jueves, abril 20, 2006

Escenas (I)


Carla me llamó dos veces por teléfono aquel día. La primera no respondió, pero yo sabía que era ella por la música que venía desde el fondo del corredor en su departamento vacío: algo de Tori Amos que ahora me resulta difícil precisar. En la segunda ocasión ya no había música, sólo un silencio, largo y prolongado como una línea hacia la nada. No bien colgué, me deshice de las cobijas y del sueño y salí corriendo a buscarla.
Fumaba un cigarrillo y bebía los restos de un café frío.
-Dejé la puerta abierta para que tú solo llegaras hasta aquí -me dijo al escuchar que trascendía el umbral.
Estaba de espaldas, recargada en la baranda del balcón.

-Lo hiciste para no invitarme a pasar.
No respondió; únicamente me ofreció su perfil y soltó una bocanada de humo que se dispersó en el aire transparente de la mañana.
-¿Por qué llamas y no contestas?
-¿Era necesario?
No entendí aquella respuesta. Se lo hice saber.
-Hoy era el día. Debiste saberlo cuando olvidaste deshacerte de ese olor.
-Carla -me acerqué un poco, no para buscar un contacto físico, sólo para que pudiera escucharme-. No fue mi intención hacerte daño. Eso no resuelve nada, lo sé; pero necesitaba decírtelo. No tengo excusas.
Entonces me miró. Y su mirada me confió un odio que parecía definitivo.
-¿En verdad lo sientes?
-Tú sabes que nunca he mentido; no a ti.
A través de la delgada bata de dormir se adivinaban sus formas, las curvas suaves de sus senos, el denso bosque de su vello púbico. Nada de eso volvería a ser para mí.
-Muy bien -dijo categórica-, es bueno saber que vivirás con eso para siempre.

He de reconocer que ella tenía razón: aquel era el día. Sólo necesitaba que alguien me lo recordara.
Tarde o temprano los adioses siempre te encuentran.

