta o te meto un plomazo.
El peso de otro cuerpo la empujó y la puerta del auto se cerró con un ruido apagado. El Marquis arrancó.
La fuerza de aquella mano la mantenía con la nariz hundida en el asiento, que también apestaba. Oyó voces en distintos tonos, vociferaciones diversas, alientos excitados. Por los movimientos de su cuerpo, que se mecía, abandonado pero tenso a la vez, supo que el auto había dejado atrás la avenida y buscaba el anonimato de las calles circunvecinas.
Una de aquellas voces hizo una pregunta. Fue la inflexión lo que la delató, pues Estela, incómoda por los cristales que se le enterraban en la piel, seguía sin entender lo que decían. Por lo poco que alcanzó a rescatar de aquella conversación entrecortada, creyó que hablaban de su auto. Puso atención un momento, y entonces se dio cuenta de que el hombre que preguntaba lo hacía a través de un teléfono celular. Al parecer, no habían podido mover el sedán, y habían decidido abandonarlo. En su mano derecha aún estaba la llave de encendido.
El auto dio un trompicón y dobló a la izquierda con un horrísono chirrido de neumáticos. El súbito acelerón hizo que la mejilla de Estela se tallara contra el respaldo y no pudo evitar emitir un grito, que no nació del dolor, sino de la desesperación.
-¡Calla a esa vieja! -oyó que decía el hombre del teléfono, y al instante la mano le oprimió la cabeza con furia.
Estela creyó que iba a desmayarse, en parte por la asfixia, en parte también por la esperanza de que la inconsciencia la librara del yugo de esa mano, que no desistía. Cuando al fin empezó a creer que la oscuridad de un repentino sueño artificial podía ser cierta, oyó de nuevo el rechinido de las llantas, esta vez acompañado de un golpe seco, atroz, definitivo. Su cuerpo se desdibujó como un reflejo en el agua y giró en una postura imposible, mientras que a su alrededor la atmósfera parecía contraerse con un sonido de estallido, de implosión. Fue un momento fugaz y, sin embargo, como eterno. El entorno, que al fin pudo dejar de imaginar, sufrió una serie de cambios instantáneos, irrepetibles. Los rostros de los hombres retomaron el horror de aquella transfiguración y al final se unieron al confuso escenario de luces y formas cambiantes. Entonces, sólo entonces, llegó la oscuridad.
La mujer vio el asfalto encharcado a centímetros de su rostro. Tardó un momento en enfocar la rugosidad del piso cuya humedad imitaba las luces del entorno. No era fácil explicarse por qué aquel marco irregular, como una luz al final del túnel, la llamaba a trascenderlo, a escapar, pues tampoco lograba entender la razón de su ansia de fuga. Se arrastró con dificultad hacia el exterior y la mitad de su cuerpo se asomó a la noche lluviosa. Había en el aire un intenso aroma a hule y gasolina, y la palma de su mano sangró cuando la apoyó en el filo del marco para librarse del peso que le apresaba una de las piernas. De reojo alcanzó a ver el rostro de un hombre que la miraba fijamente; luego supo que no era ella el objeto de su atención, sino un punto impreciso en el vacío. El hombre estaba muerto, pero eso no le decía nada a la desesperación que sintió en ese momento cuando comprendió que era el peso de ese cuerpo regido por la sangre y la inmovilidad lo que la sujetaba. Como si quisiera sacudirse los últimos rastros de una pesadilla, agitó la pierna y finalmente consiguió liberarla. La cabeza inerte cayó hacia un costado y sólo entonces el hombre dejó de mirar, o más bien dirigió sus ya inútiles ojos hacia otro lado.
Exhausta, empapada, aunque intacta, apoyó un momento la espalda en la llanta de un auto estacionado a un costado de la calle. En una reacción de ridícula vanidad, la mujer que era Estela -aunque ya en ese momento lo ignoraba- se arregló un mechón de cabello y se revisó el escote de la blusa, a la que le faltaba un botón. Apenada, palpó el derredor para buscarlo. Al no hallar nada a que anclar su confusión, se apoyó en el cofre del auto para ponerse de pie. Entonces pudo ver la totalidad de la escena: el Marquis volcado con la mitad del frente hundida bajo la caja de un camión de carga, las ruedas que giraban alborotando el humo, la mano que se asomaba a través del cristal, retorciéndose en espasmos como si quisiera remedar las formas desarticuladas del hierro. Y más allá, la calle desierta, incomprensible, sesgada por la lluvia.
Un repentino mareo la obligó a sostenerse la cabeza con ambas manos. Algo le lastimó la frente: era el juego de llaves, que no reconoció. Lo sostuvo un momento frente a sus ojos y finalmente decidió guardarlo en un bolsillo del pantalón. Dio un paso al frente y sintió que cojeaba. Sólo así se dio cuenta de que apenas llevaba puesto un zapato. Alzó un poco la pierna para deshacerse de él y se fue de espaldas contra la acera. Semioculta por las sombras de los árboles, sintió que un rumor de voces empezaba a crecer. Se arrastró hasta el muro y se incorporó con esfuerzo. De la puerta de un edificio vecino vio salir un grupo de gente. Se veían alarmados, pero la confusión de sus sentidos la llevó a pensar que aquellos gestos ensayaban una expresión amenazante. Se quedó quieta un momento; luego, al descubrir que no la habían notado, se alejó calle adentro.