miércoles, abril 19, 2006

Confesión



Estela sabe ahora que los diarios personales son sólo un desperdicio de palabras cuando un viejo amigo te quiere coger. Mi sonrisa mordaz la altera un poco, así que le quito las cobijas y juego a que mis dedos le recorran el vientre; luego subo con ellos hasta el secreto valle entre sus senos, donde, le digo, yace dormido el duende de la felicidad al que muchos llaman corazón porque late, así, como sapito. Ahora ríe un poco, no sé si por evitar que esa absurda historia se prolongue, y al final confiesa que no está enojada.
-Sólo me molesta un poco que no me creas.
Hace apenas algunos minutos que habíamos dejado de jadear, y yo me he ido resbalando poco a poco de su cuerpo para probar la consistencia de su almohada. Es suave, demasiado; así que mi cabeza y mi cansancio comienzan a sumirse en una breve ensoñación, que Estela ha interrumpido para preguntarme si alguna vez me he puesto a buscar algo más allá del sexo.
-No te entiendo -le digo con el afán de que mantenga el silencio, a veces necesario. Pero no capta.
-Es decir, algo que ajeno al deseo...
Alzo un poco la cabeza para buscarle los ojos en la penumbra de la tarde, que ya se ha instalado en su recámara. Sé que están allí, aunque no pueda verlos; pero sé también que su mirada no se ha quedado a esperarme.
-¿Algo más allá del sexo? -repito, fingiendo meditar-. ¿Te parece bien el cigarrito que se fuma uno después?
-¡Qué tonto eres! -se molesta, de alguna manera divertida-. Me refiero a la camaradería, al cariño, yo qué sé...
-Al amor -le digo, con una inflexión de burla en la voz.
-Te estoy hablando en serio.
Tanteo la oscuridad en busca del buró y de mis cigarrillos. Enciendo uno: su rostro se ilumina brevemente mientras el fuego encarna en el tabaco. Por eso sé que no sonríe, y que el tema, por más que me joda, es para ella importante.
-¿Te puedo hacer una pregunta?
-Ya la hiciste.
-¿Ves cómo tú también estás de broma? -replico.
-¿Es esa la pregunta?
Fumo un poco; suspiro, al tiempo que arrojo una invisible bocanada de humo.
-¿Alguna vez has querido cogerte a alguien que no conozcas? O sea, un cuate que hayas visto por la calle, en la oficina, en la escuela. Un chavo bien buenote, no mamadas, así, con un bultote en la entrepierna y unas nalgas duras duras como cocos.
La risa le impide responder.
-¿Nunca?
-He visto chavos que están... no sé... ¡guau! Pero tanto como que diga: “Quiero todo con él”, pues no, no que recuerde.
-Júralo.
-Bueno... -la mano de Estela hurga en la noche para arrebatarme delicadamente el cigarrillo. Da una o dos caladas y se queda unos segundos en silencio-. En la escuela había un chavo que estaba como quería. Yo, la verdad, lo veía y pues sí, me ponía cachonda. El problema es que era mi amigo. Por supuesto que yo no era la única a la que le gustaba: casi todas las chavas de la escuela querían con él, y claro, este cuate se acostaba con todo lo que le pusieran enfrente, hombre, mujer o mueble...
-¿En serio?
-¡Claro que no! Sí era un cogelón, pero nunca supe que se hubiera echado a un hombre. Al menos no me consta. El asunto es que estaba buenísimo y yo quería con él. A lo mejor eso es una respuesta positiva a tu pregunta.
-Pero yo estoy hablando de alguien por quien dejarías todo por un acostón...
-Pues él. Pero te digo que había un problema: éramos amigos y así pues no, ¿verdad?
-¿Y si él te lo hubiera propuesto?
-¡Lo hizo!
Ahora sí me asombro. Me incorporo ligeramente para recargarme sobre un codo y le quito el cigarrillo.
-¿Y no aceptaste?
-No. Imagínate: se había acostado con todas mis amigas. Yo creo que era como un catálogo de enfermedades venéreas.
-Pero lo deseabas. Qué tal si te hubiera agarrado borracha.
-¡Pues así fue! Pero no quise.
-Por la amistad.
-Nada más por la amistad.
Palpo de nuevo el buró hasta hallar el cenicero. Apago la colilla derrotada.
-¿Y no me estás mintiendo? -insisto-. Igual este cuate se había cogido a todas, menos a ti.
-¿Por qué nunca me crees? -Estela me tira un manotazo en el hombro, o lo que cree que es el hombro, pero más bien le pega a la almohada. Luego se cruza de brazos, o al menos eso imagino.
Cansado de que no le atinemos a nada, le pido que encienda la luz. Refunfuñando, se mueve hacia un costado y un instante después el fulgor de la lámpara sobre la mesa de noche nos ciega.
-¿Quieres que te lo demuestre?
-No importa -le digo para no alimentar su molestia-. Si tú dices que es cierto, para mí lo es.
Repentinamente se me echa encima. Por un instante creo que ensayará un drama femenino sobre mi torso desnudo, con las nefastas consecuencias que eso implica para mí. Pero no, lo que hace es estirarse para alcanzar el cajón del buró, del que extrae algunas libretas viejas.
-Mira -me dice, poniéndome aquellos cuadernos sobre el pecho-. Este es mi diario del último año en la escuela. Ahí está toda la historia.
-Estela, nada de esto es necesario -le digo, quitándomelas de encima-. Ya te dije que te creo. No necesito leerlas. Además, son cosas personales; no tengo derecho a conocerlas...
Pero ella me ignora. Hurga entre las libretas y abre una: la pasta cruje un poco y sus ojos se pasean por las páginas, como buscando anclarse a algo, a una frase, a cualquier cosa que pueda demostrarme que no miente.
-Aquí está. Observa: esto lo escribió él un día. Fíjate bien: no es mi letra, ni la misma pluma que yo acostumbraba usar.
Es cierto: el sujeto aquel le escribió un intento de poema que más bien parece una mala traducción de alguna letra de Bob Dylan. Luego, algunas líneas más abajo, le dice que la quiere, que ella es su mejor amiga y que nunca podrá olvidarla. Cosas así. Finalmente le pide que olvide “lo sucedido aquella tarde”.
-¿Con esta frase se refiere a que te quería meter el pito?
-Ajá.
Lo demás es una crónica de aquel día. Las clases, los compañeros, puros lugares comunes.
Estela ha apoyado la espalda en la cabecera de la cama y ha metido más de la mitad del cuerpo en las cobijas. Justo como en las películas, cuando la actriz en turno adopta una pose de absurdo pudor, como si no se la acabaran de coger.
-Pero lo viste -aventuro, sólo por decir algo.
-Lo tenía grande.
Ahora sí le atiné. Y por la expresión ausente, se adivina que aquel recuerdo ya está en su cabeza.
-O sea que lo viste desnudo.
-Apenas si me acuerdo. Ya te dije que estaba borracha. Me llevó a una recámara y se desvistió; me hizo confesar que lo deseaba; me tomó una mano y me la puso en su cosa; me obligó a masturbarlo.
-¿Te obligó?
-Bueno, no exactamente, pero si me puso la mano ahí no fue para que le tomara el pulso.
-Y se le paró.
Estela me mira de reojo. Ya sé que está pensando: “¿Y tú qué crees, pendejo?” Pero igual no dice nada.
-De seguro te pusiste cachondísima...
Ahora se lleva ambas manos a la cara.
-Lo dejé que me lo metiera por atrás.
-¡Válgame! Se supone que eras virgen...
Cuando Estela se descubre el rostro, hay en él un gesto entre apenado y molesto. Seguramente cree que aquella confesión me incomoda. Lo que ella no sabe es que soy un cabrón perverso, y el hecho de imaginarla siendo penetrada por un tipo sin rostro me ha provocado una erección.
Quiero saber más.
-Fue difícil -dice ella-. Y doloroso. Le pedí que se pusiera un condón. Por eso. Pero no sentí placer. Ya me habían platicado que hay mujeres que pueden tener un orgasmo anal, pero yo lo único que sentía era que se me estaba desgarrando la cola y por eso me puse a gemir, así que él pensó que era de placer y me lo hizo cada vez más fuerte, hasta que ya no aguanté y corrí a gatas hasta el otro lado de la cama. Qué ridícula...
-Lo dejaste como perrito.
-Sí, hombre... -Estela esconde la cara entre las rodillas-. El pobre se puso como loco, me dijo que no lo dejara así, que aunque sea lo ayudara a venirse. Así que le quité el condón y me puse a darle al asunto hasta que se me durmió la mano. Y nada. No se vino.
-Por la borrachera.
Estela extiende el brazo para señalarme los cigarrillos. Prendo otro y se lo doy. Luego me hinco a su lado y la obligo a mirarme. Ella le echa un vistazo a mi erección y se ríe con ganas.
-¡Eres un enfermo! -me dice.
-Tú has de ser una santa.
Bromeamos un poco y un rato después me acompaña a la puerta de su casa.
-De seguro tardaste días en poder mirarlo a los ojos...
-¿Días? ¡Fueron semanas! Un tarde fue a preguntarme qué me pasaba; le dije que no estaba bien lo que habíamos hecho, que a lo mejor habíamos echado a perder nuestra amistad, pero él se puso muy serio y me preguntó por qué había aceptado. Le dije que sentía por él un gran cariño, que en medio de la peda había entendido su necesidad, en fin, puros embustes. Y él se lo creyó. Me pidió el diario y escribió todo eso. Y a partir de ese día me trató como a una diosa; me pedía consejos para todo, me regalaba cosas, etcétera. ¿Y sabes qué es lo peor del caso? Que todas las noches me masturbaba pensando en él.
-No existe la amistad -sentencio.
Estela me abraza y recarga suavemente su mejilla en mi hombro.
-Sí existe -dice muy quedo-. Pero todo lo que existe es una mentira.
-Como nosotros.
-Como nosotros.

jueves, abril 13, 2006

Encuentros y desencuentros


La sabiduría de oriente a veces se equivoca: no hay honor en la derrota, mucho menos si el último en enterarse de que se ha librado una batalla eres tú.

Cierta noche, Estela y yo salimos del hotel agotados y hambrientos. Habíamos estado en un lugar de la Roma, una de las colonias más antiguas de la ciudad de México y, antaño, el centro cultural de la capital. O sea que los cafés y restaurantes de la zona aún son sitio de reunión de sujetos culturosos a los que nadie les avisó que la comunidad intelectual hace ya tiempo que se mudó al sur. En fin. Ofrezco este detalle para que comprendas cuál era el ambiente que respirábamos en aquella ocasión. Mientras recorríamos las calles, tratando a toda costa de evitar las grandes avenidas poco propicias para el anonimato, nos topamos con un café de profundos claroscuros y una atmósfera que invitaba a la intimidad. Pese al hambre, decidimos que un americano y algún pastelillo no estaría mal para restablecer la calma y animar un poco esa charla que era un hábito de nuestras horas posteriores al sexo. Entramos y ocupamos una mesa en lo que hasta ese momento creíamos el rincón más ignorado del mundo. Pero en estos tiempos de la tan sobada aldea global, confiar en que aún existen lugares para esconderse es una idea no ingenua, sino estúpida. Apenas si habíamos depositado nuestros exhaustos traseros en la fría incomodidad del mobiliario minimalista, cuando sentí el vacío estomacal que es signo inequívoco del que está a punto de sufrir una tragedia personal.

Y lo era.

Desde el fondo del local, apenas a tres o cuatro mesas de la nuestra, varios pares de ojos nos observaban con inusual insistencia. De ninguno de aquellos rostros femeninos había registro en mi memoria, excepto de uno, el más inquieto, el más interesado, y ese, maldita sea mi suerte, le pertenecía a Liliana, la mejor amiga de mi esposa.

En Google hay un sitio de mapas satelitales. Al rato que tengas tiempo, me gustaría que buscaras una vista aérea del Distrito Federal. Verás que es un punto diminuto, casi una cagada de mosca en el centro de la República Mexicana. Haz un leve acercamiento que te permita verificar los límites de la ciudad; no los encontrarás: este antiguo valle, ayer orgullo de la civilización, es ahora un creciente nido de larvas, veinte millones de hediondas alimañas que se retuercen y se aplastan unas a otras como gusanos en orines calientes. ¡Veinte millones! Es posible que te haya ocurrido algo como esto: una mañana de invierno te despiertas y descubres que de la tierra coloidal del sueño te has traído un rostro: se trata de una persona que hace muchos años, quizá en la adolescencia, fue importante en tu vida. Como todo aquel que recuerda en forma vívida sus sueños, le atribuyes a ese rostro algo de magia, algo de advertencia, de señal. No pasa mucho tiempo antes de que te preguntes qué habrá sido de esa persona: ¿se casó?, ¿tuvo hijos?, ¿disfruta acaso de una alegre soltería?, ¿es posible que la desgracia le haya caído como un gol de último minuto?, ¿impartirá alguna desolada clase en la única primaria de un barrio populoso?, ¿será ejecutiva de banco, limpia pisos, cazadora de elefantes?, ¿habrá muerto? No, no lo crees: por extraño que parezca, son muchos los que consideran el fallecimiento como la última posibilidad, aunque sepan, ya lo he dicho antes, que en la vida del ser humano la muerte es la única certeza. Bueno, pues te bañas, te vistes, tomas un desayuno ligero, es posible que sea sábado, es posible que no tengas planes inmediatos. Con algo parecido a la nostalgia recuerdas que en algún lugar has guardado una tarjeta de cumpleaños, una carta roída por el tiempo, una fotografía. No entiendes bien a bien la razón, pero sabes que es necesario comprobar si ese rostro se parece al que te asedió en el sueño, o si la imaginación y los años le han metido mano a tu memoria. Así que corres al desván, al clóset o a ese rincón a donde van a parar las cosas que creemos inservibles pero que ninguno nos atrevemos a tirar a la basura, y al fin encuentras la carpeta, los apuntes, el viejo almanaque escolar. Y sí, ahí está ese rostro, de pronto demasiado infantil, demasiado ignorante de que ya pasó la era Reagan, de que la NASA se ha puesto a lanzar fuegos artificiales de millones de dólares, de que los CD’s, de que el Internet, de que las plasmas y las LCD, de que los blogs, de que el rock siempre no se murió; pero, sobre todo, ignorante de que hace apenas unas horas el sueño la trajo de regreso como aseguraba Einstein que le ocurriría a un viajero en el tiempo: rebosante de juventud, mientras que el mundo, y tú con él, ha seguido envejeciendo. Y suspiras, el tacto de una mano desobediente acaricia el brillo apagado del papel fotográfico y llega el momento en el que los recuerdos se sientan a tu lado. ¿Hace cuánto tiempo que no has visto a esa persona? ¿Quince, veinte años? Es difícil calcularlo. En esa magia estás cuando esa combinación numérica se concreta de pronto en tu memoria: es su teléfono, claro que lo es. Así que te arrastras hacia el aparato, descuelgas y de nuevo el índice desobediente se pone a trabajar. Un par de pulsos después, una voz femenina que no es la que esperabas te alcanza desde una distancia incierta. Titubeas un instante, pero al fin tus labios reproducen el nombre que hasta ese momento te habías negado a pronunciar. No, te dice aquella voz cansada de repetir un parlamento que se parece mucho a la eternidad: esa persona hace años que no vive ahí. O quizás no te responde una mujer, sino un hombre, joven o viejo, nada en el timbre de su voz te permite definirlo, y te dice que estás llamando a una ferretería, a una estación de gasolina o a un taller mecánico, y sí, efectivamente es ese el número, pero hace años que adquirió la línea y ya ni siquiera recuerda quién se la vendió. Cuelgas, derrotado, y te refugias a la sombra del árbol navideño. Y vuelves a recordar, y vienen a tu mente esos momentos de encuentros y desencuentros, siempre gente indeseable, rostros que alguna vez estuvieron frente a ti quién sabe dónde diablos, odiosos ex compañeros de oficina, un antiguo y ruidoso vecino, la amiga del amigo del amigo, o alguien que dice conocerte aunque tú sepas que jamás trabarías amistad con un sujeto de rostro tan abyecto, en fin, toda una fauna de personajes que quisieras olvidar pero que ahí siguen, acechándote, como si la ciudad se los tragara a veces y luego, asqueada, los escupiera en los lugares más inesperados.