El hombre la miró de arriba a abajo. Parecía curioso, de alguna manera asombrado. Estela hurgó entre sus recuerdos en busca del menor rastro que le sugiriera la familiaridad de esa cara, de esas manos gruesas y velludas que abandonaron el calor de la chaqueta de piel para tomarla por los hombros. No creyó reconocerlo, pero algo en su interior le decía que podía confiar en él.
-¿Qué te ocurre? -le preguntó el hombre, tomándola de la barbilla para estudiar su rostro.
La mujer, Estela, quien quiera que fuese en ese momento, no respondió. Se le quedó mirando, como esperando que de algún modo aquel desconocido de rostro amable y cálido pudiera hallar por sí mismo una respuesta.
-¿Te pasó algo? ¿Estás enferma? ¿Tuviste un accidente?
Demasiadas preguntas, nada sino confusión.
-¿Cómo te llamas?
Eso era: si es que acaso había una salida de aquel sucio marasmo que la mantenía presa, recordar su propio nombre tal vez podía significar el primer paso hacia la salvación.
-No lo sé -le respondió con voz apenas audible, una voz que no sólo le pareció distante, sino también extraña, ajena.
-¿No sabes cómo te llamas?
-No lo sé -repitió ella, queriendo acostumbrarse a su voz.
El hombre se le acercó un poco más y le tomó la cara con ambas manos.
-¿Tampoco recuerdas qué te ocurrió?
Estela cerró los ojos y registró sus recuerdos, pero sólo halló un instante de imágenes confusas enmarcadas por el ruido y el dolor.
-Pasó algo -dijo al fin, abriendo apenas los ojos para encontrar que ese rostro que la enfrentaba, transmitiéndole una confianza profunda, acogedora, era real.
-¿Un accidente?
-No lo sé -insistió ella.
Y entonces se derrumbó. El llanto le bañó las mejillas y su cuerpo se sacudió, convulsionado por el miedo y una callada, desesperada súplica.
-Vamos, vamos, no pasa nada -la tranquilizó el desconocido, abrazándola un poco.
En el pecho de aquel hombre, la mujer halló consuelo. Se había sentido frágil, pero de pronto el aroma de la esencia masculina, el calor de su abrazo, le devolvió un poco de calma. La requería.
-Ven -le dijo el otro, pasándole un brazo por encima de los hombros-. Necesitas descansar, curarte esas heridas. Será mejor que te lleve a un lugar seguro y luego buscaremos la forma de que regreses a casa.
La mujer, arrastrando los pies de medias rotas, se dejó conducir.

Abrió los ojos. El auto dio un respingo al trascender el filo de la acera y se introdujo lentamente a través del portal. El hombre apagó el motor y salió. Rodeó el auto y le abrió la puerta, extendiéndole una mano para invitarla a salir. La mujer estrechó aquella mano y sintió el dolor en su propia palma. No sabía el porqué de aquella herida, que de nuevo sangró. No sabía nada.
El desconocido la acomodó en un sofá y salió un momento de la sala para regresar con un vaso. El alcohol le hendió la garganta, pero el calor del líquido la reconfortó.
-Relájate -le dijo el hombre, sentándose a su lado-. Cierra los ojos; tal vez necesites dormir.
-No -respondió ella, y de nuevo esa voz irreconocible la llenó de miedo, de un horror que supo personal, aunque incierto.
-Es verdad -aceptó el hombre, dejando su propia bebida sobre la mesa de centro-. Lo que necesitas es limpiarte esas heridas. Ven, acompáñame.
La condujo del brazo por un oscuro corredor alfombrado. Llegaron al baño, una habitación límpida, blanca, impregnada de humedad y fragancias masculinas. El dueño de aquel lugar fue hasta el espejo, que era en realidad la puerta del botiquín, y al abrirlo, la mujer pudo contemplar su propio rostro, que jamás había visto.
-No sé quién soy -dijo el reflejo de la mujer palpándose la piel de las mejillas enrojecidas por los golpes.
El hombre, a su lado, también una imagen, la miró un instante con una expresión neutral y luego fue hasta el cancel de la regadera para abrirlo y accionar los grifos. El chasquido del agua al romper contra el piso de la tina le recordó la lluvia a través del cristal. Afuera estaba la calle, las luces de los autos, informes, diminutas. Fue una imagen fugaz, externa, sin vínculo alguno con su desajuste interior.
-Un baño caliente te caerá bien -le dijo la voz a sus espaldas.
Ella se quedó quieta, siguiendo mentalmente el rastro de la escena lluviosa. Y sólo reaccionó al escuchar que la puerta se cerraba.
Se desvistió con dificultad. El cuerpo le dolía. Echó las medias rotas y lodosas en el cesto de la basura e hizo una pausa para estudiar la ropa que traía puesta. Fue un análisis improductivo: la blusa beige y el pantalón de tenues rayas eran cosas que aún en sus manos parecían conservar las formas de su cuerpo, aunque no había en ellas nada que despertara en sus recuerdos la sensación de pertenencia. Finalmente se metió en la tina. El calor del agua la sedujo. Recargó su cabeza contra el filo y de nuevo buscó las sombras, el profundo pozo de la calma, no importaba que fuera ficticia.
Fue apenas un instante, pero el tiempo suficiente para que una súbita languidez se anclara a su cuerpo. Entonces descubrió que no era el sueño lo que se había hospedado en su interior, sino una rara inmovilidad, un abandono involuntario. Vio, sin que le importara, que el filo del agua bordeaba sus labios; que las formas de sus senos, antes irregulares por la ondulación, iban recobrando poco a poco una redondez concreta. Vio la gota que se inflaba, colgada de la regadera, sin animarse a caer, y una silueta que se empezaba a formar al otro lado del cancel. Entonces escuchó cómo la puerta se descorría y descubrió poco a poco que aquella figura era real.
El hombre se agachó a su lado para mirarla de cerca. Le puso las manos en la cara y le abrió los párpados. Luego sonrió. Fue un gesto complacido, calladamente obsceno. Sin que la mujer ofreciera resistencia, el desconocido la cargó en brazos y la llevó a la recámara. Sin violencia, aunque de forma brusca, la arrojó sobre la cama. Y empezó a desvestirse. La mujer veía todo como quien es tomado repentinamente por un recuerdo vívido, de sensaciones intensas que te niegan la posibilidad de intervenir, de modificar. Siguió el viaje del hombre, que se hincó frente a ella, y vio que la tomaba de los tobillos para contemplar hambriento la hendidura en su entrepierna. Sintió el aliento de su respiración agitada, y el frote lúbrico de una lengua ansiosa. Había algo que de alguna manera estaba de su lado: fuera lo que fuese lo que la obligara a abandonarse, algo en esa química funesta le había aliviado el dolor. El hombre le puso en la boca unos labios gruesos y olorosos a su propio sexo y le lamió los labios. Algo le dijo, no quiso saber qué era, antes de volverla bocabajo para hundirle la viscosidad de su lengua en el ano. No era exactamente una sensación placentera, pero deseó que aquellas caricias hubiesen intimado con la eternidad cuando sintió la dureza de una verga que le rompía el culo. Sus gemidos, de por sí apagados, fueron interrumpidos por la mano del hombre que jadeaba con todo el peso de su cuerpo apoyado en su espalda. Fueron minutos que se disfrazaron de horas lo que duraron las arremetidas cada vez más furiosas; fueron minutos de un callado martirio los que la mujer sin pasado tuvo que soportar mientras escuchaba aquella voz que era como un catálogo de odios y obscenidades; fue un rencor sin fuego, desvanecido, lo que su mente nublada asumió cuando las bofetadas repetidas, sistemáticas, le reventaron las heridas que ya eran un hábito de su piel. El hombre dejó de golpearla y se acomodó con presteza sobre su pecho. Con una mano le tiró del cabello para obligarla a mirar, y con la otra se jaloneó la verga en una masturbación ansiosa y repugnante. Finalmente, le abrió la boca y la obligó a tragar el largo escupitajo de su grosera carne.