Siempre terminas por encontrar a alguien, pero nunca a esa persona, nunca a ella. Fabiola podría ser el nombre.

Finalmente, a solas con tus recuerdos, inútiles recuerdos, resuelves que alguien ha estado jugando contigo y con todos los demás. Y que no ha jugado limpio.

Perdón por el paréntesis, pero de alguna forma tenía que darle tiempo a mi recuerdo para que recompusiera su expresión. Porque Liliana, decía, la misma Liliana que se juró amistad eterna con mi esposa desde los años escolares, estaba ahí, invadiendo el último rincón del mundo, y nos había visto, a mí y a Estela, y de pronto, como en el inicio de una pesadilla, se incorporó, se disculpó con sus acompañantes, se dirigió hacia nosotros. La penúltima de esas veinte millones de larvas a quien no debía encontrarme.
Estela no comprendía el porqué de mi silencio repentino, de mi súbito autismo, así que me tomó del brazo y se asombró al ver que lo retiraba con un violento y nervioso movimiento.
-Oye... -me dijo, pero se interrumpió al descubrir a la mujer que ya se había detenido a la orilla de la mesa.
-Qué groserito, ¿eh? -reclamó la otra-. Desde que entraste te estoy haciendo señas y ni caso.
-Hola -le respondí con un tono de castrati que ni ensayado-. En serio que no te había visto...
-¿Ah, sí? Pues te juro que pensé que estabas a punto de saludarme. Hasta les dije a las muchachas que me esperaran tantito, pero te pasaste de largo.
-No te vi -insistí. Y olvidé el español.
-¿Y no vas a presentarme a tu amiga? -Liliana sonrió como lo haría una bruja parida por la imaginería febril de los Hermanos Grimm.
Miré a Estela, luego a la intrusa, y otra vez a Estela. Pero seguía mudo. Por suerte, mi amante en turno ya había calculado el tamaño de la tragedia y reaccionó con rapidez:
-Me llamo Estela -se presentó ella misma, ofreciéndole la mano, que Liliana estrechó al tiempo que decía su nombre.
-Soy amiga de su esposa -añadió, señalándome con la mirada.
-Mucho gusto -le respondió Estela y cruzó los brazos sobre la mesa-. Precisamente de su esposa estábamos platicando: este hombre no hace más que hablar de ella todo el día en la oficina.
-¿O sea que trabajan juntos?
-Por ahora sí. Ya sabes, caprichos de la empresa. Mañana se les antoja otro proyecto y ni modo: a planificar y a ingerir cafeína hasta en las horas de descanso.
Liliana asintió con un gesto que podía significar: “Ya, ya, suficiente”, o: “¿Me crees pendeja o qué?”. Mejor lo primero que lo segundo, por más descortés que haya sido.
-Y por cierto, ¿dónde se metió esa mujer? Ya tiene rato que no la veo. Con las ganas que tengo de platicar con ella...
-El trabajo -reaccioné al fin-, el gimnasio; nunca se está quieta.
Liliana me enterró la mirada en el corazón. Su rostro, de pronto inexpresivo, me hundió en la miseria. Fue un momento particularmente angustiante. Yo sabía perfectamente que en la corrupta maquinaria de su entendimiento estaba decidiendo si tragarse o no aquella farsa. Y sabía también que de esa decisión dependía el futuro de mi carrera como mezquino e infiel hijo de puta. No había ya nada que pudiera hacer: el balón estaba de su lado y sólo esperaba que el contragolpe no fuera letal.
-Hazme un favorzote -dijo al cabo de unos segundos, recuperando el cinismo de su sonrisa-: Dile que me llame, no importa la hora que sea. No hemos hablado en años y ya es justo que esa mujer y yo nos vayamos de juerga.
-No te apures -suspiré-, mañana a primera hora la tendrás al teléfono. Tenlo por seguro.
-Y bueno -dijo Liliana finalmente-, los dejo en paz con sus proyectos. Fue un placer. -Y nos miró a los dos con el gesto satisfecho de una arpía que limpia la sangre de su espada.
Sólo entonces se alejó, contoneando un culo que, no está de más aclararlo, siempre se me ha antojado.
Una vez que estuvimos solos, Estela y yo nos interrogamos mutuamente: “¿Y ahora que chingados hacemos?”
-Hay que largarse de aquí -consideré-. Y hay que hacerlo ya.
-Espérate tantito -me atajó Estela-. Ni siquiera hemos ordenado. Mejor nos quedamos un rato, nos tomamos un café y hablamos como si nos acabáramos de conocer.
-Ya sé -le dije, ignorándola-. Vamos a ordenar; luego finjo que me llaman por teléfono, nos despedimos y me voy corriendo. Te espero a dos calles de aquí, en el camellón de Alvaro Obregón.

Me sentí como un KGB en tiempos de la guerra fría, oteando el derredor mientras la esbelta figura de Estela progresaba hacia el sitio en que me había guarecido.
-La muy perra no me quitó los ojos de encima hasta que salí.
Ese fue el saludo del reencuentro.
Caminamos en silencio en la noche invernal. Nos despedimos con un beso en la mejilla. La vi descender la escalinata de la estación del Metro y busqué un taxi, confiando en que el rumor del auto supiera de pretextos.

miércoles, abril 12, 2006

Sobre el sentimiento de lo trágico


A veces es preciso resignarse a lo ambiguo. Como tú ahora, que no aciertas a descifrar el sentido de esa frase. Como Donna, que solía creer que era a ella a quien le mentía. Como yo, que a veces dudaba de la sinceridad de sus ojos al pensar que en su enigma no había drama sino pura ficción.

La muerte es la única certeza. Lo demás, amigo mío, lo demás es simple y sencillamente una obra del caos.