Ya la madrugada había retomado sus rincones de siempre cuando el auto se detuvo a la orilla del parque. El hombre se estiró sobre el cuerpo aún lánguido, aún desconocido, y abrió la portezuela. No sin dificultad lo empujó poco a poco hasta que su dueña se derrumbó pesada sobre el asfalto. No pudo verlo, sólo escuchó el ruido del portazo y el hule de los neumáticos que tallaron el piso para iniciar la fuga.
El charco en la orilla de la acera recibió una primera gota que alteró por un instante el reposo del agua. Luego vino otra, y otra más. En segundos, la lluvia dejó de ser una insinuación y empezó a caer sin pausa sobre las calles, sobre los autos mudos y silenciosos, sobre el cuerpo de la mujer que sólo entonces volvió a despertar a su atroz realidad.
De nuevo el asfalto, húmedo y rugoso, en el que descansaba su mejilla. De nuevo esa extrañeza, la sensación de despertar en medio de una pesadilla ajena. De nuevo el dolor de la herida en la palma apoyada en el piso. Y el cuerpo, asustado, incorporado a la noche como un extranjero. La mujer que era Estela, aunque nada hubiera a su alrededor que le confiara esa verdad, se arrastró para alcanzar la banca de hierro. Se dejó caer en el asiento, buscando un descanso que de nuevo había faltado a la cita. La lluvia, como una densa cortina, le impidió notar la sombra que crecía, que progresaba como un capricho de la noche. La silueta se recortó contra la luz del alumbrado público y repentinamente la lluvia dejó de caer sobre su cuerpo.
Supo que era una voz lo que la llamaba con insistencia, aunque nunca logró precisar si la reconocía o si tan sólo era un juego de su imaginación, que había empezado a mezclar las formas del sueño con las piezas dispersas de una memoria fragmentada. Algo, sin embargo, le dictó una sentencia cruel: las cosas nunca empiezan o retoman su camino; ocurren, simplemente ocurren.
-¿Te pasa algo?
Eso era lo que la voz decía.

Recuerdo que lloré cuando el médico me confesó que era mi número telefónico lo único que Estela alcanzó a recordar un día después de su ingreso. El timbre había irrumpido en la noche como una oración violenta y ni mi esposa, que jadeaba, ni yo, que le mordía la piel de la espalda, quisimos responder. Una hora después, el teléfono volvió a insistir. Fue así como supe lo que había pasado.
Estela duerme, rodeada de objetos que pulsan y gotean como las ocultas entrañas del mundo. Hace apenas unos minutos que conversé con ella. Creí que bromeaba cuando me cnfió que mi cara se le hacía familiar.
-¿Qué eres de mí? -me preguntó, débil.
-Soy “todo”. ¿No lo recuerdas?
Ella cerró los ojos. Quiso apretarlos con fuerza, pero al parecer no tenía energías para hacerlo. Luego volvió a mirarme.
-No -respondió.
Al llegar al hospital, hice un par de llamadas y al rato, sus padres, sus hermanos, incluso el médico de la familia, llegaron alarmados. Algunos de ellos me interrogaron, pero no era yo quien tenía las respuestas. Me contaron lo del auto, el testimonio de otros que vieron el secuestro, lo del accidente y su desaparición. Luego el médico los llamó. Minutos después, hubo llanto. Me quedé hasta el final de la hora de visita. Su madre, la última en salir, me informó que ella quería verme. No exactamente a mí, sino al dueño del número telefónico que el azar o los trabajos de la amnesia le habían permitido recordar. Por eso pude hablar con ella.
-¿Qué eres de mí? -había insistido.
Dudé un momento. Finalmente, le respondí:
-Un amigo.
Estela desvió su vista hacia la ventana, que la lluvia azotaba con callada violencia.

viernes, junio 02, 2006

Madrugada


Madrugada era el nombre.

Muchos llevan una palabra retratada en el rostro, aunque el registro civil se obstine en demostrar lo contrario: la cara redonda es Fabiola, el gesto desolado es Juan. Pues bien, la primera vez que vi ese rostro, el rostro que ahora rememoro, la palabra Madrugada se me fue mostrando letra por letra, tan clara y nítida como los caracteres de un anuncio de neón. Siempre he sido un hombre imantado por los senos y las piernas, en ese orden. Así que aclaro a tiempo: el énfasis en su rostro me lo dictó la sorpresa, pronto verás la razón.

Y bien, ya la confesión ha sido hecha: el nombre se lo puse yo. Deja pues de lado las falsas suposiciones: esta no es la historia de una palabra, sino de la fotografía que la revela. Antes de eso no había nada más: ella vino hacia mí, pasó a mi lado, luego estaba a centímetros de mis ojos mucho antes de que pudiera hacerme de las llaves para abrir la puerta principal. Así que todo parte del instante en que vuelvo a nombrarla y terminará, si tu paciencia lo permite, un poco antes de que salga el sol.

Madrugada está en mi casa, en el estudio. Se ha sentado en un rincón y ha cruzado la pierna derecha sobre su muslo izquierdo. Por un momento pensé que lo hacía para disimular el rasguño que ha ido creciendo en la zona de la media que ahora quedó oculta, pero ya me he fijado bien y he notado que esa posición que se finge casual le permite alcanzar con mayor facilidad mis revistas deportivas. Parece que odia las complicaciones; seguramente por eso eligió la única edición disponible en español, aunque para mi gusto (y creo que también para el suyo) exhiba tan pocas ilustraciones. La sensibilidad se lo exige: ella es fotógrafa y está aquí para hacerme un estudio que no veré, aunque no extraño. Digo esto sin nostalgia: abomino de ese sentimiento porque conozco mis alcances y sé que es la única manera en que lograré olvidarla sin esfuerzo.
¿Por qué debo olvidarla?, te preguntarás. Por pura retórica: ni siquiera la conozco y no la veré ni hablaré con ella más allá de las horas que ya he señalado. Insisto: yo sé cómo inician las cosas cuando la gente se me encarna en la piel y en los sentidos, y ella sólo está pasando por la orilla de mi vida, como hace unos minutos. De eso estoy seguro.

Olvidarla, esa es la palabra adecuada.