A Donna la conocí en un billar de abolengo cuya antigua majestad era casi una mentira. El glamour de una mujer ceñida por el negro de un traje de suave algodón planchado está sólo en tu imaginería amaestrada por el cine de Hollywood: en la ciudad de México, un salón de juegos se parece más a una novela de Hemingway que a la estereotipada postal de un casino en Las Vegas. Pero no importa, tú imagina lo que quieras y déjame que mire a Donna mientras despliega su metro con sesenta a lo largo de la mesa y sus nalgas adquieren una tensión expectante, justo como un par de ojos que se cierran en el inútil intento por borrar lo inevitable. Pero no lo consiguen: la bola ocho se desliza burlonamente sin encontrar obstáculo y desaparece en una esquina de la mesa no sin antes esgrimir el dedo medio en el gesto universal de quien te manda a tomar por culo. Y es precisamente el culo de Donna el primero en reaccionar ante la tragedia: la carne se le ablanda, las líneas del algodón oscuro se reafirman en esa su postura del Sagrado Corazón. Un breve silbido me abstrae de la escena: es Octavio, mi rival en turno, quien también ha fallado y me anuncia que es mi turno con el ansia de quien barre un mal momento por debajo de la alfombra. Así que adopto una posición de análisis que también le aprendí a Hollywood: apoyado con ambas manos sobre el taco, instalado de lleno en la solemnidad, reviso la geografía de colores sobre el verde. Finalmente me decido: la punta bañada por el azul del gis intima con el marfil y de nuevo el caos opera en mi circunstancia: la bola blanca traza una recta perfecta pero de último momento apenas aletea a su enemiga exactamente como lo hizo la locura en un absorto Baudelaire, según confiesa. No sé si mi culo se relaja; sé, por su cercanía con mis ojos, que mi expresión no.
-¿Quién te enseñó a jugar, gañán? ¿Tu tía la manca?
Los comentarios de Octavio pueden ser así de elaborados.
En la mesa contigua, Donna acierta: por el exagerado frenesí de su celebración, adivino que es una advenediza en las lides del taco y el marfil. Sus amigas sonríen, condescendientes. Y yo me uno a ese gesto cuando los ojos de Donna me descubren a su lado.
Aquí es el momento en el que Ernesto encuentra el revólver. Es el primo de Octavio. Estamos en su casa, por la noche, luego de aquella tarde de billar. Hace al menos tres horas que hemos comprado un par de cartones de cerveza, y en el momento en que todo ocurrió estábamos escuchando cierto disco de Clan of Xymox que de alguna manera había terminado por hartarnos. Alguien acababa de proponer una sesión de X-Box, pero todo quedó en el olvido cuando la fría confección del acero apareció en esa mano trágica.
-Juguemos a la ruleta rusa -propuso Ernesto mientras acariciaba nerviosamente el arma.
Nada hay más elocuente que un silencio unánime.
-No sean putos -insistió-: está descargada. -Y a continuación procedió a demostrarlo.
Nunca le creas a un revolver ajeno, mucho menos si es la primera vez que se aparece ante tus ojos. El estallido resonó en la habitación como un sonoro pedo del demonio. El primer sorprendido fue Ernesto, quien al instante soltó el arma como si pretendiera que creyéramos que no era él quien había disparado. Los demás tardamos algunos segundos en recuperar el aliento. Luego, nuestras miradas viajaron de unos a otros en busca del alivio que proporciona un chorro de sangre ajena. La hallamos en Ricardo, el otro primo, y le manaba a borbotones del hombro derecho.
Alguien se arrojó sobre Ernesto para escupirle al rostro lo pendejo que era. Octavio fue a separarlos, mientras los demás rodeábamos al sujeto herido.
-Hay que llamar una ambulancia -dijo una voz anónima.
-Mejor hay que llevarlo al hospital -sugirió alguien más.
-¡No mamen, hagan algo! -exclamó la víctima, que además de la paciencia estaba perdiendo mucha sangre.
Nos apeamos en los autos y comenzamos a recorrer las calles sin un destino preciso. Finalmente optamos por un hospital al sur de la ciudad. Alguien, el amigo de un amigo, tenía allí un pariente médico. Pero la vida no es así de fácil: el tío aquel era gastroenterólogo. Y no era precisamente un alma discreta: de inmediato puso en alerta a todo el hospital y al rato llegó la policía. Octavio acompañó a su primo al ministerio público para las declaraciones del caso y yo me ofrecí a aguardar el diagnóstico en la sala de espera.
Fue allí donde volví a encontrar a Donna. Vestía una pulcra bata color blanco y atendía la recepción. Me le acerqué en silencio y, sin más trámite, alabé su juego.
-Ya recuerdo -me dijo-: tú y tus amigos estaban en el billar.
Le conté la historia. Ya desde entonces creyó que le mentía. Le mostré los rastros de sangre en mi camisa y aún así dudó.
-Okey, okey, tú ganas -bromeé-. La verdad es que vine a donar sangre.
Al rato salió el médico. Para ese momento ya habían llegado los familiares y como pude me desentendí del asunto.