Imagino que ya estás esperando que la describa. Desde ahora te digo que no lo haré. Así será más fácil deshacerme de su presencia una vez que se vaya y, a la vez, con ello evitaré recordarla algún día a través de estas palabras, que de cualquier manera, con el tiempo, deformarán lo que ella haga hoy aquí y me traicionarán a mí al tratar de recordarlo. Hay algo más que me ayudará en este propósito: desde el principio, antes de entrar en el departamento, ella me advirtió que deberé posar con los ojos vendados. Las razones no me las confió; simplemente lo dijo así, sin ánimos de que su petición se oyera como una advertencia. No he pasado por alto que es algo raro, pero en sus labios sonó tan íntegro, tan natural, que no me quedó más remedio que asentir y abrir la puerta. Luego colgué las llaves y la invité a pasar al fondo. Ella avanzó unos metros y se volvió de pronto, aunque todavía alcanzó a dar un par de pasos hacia atrás, con cierta gracia, como hacen las mujeres cuando no han podido intuir lo que ocurre a sus espaldas y deciden verificarlo con sus propios ojos. Fue en ese momento que noté el rasguño de la media: eso bastó para ahuyentar de mi mente el asunto de la venda y desviar mi atención hacia la ausencia de la seda.
-El vacío de la seda -digo en voz baja mientras salgo de la habitación para ir a la cocina.
Madrugada continúa hojeando la revista y se detiene en las imágenes de un anuncio de calzado deportivo. Creo que finge no ver que he entrado en el cuarto. Dejo su vaso de refresco sobre la mesa que está a su derecha y me siento con el mío apoyado sobre las piernas, que también cruzo. No tengo prisa; pienso esperar a que ella decida el momento de comenzar. Mientras eso ocurre, doy un sorbo a mi bebida y repaso los muebles de la habitación, que está hecha un desastre. No me incomoda: me gusta lo informal, y a Madrugada y a su circunstancia les va bien el ambiente. Ella en la orilla de un cuarto desordenado es lo justo para un momento que parece haberse ido construyendo con los deshechos del mundo. Por eso no me extrañaría que la mujer con la revista entre las manos tuviera una enfermedad terminal, y que todo este cuento de las fotos fuera apenas el pretexto para confesar su tragedia. Entonces tendría que estar lloviendo, o tendría que ocurrir que yo mismo me encontrara retrasado para una cita muy lejos de aquí. Pero no: la noche es tibia y mis amistades se quedaron atrapadas en el 93. Soy relativamente nuevo en el barrio.
Lejos de mis especulaciones, las manos de Madrugada siguen ocupadas con la revista. En ningún momento alza la mirada, así que me puedo tomar la libertad de observar sus manos desnudas de joyas, que aparentan ser dos animales agazapados a uno y otro lado del rostro de un futbolista famoso, a quien no parece importarle. El de la foto tiene en su expresión esa sonrisa firme del artillero implacable. Del triunfador. Nada que no sea una mala tarde puede afectarle, mucho menos que las manos de Madrugada enmarquen su rostro mientras el concentrado análisis de sus ojos le agota los rasgos. Doy un nuevo trago a mi refresco y lo abandono sobre el anaquel de los discos, cosa que me obliga a incorporarme brevemente y ocasionar el rechinido de la silla. Sólo entonces, Madrugada parece advertir mi presencia.
-¿Estás listo? -pregunta, dejando a un lado la revista.
Es más un aviso que una interrogante. Me cruzo de brazos en la actitud de quien no tiene que hacer más que aguardar. Era lo que ella esperaba: toma su maletín y extrae una cámara profesional. No sé mucho del tema, pero el tamaño del artefacto me hace pensar así. Vuelvo a mi bebida y ella me mira nuevamente.
-¿Tienes una bufanda o algo así? Es para los ojos… -explica.
Voy a la recámara y busco la prenda. Cuando regreso, Madrugada le ha instalado unos raros aditamentos a la cámara, que apoya sobre sus piernas ya libres, ligeramente separadas. No me fijo en ellas por ninguna razón en especial, es simplemente que ahora puedo ver que el vacío de la seda no ha crecido. No entiendo por qué, pero el hecho me tranquiliza. A lo mejor es porque, a mi parecer, eso le dará confianza. Quizás así se anime a decirme su nombre, o a preguntar el mío, cosa que me produce una cierta contrariedad. Por el asunto del olvido.
Me ve venir y deja el aparato a un lado para ponerse de pie. Le extiendo la bufanda. Ella la dobla y con un ademán me pide que me vuelva, así, sin más.
Aprieta el nudo.
Por algunos segundos sólo puedo saber que está ahí por los ruidos del aparato. Giro un poco en esa dirección. Se oye un flash. No puedo evitar sonreír. Como un goleador.
Oye -le digo-, ¿no tengo que posar o algo así?
-Sólo haz lo de siempre. Si quieres muévete, camina un poco, o siéntate si no te apetece otra cosa.
Su voz, al final de la frase, se ha ido alejando.
Sigo sus indicaciones. Tanteo la oscuridad en busca del refresco: mi mano choca contra el filo del mueble y algo cae, algo escandaloso, tal vez el vaso o algún adorno, no sé precisarlo. En ese instante se oye otro flash.
-Creí que te habías ido -le digo-. ¿Sabes si tiré el refresco? Tengo por aquí unos documentos que no son míos…
-No te preocupes, no es nada.
Sólo eso.
Madrugada arrastra ligeramente los pies mientras se desplaza por la habitación. Por un momento creo escuchar el frote de su ropa. Calculo que se ha puesto en cuclillas. La imagen se me adhiere en forma irremediable: ella está allá abajo, enfocando mi rostro que no sabe conducirse sin el amparo de la vista. Puedo estar equivocado, pero el flash se escucha más o menos a esa altura, cargado ligeramente a mi derecha. Así que entonces ella está bajo el marco de la puerta y estudia la perspectiva de la toma a partir de mi espalda, eso creo. No tardo en comprobarlo.
-Estás tenso -dice, justo desde el lugar en el que la imaginaba-. No es necesario que permanezcas quieto. Ya te dije: puedes moverte, hacer lo que quieras…
-Entonces quisiera saber por qué tengo que estar con la venda puesta.
Más tardo en formular esa estúpida pregunta, que ella en responder:
-Si te lo digo, pierde sentido.
-Ah -musito, como si eso fuera suficiente.
En los siguientes minutos, el flash de la cámara se dispara repetidamente. No puedo conservar la calma: me tomo la cintura, palpo el derredor, arriesgo unos pasos. Finalmente no puedo más e intento despojarme, más que de la venda, del juego en sí. Entonces siento la firmeza de su mano en las mías.
-No lo hagas: lo que verás no te gustará.
Su voz me congela, pero no siento miedo: esas palabras no encierran una amenaza, sino un llamado a la disciplina. Bajo poco a poco las manos y me entrego al destino misterioso que la noche me ha deparado.
Recorremos el departamento. Por momentos, ella me toma de la mano y luego me deja libre, aunque no sé si “libre” sea la palabra que describa mi torpe deambular por los espacios que Madrugada va eligiendo para desarrollar su trabajo. Cada paso a ciegas se vuelve un descubrimiento ahora que camino por lo que supongo el corredor que deriva en las recámaras. Como puedo, me voy improvisando una técnica que busca evitar los accidentes: decido un rumbo y al instante lo traiciono; giro levemente y emprendo el camino contrario. No siempre funciona: más de una vez doy con el dorso de la mano -que esgrimo como frágil defensa- contra las paredes o los muebles viejos que la abuela abandonó al morir. Inútilmente espero una advertencia o una señal: Madrugada se ha enredado en el silencio que me entregan los fallidos intentos por adivinar su presencia. Decido no resistirme más y abandonarme a la intuición. Así que avanzo de frente y penetro un espacio abierto (me lo dicen mis manos).
-Esto es el baño -afirmo con una falsa audacia.
A mis espaldas se oye el flash.
Me quedo quieto, giro hacia el lugar en el que la adivino, me llevo las manos a los bolsillos del pantalón.
-¿Puedo sentarme un momento? Ya me cansé.
Pero Madrugada no responde.
Me permito un suspiro que no surge del cansancio, sino del desencanto. Necesito relajarme un poco antes de continuar, así que doblo las rodillas y busco el piso; recargo la espalda contra algo sólido, frío.
-Siéntate conmigo, descansa un rato.
-No estoy cansada. Tú quédate donde estás; yo puedo seguir trabajando.
-Como quieras -le digo-, pero te advierto que no tengo prisa.
En ese instante, una vibración me golpea la espalda. Asustado, casi me arrojo hacia la nada. A tiempo me doy cuenta de que el zumbido que antecede a mi sorpresa proviene del motor del refrigerador, que se ha puesto en marcha.
-No es el baño -reconozco, confundido-. Estamos en la cocina…
Pero no escucho más que el flash y el mecanismo que recorre la película.
Por primera vez me siento estúpido. Un estúpido que se resigna al piso de una cocina para eludir la confrontación con una desconocida que juega a la impostura de un pretendido happening, mientras su protagonista piensa cómo hacer para tramitar un final decoroso. No quiero, te decía, trasladar esta narración más allá de los hechos inmediatos, por eso evito a toda costa traducir sus silencios o las poses que ella ha ido imprimiendo en este ridículo y voluntario asedio fotográfico. Prefiero obviar los minutos que absurdamente se disfrazaron de segundos para marcar nuestra estancia en ese lugar que me sorprende no haber reconocido, como si estuviera siendo despojado poco a poco de cada una de las cosas que me pertenecen: primero, del sentido de la vista; después, de mi capacidad de decisión; ahora de la ubicuidad. Hasta qué punto podría seguir tolerando este absurdo, es algo que me pregunto con frecuencia durante la jornada; y sin embargo, sigo ahí, inmóvil, abandonado al ruido de las luces instantáneas que el índice de Madrugada acciona sin cesar.
Así que fueron horas. Ahora reflexiono en ello, pero en el momento en que subimos a la azotea del edificio, lejos estaba de saber que ya la medianoche había sido derrotada. Me quedo parado a pocos pasos de la puerta que nos ve salir al frío y no contengo las ganas de decirle que ya es suficiente. Me sorprende saber que ella está de acuerdo.
-Sólo una última foto -me anuncia-. Pero necesito que camines de frente y trates de adivinar el borde.
Aquella petición va más allá de mi abandono. Pienso un par de veces en lo que voy a decirle, pero al final ninguno de mis argumentos me parece convincente. No después de toda esta circunstancia enferma.
-Lo siento -digo entonces-. Mira, hasta ahora sigo sin entender de qué se trata todo esto; por respeto a tu trabajo no voy a pedirte que me lo expliques. Pero eso sí, conozco lo estrecho de esta azotea y no estoy dispuesto a dar un paso más.
Aguardo unos instantes y luego finjo que voy a quitarme la venda. Madrugada parece saber que no voy a hacerlo.
-Está bien -acepta ella-. Quédate donde estás y trata de pensar qué dirás cuando veas esta foto.
El último flash cancela la pregunta que jamás formularé.

No es necesario decirte que bajamos en silencio. Por el sonido atenuado de sus movimientos, sé que ella guarda sus cosas cuidadosamente, y de pronto ya no escucho más. Presiento que me mira.
-¡La venda! -exclamo al darme cuenta de que ahora ella sabe lo fácil que me resulta acostumbrarme a las cosas.

El sobre con la fotografía llegó unas semanas más tarde. No tenía sello postal ni remitente; de hecho, lo hallé por casualidad en el umbral de la puerta principal cuando me agaché para recoger las llaves que había tirado por descuido. No sé si lo esperaba, lo cierto es que de alguna manera se me hizo familiar. Corté el borde sin la ansiedad que supones; contemplé la imagen sin misterio; la dejé todo el tiempo a un lado de la hoja que vio nacer las palabras que ahora estás leyendo.
¿Observas el vacío de la seda en la pierna izquierda? Cualquiera diría que es un error de impresión. Apenas un detalle.
Si miras bien, el amanecer no es distinto a otros.

Confusiones de grafito


Sucedió un noviembre. No sé de qué año. Lo recuerdo porque recién había pasado mi cumpleaños. Vivía con Samira, la rubia, una chica que pintaba y vestía siempre un overol manchado de aceites. Era una casa de amplios ventanales, situada arriba de un edificio de oficinas. No había estufa, ni refrigerador, así que a veces solíamos bajar por algo de comer y al regresar, metidos en el elevador en medio de ejecutivos e impecables secretarias, parecíamos un par de albañiles que volvieran del almuerzo. Terminamos por acostumbrarnos a las miradas despectivas, a la oblicuidad. Tal vez haya sido lo mejor: aún hoy, aquellos días me parecen como arrancados de un recuerdo ajeno. Tengo mis razones. Ahora las conocerás.