Cada vez que Donna recuerda aquella noche, su mirada se ausenta del entorno. Confiesa que no entiende cómo una relación puede comenzar con una tragedia. Cree con fervor que infancia, en este caso origen, es destino. En ocasiones el cigarrillo se le consume entre los dedos sin que sus labios apenas lo toquen. Luego me pide que la abrace y que le cuente cuál fue mi primera impresión. Yo entonces le hablo de sus nalgas, porque esa es la imagen que se me quedó impresa en las pupilas. Ya después le explico que amé desde el primer momento su figura recostada en la orilla de la mesa de billar. Sólo hasta el final recreo el brillo de sus ojos (que para ese momento siguen ausentes), tan profundo, tan real que incluso me parece que me lo he inventado. Así, sin contradicciones.
Dos veces hicimos el amor en la cama de sus padres. Merced a esas ocasiones descubrimos que incluso la caricia más tierna entraña un deseo perverso cuando te hospedas bajo la sombra de una vida paralela, cuando te refugias en ese incómodo sentimiento de otredad sólo para encontrar que ahí quisieras ser más auténtico que en aquella vida que te espera al caer la tarde.
-No finjas que no estás casado -me decía-. Cuéntame cómo es ella, qué cosas hacen juntos, a dónde van los fines de semana. No actúes; sé como eres siempre.
Ella tenía novio. Una relación de varios años. Decía no saber si lo amaba, pero la respuesta era evidente: siempre después de sentir un orgasmo, rompía en llanto.
-No es justo, no debí hacerlo -exclamaba entre sollozos. Y un rato después, como si con ello pretendiera equilibrar el mundo, me pedía que se lo hiciera como el otro lo haría.
-El suyo es un poco más grande -confesaba mientras tomaba mi verga ya exangüe entre sus manos.
Sólo las primeras veces sentí que había en aquella comparación algo humillante. Pero luego aprendí que en la situación que ambos habíamos construido, no había permiso para la dignidad. Sobre todo, porque ella misma se ofrecía para ese enfermo análisis.
-¿Los senos de tu mujer son más grandes que los míos?
Y también:
-¿Qué te dice cuando lo hacen? ¿Se viene siempre? ¿La crees capaz de fingir el orgasmo?
-¿Tú lo harías? -trataba de defenderme, un poco también para evitar responderle.
-¿Tú puedes fingir un estornudo?
Una noche me pidió que se la describiera. Quería saber si tenía una foto de ella.
-Es una mujer. Como tú. Con dos senos y una vagina. Con cólicos menstruales. Con alegrías y sufrimientos. No trates de fabricar un misterio; basta con que te mires al espejo.
Y resuelto a cancelar aquella charla, me fui a orinar. Al volver, Donna había hurgado en mis pantalones y miraba con curiosidad la fotografía de mi esposa que guardo siempre en la cartera.
Tuve que estallar:
-¿Cuál es tu pinche interés en conocerla? -le grité, arrebatándole la fotografía-. ¿Cuál es tu problema? ¿Acaso quieres que te la presente? ¿Quieres que salgamos a cenar juntos para reírte en su cara? ¿O es que no me crees nada de lo que te he dicho?
Comencé a vestirme.
-No te entiendo, de veras -arremetí de nuevo-. Yo jamás te he preguntado nada sobre el pendejo de tu novio. Nada. Me da igual si va o viene, si te coge por atrás o por delante, si tiene un pito gigantesco o te hace veinte orgasmos seguidos. A mí sólo me importas tú y lo que puedas darme. Lo que hagas con tu vida más allá de este cuarto me tiene sin el menor cuidado.
Donna, sentada a la orilla de la cama, me miraba en silencio. Una de sus manos jugaba con el borde de la colcha; la otra, cruzada sobre el pecho, parecía cubrir su desnudez con un pudor incomprensible para esa circunstancia.
Le di la espalda para abrocharme la camisa. Entonces oí su voz, muy queda, casi como un susurro:
-Tal vez no lo sepas, pero cada vez que ella te toca, sus manos moldean tu cuerpo. Cada vez que ella te habla, tus reacciones aprenden a adaptarse a sus palabras. Entonces vienes aquí a pretender que nada de eso es cierto, a querer ser otro, a tratar de escaparte de ese molde. Pero es imposible, porque te incomoda que no te hable como ella te hablaría, porque si me acaricias, en el fondo buscas que mi cuerpo se adapte al tuyo como el de ella lo ha hecho contigo.
Donna se interrumpió un momento para buscar su ropa, que había caído al otro lado de la cama. Yo quise aprovechar ese instante para huir de aquella trampa, pero entonces caí en la cuenta de que sería difícil andar descalzo por el mundo.
-Y te lo estoy diciendo -continuó ella mientras se abrochaba el sostén-, porque a mí me pasa igual: no importa lo que hagas, siempre acabo viéndolo a él, sintiéndolo a él. ¿Sabes? -se dio la media vuelta para mirarme a los ojos-: creo que estamos atrapados, cada quien en su propia jaula, y si estamos aquí es porque de algún modo conseguimos salirnos un rato para observar el mundo, pero ese mundo ya no nos pertenece.
No quise responderle. Terminé de vestirme, tomé la llave de la habitación y salí sin despedirme.
Afuera me esperaba ese mundo que alguna vez fue mío.

martes, abril 11, 2006

Abandono

Por meses fui vecino de las angustias de Magda. De sus depresiones, las falsas y las reales. De su vana inquietud. De la melancólica expresión de quien por momentos deja de pertenecerle al mundo. De la profunda oscuridad de su mirada cada vez que me decía -una, dos, no recuerdo ya cuántas veces- que todo entre nosotros había finalizado.

El vago gesto del que pronto se abandonará al llanto. Y esa sonrisa misteriosa, obscenamente casual.

Todo en ella era como cuando escuchas un disco de Sigur Ros: sabes que algo está a punto de romperse; notas incluso cómo la piel de la noche se te va desgajando entre las manos, pero nada hay que puedas hacer sino quedarte quieto, expectante, dispuesto a morir si la música, en ese instante, te lo exige.

Pero nada ocurre. Al final estás solo en medio de una habitación solitaria, desnudo de sentimientos, vulnerable, mientras observas cómo esas notas de una suerte de tristeza esperanzadora te envuelven despacio, quedito, en su propio silencio.

Una quietud dolorosa. Eso era Magda. Y así lo fue hasta que calló por última vez.

Mi esposa me la presentó en la terraza de un salón de fiestas durante cierta reunión de ex alumnos de la carrera de Sociología. Es divertido escuchar cómo la gente es capaz de recordar una serie de circunstancias que derivan en un encuentro o en un hecho importante en sus vidas. Yo, por más que trato, no logro sino recordar una mano blanca y delgada que surge de la noche y vuelve a ella como lo haría una mentira que apenas somos capaces de pronunciar. Es más, ni siquiera escuché su nombre, y sólo hasta que mi esposa quiso conocer mi opinión de aquel grupo, supe que era Magda.

Usaba un traje sastre. Le venía bien. Me di cuenta porque estuvo frente a mí durante todo el brindis. Luego desapareció por un rato y más tarde volví a encontrarme con ella en el pasillo que daba hacia los baños. Ella, tiempo después, me dijo que buscaba una salida; yo, en ese momento, sentí que buscaba anclarse a una mirada. No a la mía. No esa noche.