Samira pintaba por las mañanas, mientras yo estaba en el colegio. En ocasiones iba por mí a la hora de salida y comíamos en algún pequeño restaurante. A veces, ya lo he dicho, era yo quien pasaba por ella. La casa, ya también lo he referido, era un estudio improvisado que su padre, un hombre que había prosperado en el negocio del arrendamiento de inmuebles, se animó a proporcionarle cuando al fin se convenció de que la medicina no era un arte, sino una ciencia. Algo menos imperfecto, pero igual de ficticio. Samira y yo dormíamos en un colchón que la mayor parte de las veces estaba desnudo. Nos tumbábamos de espaldas mirando las cosas de la noche según transcurrían a través de los cristales que se fingían paredes sólo para no dejarnos soñar a la intemperie. Hacíamos el amor todos los días bajo el ruido del vuelo 36 de Mexicana, que sesgaba el humo citadino con rumbo a Guadalajara. Ignoro si nos queríamos, tampoco importaba: el sexo era todavía un buen asunto entre nosotros y el futuro era como uno de esos juguetes que prometen las cajas de cereales: nada más que un pasatiempo en la sobremesa del desayuno. Hasta que apareció Edgar.
Éramos amigos desde la infancia. Cursamos juntos la etapa secundaria, pero nos separamos durante el bachillerato. Había afecto entre nosotros, así que la distancia entre su colegio de paga y mi humilde escuela pública era una simple incomodidad a la que el teléfono le borraba el sentido. Pero nuestra amistad nunca maduró lo suficiente como para sobrevivir a las fraternidades que uno mismo se improvisa cuando pasa demasiado tiempo lejos de casa. Ambos, cada cual por su lado, nos integramos a nuevos círculos de amigos y el tiempo se encargó de lo demás. Muchos años después, mientras cursaba la universidad, recibí una carta suya desde los Estados Unidos: estudiaba arte en Nueva York. Demasiado glamour como para no sentir que mi vida era poco menos que miserable. Se hallaba a punto de iniciar el periodo vacacional y hacía tiempo que no venía a México. Tenía ganas de verme. De conversar. Tal vez de emborracharse con las imágenes de antaño como tema principal. Estaría un mes en casa de sus padres. Me pedía mis datos para hacer más sencillo el contacto. Llegó en una de esas tardes sin sol y sin misterio. La familia lo recibió con un gran festejo. Bebió hasta la madrugada y se puso tan mal que pasó dos días en cama. Entonces me buscó.
Apareció en la puerta del estudio como una silueta fantasmal. El lugar, que a mis ojos había sido siempre algo sorpresivo, tan lleno de asombro, a él le pareció un simple sitio acogedor. Nos dimos un gran abrazo, nos miramos fijamente a una distancia prudente e hicimos las observaciones de rigor: él era más alto de lo que me dictaban los recuerdos, tenía menos cabello, los hombros se le habían ensanchado; yo, según confesó, estaba idéntico... excepto por la barba rala, el sobrepeso, los anteojos de carey que habían sustituido al fin a esos arcaicos Ray Ban de policía gringo. Le mostré el lugar, que recorrió de un vistazo, y luego lo invité a sentarse. Sobre la duela. Samira había salido para comprar algo de beber y llegó algunos minutos más tarde. Se agradaron desde el primer momento. Se aprende a reconocer la intensidad de la mirada de quien a diario despierta junto a ti; al ver a Edgar, los ojos de Samira ensayaron una expresión que yo, hasta ese momento, desconocía. Pero lo dejé pasar, pues los aullidos teatrales de mi amigo, quien había encontrado el vino mientras hurgaba en las bolsas que contenían las viandas, terminó por abstraerme de mi fugaz incomodidad. Aquella tarde comimos y bebimos y fuimos todo lo camaradas y casi hermanos que nos permitió el alcohol, y al caer la noche Edgar se fue, no sin antes prometer que volvería para que Samira le mostrara sus trabajos. Cosas de artistas. Una vez que estuvimos nuevamente a solas, Samira y yo nos rendimos a la noche. No hubo sexo entre nosotros. Nunca más lo habría.

Tengo clara una imagen, el único recuerdo nítido de aquellos años que a veces vuelven y me devastan sin remedio. Se trata de un sueño. Estoy tendido bocabajo sobre un cuerpo; unas piernas largas, algo grises, como tomadas por la oscuridad, parten de mi rostro y se extienden hacia la lejanía, breve. Un ruido tenue, casi un aliento, se escucha a mis espaldas. He querido volverme para saber de dónde proviene ese jadeo, pero una circunstancia me lo impide: frente a mis ojos, como un capullo que quisiera abrirse al sol, ha comenzado a aparecer la carne dura y palpitante de una enorme verga. No es la escena cargada de un simbolismo casi milenario lo que me inquieta, sino el hecho atroz de que mi boca la desea. Sin más, mi lengua prueba el gusto ácido del miembro anónimo. Siento, como si fuera real, la consistencia del pellejo que se juega alrededor de la dureza irreparable; mis labios palpan las venas, la punta hendida, la trémula ansiedad. En un instante, justo en la frontera entre el sueño y el alba, obligo a mis ojos a buscar el rostro del hombre que ahora gime como si el deseo estuviera a punto de escapar de su cuerpo. No lo hallo: me lo niegan las sombras. Mis propios ojos, al abrirse con alivio al fulgor de la mañana, me lo niegan.