Semanas después volvimos a encontrarnos en el lobby de un complejo cinematográfico. Mi esposa y ella se reconocieron de inmediato; yo tardé un poco más. De nuevo su mano surgió de la nada pero esta vez no se esfumó, sino que me atrajo hacia sí para ofrecerme su mejilla. Mi reacción fue tardía y eso pareció divertirla. Fue, merced a esa circunstancia, que captó mi atención. El tono oscuro de su lápiz labial dibujó una curva irregular en su rostro: la asimétrica sonrisa que después aprendí a amar. Su lacia y corta cabellera negra se meció un poco cuando ella ensayó un gesto para reprobar mi actitud avergonzada. En sus ojos apareció por primera vez -al menos para mí- el lujo apagado de quien esconde en ellos un secreto que jamás verá el día. Y al besar su mejilla hallé algo tibio, algo que nace, algo que abre sus ojos al mundo para no olvidarlo jamás. Creo que esa tarde estuve más callado que de costumbre. De hecho, mi esposa, aprovechando que Magda se había ausentado un momento de la sala para responder una llamada telefónica, me inquirió sobre ese repentino silencio.
-No es nada -le dije, buscando un refugio para el titubeo de mis ojos-, simplemente que no la conozco y no sabría qué decirle.
Ella pareció satisfecha con aquella respuesta y un instante después agitó una mano para llamar a Magda, que nos buscaba entre la gente.

Encontré su número telefónico en el celular de mi esposa. Lo marqué una tarde en la oficina, mientras la mayoría había salido a comer.
-Estuve a punto de no contestar -me dijo esa voz que de pronto no se parecía a su recuerdo, aunque, a decir verdad, se correspondía plenamente con su belleza enigmática.
-Muy mala costumbre -le dije-: ¿qué tal si es una emergencia?
-Nunca hablo con desconocidos -me respondió.
-Yo no tengo problemas para eso -le dije-: nunca terminas por conocer a nadie.
Nos dijimos un par de cosas más. No parecía sorprendida por mi llamada; la confianza en el tono de cada una de sus respuestas incluso me hacía sospechar que ya la esperaba. Quizá por eso aceptó a la primera encontrarse conmigo al otro día para tomar un café.
Pero no bebimos un café sino una copa. Y hablamos de nuestras vidas, de nuestras expectativas, de todos esos temas inútiles y plagados de mentiras que sirven de preámbulo para el roce de las manos y la fijeza en la mirada, que juega a ver quién es el primero en fingir un pudor que está lejos de sentir. Y nunca durante aquellas horas, nunca, pronunciamos el nombre de mi esposa.

El cuerpo desnudo de una mujer es como una isla desierta: nadie desea jamás habitarlo para siempre, pero todos sabemos que es el único, inapelable refugio. Yo fui en Magda el náufrago sin nombre del poema de José Emilio Pacheco, y a ella me aferré cada vez que el mar pretendía arrojar mi cadáver a solas. Nuestros primeros encuentros guardaban ese halo de misterio que exudan los cuerpos desnudos cuando buscan reconocerse en el otro. Al principio, sobra decirlo, sólo había sexo. Violento, espasmódico, a veces sobre actuado. Luego, semanas, meses después, nuestras bocas se cansaron de gritar y aprendimos a hablarnos. ¿Qué podíamos decirnos? Nada que no hayas dicho tú cuando sabes que la eyaculación ha dejado de bastar. Y en esas charlas subrepticias llenas de sudor y de agitación que se apaga, descubrimos (¡malditas sean las palabras!) que nada había en el verbo que pudiera encadenarnos. Fue, a partir de ese momento, que Magda decidió callar.

Es ridículo: cuando hacemos el amor, nada es más apropiado que una mujer que ha aprendido a expresarse con el lenguaje elocuente, vívido, del cuerpo. Sin embargo, una vez que la carne te ha saciado, ninguna realidad es tan atroz como la de una mujer sumida en el silencio. Porque sabes que no ha callado, sino que obra en ella el indescifrable diálogo que sostiene consigo misma. Porque sabes que en el desarrollo de esa charla no puedes sino ser un estorbo. Porque sabes, con absoluta certeza, que está hablando de ti. Y cuando esas palabras que jamás han de pronunciarse en voz alta se conjugan con el gesto sombrío de un rostro que ni siquiera se toma la molestia de evitarte, sabes que algo se ha roto. Definitivamente.

O que ha comenzado a romperse, si es que alguna vez fue parte de un todo.
-Creo que es tiempo de terminar con esta farsa.
Era su voz en el teléfono.
-No nos es suficiente con engañar a otra persona: nos estamos engañando a nosotros mismos.
-Explícate -le pedí, menos por curiosidad que por evitar que esa charla, por más enferma que fuera, llegara a su fin.
-No hay nada que explicar, es simplemente que no podemos sostener más esta mentira.
-Tus gemidos de ayer eran auténticos -le espeté.
-Era sólo una manifestación del deseo, no tiene nada que ver con los sentimientos.
Y ahí estaba yo de nuevo, aferrado a un auricular que sólo sabía confesarme la estática de las cosas muertas.
Una semana después, mientras miraba con mi esposa la televisión, sonó el teléfono.
-Es Magda -me dijo, con el ceño fruncido por la extrañeza-: quiere hablar contigo.
Mi sorpresa no fue fingida: en verdad creía que todo había terminado.
-Te deseo -fueron sus primeras palabras-. Quiero tenerte dentro de mí. No aguanto más.
-Sí, lo creo... -balbuceé, incapaz de reaccionar a lo que estaba oyendo.
-Cálmate -me dijo con una tranquilidad escalofriante-, di cualquier cosa, un saludo, una broma, luego tapas la bocina y me comunicas con ella.
Puedo ser un infiel y mentiroso hijo de puta, pero jamás he tenido la sangre fría del histrión, mucho menos del comediante. Ya podrás imaginar que no acerté a proferir nada más que un suspiro.
-Te veo mañana por la mañana, a las ocho está bien, donde tú ya sabes. No me importa qué tengas que hacer, no puedes faltar a esta cita.
-Ajá -le respondí, mirando de reojo a mi esposa, quien se había erguido en su asiento sin comprender lo que ocurría.
-Ahora di: “Claro que sí, voy a ver si lo convenzo, háblame mañana a la oficina, te doy el número, ¿tienes dónde apuntar?”
Repetí aquella frase lo mejor que pude. Al final le di el número, tapé la bocina y le dije a mi esposa que ahora quería hablar con ella.
Cuando colgó, ya no había incertidumbre en su expresión. De hecho, estaba sonriente.
-Dijo que era la única manera de que no te negaras.
La interrogué con la mirada.
-Sí -me explicó-, pidió hablar contigo así, sin más, porque creyó que como no la conoces, a lo mejor te ibas a negar a conseguirle la entrevista.
-Ah -suspiré-. Bueno, la verdad es que tú la conoces más que yo...
-No hace falta que la recomiendes -me interrumpió-, nada más consíguele la cita y deja que ella se las arregle por sí sola.
-¿Tú confías en ella? -arriesgué.
-Es buena gente -aceptó.
Me sentí desolado.

Una noche antes de que todo acabara, me pidió que se lo hiciera por detrás. Era estrecha, y sangró un poco. Pero en ningún momento desistió. Cuando no pude más, dejé que el semen la inundara y unos instantes después me salí y me tiré de espaldas sobre la cama, completamente agotado. Cerré un momento los ojos, y entonces la oí llorar.
-¿Qué tienes? ¿Te hice daño?
-Sí, me lastimaste. Mucho. Pero amo el dolor.
No estaba preparado para una confesión de ese tipo. No al menos para la manera en que estaba ocurriendo: Magda se había hecho un ovillo en un rincón; se abrazaba las piernas y se mesaba ansiosamente el cabello sin poder evitar que el llanto le bañara el rostro. Era una escena casi insoportable.
-Te estás contradiciendo -aventuré, tratando de superar la sorpresa-: si el dolor te causa placer, estás negando la naturaleza del sufrimiento y, por lo tanto, la del dolor en sí...
-¡No entiendes! -me recriminó-. Para mí no hay diferencia entre el placer y el dolor. Pero eso es en mi cuerpo. En mi mente no es igual: yo creo que te amo, pero en realidad lo que amo es la manera como experimentas el sufrimiento que yo te provoco... Que voy a provocarte.
-No me haces sufrir. Nunca lo has hecho, por más que lo parezca. Yo sé que esta situación es incómoda para ambos, pero acepté que así sería desde el primer momento. Si tú no quieres verme, o si sólo quieres verme de vez en cuando, no hay problema, en serio. Jamás te reprocharé si decides terminar.
Mentía, pero eso no importaba, porque ella ni siquiera me estaba escuchando.
Magda hundió la cara entre sus piernas y comenzó a reír. Sacudiendo los hombros. Mecida por espasmos. Había en esa risa algo perverso, algo no sólo fuera de mi comprensión, sino incluso ajeno a este mundo. No pude evitar sentir un denso escalofrío en todo el cuerpo.
-Magda -la acaricié-. ¿Te sientes bien? ¿Hay algo que yo deba saber? Anda, dímelo.
Tan de súbito como había iniciado, la risa cedió al silencio. Durante algunos segundos (hermanos de la eternidad), ambos nos quedamos quietos, callados, sumidos en nuestras propias cavilaciones. Entonces ella alzó la cara y me miró fijamente, así, sin decir nada.
-Tienes razón -me animé a hablar-: no entiendo lo que está pasando.
-No trates de entenderlo -respondió al fin-. Las cosas ocurren. Como nosotros, como esta habitación, como todo lo que está por venir.
Era invierno. Lo recuerdo por las luces multicolores que adornaban las fachadas de casas y comercios mientras agotábamos, de nuevo entregados al silencio, las calles de la ciudad.
Estábamos en el centro, en una zona dominada por bares sórdidos y casas viejas que compartían el espacio con oscuros establecimientos de aparatos electrónicos y siluetas sospechosamente quietas disfrazadas de sombras en los umbrales.
Magda se detuvo de improviso y señaló la amplia calzada, atestada a esa hora de autos y de gente que parecía hervir sobre el asfalto húmedo.
-Allí es donde todo habrá de terminar.
Eso dijo. No sé si textual, pero al menos creo que ese era el sentido de aquella rara sentencia.
-Si piensas que esto terminará algún día, estás equivocada. Jamás, óyelo bien, jamás te irás de mí. No después de todo lo que hemos hecho; no después de lo que hemos vivido esta noche.
Entonces llegó la confesión. Sé que te parecerá absurda, y no te culpo: a mí no sólo me sonó absurda, sino cursi también, como abigarrada, peliculesca incluso, pero no por ello menos vacía de realidad.
-Tienes razón -dijo ella-: si tú te encargaste de destruir mi vida, ya sólo me queda permanecer en ti para siempre. No de la mejor manera, no como yo hubiera querido, pero la justicia es un invento del hombre, no de la existencia. Recuerda que en este mundo las cosas ocurren, simplemente ocurren.
Y se fue. Quise ir tras ella, pero me detuvo con un gesto y echó a correr. La vi alejarse, detenido ahí en mitad de la calle, incrédulo, indeciso, humano, demasiado humano.

Aquella fue la última vez que la vi. Con vida. A la noche siguiente estrelló su auto contra el poste de un semáforo justo en la esquina señalada. Murió en el hospital un par de horas después. Fractura de cráneo. Hemorragia interna. Mi esposa me comunicó la noticia por teléfono. Estaba consternada. Me pidió que la acompañara al funeral. No tuve argumentos para negarme. Acepté y colgué. Incapaz de creer lo que estaba ocurriendo, marqué el número de su celular. Unos instantes después, una voz femenina me respondió. No la de ella, por supuesto. Confieso que pocas veces he llorado. No es por valentía, sino porque en las lágrimas no hallo otra cosa que opresión y un cobarde, inmerecido abandono. Sin embargo, en esa ocasión no pude rehuir al llanto. Y no pude porque sólo entonces comprendí el sentido de sus últimas palabras.
Porque únicamente entonces supe que no sólo los dioses son inmortales.