Tuve que volver a casa por una razón que es casi un lugar común de tan real e inexorable: un tío lejano murió. De un infarto. El hombre, casi un anciano, se fue sin despedirse y mi madre, devota de esa culpa irreflexiva que es propia del catolicismo, no dudó ni un instante en acudir a los funerales. Cientos de kilómetros de remordimientos la aguardaban, y no quería padecerlos a solas. Mi padre no podía abandonar el trabajo y me pidió que la acompañara. Apenas pude despedirme de Samira y al colgar el teléfono empecé a andar esa distancia que, al final, resultó definitiva.
Regresé una semana después. Apenas dejé a mi madre en la puerta de su casa y salí corriendo en busca de Samira. Era de noche, y el estudio estaba desierto. No bien me había tendido de espaldas sobre el colchón, deseándola como un marinero sin más compañía que el abismo, cuando descubrí el dibujo. No estaba sobre el caballete, que le habría otorgado esa naturaleza común de las cosas que simplemente ocurren, sino abandonado sobre el polvo, como un presagio, al lado del colchón. No estaba en mí juzgar el arte de Samira, sino amarlo. Pero al ver las formas que el lápiz había ensayado sobre el blanco, sentí un poco de ese horror que la literatura despierta cada vez que describe el otro lado de las cosas: en medio de aquella confusión de grafito, dos figuras humanas se habían entrelazado para conformar la imagen exacta de mi sueño. Sólo que había una diferencia: las figuras eran las de un hombre y una mujer.
Samira me encontró en la magia de ese análisis.
-¿Llegaste? -me preguntó, como si mi sola presencia no fuera evidencia suficiente.
-Hace un rato -le dije, incorporándome para abrazarla. Sin soltar el dibujo.
Hay calores que son un hábito; el de Samira lo era. Hay una cierta tensión en el cuerpo que conoces, acaso porque se ha moldeado al tuyo, acaso porque el cariño así te lo aconseja. El de ella, esa noche, tenía la consistencia del rechazo cuando empieza a trascender la incredulidad y busca instalarse en la resignación.
Soy un ser lleno de drama. Es un padecimiento que he aprendido a tolerar. Pero a veces, esa incómoda pulsión halla sustentos más allá de la imaginación. Apenas fui expulsado de aquel intento de caricia, alcé el dibujo y lo esgrimí ante los ojos de Samira, los apagados ojos de Samira.
-Esto -le dije, retándola a sostenerme la mirada-, es algo que soñé.
Samira dio un medio giro para abandonar sus cosas sobre la mesa de trabajo y se quedó allí, de espaldas a mi incredulidad.
-No finjas -respondió entonces con el aire fúnebre que creí haber dejado a kilómetros de distancia-. Ya Edgar habló contigo.
Sentí esa mezcla de sorpresa y conmoción que acompaña a las noticias que odian pasar simplemente a nuestro lado. No entendí. O no quise entender. Di un par de pasos hacia ella, pero de nuevo se alejó. Tomó asiento en el filo del colchón, se abrazó las piernas, hundió la cara entre sus rodillas. No era una buena postura. No para quien la observa mientras guarda la esperanza de hallarse en medio de un feliz malentendido.
-¿Te lo dijo todo? -musitó-. ¿Te contó por qué lo hicimos?
-¿Hicieron qué? ¿Hicieron quiénes?
Samira alzó la cara. Había lágrimas en ella.
-Edgar. ¿Te lo dijo?
-Oye -repuse-, acabo de regresar. Si no hablé contigo en toda esta semana, menos con Edgar. -Y aquí hice una pausa teatral que de alguna manera se imponía-. ¿Qué es lo que tiene que contarme?
-Que hicimos el amor.
Mi humanidad, como un dibujo abandonado, alteró de golpe el reposo del polvo sobre la duela.
-¿Que hicieron qué? -me defendí. De mí mismo.
-Que tuvimos relaciones. ¡Que cogimos! ¿De qué otra forma quieres que te lo diga?
Supe de pronto lo que debe sentir un abogado cuando interroga al testigo equivocado. Se cierra el caso. Tu novia ha fornicado con tu mejor amigo. La confesión es en sí misma una sentencia. No más argumentaciones. No más trucos legales. Las paredes vaginales de la persona que creías amar están llenas del esperma de otro y eso es algo capaz de borrar tu nombre de la historia de un solo tajo. Pero no para un hombre forjado en la tragedia griega; no para un hombre atiborrado de preguntas que nunca, o muy esporádicamente, hallan respuesta.
-¿Qué fue lo que pasó? -Me arrastré (literalmente) hacia donde ella estaba y le alcé el mentón para mirarla a los ojos-. No me interesa la versión de Edgar, quiero que me lo digas tú.
Temo reproducir aquí la descripción prolija de la excitación de Samira cuando esa noche, luego de un par de tragos y de indicarle a Edgar en dónde se encontraba el baño, lo vio reaparecer, desnudo, sonriente, exhibiendo las horas que el trabajo en el gimnasio le habían regalado a su cuerpo. Y no esquivo las palabras, mis palabras, sino la concreción de imágenes que de ellas se desprende cada vez que las digo, cada vez que las repito con el estúpido ánimo de verlas desgastarse, morirse transparentes y livianas, desaparecer. Edgar, tomado por el alcohol y los estupefacientes -lo supo después- le había estado diciendo que el espíritu del arte exige a veces abandonarse a los impulsos para nacer con toda su crudeza, o algo así de falaz. La verdad es que la deseaba, ansiaba fornicar con ella desde el primer momento en que la vio. Y Samira, no ajena a ese deseo, quiso creer que aquello podía ser cierto. No las formas del arte, que ya las conocía, sino las del cuerpo que de pronto le pareció irreal de tan hermoso, como imantado. No era una mujer sensual; de hecho, algo había de tosco en su naturaleza. Pero esa noche, aquel hombre, casi un desconocido, la hizo tomar conciencia de que su piel podía ser algo vivo, algo fuera de su dominio y, sin embargo, atenazante, inmanente. La otredad.
-No fui yo exactamente quién lo hizo. Fue alguien más -y se interrumpió al ver que yo me había incorporado, dejando el dibujo a sus pies.
-No fuiste tú, fue tu vagina. ¿Es eso lo que quieres decir? -expuse, amargo, obscenamente divertido-. Tú no le mamaste la verga, sino tu boca. No fueron tus nalgas las que se le ofrecieron, sino las nalgas del “espíritu del arte que ansiaba renacer”. ¡Por favor!
-Tú no lo entiendes -me espetó Samira, poniéndose de pie para defender su complicada tesis.
Los artistas.
-No, no lo entiendo. Una cogida es una cogida, entre costureras o entre pintores. No hay más.
-Sí lo hay. Desde hace tiempo quería abandonar esos tontos paisajes para hacer algo diferente. Míralo -y señaló el dibujo, que nos miraba como el hijo que acaba de orinarse en la cama-. Ahora sé que soy capaz de hacer algo distinto, algo más cercano a mi voz interior.
Llevo años escarbando en el cajón de mis recuerdos y no he hallado final más estrafalario que el de aquella noche. Sé, ahora, que debí reír ante esa muestra de humor involuntario. Pero habría prolongado mi partida y ya desde ese momento, parado en medio de tubos de pintura, brochas, caballetes, me sentía como un extranjero, como un invitado al festín del mundo que ha llegado muy temprano a la cita sólo para encontrar que no han terminado aún de decorarlo.
Recogí mis pertenencias, que no eran muchas, y, antes de salir, pasé a propósito sobre el dibujo. Fue mi única venganza.
Samira lloró profusamente cuando vio que abría esa puerta, y que lo hacía por última vez. Pero igual no hizo nada por detenerme. Bajé el tramo de escaleras que llevaban al último piso del edificio y pulsé el botón del elevador. A lo mejor para hacer tiempo, confiando en que Samira fuera a buscarme; a lo mejor para saber si mi odio era real.
Lo era.

De boca de Edgar no escuché excusa alguna. Imagino que sus vacaciones finalizaron y tuvo que regresar a Nueva York. No lo imagino; lo sé. El remitente de la carta que recibí ese mismo año así lo indicaba.
No quise abrirla.
Samira y la inmediatez de los días que pasé con ella eran un cúmulo de recuerdos que no cabían en el cesto de la basura, de tan dolorosos.
Pero Edgar cupo. A la perfección.

jueves, junio 01, 2006

Estela, con el mar de fondo


Presentir el mar cuando la noche te descubre a la orilla del mundo. Ahí donde la conciencia te dicta que siempre hay algo, sólo existe ese vacío. Si acaso, la espuma se resiste a fenecer; pero el mar no es más que ruido, rumor que llega o va sin decidirse; promesa sin testigos.
El mar.
Hace años que lo supe. Como muchos, sentí en ese momento la gratuidad de mi residencia en el mundo. Pensé, no sin una leve nostalgia, que las cosas del mar ya eran antes de mi llegada, y que mañana, siglos después de asistir al llamado de la tierra, de ser polvo del polvo, esas mismas cosas lo serían sin mí. Acaso sea esa la razón por la que el mar, cuando es de noche, apenas se sugiere: un breve vislumbre debería bastarnos; la mirada, nuestra mirada, jamás tendrá el privilegio de quedarse con algo más que incertidumbre.
Estela es el mar, y como tal, es a veces inasible. Al llegar al puerto, esa nada, esa oscuridad de ojos cerrados asomó de pronto al otro lado de la cortina en el cuarto del hotel. Emocionada, fue hasta la ventana, descorrió el cristal que imponía su silencio y dejó que el viento salino se reconociera en su rostro. Pude haber pensado en mil crepúsculos, en lo hermoso que sería morir en la aquiescencia de su perfil sonriente, en el ámbar, en la clepsidra, que mediría cada gota de mi deseo, que me diría cada gota que me restaría de tiempo. No lo hice: opté por la piel, por el grito, por el placer inmediato; ya las horas se encargarían de someterme a otras imágenes, al capricho de algún ideario menos carnal. Y Estela, allí, de pie ante la ventana, sin acusar siquiera la curiosidad de otras miradas, le fue fiel a mis caricias hasta el último jadeo. Finalmente lánguido, la abandoné en ese sitio. Trémula, grosera en su desnudez inacabada, su silueta, hermosa aún a la distancia, se mantuvo intacta. Ignoro si sus ojos me buscaban o si esa quietud pasajera era un simple juego de mi imaginación. Lo cierto es que mi imagen, si es que acaso su mirada quiso registrarla, era la de un hombre momentáneamente derrotado.
-Todo el mundo me está viendo -musitó, y no supe si había hallado al fin una metáfora para explicar lo que alguna vez me dijo: que yo lo era todo en su vida.
-Insensatos -le respondí-, ni siquiera te sueñan. Yo acabo de tenerte, y siento como si jamás te hubiera tocado.
Estela, de espaldas a la noche, comenzó a vestirse. Se ajustó las breves pantaletas, la falda amplia, y aprisionó de nueva cuenta sus senos, que ya se creían libres. Luego fue hasta mí, que desde la orilla de la cama no había dejado de observarla.
-Iba a preguntarte si me quieres -confesó, acomodándose a mi lado-, pero tus manos me lo han dicho, tu mirada.
Se estiró para encender la luz, que al momento de nuestra llegada no hacía falta. Era la primera vez que veíamos la habitación. Se trataba de un cuarto pequeño, de una sola cama; en la esquina había una mesa en círculo y un par de sillas; más allá, una luna enorme cuyo reflejo nos evadía en favor del ventanal. Nada más. Pero bastaba. Acaso ni siquiera fuera necesaria.
Cenamos en el restaurante del hotel, iluminados por una vela diminuta e ineficaz. Luego dimos un paseo alrededor de la alberca desierta. Finalmente, salimos a la playa.
La arena en nuestros pies descalzos, el mar como una inquieta sugerencia de sí mismo, las luces de embarcaciones lejanas, henchidas de horizonte.
-Mañana vendremos aquí a primera hora -sentenció Estela, atisbando el entorno-. Quiero ser parte del amanecer.
Compartimos un cigarrillo. En silencio. Fue cuando supe lo del mar. Pero no se lo dije a ella: tenía miedo de cancelar la magia. De nuevo su perfil aceptaba la penumbra y aquello era un instante que tendría que sobrevivir por sí mismo.
Un rato después, desandamos el camino. Era tarde, y el staff del hotel se dispersaba como sombras. En lo alto del edificio, las imágenes de los televisores impregnaban de azul los ventanales. El frío aliento de artificio nos recibió en el lobby, allí donde la luz era un fragor blanquecino, ajeno a la oscura majestad del exterior. Cruzamos la rara soledad de aquella galería con rumbo a los elevadores. Una sonrisa de estúpida alegría nos acompañó hasta la habitación.

Fornicamos. Porque, además de acudir al llamado del mar, esa era la razón de nuestro viaje. Como nunca lo había hecho antes, Estela me pidió que le llenara el culo de esperma. Obedecí. Luego quiso que le chupara el coño hasta hacerla venirse. Nada de caricias, nada de ornato, nada que no fuera fricción, absoluta, descarnada genitalidad.
Unos dedos, finos, menudos, de uñas nacaradas. Unas manos que estrujan la colcha hasta el límite de la asfixia para luego abandonarla, exhausta, como un asesino que cede a la razón.
Es el orgasmo.
Sin misterio.

CODA
Creo en el silencio posterior al sexo. Creo, porque así lo he aprendido, que nada ajeno a la savia del instante debe morar en ese silencio.
Creo, entonces, en la muerte de la palabra.
Y la muerte ensayó su ritual nocturno en la quietud de Estela, que pronto ya dormía.
Su cuerpo, envuelto por las sábanas, era un simple capricho de las sombras.
El ruido apagado de su respiración. El movimiento apenas perceptible de su pecho, que acaso tan sólo imaginé.
Como si no estuviera allí. Como si nunca hubiera estado allí.
Como ese mar, el vacío del mar, que allá afuera nos aguardaba.